Capítulo IV:
Mathias Wade ve una sombra

En el salón de su casa de la calle de Buenavista, Mathias Wade estaba convirtiendo en humo un largo cigarro. Se hallaba sentado en un blando sillón y frente a él encontrábanse su hermano Edwin y su hijo Archie. Bill Burley, criado de confianza de Mathias, se encontraba también en la estancia, escuchando, con ningún disimulo, la conversación que se sostenía entre los Wade.

—¿De veras has conseguido que Lucía me acepte? —preguntaba, anhelante, Archie.

Edwin Wade, que estaba junto a él, fumando también un largo y grueso cigarro dirigió una despectiva mirada a su sobrino. Edwin era un hombre de acción y sólo sentía desprecio por los que preferían cualquier otra cosa a la acción violenta y directa.

—Sí, te acepta —replicó Mathias Wade, mirando a su hijo, por quien, justo es confesarlo, tampoco sentía gran admiración.

—¿Me ama? —insistió Archie.

—Confórmate con que te acepte —replicó su tío—. Al fin tendrás a la mujer más hermosa de California.

—Pero ella estaba enamorada de Jorge de Alza —recordó Archie.

—Tonteaba con él —replicó su padre—. Sólo tonteaba. No tiene ninguna importancia.

—Creo que José Garrido ha pedido ayuda a cierto potentado de Los Ángeles —intervino en aquel momento William (Bill) Burley, mientras llenaba las copas de licor.

—¿Cómo lo has averiguado? —preguntó Mathias Wade.

—Don César de Echagüe visitó esta tarde a los Garrido. Habló en la calle con la muchacha y luego entró en la casa. Por el rato que estuvo dentro, es indudable que debió de hablar con don Lucas.

—¿El potentado a quien te referías era don César? —preguntó Edwin Wade.

—Sí, señor. Más tarde, el muchacho, me refiero a José Garrido, fue a la posada del Rey don Carlos y estuvo allí un buen rato. A los pocos momentos de entrar él, llegó don César, que venía directamente de casa del señor Garrido y subió a una habitación. Más tarde reapareció y estuvo hablando con el señor Yesares. Al cabo de otro momento apareció José Garrido y los dos hicieron como si no se hubiesen visto antes.

—Estás muy bien informado, Bill —dijo Archie Wade.

—He de estarlo si quiero ser útil a ustedes.

—¿Es que Lucia no me va a aceptar? —preguntó alarmado, Archie.

—Claro que te aceptará —replicó su tío—. Retírate y deja que nosotros decidamos lo que se debe hacer. Ya es tarde.

Archie, que profesaba hacia su tío un temor tan grande como el odio que contra él sentía, se levantó y salió humildemente del salón.

Edwin le siguió con la mirada, y cuando oyó que sus pasos se habían apagado en la alfombra de la escalera, se volvió hacia su hermano y hacia Bill y preguntó a éste:

—¿Qué importancia crees que puede tener la intervención de César de Echagüe? Es un botarate que no nos causará ninguna molestia.

—Es muy rico —recordó Bill—. Si presta a José el dinero para rescatar los documentos…

—Aunque se lo prestara, José Garrido no podrá rescatarlos —dijo Mathias—. No me asusta esa ayuda.

—¿Ni la del excelentísimo señor Edmonds Greene? —preguntó astutamente Bill Burley.

—¿Qué tiene que ver Greene en esto? —preguntó Mathias.

—Bill ha dado en el blanco —sonrió Edwin—. Greene es todopoderoso en Washington y, además, es cuñado de César de Echagüe.

—¡Oh! —exclamó Mathias—. Lo olvidaba. Si él interviniera y se revisaran los…

—Sería horrible para nosotros —rió Edwin—. Una revisión de sentencias es ahora cosa muy corriente. California se portó muy bien durante la guerra. No se pasó al Sur, como se temía, permaneció fiel a la Unión, aunque padeció bastante con ello; durante cuatro años se reanudó aquí la vida patriarcal española, y fue ese carácter español el que realizó el milagro. Washington está agradecido, quiere reforzar un poco los lazos que le unen a California y… Edmonds Greene es muy peligroso.

—Sólo será peligroso si su cuñado le avisa —sonrió Burley.

—Claro, no debe avisarle —dijo Mathias Wade—. Debemos impedírselo.

—¿Cómo? —preguntó Edwin.

—Un tiro por la espalda, si da donde debe dar, es muy eficaz para hacer callar a los que propenden a hablar demasiado —dijo Burley.

—¿Cuánto quieres por cerrar esa boca? —preguntó Mathias, mirando ansiosamente a su criado.

Edwin intervino violentamente.

—¡Sois unos imbéciles! —gritó—. Nada de eso. No hemos de ser nosotros quienes matemos a César de Echagüe. Existen otros medios. ¿Os acordáis de Rand Ríos?

—¿El mestizo?

—Sí. Rand estuvo una vez al servicio del Coyote.

—¡El Coyote! —exclamó Mathias, palideciendo—. ¡No lo nombres!… —Y súbitamente, el dueño de la casa lanzó un grito de horror, a la vez que repetía—: ¡El Coyote! —y con mano temblorosa señalaba hacia la ventana.

—¿Qué te ocurre? —preguntó bruscamente su hermano—. ¿Es que te ha puesto nervioso el nombre del Coyote?

Mathias Wade se dejó caer en su sillón y alcanzó una copa de licor, que bebió de un trago, vertiendo la mitad por su pecho.

—¡Estaba ahí! —musitó—. Junto a la ventana…

—¿Quién? —preguntó Edwin.

El Coyote —tartamudeó Mathias—. Le vi…

Edwin empuñó rápidamente un revólver que sacó de una funda que llevaba bajo el sobaco, y en dos zancadas alcanzó la ventana. La amarillenta luz de una luna en cuarto creciente iluminaba vagamente el jardín. Edwin levantó la ventana y saltó al exterior. No vio a nadie y durante varios minutos registró, revólver en mano, todos los rincones del jardín hasta convencerse de que estaba completamente vacío.

—Nadie —murmuró. Mentalmente se dijo que su hermano se estaba dejando llevar por los nervios.

Bruscamente se detuvo y acercóse al muro que se levantaba en el extremo sur del jardín. Numerosas enredaderas de gruesos troncos desbordaban el muro, y en un punto, aquellos troncos se veían con la corteza arrancada en varios lugares y, además, un par de tallos aparecían rotos. Edwin tocó con las yemas de los dedos aquellos troncos. La savia pegóse a los dedos. Aquellas huellas habían sido dejadas hacía unos minutos. No muchos.

Este descubrimiento aclaraba dos cosas. La primera: que Mathias Wade no había visto visiones. La segunda: que el misterioso visitante había escapado ya.

Sin embargo, Edwin no guardó su revólver y, lentamente, regresó hacia la casa. De nuevo su atención fue atraída por un trozo de papel clavado en un arbolillo que se levantaba en el jardín. Edwin fue hasta el árbol y arrancó la aguja que mantenía sujeto aquel papel al árbol. Aunque la luz de la luna era muy escasa, Edwin pudo leer:

«Este es mi primer aviso. Haced caso de él».

Durante unos segundos, Edwin Wade estuvo contemplando la inconfundible cabeza de coyote que era la famosa firma del Coyote. Por un momento pareció dispuesto a rasgar la nota; luego, reflexionando, la guardó cuidadosamente en su cartera y regresó, sin prisa, al salón.

—¿Qué has descubierto? —preguntó Mathias.

—Nada —replicó Edwin—. Has visto visiones. Sigamos con lo que íbamos diciendo. El plan a seguir es…

Durante casi dos horas los dos hermanos y Burley estuvieron tejiendo las mallas de la red que debía cazar a César de Echagüe.

Cuando Mathias anunció que se iba a acostar, Edwin declaró que aún se quedaría un rato en el salón, terminando de fumar el cigarro que acababa de encender.

—Trae una botella de coñac —ordenó a Burley.

Cuando el criado se marchó, Mathias preguntó ansiosamente a su hermano:

—¿Crees que el plan dará resultado? Es muy audaz.

—Sólo los planes audaces dan resultado, Mat —replicó Edwin—. Recuerda que en este juego los dos vamos a ganar mucho; pero podríamos perder también muchísimo. Deja en mis manos los hilos de la trama y ten la seguridad de que no los soltaré antes de tiempo. Buenas noches. Procura dormir… No olvides que mañana por la noche tenemos que asistir a la fiesta que da don César de Echagüe.

—Pero, si no nos invita… nos exponemos a que nos eche de su casa.

—No seas niño, Mat. La ventaja de tratar con personas educadas está en que siempre se sabe lo que harán. Don César es un caballero y en cuanto nos vea le faltará tiempo para asegurar que le place mucho nuestra visita. No nos preguntará quién nos ha invitado y fingirá creer que ha sido él mismo quien nos ha pedido que fuéramos a su casa.

—Yo no haría eso si viera entrar aquí a alguien a quien no hubiera invitado.

—Ni yo tampoco —sonrió Edwin—; pero, querido hermano, ni tú ni yo somos caballeros. La diferencia estriba sólo en eso: en que no somos caballeros.

Mathias Wade sonrió, no muy convencido, y, al fin, volviendo la espalda, salió del salón y subió a su cuarto. Entró un momento en la habitación de su hijo y se detuvo junto a su lecho. Su rostro se dulcificó extraordinariamente mientras contemplaba a su hijo profundamente dormido ya.

—Tendrás a la mujer a quien amas —murmuró—. Tu padre te lo promete.

Después salió del cuarto y dirigióse a su aposento.

Entretanto, en el salón, Edwin Wade contemplaba a contraluz el acaramelado licor que llenaba el vaso que tenía entre los dedos.

—¿De veras sólo quiere perjudicar a don César? —preguntó Burley, sentándose frente a su jefe y encendiendo también un grueso cigarro.

—¿Tú qué opinas? —preguntó Edwin.

—Que se toma demasiadas molestias, si se las toma para perjudicar a un imbécil como don César —replicó Burley.

—Tienes razón. Serían demasiadas molestias si sólo me las tomase por don César; pero…, ¿has oído hablar de la caza con reclamo?

—Sí.

—¿Sabes cómo cazan tigres en la India? Cogen a un corderillo, lo atan a una estaca en plena selva y cuando el pobre cordero empieza a balar, llamando a su madre y cuantos puedan ayudarle, el tigre le oye, acude a devorarle y entonces es cazado. Mi plan es el mismo.

—¿Quién es el tigre que ha de ir a devorar a don César?

—No es un tigre: es un coyote.

—¡El Coyote!

—Sí. Y no irá a devorar a don César, sino a salvarle. Si el plan fracasara, siempre tendríamos lo que primeramente queríamos conseguir.

—No lo entiendo mucho; pero sé que usted triunfará.

—Triunfaré —dijo Edwin—. Y cuando el triunfo sea mío, entonces verán todos cuál de los dos es el mejor.

—¿Se refiere al Coyote?

—No. Me refiero a Mat. Él fue el preferido de nuestro padre. Todo el dinero pasó a sus manos. Porque Mat es como mi padre. Vista corta y paso corto. Siempre sobre seguro. Préstamos a gente de confianza que tiene fincas y valores con que responder. Nunca se ha expuesto. Yo, en cambio, tengo vista larga y paso largo. Me gusta exponer mucho para ganar muchísimo más. Mi padre estaba seguro de que yo derrocharía la fortuna en cuatro días. Por eso la dejó íntegra a Mat, encargándole que me mantuviera y me pasase una renta de doscientos dólares mensuales; pero Mat siempre ha sido débil, se ha dejado manejar y ahora está ya dominado por mí. Cuando empiece a abrir los ojos verá que ya no le queda nada y que lo mejor ha pasado a mis manos. A mi sobrino le dejaremos su bella esposa.

—Creí que también usted la miraba con buenos ojos —sonrió Burley.

Éste miró pensativamente al criado, y al fin replicó:

—Saber poco es malo; pero saber demasiado es peor. No lo olvides.

—¿Es una amenaza?

—No. Sólo una advertencia. Si sabes demasiado, tu vida perderá valor, y ni yo apostaría un centavo por ella.

—También yo podría amenazar.

—Sólo amenaza el que sabe demasiado. Cuando yo triunfe, necesitaré un hombre sin escrúpulos. De tu buen criterio depende que ese hombre seas tú.

—Procuraré que sea así —sonrió Bill.

—Esta noche nos ha visitado El Coyote —dijo Edwin, después de beber un sorbo de licor—. Dejó una advertencia. No digas nada a Mat. Se pondría nervioso.

—Entonces, ¿fue verdad que su hermano vio al Coyote?

—Sí; pero la intervención de nuestro amigo enmascarado nos favorece más que perjudica. No te olvides de buscar a Rand Ríos. Nos va a ser muy útil.

—¿Piensa usted asociarse con él?

—No; pero en Los Ángeles todo el mundo cree que Rand Ríos es uno de los pocos que conocen la verdadera identidad del Coyote. Para nuestros planes es más importante lo que se cree que la verdad misma.

Edwin bebió el resto del licor, dejó el cigarro en un cenicero y, por último, se puso en pie. Dando unas palmadas en la espalda de Burley declaró:

—Mientras no olvides que debes ir detrás de mí y no procurar correr más que yo, todo irá bien. Para ti y para mí. Buenas noches, Bill.

—Buenas noches, jefe —replicó el criado.

Al quedar solo, Burley sonrió burlonamente.

—No temas —dijo—. No correré más que tú, porque mientras tú vayas delante, los golpes serán para ti, no para mí.