Don César de Echagüe pasaba por primera vez en varios años por la calle que entonces aun se llamaba del Junco, que más tarde se llamó de Boswell, y que ahora ha desaparecido, absorbida por uno de los grandes almacenes de Los Ángeles.
En aquella época, Los Ángeles era aun un pueblo, los documentos oficiales y especialmente municipales se redactaban todavía en castellano, a pesar de que la dominación norteamericana existía desde hacía el tiempo suficiente para que se hubiera borrado toda huella española. El que no hubiese sucedido así era un milagro, el mismo milagro que hoy hace que Los Ángeles y San Francisco, a pesar de formar parte de la Unión norteamericana, no se parezcan en nada a sus ciudades hermanas del Este.
Siendo Los Ángeles un pueblo de pocas calles, relativamente reducido y donde los habitantes no tenían mucho terreno que escoger para sus paseos, resulta asombroso e inverosímil que don César hubiera estado varios años sin pasar por la calle del Junco.
La explicación era muy sencilla. En la calle del Junco se levantaba la casa palacio de los Garrido.
Los Garrido llegaron a Los Ángeles poco después de la ocupación española. Eran caballeros, de una raza de caballeros, y más de una vez se había dicho en Los Ángeles: «Si los Garrido no fueran tan caballeros, las cosas les irían mucho mejor».
Don Lucas había luchado primero por España contra los mejicanos y luego por Méjico contra los norteamericanos. El hecho de haber elegido siempre, románticamente, el bando que debía salir perdiendo, demuestra que además de un caballero, don Lucas era un romántico. Había prometido no saludar jamás a la bandera norteamericana, y el general Kearny, tan tozudo como él, quiso obligarle a desdecirse de su promesa. El resultado fue que don Lucas salió triunfante y el general se marchó porque no quiso ahorcarle.
Pero su tozudez le perjudicó enormemente, y cuando llegó el momento de revisar los títulos de propiedad de las haciendas, don Lucas, confiando en que la Justicia debía triunfar al fin, cometió todos los errores posibles y así, en el momento en que le tocó el turno en la revisión, se vio despojado de las tres cuartas partes de su hacienda.
—Acuda al gobernador, él le atenderá —le aconsejaron.
—¿Qué idioma habla el gobernador? —preguntó don Lucas.
Y cuando supo que hablaba inglés dijo que él no pedía un favor a un yanqui.
Pero con ello causó una gran alegría a los yanquis, que se apoderaron de la mejor parte de sus tierras y se rieron de él.
Año tras año, don Lucas sostuvo una patética lucha por mantenerse en el nivel que le correspondía. Su violento carácter le hizo enemistarse con todos sus compatriotas, que iban aceptando el dominio norteamericano y amoldando su vida al nuevo estado de cosas. El primer californiano a quien echó con cajas destempladas de su casa fue a César de Echagüe.
—Si tu padre viviera diría lo que yo digo: ¡Vete con estos asquerosos yanquis y engorda con ellos! Yo prefiero pasar hambre, antes que comerme el orgullo.
Éstas fueron las palabras de don Lucas, y más tarde, cuando César de Echagüe hizo un nuevo intento por ayudarle, la respuesta de don Lucas Garrido fue un pistoletazo que voluntaria o involuntariamente falló de muy poco al joven.
Después de semejante recepción, don César ya no intentó nunca más volver a molestar al belicoso don Lucas. Le dejó con su orgullo y sus privaciones y no trató de ayudarle directamente. Pero sus esfuerzos por hacerle llegar indirectamente alguna ayuda fracasaron en su mayor parte, ya que don Lucas no aceptaba otra ayuda que aquella cuya procedencia conocía sin la menor duda. En cuanto no estaba plenamente seguro de dónde llegaba un dinero, no lo aceptaba.
El efecto que el orgullo de don Lucas produjo en sus relaciones con sus compatriotas fue muy distinto del que se podía considerar lógico, o acaso fue el más lógico de todos. Al principio, los restantes californianos le miraron con simpatía. Representaba el orgullo de la raza contra la insoportable dominación extranjera. Luego, poco a poco, el dominio se hizo menos pesado, los conquistadores demostraron sus buenos deseos de colaborar con los nativos; pasaron los tiempos del robo de las haciendas y llegaron épocas de prosperidad. Así, la clase principal de Los Ángeles se mezcló, incluso con lazos matrimoniales, con los norteamericanos, y como en el fondo todos sabían que esto tenía que provocar el desprecio de aquel caballero sin tacha que era don Lucas Garrido, instintivamente reaccionaron burlándose de él, de su afán por mantener una apariencia de caballerosidad y de prestigio, y de sus manías.
El resultado final fue que se olvidaron de él, o, por lo menos, hicieron como si no se acordaran de su existencia.
Aparentemente, don César de Echagüe hizo lo mismo, dejó de hablar de don Lucas Garrido; pero nunca se asoció a las críticas que alguna vez oyó contra el viejo caballero.
No sólo había oído críticas don César; también escuchó otras cosas acerca de don Lucas, y por esas otras cosas estaba aquella tarde en la calle del Junco y acababa de detenerse frente al caserón de los Garrido. Ellos le llamaban palacio; pero sólo era una casa muy grande y bastante destartalada.
Mentalmente, don César se dijo que no debía entrar en aquella casa, pues se exponía a que don Lucas olvidara las rígidas leyes de la hospitalidad y empuñara alguna de sus viejas pero muy eficaces pistolas y la disparara contra su visitante, con mejor puntería que la primera vez lo hizo.
Mientras vacilaba entre si llamaba o no a la puerta, abrióse ésta muy bruscamente y don César se ahorró un paso, aunque a la vez aumentó su apuro y sus dudas y lamentó que sus informadores no hubieran estado mejor enterados de lo que sucedía en la casa de don Lucas.
Una mujer acababa de cruzar el umbral de la ancha puerta. Contra sus ojos apretaba un fino pañuelo de batista, adornado con hermosos encajes, y a pesar del pañuelo gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas.
No cabía duda de que estaba llorando. Don César, hombre al fin, sintió una gran desazón al ver las lágrimas que brotaban de aquellos ojos. Y como por el cabello, por el cuerpo, que era inconfundible, por el traje y por una serie más de detalles, reconoció a la desconsolada joven, fue hacia ella y, tomándola de un brazo, le preguntó:
—¿Qué te ocurre, Lucía?
Lucía Garrido levantó la cabeza, retiró el velo que cubría la hermosura de sus ojos y mordiéndose los labios rompió en nuevos sollozos y buscó apoyo para su despejada frente en el pecho de don César.
Éste, más turbado que nunca por el desconsuelo, inclinó la cabeza y quedó un poco desvanecido por la fragancia a heno que brotaba de la negrísima cabellera de Lucía. Por muy pobre que fuera don Lucas, siempre sería el más rico de todos, pues poseía el más bello tesoro de California; su hija Lucía Garrido.
Decíase que un ricacho del Este había acudido un día a don Lucas y con la impetuosidad propia de su raza colocó ante el californiano una orden de pago de dos millones de dólares, ofreciendo:
—Esto a cambio de su hija.
La respuesta de don Lucas fue ir en busca de dos pistolas y, tendiendo una a su visitante, le dijo fríamente que si dentro de un minuto aún estaba ante él, que disparara sin vacilaciones, porque él también lo haría.
El millonario regresó al Este con sus dos millones y sin Lucía.
—¿Por qué lloras? —siguió preguntando don César.
Lucía arreció en su llanto y durante un par de minutos no hizo otra cosa que saciar sus ansias de llorar. Cuando las tuvo algo colmadas apartóse de César de Echagüe y, mirándole a través de las últimas lágrimas que bañaban aún sus pupilas, declaró:
—¡Es horrible, horrible, don César!
Y como si esto fuera ya una explicación completísima, reemprendió el llanto con mayores bríos.
Junto a la puerta de la casa había un banco de piedra donde en los buenos tiempos pasados, o sea en el siglo de oro de California, los criados aguardaban a sus amos que habían entrado en la casa. Allí podían tomar el sol y sujetar los caballos. Ya no recibía la casa la visita de los caballeros, ni aguardaban criados fuera, y, por lo tanto, el banco se hallaba libre, ocupado sólo por alguna que otra lagartija que se caldeaba al sol del mediodía y que pronto huyó.
—Sentémonos —propuso don César—. Así me podrás contar lo que te ocurre.
Lucía sentóse en la dura superficie de piedra, y como su pañuelo ya no podía secar más lágrimas, aceptó el de don César. Cuando hubo devuelto a su rostro una expresión más normal, volvióse hacia el poderoso ranchero y murmuró:
—Lo que mi padre quiere hacer conmigo es canallesco.
—Haces mal en insultar así a tu padre, Lucía —reprendió César de Echagüe. Y lleno de curiosidad, agregó—: ¿Qué quiere hacer contigo?
—Quiere obligarme a que me case con un hombre a quien no quiero.
—¿Eso es lo que tu padre quiere obligarte a hacer?
—Sí.
—¿Y a qué afortunado mortal te dedica?
—A Archie Wade, el hijo de Mathias Wade.
—Archie es un muchacho bastante aceptable —comentó César, sin perder de vista a Lucía.
Ésta se revolvió como si la hubiesen pinchado.
—¡Es odioso! —gritó.
—¿Está enamorado de ti?
—No lo sé. Pero aunque lo esté no me casaré con él.
—Me hablaron de que te habían visto cambiar sonrisas con Jorge de Alza. ¿Es verdad?
—¿Que le…? —empezó Lucía, y se contuvo antes de terminar declarando que sus asuntos particulares y sus sonrisas no le importaban nada a don César.
—¿Qué ibas a decir? —sonrió César.
—Una grosería —admitió Lucía—. Por eso no la he dicho.
Callaron un momento y, por fin, la joven preguntó:
—¿Quién le ha dicho que Jorge y yo…?
—Creo que lo sabe todo Los Ángeles.
—Es verdad. Y ahora no sé qué hacer… ¿Qué haría usted, don César?
—Mal podré aconsejarte, chiquilla… —replicó César—, pues yo no siento el menor amor hacia Jorge de Alza. Lo encuentro simpático, un poco enfatuado; pero sé de otros peores que él. Tal vez Archie lo sea. ¿Por qué no me cuentas lo que ocurre? Quizá yo pueda hacer algo. El nombre de Mathias Wade va unido siempre a asuntos de dinero.
—Creo que hay algo de eso. Papá le debe dinero. No sé cuánto; pero debe de ser bastante. Hace días que estaba preocupado y José también lo notó.
—¿Te refieres a tu hermano?
—Sí.
—¿Qué le ha ocurrido al famoso José Garrido, que antaño fue el muchacho más alegre de Los Ángeles, y ahora, en cambio, se le ve tristón y preocupado?
—Estos días está peor que nunca. Papá y él se miran como si entre los dos hubiesen matado a alguien.
—Tal vez lo han matado —sonrió César.
—No, ocurre algo, pero no debe de ser eso. Papá está muy triste, y hoy, por fin, me ha llamado a su despacho y me ha pedido, por favor, por lo que yo más quisiera, que me casase con Archie Wade. Me ha dicho que si no fuese de importancia vital para todos no lo hubiera pedido jamás.
—¿No te ha amenazado con nada grave si no cumplías sus deseos? —preguntó César de Echagüe.
—Me ha dicho, simplemente, que si yo le quería de veras, aceptaría sin protestar la oferta de Archie y me casaría con él.
—Muy raro. Tu padre, el californiano de más acendrado patriotismo, el hombre que ni siquiera ha querido recibir la visita de un oficial yanqui, te pide que te cases con el hijo de un norteamericano que no goza de ningún prestigio. ¿Por qué?
—No lo sé, don César. Lo único que sé es que así no puedo continuar y que acabaré matándome.
—¡Por Dios, chiquilla! No hables así. ¿No se te ocurre ninguna explicación para el comportamiento de tu padre?
—No sé…
—Debe de existir alguna. Tu padre ha sido siempre un hombre enérgico. Nunca ha renegado de sus opiniones. Por lo tanto, es el hombre menos indicado para obligar a su hija a casarse con un yanqui.
—Yo también lo creo así; por eso no comprendo nada.
—¿Quieres que te ayude, chiquilla?
—¿Usted? —preguntó, incrédulamente, Lucía.
—¿Por qué no? Ya sé que tu padre me desprecia; pero tú no opinas igual que él, ¿verdad? Si fuese así no habrías acudido a humedecerme el pecho con tus lágrimas. Por lo tanto, voy a ayudarte aunque sea a riesgo de que tu impetuoso padre me vuele la cabeza de un pistoletazo.
Lucía quiso protestar, pero César le acarició las mejillas y, sonriendo, agregó:
—Ahora vete a dar un paseo por la plaza. Ya verás cómo yo resuelvo algo.
—Si usted fracasara, don César, aún me queda una esperanza.
—¿Una esperanza? ¿Cuál?
—Otro hombre que hará por mí y por mi padre todo cuanto pueda. Un hombre que en nuestro hogar es venerado por todos nosotros…
—¿Cómo se llama ese hombre? —preguntó César de Echagüe.
—El Coyote. Yo sé que él se enterará de todo y, a última hora, acudirá en mi ayuda.
—No confíes demasiado en ese Coyote —rió don César—. Puede que acuda en tu socorro; pero ¿cómo se podrá enterar de que le necesitas? ¿Quién se lo puede decir? ¿Es que piensas ir pregonando por las calles tu dolor? ¿Piensas decir a todo el mundo que tu padre te quiere obligar, canallescamente, a casarte con el hombre a quien no amas?
—No…, no. Claro…, yo no puedo decir eso…
—Y, por lo tanto, El Coyote no se enterará de nada, porque tus penas las pasarás a solas y en silencio. Por eso te aconsejo que no pienses en el recurso del Coyote. Él no sabrá tu pena y sospecho que ni aún sabiéndola haría nada por ayudarte.
—¡Cómo se ve que usted no conoce al Coyote!
—Tal vez no le conozca; pero en cambio conozco muy bien la naturaleza humana. Y sé que El Coyote no expondría su vida por salvar de un matrimonio forzado a la chiquilla más linda de Los Ángeles. Te aseguro que será César de Echagüe quien más te ayude; por lo tanto, piensa un poco en mí y nada en El Coyote.
—A pesar de todo, confío en él como último recurso —afirmó Lucía.
—¡Está bien! Me entran deseos de dejarte en manos del Coyote.
—Adiós, don César. Le aseguro que estoy convencida de que usted hará por mí todo lo que pueda; pero comprenda que usted tendrá que luchar con la antipatía de mi padre. Él no le aprecia. Al contrario, le odia. En cambio, al Coyote le profesa una gran veneración.
—Que hasta ahora no ha sido correspondida —replicó César—. Pues a menos que lo disimuléis muy bien, los Garrido no habéis recibido ayuda del Coyote ni de nadie.
—Adiós, don César —replicó Lucía, haciendo como si no hubiese escuchado las palabras de César de Echagüe—. ¡Ojalá Dios le preste toda la locuacidad necesaria para convencer a mi padre!
Y apretando con fuerza la mano de César, la joven se alejó apresuradamente en dirección a la plaza.