Capítulo III:
El Coyote sonríe

José Garrido había tomado una decisión. No podía sentirse orgulloso de ella, porque era una decisión impropia de un caballero y, sobre todo, de un Garrido; pero en aquel caso era la única que se le antojaba totalmente resolutiva.

Todo ocurría por él. Si él dejaba de existir, dejaba también de existir el problema que él planteaba. Y una vez resuelto el problema, ni Lucía tendría que casarse, ni su padre se vería obligado a soportar la humillación.

Sobre la mesa, ante él, tenía una botella de seco vino de Jerez. Junto a la botella un revólver. El mismo revólver que… Con aquel arma José Garrido pondría fin a su vida inútil y muy pecada. Un disparo contra su corazón y todo habría terminado. Muy fácil. Muerto el perro se acabó la rabia. Su padre lloraría, su hermana también; pero los dos comprenderían que su acto era el único lógico y sensato.

Los padres del Colegio de Nuestra Señora, que le habían educado, cuidarían de que se hiciera constar que se había matado en un rapto de locura. Así podría ser enterrado en la tierra en que reposaban sus familiares. Su madre, sobre todo. Sin duda, ella le estaba viendo en aquellos momentos y la pobre debía de sufrir mucho.

Con mano temblorosa escanció otro vaso de vino y se lo llevó a los resecos labios. No le encontró ningún gusto, y pensó que tampoco los condenados a muerte deben de encontrar gusto alguno a los mejores alimentos que les sirven antes de dar el último paseo por la vida.

Pero el vino le daba calor, y esto ya era mucho.

Sin duda, su padre y su hermana debían de estarle esperando para cenar. No imaginarían que se encontraba en la posada del Rey don Carlos bebiendo una última botella de vino antes de abrirse de un tiro contra el corazón el camino hacia la eternidad.

Había pedido un reservado, que Yesares, el dueño, le proporcionó en seguida.

—Espero a unos amigos —había dicho José Garrido.

Por eso, a un lado de la mesa se veían otros vasos que no serían utilizados, porque el amigo a quien esperaba el hijo de don Lucas Garrido era la Muerte. Y la Muerte no bebe vino.

José Garrido acarició el revólver. Sería el primero de los Garrido que se quitaba voluntariamente la vida. Alguno de sus antepasados murió en el cadalso, otros, la mayoría, murieron peleando por su patria. Él debiera haber muerto en el patíbulo y sólo cambiaba aquella vergüenza por otra mayor: la del suicidio.

Quiso repasar su vida y desistió de ello, porque sólo podía recordar una cosa: la que motivaba aquella decisiva determinación. Y aquello era, precisamente, lo que más quería olvidar.

Bebió otro trago de vino y miró con disgusto la botella. Aún quedaba dentro de ella algo más de la mitad de su contenido inicial. Y hasta que terminase no podría… ¿Por qué no? ¿Quién, en realidad, le impedía acabar con su vida antes de acabar con el vino? ¿Qué le importaba que quedase media botella?

Llevó la mano al bolsillo de su chaleco y sacó una moneda de oro. La depositó junto a la botella. Era más de lo que ésta valía; pero no importaba. Además, el dueño de la posada iba a sufrir, por su causa, muchas molestias. Por lo que pudiera ocurrir era conveniente que no se culpara a nadie de una muerte de la que sólo él era el autor. Sacó, por ello, la carta escrita unas horas antes y la dejó también sobre la mesa. Iba dirigida a las autoridades y en ella, de su puño y letra, José Garrido hacía constar que, por su propio albedrío, terminaba con su vida.

Ya estaba todo en orden. Sólo faltaba el gesto supremo.

La mano derecha del joven avanzó hacia el revólver, lo empuñó y, amartillándolo, lo acercó a su pecho. Sólo una ligera presión con el dedo y…

¡Pam, pam, pam!

Bruscamente, José Garrido apartó el revólver y lo encañonó hacia la puerta. ¿Quién podía llamar en aquellos momentos?

Se puso en pie y desamartillando el revólver lo guardó en el bolsillo de su levita, aunque sin apartar las manos de su culata. Luego avanzó paso a paso hacia la puerta. La llamada no se había repetido, y el joven preguntó con voz temblorosa:

—¿Quién llama?

Nadie contestó.

—¿Quién llama? —preguntó con voz más fuerte José Garrido.

Silencio.

Cautamente el joven entreabrió la puerta y vio que el pasillo, a derecha e izquierda, estaba vacío. Si alguien había llamado, debió de marcharse a toda prisa.

O tal vez la llamada fue fruto de su imaginación.

José Garrido cerró de nuevo la puerta y volvióse para regresar a su sitio.

—Buenas tardes.

Las palabras del enmascarado que estaba sentado en la misma silla que un momento antes él ocupara hicieron dar un respingo a José Garrido, cuyos ojos, muy abiertos, trataban de penetrar a través de la barrera que ofrecía a su mirada aquel antifaz. El que lo llevaba era un hombre alto, delgado, vestido a la moda mejicana y californiana. Se cubría la cabeza con un sombrero de alas anchas y cónica copa. Su enjuto rostro sólo tenía la peculiaridad de un fino bigote, y de su estrecha cintura pendían, de dos cinturones cruzados y repletos de munición, dos excelentes revólveres Colt. Sin embargo, el enmascarado no mantenía sus manos cerca de sus armas. Por el contrario, estaba entretenido en juguetear con la carta que José Garrido escribiera para justificar su muerte.

—¿Quién es usted? —preguntó con voz alterada—. ¿Por dónde ha entrado? ¿Qué hace aquí?

Con un ademán, el enmascarado interrumpió al joven.

—Vayamos por partes —dijo—. ¿No me reconoce?

—Parece El Coyote —murmuró José Garrido.

—Lo soy —replicó el enmascarado—. Y en cuanto a entrar aquí, he podido hacerlo a través de las paredes o por la ranura de la puerta. O por debajo de ella, como lo haría una hormiga.

—Usted no es una hormiga —sonrió, a su pesar, Garrido.

—No, desgraciadamente no puedo serlo. A veces me sería muy útil. Creo que una hormiga podría, incluso, introducirse dentro de una carta y leer, poco más o menos esto: «Señor juez, no culpe a nadie de mi muerte. Me quito la vida porque me falta valor para seguir viviendo». Y la firma lleva un nombre muy vulgar y un apellido muy honrado.

José Garrido cerró los puños y, mirando fríamente a su misterioso visitante, replicó:

—Señor Coyote, como todos los californianos, le he admirado; pero ahora le ruego que me deje solo. Tengo que hacer algo muy urgente e importante.

—¿Matarse? —El Coyote sonrió de nuevo—. Eso podrá ser importante, por lo menos para usted y para su familia; pero nunca será urgente. Puede aguardar unos minutos si hasta ahora ha podido aguardar dieciséis años. Le agradezco que me haya admirado. ¿Qué represento yo para usted?

—¿Ha venido a escuchar las alabanzas que puede prodigarle un hombre que va a morir?

—El que va a matarse no es un hombre, Garrido, en el mejor de los casos, será un chiquillo.

—Seré un chiquillo, no me importa. Desde luego, le he admirado porque usted representa el espíritu de nuestra raza en lucha contra los que tratan de humillarla. ¿Quiere alguna alabanza más?

—No, tengo bastante con eso. Al fin y al cabo, es lo mismo que usted quiso hacer, ¿no?

—No entiendo.

—No mienta. Me entiende muy bien. Pero no es necesario que rectifique sus palabras. Puede sacar ese revólver que guarda en el bolsillo y matarse. Me gustará ver cómo muere un hombre cobarde.

—No soy cobarde. Si me quiero matar es porque…

El Coyote le atajó con un imperioso ademán.

—No me dé explicaciones. Me tiene sin cuidado el porqué de su suicidio. Mátese. Ya le he dicho que me gustará verle morir.

—¿Quiere que me mate delante de usted? —preguntó, incrédulamente, José Garrido.

—¿Por qué no? Creo que son los japoneses los que cuando quieren abandonar este mundo por medio del suicidio requieren la presencia de un amigo para que los conforte en el duro trance. ¿No puedo ser yo su amigo?

—Podría serlo —replicó el joven—. Y por ello le pido que se marche como ha venido y me deje a solas con mis problemas.

—Lamento mucho no poder seguir sus indicaciones, Garrido. Si me he tomado el trabajo de filtrarme a través de estos recios muros ha sido con el exclusivo objeto de ver cómo se pegaba el tiro definitivo. No querrá que me marche sin haber satisfecho mi curiosidad.

—No siga burlándose de mí, señor Coyote. Usted no se ha filtrado a través del muro. Eso lo sabe tan bien como yo. No sé cómo ha entrado ni por qué…

—Le diré por qué. He venido porque quiero preguntarle el motivo de su suicidio. En la carta no lo explica.

—Ése es asunto que sólo a mí me concierne.

—¿Cree que El Coyote irá divulgando por Los Ángeles el motivo del suicidio del joven Garrido? No sea niño. Yo no hago esas cosas.

—Ya lo sé…

—Entonces, cuénteme qué motivos le impulsan a esa locura. Hace tiempo supe que el hijo de don Lucas Garrido andaba mezclado con una banda de criminales y ladrones…

—¡Yo no sabía qué clase de gente eran! —protestó José.

—También sé eso. Usted creía que se trataba de un movimiento patriótico. ¿No es cierto?

—Sí. Me aseguraron que estaban en combinación con el Gobierno mejicano para la expulsión de los norteamericanos, aprovechando las circunstancias favorables…

—Pero le engañaron, y usted se encontró de pronto con que había asesinado a un hombre para robarle.

—¿Cómo lo sabe? —gritó el joven.

—Si soy capaz de atravesar una pared de medio metro de espesor, más fácilmente puedo averiguar una cosa que es sabida de varias personas.

—¿Lo ha sabido por mi padre?

—No. Su padre es muy discreto y no ha dicho ni palabra. Su hermana tampoco ha querido hablar, aunque sospecho que no sabe otra cosa: que si no se casa con el joven Archie Wade usted será encerrado en la cárcel y luego hasta es posible que suba al cadalso. ¿No es así como Mathias Wade ha planteado el problema?

—Sí… Pero yo no quiero hablar ni decir…

—No sea niño. Cuénteme cómo ocurrió todo. Yo conozco una versión del suceso; pero me interesa conocer otra. Al fin y al cabo, usted se va a suicidar. Yo le prometo que vengaré su muerte y castigaré a sus cómplices.

—¿Cómo podrá hacerlo, si ni yo mismo los conozco? —preguntó Garrido.

—El que usted no los conozca no quiere, ni mucho menos, decir que yo no pueda descubrirlos. ¿Quién le hizo ingresar en la banda?

—Recibí algunas cartas…

—¿Cuándo?

—Hace un año, poco más o menos. Eran anónimos. Se me decía que estaba próxima una gran sublevación contra el dominio norteamericano. Se instaba a todos los californianos a unirse para la gran epopeya.

—¿Y cómo respondió usted?

—Una noche en que yo regresaba a casa, se acercó a mí un hombre envuelto en una larga capa y me dijo que venía a mí enviado por Los Vengadores. Así se llamaba la banda. ¿Cuál era mi respuesta?

—Afirmativa, ¿no?

—Sí. Le dije que contasen conmigo. Me contestó que la noche siguiente me reuniera con mis compañeros en las ruinas de la ermita de San Beltrán. Allí sería presentado a todos.

—¿A cuántos fue presentado?

—Sólo a dos. Me dijeron que los otros no podían acudir a aquella ceremonia; pero que no importaba, pues a su debido tiempo nos conoceríamos todos. La vieja bandera de California ocupaba toda una pared.

—¿Quién eran sus compañeros?

—No lo supe. Tanto ellos como yo llevábamos la cara cubierta con un capuchón negro. Se dijo que para probarme debería acompañarles a una casa donde se guardaban documentos de gran interés para los patriotas.

—Y usted fue tan ingenuo que aceptó sin más pruebas ni explicaciones, ni garantías.

—Sí. No pude imaginar que no fuesen lo que decían ser.

—¿Qué ocurrió?

—Me llevaron hasta una casa, entramos en ella saltando la tapia del jardín. Me entregaron un revólver y yo lo amartillé, como hicieron ellos. Forzamos una puerta, subimos por la escalera, llegamos a un despacho en el que se veía un cofre fuerte que mis compañeros forzaron. De dentro sacaron fajos de billetes y sacos de oro. Yo iba a decirles que aquello no eran documentos, cuando se abrió una puerta y apareció un hombre que sostenía un quinqué de petróleo. Yo no sabía qué hacer y estaba a punto de escapar; pero mis compañeros me dijeron que disparase, pues ellos habían guardado sus armas.

—¿Y disparó?

—Sí. Fue un movimiento instintivo, del que me di cuenta demasiado tarde. Vi cómo el hombre se desplomaba al suelo, se apagó su quinqué y mis compañeros tiraron al suelo la vela que habían encendido. Quise escapar y no pude encontrar la puerta. Al fin, di con ella y la encontré cerrada. Fui a la ventana y la hallé defendida por fuertes barrotes de hierro. Cuando ya no sabía qué hacer, oí abrirse una puerta y apareció el señor Mathias Wade. Traía una linterna cuya luz me cegó, y empuñaba un revólver. Me ordenó que tirara al suelo mi arma y él la recogió, guardándola. Es este mismo revólver —agregó José Garrido, mostrando el que había destinado para matarse.

—Continúe. Es muy interesante. ¿Qué había sido del muerto?

—Seguía en el suelo, con la cara bañada en sangre…

—¿En sangre?

—Sí, en sangre. Aunque disparé al azar debí de alcanzarle en el rostro.

—¿Y qué hizo el señor Wade?

—Pensé que me mataría. Dijo que había asesinado a su secretario y luego, al examinar el contenido de la caja, agregó que mis cómplices le habían robado cien mil pesos.

—¿Es posible que tuviera tanto dinero en casa? —preguntó El Coyote.

—Todos saben que el señor Wade se dedica a hacer préstamos y que, por ello, tiene siempre en casa grandes sumas de dinero.

—O sea, que usted se encontró complicado en un crimen y en un robo. Mal asunto. ¿Qué más ocurrió?

—Wade me dijo que tendría que entregarme a la Justicia, y pareció muy molesto por tener que hacerlo. Yo le supliqué perdón y olvido; pero en seguida me hizo ver que no podía perdonar ni olvidar. ¿Qué podía hacer con el cadáver de su secretario? ¿Y quién le reembolsaría el dinero robado?

—Pero al fin todo se resolvió, ¿no?

—Sí. Después de mucho rato de repetirme que yo estaba destinado a la horca, dijo que tal vez se pudiera encontrar una solución. En Los Ángeles se sabía que su secretario se marchaba para regresar de nuevo a Boston, de donde era natural. Por lo tanto, su ausencia y desaparición no sorprendería a nadie. Y en cuanto al dinero, si yo me comprometía a devolverle ciento veinticinco mil dólares, él me perdonaría.

—¿Le cargó un interés del veinticinco por ciento? No es mucho. ¿Qué más?

—Le prometí devolverle el dinero y le firmé un documento declarándome culpable del asesinato de su secretario, asesinato cometido para robar la suma de ciento veinticinco mil dólares. No recuerdo exactamente las cláusulas del documento; pero sé que con él Wade me podía enviar al patíbulo cuando quisiera. En otro documento reconocí haberle robado el dinero y me comprometía a devolverlo dentro de un año.

—¿Por qué firmó eso?

—¿Qué otra cosa podía hacer?

—Sé muchas de las cosas que usted habría podido hacer; pero no se las diré ahora. Lo que está ocurriendo es que usted no pudo recobrar el documento firmado, ¿no?

—Claro. Ni veinte mil dólares habría podido reunir para ese fin.

—Y Wade exige el pago o amenaza con la denuncia, ¿no es así?

—Así es.

—¿Qué fue del cadáver del secretario de Wade?

—El señor Wade me hizo que le ayudase a abrir un hoyo en su jardín. Luego él envolvió el cadáver en una manta y entre los dos lo bajamos al jardín, lo colocamos en el hoyo, echamos alguna tierra encima y luego el señor Wade trasplantó allí un arbolillo y terminó de llenar el agujero. Nadie supondría que en aquel sitio se encuentra enterrado un hombre.

—¿Y el señor Wade enterró en su propio jardín al hombre a quien usted asesinó?

—Sí.

El Coyote se acarició la barbilla.

—Muy interesante —dijo al cabo de un momento—. Continúe. ¿Qué sucede ahora? Usted no puede pagar el dinero que debe. ¿Qué ha hecho Mathias Wade?

—Me previno que si no le devolvía el dinero descubriría a mi padre toda la verdad. Le pedí un plazo un poco más largo y me lo concedió; pero el mismo día en que me había prometido tener un poco más de paciencia se presentó en mi casa y descubrió a mi padre todo lo ocurrido.

—¿Qué le pidió a su padre?

—Dijo que no iba a pedirle dinero, porque sabía que los Garrido éramos pobres; pero exigió a cambio del documento firmado por mí que mi hermana Lucía se casase con Archie, su hijo.

—¿Está enamorado Archie de Lucía?

—Creo que sí.

—¿Y conoce Archie los medios de que se vale su padre para conseguirle la novia?

—No.

—En resumen, que Mathias Wade tiene en su poder una declaración firmada por usted que le sirve para obligar a don Lucas Garrido a ceder a su hija a un hombre a quien desprecia. Su padre no obligaría a Lucía Garrido a conceder su mano a Archie si no estuviera en juego el buen nombre de los Garrido. Cualquier sacrificio resultará pequeño si por medio de él consigue que su apellido no vaya unido a una condena a muerte por robo y asesinato. Y bien sabe Dios que no debe de ser pequeño el sacrificio de dar a un norteamericano la mano de su hija.

—Para evitar eso he querido matarme. Una vez muerto yo…

—No sea niño —interrumpió El Coyote—. No es su vida lo que importa. Es su apellido. Aunque usted estuviera muerto y enterrado el apellido de su familia seguiría viviendo, y su padre realizaría idénticos sacrificios para conservarlo limpio de toda mancha. Con el suicidio no conseguirá más que aumentar la pena de su familia sin reportarles ninguna ayuda. En cambio, si queda vivo podrá luchar por ese apellido que, involuntariamente, ha manchado.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó, animado, José Garrido.

—Sospecho ciertos móviles, pero me faltan pruebas. Vea a su padre y cuéntele lo que pensaba hacer y hubiera hecho de no impedírselo yo.

—¿Quiere que le cuente a mi padre que iba a suicidarme?

—Sí. Quiero que sepa que El Coyote se lo ha impedido. Cuéntele los motivos que le impulsaban. Él los comprenderá y le perdonará.

—Tuvimos hoy una escena bastante violenta.

—Ya lo sé. Dígale que creía resolverlo todo matándose, pero que ha comprendido que un hombre debe luchar. Para luchar con más probabilidades de éxito dígale que yo le he aconsejado que le conceda poderes totales, facultándole para administrar los bienes de los Garrido.

—¿Quiere que pida a mi padre que delegue en mí toda su autoridad?

—Eso es, precisamente, lo que quiero. Una vez haya conseguido eso, visite a don César de Echagüe. Él le prestará el dinero que le haga falta y le proporcionará la ayuda del señor Greene, del Gobierno de Washington.

—¿Es amigo suyo el señor Echagüe? —preguntó Garrido.

El Coyote se echó a reír.

—No, no es amigo mío, y hará usted muy bien no diciéndole que va de mi parte, pues entonces el tonto de César de Echagüe no le prestaría ninguna ayuda.

—Entonces, ¿por qué me aconseja que solicite su auxilio?

—Se lo aconsejo porque César de Echagüe es muy amigo de los Garrido. Los aprecia y los admira y está deseando congraciarse con ellos.

—Está bien, lo haré si mi padre cede.

—Cederá si usted no le dice lo que piensa hacer. Piense que lo importante es que usted se convierta en el jefe de los Garrido. Luego haga caso omiso de las promesas que haya hecho a su padre y siga mis consejos y, sobre todo, no guarde secreto que don César le ayuda.

—¿Debo dejar que todo el mundo se entere de que don César me ayuda?

—Sí. Esa es una parte muy importante del plan.

—¿Es que no quiere que se sepa que usted interviene?

—Podría ser ése el motivo, pero no lo es. Haga lo que le digo y no pregunte. Ahora márchese. Salga de esta habitación y vuelva a su casa, pero antes prométame que no se matará.

—Se lo juro por mi honor. Quiero decir, que no me mataré ahora.

—Ni luego.

—No mientras me quede una esperanza de salir triunfante.

—Muy bien. Adiós, señor Garrido, le prometo que la lucha será reñida y que triunfarán los mejores.

—¿Me acompaña usted?

—No. Me quedo aquí —sonrió El Coyote—. Me gusta filtrarme por las paredes.

José Garrido salió lentamente del reservado y al cerrar la puerta vio al Coyote que continuaba sentado ante la mesa. Dominado por una viva curiosidad, el joven salió de la habitación y dio dos o tres pasos hacia el fondo del pasillo; luego, cautelosamente, retrocedió y abrió bruscamente la puerta de la habitación.

Un grito de asombro se ahogó en su garganta. La estancia se hallaba vacía, y la única abertura que comunicaba con el exterior era aquella puerta que no había perdido de vista ni un momento.

Registró la habitación, buscando hasta en los lugares más inverosímiles y tuvo que admitir que El Coyote se había esfumado, repitiendo, a la inversa, el milagro de su aparición en el aposento.

Bebiendo un poco más de vino, José Garrido salió de la habitación y bajó lentamente hasta la planta baja, en la que vio, conversando, a don César de Echagüe. Éste, al verle, demostró un gran asombro, a la vez que preguntaba:

—¿Qué haces aquí, José?

—Vino a probar un poco de buen vino —explicó Yesares—. Algunas veces también es cliente nuestro.

Mirando fijamente al joven, César de Echagüe declaró:

—Pareces preocupado, muchacho. ¿Qué te ocurre? Esta tarde te vi… Bueno, te vi cuando salías de casa de tu padre. Ibas…

—Ya lo sé —replicó Garrido—. No es necesario que… Perdón. Estoy nervioso. ¿Podría hablarle a solas?

—Con su permiso me retiraré, pues tengo que dar unas órdenes a los cocineros —dijo Yesares.

—Gracias, Ricardo —replicó César.

Y cuando estuvo a solas con Garrido, preguntó:

—¿Qué tienes que decirme?

—Mi familia, don César, está pasando un momento apurado. Mi padre no quiere humillarse a pedir ayuda a los extraños; pero yo creo que el pedirle a usted ayuda no es una humillación para nosotros.

—Claro que no. ¿Qué necesitas?

—Aún no lo sé; pero serán, por lo menos, doscientos mil pesos.

—¿Los quieres ahora? Diré a Ricardo que los consiga. Pero si puedes esperar a mañana, los retirarás tú mismo del banco.

—No corre tanta prisa. Antes quisiera obtener la concesión de poderes de mi padre. Entonces le podría ofrecer algunas garantías.

—No las necesito.

—Pero yo no podría aceptar una cantidad tan importante sin poderle dar, a cambio, una garantía.

—Está bien. Consigue esos poderes y en cuanto los tengas ve a verme. Hasta la vista, José.

—Muchas gracias por todo, don César. No comprendo por qué mi padre le odia tanto.

—Me odiaba. Ya no me odia, aunque hoy me ha echado otra vez de su casa. Adiós.

—¿Sabe quién me ha aconsejado que recurriera a usted?

—¿El Coyote? —preguntó, riendo, César. Y como si interpretara equivocadamente el asombro del joven, agregó—: No te asustes, no. Ya sé que no ha sido El Coyote. Hace tiempo que me deja tranquilo. Además, él no te hubiese recomendado que acudieras a mí… ¿Quién te aconsejó?

José Garrido tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse y, por fin, replicó:

—Mi hermana y otras personas que le conocen y a quien usted no conoce mucho. Adiós, don César. Le estoy muy agradecido.