Mathias Wade había bajado para buscar algunos medicamentos que guardaban en la planta baja, y al ver a su hermano tendido en el suelo no pudo contener un grito de espanto. Inclinóse sobre él y durante unos minutos intentó, en vano, captar los latidos de su corazón. Un intenso terror le dominó. Sin su hermano se sentía desamparado y demasiado expuesto a los peligros que le rodeaban.
Por fin, con infinito alivio, notó que el corazón de Edwin seguía latiendo. Después de asegurarse de que su hermano no tenía ninguna herida que pusiera en inmediato peligro su vida, corrió en busca de los desinfectantes y vendas y regresó junto a su hijo. Después de hacerle una primera cura, volvió a bajar y tras una breve vacilación salió de su casa en busca de un médico que pudiera atender a los heridos, a quienes no tenía más remedio que dejar solos durante algún tiempo.
Dos horas después el médico se marchaba luego de haber dejado bien vendado el rostro de Archie y de haber hecho recobrar el conocimiento a Edwin.
Éste, al quedar solo con su hermano, declaró:
—Tenemos que obrar sin pérdida de tiempo. ¿Se llevó El Coyote los documentos firmados por Garrido?
—No… No pudo encontrarlos. Estaban en un departamento secreto. ¿Crees que andaba detrás de ellos?
—Casi estoy seguro. Tenemos que precipitar los acontecimientos. ¿Para cuándo se ha fijado la boda?
—No se ha fijado aún…
—Pues se ha de celebrar mañana. Sea como sea.
—¿Mañana?
—Sí.
—Pero si Archie está herido…
—En ese caso se puede celebrar en artículo mortis, o como se quiera; pero mañana a mediodía Archie y Lucía han de estar casados, y tu hijo debe tener a su nombre la cesión de las antiguas tierras de los Garrido.
—¿Por qué tanta prisa?
—¿Sabes quién me dejó sin sentido? El Coyote. Quiere acorralarnos y temo que lo consiga. Si no nos anticipamos a él estaremos en desventaja. Los documentos que firmó José Garrido son papeles mojados si…
—No lo nombres. Creo que tienes razón y que un poco de prisa es conveniente. Pero ¿crees que debemos empezar ahora las gestiones para la boda?
—Claro que debemos iniciarlas ahora. El Coyote se ha marchado y nos deja el campo libre. Aprovechemos la oportunidad. Tú conoces a todos los empleados del Ayuntamiento. Visítalos y consigue que el alcalde case mañana, civilmente, a Archie y a Lucía Garrido. El matrimonio eclesiástico podrá venir luego.
—Me recibirán a tiros si me presento ahora…
—Y si no lo haces en seguida perderás la oportunidad de hacerte con las mejores tierras de esta región, y, además, piensa que te expones a muchas cosas malas.
—Está bien; pero Archie se encuentra herido. Tiene la cara llena de esquirlas de metal…
—Ya sabes que Lucía no se casa con él por su cara bonita; y no olvides que de un momento a otro se puede venir abajo todo el edificio que hemos levantado. Si cuando llegue ese momento nos encontramos en lugar seguro, tanto mejor; pero si aún estamos en descubierto, la cárcel es lo menos que nos puede resultar.
—¡Cállate! —pidió Mathias Wade—. Haré lo que tú quieres.
Envolviéndose en una larga capa y armado con un buen revólver Colt el usurero abandonó la casa y dirigióse hacia el domicilio del alcalde de Los Ángeles. Aunque varias veces volvió la cabeza para averiguar si alguien le seguía, ni por un momento vio la silueta de Celestino, el sordomudo medio ciego, que avanzaba a unos cincuenta metros detrás de él, pegándose a las paredes y disimulando su figura en puertas, portales y callejas transversales.
Después de una larga espera, Mathias Wade fue recibido por el alcalde, que se había levantado de muy mala gana al serle anunciada su visita.
—¿Qué le trae por aquí a estas horas, Wade? —preguntó cuando los dos se encontraron en el despacho del alcalde que daba a un patio interior.
Celestino tardó mucho rato en poder alcanzar el patio de la residencia del alcalde. Estaba seguro de llegar demasiado tarde; pero cuando, arrastrándose, llegó hasta debajo de la ventana del despacho aún pudo oír al alcalde protestando:
—¡Pero eso es imposible, Mathias! ¿Cómo vamos a casar a una pareja cuya boda ni siquiera se ha anunciado?
—Tiene que haber algún medio —replicó Mathias Wade—. Búsquelo. Pero recuerde que me es necesario que mañana a las once o a las doce mi hijo se case con Lucía Garrido.
—¿Tiene ya el consentimiento paterno de la muchacha?
—Mañana lo tendrá.
—¿Seguro?
—Positivo.
—¿Desea también Lucía casarse tan de prisa? —preguntó el alcalde.
—Claro.
—Entonces… por una vez veremos de resolver ese asunto; pero temo que no sea muy legal la solución que vamos a dar.
—Lo importante es que se casen.
—Bien, avisaré a mi secretario y él se encargará de arreglarlo todo. Mañana, a las once, se celebrará la boda.
Mathias Wade estrechó la mano del alcalde y, saliendo de la casa, dirigióse hacia la calle del Junco, o sea la residencia de los Garrido.
Celestino, cuando al fin consiguió salir del patio del alcalde y llegar a la calle, comprendió que era inútil tratar de dar con Mathias Wade, que debía de encontrarse ya muy lejos; por ello se encaminó directamente a la posada del Rey don Carlos y llamó a la ventanita, como se le había indicado que lo hiciera; pero en aquellos momentos Ricardo Yesares estaba ya durmiendo, lejos de aquella habitación, y la llamada de Celestino quedó sin respuesta.
El hombre continuó insistiendo; pero la hora, ya tan avanzada, no era la más indicada para que su llamada obtuviera respuesta.
Celestino maldijo aquel contratiempo y el no conocer la identidad del Coyote o, por lo menos, un lugar donde le fuese posible dar con él, a fin de poder avisarle con tiempo para impedir lo que iba a suceder. Por fin, comprendiendo que sus llamadas no obtendrían respuesta, encaminóse hacia la residencia de los Garrido con la esperanza de poder averiguar algo más. Cuando llegó, Mathias Wade salía de la casa, y por lo alegre de su paso, Celestino comprendió que la boda se iba a celebrar.
¡Y El Coyote deseaba que aquella boda no se celebrase! ¿Cómo podría impedirlo si le era imposible comunicarle lo que estaba ocurriendo?
Muy abatido, Celestino regresó a la posada del Rey don Carlos. Alguien de allí dentro era el intermediario entre El Coyote y sus servidores; pero Celestino no conocía a la persona que se asomaba, embozada, a la ventana cuando él llamaba. De haberle conocido no habría vacilado en armar el escándalo necesario para que despertaran todos cuantos se encontraban en la posada. Al fin, decidió seguir llamando de cuando en cuando con la esperanza de que al fin le oyeran.
¡Pero hasta las siete de la mañana las llamadas de Celestino no obtuvieron respuesta! ¡Hasta entonces no pudo comunicar el espía del Coyote la noticia del inminente casamiento de Lucía Garrido con Archie Wade!
Diez minutos más tarde un jinete partía al galope hacia el rancho de San Antonio.
¡Ricardo Yesares iba a comunicar personalmente a su jefe la noticia!
*****
César de Echagüe escuchó impasible a Yesares. Éste se hallaba en la habitación de su jefe y acababa de relatar lo descubierto por Celestino. Sus últimas palabras fueron:
—¿Qué podemos hacer?
Al cabo de un momento, César replicó:
—Podemos hacer bastantes cosas. En primer lugar, podemos no perder la serenidad, pues si la perdemos estamos vencidos.
—¿Qué medida debemos tomar?
—Ante todo, ir a ver a dos personas. Luego…
César de Echagüe dio unas largas y minuciosas instrucciones a Yesares; luego, al terminar, llamó a Guadalupe, anunciándole:
—Hoy estaré indispuesto durante todo el día. Haz que me preparen caldo, medicinas y lo que creas necesario. No me moveré del cuarto y ya sabes que no quiero que se me moleste.
—¿Qué sucede? —preguntó Lupe.
—Que los Wade aún colean y acaban de dar un golpe audaz; sólo tengo un poco más de tres horas para hacerles fracasar en sus planes.
—¿Y tendrá que trabajar otra vez de día? —preguntó angustiada Lupe.
—Por desgracia, no puedo gobernar el sol a mi antojo —sonrió El Coyote—. No olvides que todos deben creer que estoy aquí, reponiéndome de las emociones de ayer.
Luego, volviéndose hacia Yesares, César agregó:
—Ahora en marcha. No pierdas un momento.
*****
A las nueve de la mañana José Garrido llegó al rancho de San Antonio.
—Necesito hablar en seguida con don César —dijo a Guadalupe, que salió a recibirle.
—Don César está indispuesto y no se levantará en todo el día —replicó Lupe.
—A pesar de todo, es preciso que hable con él —insistió el joven.
—Ya le digo que está indispuesto. No se levantará.
—Es que ocurre algo horrible, señorita. Dígale que mi hermana se casa dentro de dos horas con Archie Wade.
Lupe se encogió de hombros y pidió a José Garrido que aguardara un momento mientras ella iba a explicar aquello al señor Echagüe. Regresó al cabo de unos minutos, anunciando al impaciente Garrido:
—Don César le desea muchas felicidades.
—¿Qué? ¿Dice usted que don César me desea…?
—Sí, muchas felicidades. Le ha asombrado mucho la rapidez de la boda y dice que lamenta no haber podido enviarles un regalo; pero promete que lo hará en cuanto pueda levantarse.
—No es posible que don César haya dicho eso —jadeó Garrido.
—Perdone, señor Garrido: eso es lo que ha dicho don César.
—Pero… es que él prometió ayudarme… ¿Cómo se puede desentender de todo y decirme…?
—Ya le he dicho que don César no se encuentra bien y que tendrá que guardar cama durante todo el día. Si no tiene nada más que anunciarle…
—¡Sí! —gritó Garrido—. ¡Dígale de mi parte que es un imbécil!
Y dando media vuelta José Garrido salió precipitadamente del rancho, mientras Guadalupe murmuraba:
—¡Tú sí que eres un completo imbécil!
*****
La hacienda de los Alza era una de las más antiguas de la región de Los Ángeles. Buena tierra, bien cuidada, abundante ganado, mucho trigo y alfalfa. Los Alza eran una familia muy trabajadora que año tras año, había ido aumentando su fortuna, hasta llegar a una posición excelente.
Jorge de Alza continuaba la tradición de su familia; pero en los últimos tiempos la alegría había desaparecido de su corazón. Tenía el convencimiento de hallarse entregado a una tarea inútil, pues había visto hundirse todas sus esperanzas de llegar a tener un hogar formado por Lucía Garrido y él.
Aquella mañana había salido a inspeccionar sus tierras y a preparar lo necesario para la próxima siega del trigo. Al llegar al riachuelo que más arriba había sido embalsado para proveer de agua durante todo el año a las tierras, observó, sin darse cuenta de que lo observaban, que el agua del vado estaba aún enturbiada.
Súbitamente comprendió que alguien había cruzado el riachuelo, y al volver la cabeza para buscar a la persona que había cruzado el vado y que no podía hallarse muy lejos, vio surgir de detrás de un macizo de laureles a un jinete enmascarado.
Jorge de Alza no llevaba revólver; pero su mano buscó la culata del fusil que pendía de su silla.
—No tema —le dijo el enmascarado—. Vengo en son de paz. Quiero ayudarle.
—¿Quién es usted? —preguntó Jorge.
—El Coyote. ¿No ha oído nunca hablar de mí?
—Sí…, desde luego; pero… No comprendo…
—Vengo a ayudarle. Dentro de unas dos horas, Lucía Garrido tiene que casarse con Archie Wade. ¿Está dispuesto a permitirlo?
—¿Qué puedo yo hacer si la voluntad de ella es unirse a ese hombre?
—¿Y si no fuera ésa su voluntad? —preguntó El Coyote.
—¿Qué quiere decir? ¿Es que Lucía se va a casar contra su voluntad?
—Sí.
—¿Quién la obliga? ¿Su padre?
—No, su amor a los suyos; pero si hubiera un hombre dispuesto a jugarse la vida por ella…
—Yo soy ese hombre, señor Coyote —dijo Jorge de Alza—. ¿Qué debo hacer?
—Acompañarme.
—Avisaré a mis padres…
—No avise a nadie. Lo que vamos a hacer es peligroso e ilegal. No olvide que trabaja unido al Coyote.
Jorge de Alza asintió con la cabeza, declarando:
—Ese será uno de mis mayores orgullos.
—Gracias. Entonces… en marcha.
*****
Lucía Garrido estaba sentada, sin fuerzas para moverse, frente al espejo de su tocador. Por unos días, desde que su hermano le había explicado que El Coyote iba a ayudarles, alimentó la esperanza de que fuese posible evitar su boda con un hombre al que odiaba con toda su alma. Pero desde la noche anterior, cuando Mathias Wade se presentó en aquella casa exigiendo el inmediato matrimonio de ella con Archie, bajo la amenaza de entregar a Teodomiro Mateos los documentos firmados por José, en los cuales éste se reconocía culpable de un robo y de un asesinato, la esperanza había muerto en Lucía.
—Quisiera poderte ahorrar ese sacrificio —dijo en aquel momento su padre, que había entrado en la habitación sin que Lucía lo advirtiese.
—Ya lo sé, papá —murmuró la joven, luchando por contener las lágrimas que se agolpaban en sus ojos cada vez que veía el martirio que estaba sufriendo su padre—. Te aseguro que no es un sacrificio tan terrible…
—Sí lo es. Pero nos tienen en sus manos. No podemos escapar. Harán de nosotros lo que se les antoje. Si existiera otro medio…
—Uno existe —dijo una voz tras ellos.
—¿Quién es usted? —gritó don Lucas, volviéndose y dirigiéndose al enmascarado que estaba de pie junto al balcón—. ¿Qué hace aquí?
—Soy El Coyote —replicó el enmascarado—. Y en cuanto a lo que hago aquí, es un poco largo de contar. He estado observando la tristeza de la señorita Garrido y luego he escuchado su conversación. Pasando a lo que puede hacerse… les diré que sólo hay una cosa a hacer.
—¿Cuál? —preguntó Lucía anhelante.
—Seguir hasta el fin.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó don Lucas.
—Que a su debido tiempo irán ustedes a la alcaldía. Yo me encargo de todo lo demás.
—Falta menos de hora y media —recordó Lucía.
—Me sobra tiempo.
—¿No puede decirme lo que va a hacer? —preguntó la joven.
—No; pero tenga confianza en mí.
—Le recuerdo, señor, que yo he dado mi palabra… —empezó don Lucas Garrido.
—Ya lo sé. Le prometo que nadie dudará de la palabra de usted. Adiós. Y a usted, señorita, quiero decirle que, vea lo que vea y crea lo que crea, no debe olvidar que El Coyote le ha prometido ayudarla, y que El Coyote no falta jamás a su palabra.
Saludando con una inclinación, El Coyote retrocedió y un momento después se oyó el galope de su caballo.
—¿Qué hará? —preguntó el padre de Lucía.
—No sé —contestó ésta—; pero tengo fe en él.
*****
—No contestes con preguntas, sino con respuestas. ¿Te gustaría?
—No; pero… ¿por qué…?
—Pues bien, ése es tu caso. Lucía no te ama…
*****
Archie Wade se miró al espejo. El azogado cristal le devolvió la imagen de un rostro cubierto de vendas que dejaban sólo al descubierto los ojos. Las heridas seguían doliéndole mucho. Verdaderamente le había hecho el efecto de que le vertían fuego derretido en el rostro.
Estaba aún en bata y sobre la cama tenía el traje elegido para la ceremonia. No era nuevo, pues el casamiento con Lucía habíase anticipado a lo previsto.
Estaba examinándose de nuevo el rostro o, mejor dicho, las vendas que lo cubrían, cuando una voz cuyo acento no podría olvidar jamás, después de lo ocurrido la noche anterior, le preguntó:
—Tu aspecto no es el de un bello novio, ¿verdad, Archie?
—¡El Coyote! —gritó Archie, antes de volverse hacia el enmascarado que acababa de aparecer en su habitación.
—Hola, Archie —siguió El Coyote—. He venido a verte antes de la boda. Entré por el jardín.
—¿Qué quiere de mí? ¿No le basta lo que me hizo? —gimió Archie.
—Lamento que mi disparo tuviera esas consecuencias, Archie. Yo disparé sólo para arrancarte el revólver de la mano. Nunca imaginé que pudiera producir esos efectos. Te ruego que me perdones.
—¿A qué ha venido ahora? ¿No ve que no puedo atenderle?
—Vengo a preguntarte una cosa. ¿Te gustaría, Archie, casarte con una mujer que te odiase?
—¿Por qué me pregunta eso?
Mathias Wade consultó su reloj.
—Las diez y media. ¿Por qué no bajará ese chico? Vamos a llegar tarde.
Edwin Wade sonrió ante la visible inquietud de su hermano.
—No estés tan nervioso. Todo se arreglará a gusto nuestro. Hemos actuado de prisa.
—Pero El Coyote…
—Ni se ha enterado aún de lo que pensamos hacer.
—¡Ojalá estuviera yo tan seguro como tú! Subiré a ver qué hace Archie. Temo que le haya ocurrido algo.
—No debes temerlo. La inocencia le protege.
Mathias Wade, vestido ya para la ceremonia civil, se levantó y, saliendo del salón, subió al piso superior, yendo a llamar a la puerta del cuarto de Archie.
—¿Qué? —contestó desde dentro Archie Wade.
Al reconocer la voz de su hijo, Mathias Wade sintió un infinito alivio.
—Es ya muy tarde. Recuerda que tú tienes que llegar a la alcaldía antes que la novia.
—Ya lo sé, papá —replicó Archie—. Saldré en seguida. Estoy terminando.
—¿Quieres que te ayude?
—No es necesario.
Mathias Wade permaneció junto a la puerta del cuarto. Desde dentro preguntó Archie:
—¿No podría quitarme la venda de la cara? Parezco un fantasma.
—Eso no tiene importancia —replicó su padre—. El médico dijo que no te la debías quitar.
En aquel momento abrióse la puerta y Archie salió del cuarto, terminando de calzarse los guantes. Junto a su padre descendió a la planta baja y respondió con un gruñido al saludo de su tío.
—Bien, marchemos a la felicidad —rió Edwin, abriendo la puerta de la calle.
Los tres hombres subieron al coche que les aguardaba, marchando en seguida hacia la alcaldía.
*****
El alcalde, señor Velasco, comenzó a llenar, muy nervioso, el acta matrimonial. La pluma parecía pesar en su mano una tonelada.
*****
Lucía Garrido, del brazo de su padre, avanzó lentamente por el pasillo hacia la mesa tras la que se sentaba el señor Velasco y frente a la cual aguardaban Archie Wade, hecho un fantasmón, su padre y su tío.
Detrás de don Lucas y de su hija avanzaba José Garrido, y detrás de éste llegó el jefe de Policía.
—Hola —saludó Teodomiro Mateos—. Acabo de recibir su invitación para asistir a la boda, señor Wade —dijo, dirigiéndose a Edwin, que replicó con una sonrisa dirigida, especialmente, a José Garrido y a su padre.
Aquella sonrisa parecía decir:
—Si intentáis ninguna tontería, aquí está Mateos, que será el primero en conocer las hazañas del heredero de los Garrido.
En voz alta, Edwin replicó:
—Muy agradecido por su presencia.
—¿No precipitan un poco la boda? —preguntó Mateos.
—Los muchachos están deseosos de casarse —dijo Mathias Wade.
—Es un amor completamente desinteresado —dijo Edwin—. La novia sólo aporta al matrimonio una hacienda que ya no posee.
—¡Caballero! —protestó don Lucas—. Las tierras que mi hija aporta en dote le fueron robadas; pero legalmente son suyas.
—Desde luego —asintió Mathias—. Por eso las aceptamos.
—¿Qué dote es ésa? —preguntó Mateos.
—Las tierras que pertenecían a don Lucas y que no le fueron reconocidas —explicó Edwin—; pero comencemos la ceremonia, señor alcalde, cuando usted quiera.
—Empecemos llenando el contrato matrimonial. ¿Quiénes son los padrinos?
—José Garrido y yo —replicó Edwin.
—Pues… firmen.
Y el alcalde señaló con un tembloroso dedo el punto donde tenían que firmar. Su mano quedó sobre la hoja del registro mientras firmaban Edwin, con mano firme, y José Garrido, con un violento temblor.
—Bien —siguió el alcalde, respirando con más alivio—. Leeré la partida relativa al matrimonio que celebran Lucía Garrido y Archibald Wade, reunidos ante mí… Bueno, me olvidaba de que han de firmar los novios. Usted, señor Wade, primero.
Archie se acercó a la mesa y, tomando la pluma que le tendía el alcalde, firmó en el punto que Velasco indicaba. Luego volvióse y tendió la pluma a Lucía.
Con mano temblorosa la joven tomó la pluma y avanzó hacia la mesa, sintiendo que las piernas se le doblaban. Con angustioso rostro miró a su alrededor buscando la prometida ayuda; pero no vio nada que reforzara sus esperanzas, Al llegar ante el libro de registro se detuvo, vacilante. Edwin y Mathias la observaban ansiosamente, y por su parte, Lucas Garrido y José sentían como si algo se estuviera quebrando dentro de ellos.
Súbitamente, como impulsada por una brusca decisión, Lucía firmó el acta matrimonial y, obedeciendo las instrucciones del alcalde Velasco, se colocó junto a Archie, y cuando llegó su turno de responder a la pregunta de si ella, Lucía Garrido, aceptaba a aquel hombre por su legítimo esposo, contestó:
—Sí, acepto.
Entonces, Velasco, con voz muy temblorosa y entre repetidos carraspeos que hicieron casi ininteligibles sus palabras, declaró a los novios marido y mujer.
—Vaya, todo salió bien —rió Edwin. Y acercándose a su sobrino, agrego—: Te felicito, muchacho. Te llevas a la novia más hermosa de California.
—¡Canalla! —gritó Lucía, cruzando de una bofetada el rostro de Edwin, que retrocedió desconcertado.
Un instante después, rehecho de la sorpresa que le había producido la agresión, Edwin quiso abalanzarse sobre la joven; pero de nuevo la voz del Coyote resonó a su espalda, ordenándole:
—Quieto, si no quiere tropezar con una desagradable bala de plomo.
Edwin se volvió violentamente y cerró impotentemente los puños.
—¡El Coyote! —exclamó.
El Coyote había salido de detrás de una pesada cortina que cubría una puerta lateral y empuñaba sus dos revólveres. Dirigiéndose al alcalde, dijo:
—Muchas gracias por su amable ayuda, señor Velasco. Gracias a usted dos seres enamorados locamente uno del otro han podido unirse.
Volviéndose hacia Lucía, agregó:
—Como ha podido ver, señorita, he cumplido mi palabra. Pero usted no lo creía, ¿verdad?
—No, no lo creía —replicó Lucía, riendo nerviosamente.
—¿Qué están diciendo? —preguntó Mathias Wade.
—Que no ha sido su hijo quien se ha casado con Lucía Garrido.
Mientras El Coyote estaba hablando, Archie Wade se quitó las vendas que cubrían su rostro, dejándolo al descubierto.
—¡Jorge de Alza! —exclamó don Lucas.
Mathias y Edwin se miraron consternados. Pero el segundo reaccionó en seguida.
—Esto no puede ser —dijo—. La partida de casamiento está redactada a nombre de mi sobrino…
—No, señor —interrumpió el alcalde—. El señor Coyote me obligó a que la extendiese a nombre del señor de Alza. Claro que este casamiento quizá no sea muy legal; pero va a costar mucho trabajo anularlo…
—¡Pues se anulará! —gritó Edwin. Y volviéndose hacia El Coyote siguió—: Esta vez ha fallado usted, señor Coyote. Pregunte a don Lucas y a su hijo si no quieren que este matrimonio se anule. Ya verá cómo ellos, e incluso esa misma niña tonta, no perderán un momento en pedir la anulación de un matrimonio ilegal. Porque si no lo hacen en seguida, el señor Mateos recibirá un documento…
Edwin dejó la frase sin terminar y miró desdeñosamente a los Garrido, que estaban profundamente abatidos.
—Es usted terrible, Edwin —sonrió El Coyote, sin dejar de encañonar con sus revólveres a Edwin, a su hermano y a Mateos—; pero me olvidaba de anunciarles algo. Tienen una visita. Un viejo amigo suyo que ha venido sin perder un instante a felicitarles por el feliz acontecimiento. Claro que me he visto obligado a traerlo atado; pero lo importante es que se encuentra aquí.
Reculando, El Coyote guardó el revólver que empuñaba con la mano izquierda y con ella descorrió la cortina tras la que había permanecido oculto y dejando al descubierto a un hombre atado y amordazado. Con la misma mano desató la mordaza que, al mismo tiempo, velaba el rostro del prisionero.
—Les presento a Cass Fawcet —siguió El Coyote—. Es el antiguo secretario del señor Wade…
—¡Dios mío! —gimió José Garrido—. ¡Pero si yo… lo maté!
—No —rió El Coyote—. Usted no le mató. El señor Fawcet no ha estado nunca muerto, ¿verdad, señor Fawcet? Lo estuvo unos minutos para hacer creer muchas cosas a José Garrido; pero a su debido tiempo resucitó y se marchó a Salt Lake City, de donde ha regresado al recibir una urgente llamada de su amo que yo envié. En cuanto llegó al sitio donde estaba citado, unos amigos míos lo ataron y amordazaron y me lo trajeron para presentarlo en esta fiesta. Creo, señor Edwin Wade, que ahora ya no pensará en entregar ciertos documentos… ¡Quieto! ¡No sea loco!
Pero Edwin Wade ya no oía nada. Su padre tuvo razón al decir de él que era demasiado impetuoso y que aquellos ímpetus le arruinarían. Su mano derecha se hundió en un bolsillo interior y reapareció armada de un revólver de seis tiros, de corto cañón y gran calibre.
El primer disparo del Coyote alcanzó a Edwin en el brazo derecho, obligándole a soltar el arma; pero, insensible al dolor y ciego al peligro, Edwin se arrodilló, recogiendo el revólver con la mano izquierda y haciendo un brusco e inesperado movimiento que colocó su corazón en el trayecto de la bala destinada a su brazo izquierdo.
El segundo disparo del Coyote ya no fue oído por Edwin Wade, que se desplomó de bruces sobre su propio revólver.
—Lamento lo ocurrido —dijo El Coyote a través de la nube de humo de sus disparos—. No quería matarle, aunque esta muerte ha sido mucho más piadosa que la merecida por él. Si los médicos logran analizar el veneno que terminó con Burley comprobarán que es el mismo que guardaba Edwin en su poder.
—¿Quiere decir que él asesinó a Burley? —preguntó Mateos.
—Sí. Envenenó el whisky que Burley bebía constantemente.
Volviéndose hacia Mathias Wade, que contemplaba, horrorizado, el cadáver de su hermano, El Coyote siguió:
—Mathias Wade: usted es tan culpable como su hermano y merece el mismo castigo.
—¡No, no! —pidió Mathias Wade, arrodillándose ante El Coyote—. ¡No me mate!
—No le mataré; pero si le perdono no es porque usted lo merezca, sino porque su hijo me lo pidió como compensación a la ayuda que nos prestó. Archie Wade es mucho mejor que todos ustedes. Él creía que Lucía le amaba, por lo menos un poco. Por eso se alegró tanto al saber que iba a casarse con ella; pero cuando yo le expliqué toda la verdad, el pobre muchacho sintió que el mundo se hundía a su alrededor. Sin embargo, reaccionó, prestó su traje a Jorge de Alza, habló con usted a través de la puerta, para que no reconociera la diferencia de las voces, si era Jorge el que respondía. Para él ha sido muy duro perder a la mujer amada; pero es honrado y no hubiera aceptado un matrimonio impuesto por el terror. Por una amenaza basada en un hecho falso. Por lo tanto, aproveche la oportunidad que tiene de huir de Los Ángeles antes de que el señor Mateos pueda hacerle detener. Salga de aquí, escape a caballo o como quiera, y no trate de volver a su casa, pues tengo gente de confianza vigilándola. Tienen orden de disparar sobre usted si intenta llevarse nada de cuanto contiene su caja de caudales, donde el señor Mateos encontrará una serie de interesantísimos documentos, si me promete no molestar a Archie y dejarle que disfrute de los seiscientos mil dólares que constituye la parte decente de su fortuna.
—¿De veras puedo marcharme? —preguntó Mathias, poniéndose en pie.
—Sí —dijo El Coyote—. Aproveche los minutos.
Mathias Wade salió apresuradamente de la sala y a poco se oyó el galope de un caballo. El Coyote jugueteó con el revólver que aún empuñaba y dirigiéndose a Lucía pidió:
—Perdóneme por haber echado un cadáver en medio de la fiesta de su boda. Para compensarla le diré que los señores Wade obtuvieron del Gobierno una revisión de los títulos de propiedad de las tierras que les fueron arrebatadas, y como compensación les entregarán la suma de medio millón de dólares, a fin de que puedan adquirir otras tierras semejantes. Ése es el regalo de boda que le tiene reservado su ex novio. Él no sabía nada y nunca creyó que su padre y su tío quisieran casarle con usted sólo con vistas a apoderarse de ese dinero, cosa que hubieran podido hacer en cuanto don Lucas hubiera firmado la cesión de la dote de usted.
»Para conseguir eso, los Wade planearon comprometer a su hermano en un supuesto crimen y robo. Edwin y Burley se fingieron conspiradores, le hicieron ingresar en una supuesta banda llamada Los Vengadores, y luego le hicieron disparar un revólver cargado con cartuchos de fogueo contra el señor Fawcet, que se manchó el rostro con pintura roja y se hizo el muerto el tiempo suficiente para que José Garrido se creyera un ladrón y un asesino. Luego pensó también que enterraba a su víctima en el jardín de los Wade, cuando, en realidad, lo que enterraron fue un fardo lleno de hierros y piedras. Eso lo pude comprobar en mi primera visita al jardín de los Wade, después de haber hablado con José Garrido.
»Ayer noche visité de nuevo a los Wade y pude ver los documentos relativos a la compensación del Gobierno, aunque ya estaba enterado de ello por otro conducto. Me sorprendió Archie Wade y me vi obligado a disparar contra él, con la mala fortuna de que la bala reventó contra el revólver que empuñaba y le salpicó la cara de partículas de plomo. Por eso tuvo que vendarse el rostro, con lo cual nos facilitó la solución del problema que nos planteaba la boda decidida a última hora.
»Y por último, sólo me queda despedirme de ustedes y desearles muchas felicidades en su nueva vida de casados —siguió El Coyote—. Tal vez he molestado a don Lucas casando a su hija con un hombre a quien él quizá no apruebe, pero como la que se ha de casar es su hija, y ella sí que lo aprueba…
—Paso por lo de la boda —gruñó don Lucas—; pero no aceptaré ni un centavo de los cochinos yanquis…
—Un momento —interrumpió El Coyote—. Ha llegado a mis oídos que usted había delegado en su hijo todos sus poderes. De ahora en adelante él será quien decida lo que se ha de hacer en su casa, y creo que él no rechazará la bonificación, ¿verdad?
—No, desde luego; pero quisiera premiarle a usted con algo…
El Coyote se echó a reír.
—Muchas gracias —dijo—; pero no es necesario que se moleste. Yo he recibido ya mi premio. Lo encontré en los ojos de Lucía Garrido cuando me miró. En los de su esposo, al mirarla a ella, en los de Edwin Wade al expresar su decepción, en los de su hermano, al mirarme vencido. En los del señor Mateos, que se muere de ganas de sacar un revólver y disparar contra mí; pero que no lo hace porque está temiendo que yo me anticipe. Y también he encontrado el premio al lograr que usted no cometiera una locura. Ahora, adiós a todos. Les dejo a Fawcet para que el señor Mateos lo someta a tormento. Y ahora, señor Mateos, no dispare sobre mí a traición. No estaría bien.
—No tema —dijo José Garrido—. Yo me encargaré de que el señor Mateos no le moleste. Puede marcharse cuando quiera.
—Adiós a todos —dijo El Coyote, saludando con el revólver—. Y usted, señor alcalde, no me guarde rencor por haberle obligado a llenar a mi gusto un acta de matrimonio. Ya ha podido ver que los novios deseaban que los nombres que debían aparecer en ésa fuesen los que yo le dicté.
Velasco gruñó algo entre dientes, y El Coyote reculó hacia la cortina tras la que había estado oculto. Agitóse un momento aquella cortina, cuando se abrió la puerta que cubría, y luego todos oyeron el galope de un caballo.
Cuando al fin Teodomiro Mateos pudo librarse de los brazos de José Garrido y llegó a la calle, El Coyote había desaparecido ya; pero en el fondo de su corazón Teodomiro Mateos se alegraba de aquella desaparición. Además sabía positivamente que hubiera podido librarse de José Garrido en muchísimo menos tiempo del que empleó en hacerlo. Pero un jefe de Policía no podía expresar admiración por un hombre cuya cabeza estaba puesta a precio en toda California. ¡No hubiese sido correcto!