Cuando los dos hombres aparecieron ante él, en medio del camino, Ricardo Yesares hizo intención de llevar la mano a la culata de su revólver, pero en el mismo instante se lo impidió una voz que, sonando a su espalda, le previno:
—Se va a llevar un disgusto si hace eso. ¡Levante las manos!
Yesares comprendió que había caído estúpidamente en una trampa y levantó las manos. No podía hacer otra cosa. Todas las probabilidades estaban contra él. Jamás conseguiría triunfar en aquella desigual lucha.
El que estaba tras él, le quitó el revólver y le pasó rápidamente la mano por el cuerpo en busca de algún arma oculta.
—Está bien —dijo luego—. No lleva más uñas escondidas. Salte al suelo.
Yesares desmontó y mientras uno de los tres hombres se hacía cargo del caballo, los otros dos se colocaron a su lado guiándole por un sendero que iba ascendiendo por la montaña. Caminaron un rato entre los densos árboles y al fin desembocaron en un espacio descubierto donde había tres cabañas. Yesares fue conducido a una de ellas y quedó encerrado dentro. No había nadie en la cabaña y el dueño de la posada tuvo tiempo sobrado para repasar los acontecimientos de aquel día.
Al volver a casa había encontrado una carta de Serena. Aún la guardaba en el bolsillo. Aunque la había leído tres o cuatro veces, la sacó para leerla de nuevo.
Ricardo: Cuando recibas esta carta me hallaré en camino de San Francisco. No puedo seguir viviendo a tu lado. La casualidad me hizo encontrar las cartas de tus amantes. No puedo soportar la idea de que me seas infiel y me finjas cariño. Por eso prefiero no vivir más a tu lado. No trates de seguirme. No volveré jamás contigo. Me has destrozado el corazón. Nunca sabrás cuánto he llorado.
SERENA.
La letra era de ella. No cabía duda alguna, a pesar de que nada de cuanto se decía allí tenia sentido. ¿Qué cartas eran aquellas de que hablaba Serena? ¿A qué infidelidades se podía referir? Yesares no había vacilado ni un segundo. Lo importante era alcanzar a la fugitiva. Dejando una breve nota a don César, montó a caballo y partió por la carretera de San Francisco.
¡A menos de media hora de Los Ángeles había sido detenido por unos bandidos y conducido al lugar donde se encontraba! ¿Qué significaba aquello? ¿Dónde estaba Serena?
Cuando el sol se hubo ocultado en las tranquilas aguas del Pacífico, Ricardo Yesares recibió la respuesta a aquellas preguntas. Los que le habían metido en la cabaña abrieron la puerta e hicieron entrar en la cabaña a Serena.
Al ver a su mujer, Ricardo corrió hacia ella y por cómo fue abrazado, comprendió que Serena ya no pensaba como en el momento de escribir su carta de despedida. Antes de que pudiera hacerle ninguna pregunta, entraron en la cabaña Maise Syer y James Wemyss.
—Buenas noches, señor posadero —rió Maise.
Yesares y Serena volviéronse hacia la mujer.
—¿Qué significa esto? —preguntó Yesares.
—Que está usted detenido o secuestrado, señor Coyote —replicó Maise.
—¡Él no es El Coyote! —gritó Serena—. ¡Y usted es una infame! Usted debió de poner aquellas cartas…
—¡Cuánta sagacidad! —rió Maise—. Sí, yo le hice llegar aquella carta en que le hablaba de las traiciones amorosas de su Ricardo, y coloqué las otras cartas donde usted pudiera encontrarlas. Y usted habló tanto que me descubrió quién era su marido. Le juro que, de momento, creí que era El Coyote; pero luego comprobé que a lo más que llega es a ayudante.
—¿Por qué no cree que yo soy El Coyote? —preguntó Yesares.
—Porque su mano derecha no presenta ninguna huella del pinchazo que recibió en mi cuarto —contestó Maise—. Su piel tiene un excelente color bronceado, no el tono chocolate que debería tener, a menos que un buen médico le hubiese curado a tiempo, en cuyo caso, su mano derecha estaría envuelta en vendajes.
—El hombre que habló ayer noche con usted era mi ayudante —contestó Yesares.
—Está bien —replicó Maise—. Lo que me interesa es conocer el nombre de ese ayudante suyo, señor Coyote. Cuando los tenga a los dos en mis manos, me sentiré feliz. ¿Quiere decirme quién es su ayudante?
—No se lo digas, Ricardo —pidió Serena.
—Ya sabes que no se lo diría por nada del mundo.
Maise Syer se volvió hacia Wemyss y comentó, burlonamente:
—¿No crees que eso de asegurar que no se dirá una cosa por nada del mundo es mucho decir?
—Sobre todo cuando no se sabe lo que se puede llegar a hacer sin necesidad de agotar los medios de convicción —dijo Wemyss—. Creo que se va a llevar una desagradable sorpresa.
—Muy desagradable —asintió Maise—. Lo mejor, señor Coyote, sería que nos revelara el nombre de su cómplice. ¿Quién es?
Yesares se daba cuenta de lo apurado de su situación. Le iba a resultar imposible abstenerse de dar una respuesta a aquella gente. De haber estado él solo en su poder, hubiera podido confiar en sus fuerzas físicas para resistir cualquier martirio; pero tenían también a Serena. Y si la habían atraído hasta allí era, sin duda alguna, con el fin de valerse de ella para obligarle a confesar su secreto.
—Podríamos tostarle los pies a fuego lento —prosiguió Wemyss—. Es un martirio muy desagradable para quien lo sufre. En el caso de persistir usted mucho en su negativa, podría encontrarse con que tendría que pasar el resto de su vida sentado en un sillón de ruedas y sin poder dar un paso por sí solo.
—Me remordería mucho la conciencia ver una cosa así —intervino Maise—. Se trata de un hombre muy atractivo, James. Un hombre atractivo como pocos. Es una lástima que se haya dedicado a posadero. Habría hecho un buen galán. Claro que a ratos perdidos hace de Coyote; pero eso no basta.
—Insisto en que un buen tostado de pies iría bien —rió Wemyss.
—Pero no a él, sino a la linda Serena —dijo Maise—. Así aprendería a no tener celos.
Ricardo Yesares intentó precipitarse sobre Wemyss y Maise; pero el primero, como si esperase aquel movimiento, desenfundó su revólver y golpeó con el cañón en la cabeza de Yesares, que se desplomó sin sentido, sangrando por la boca de resultas del choque contra el suelo.
Cuando recobró el conocimiento, Yesares se encontró en la cabaña, atado de pies y manos y teniendo junto a él a Wemyss y a Maise Syer. Al ver que abría los ojos, Wemyss se inclinó sobre él y preguntó:
—¿No quieres decirnos quién es tu compañero?
Yesares, medio atontado aún, negó con la cabeza.
—Está bien —contestó Wemyss.
Cogiendo un cubo de madera lleno de agua, lo vació contra la cara de Yesares; luego, fue hacia la puerta, la abrió, ordenando:
—Empezad.
Sin cerrar la puerta volvió hacia Yesares, a quien el agua había devuelto el uso de sus sentidos.
—¿Ves esas llamas? —preguntó, señalando hacia una ventana, enrojecida por el resplandor de una hoguera—. Se ha encendido en honor a los pies de tu mujer…
Un grito de dolor y de terror llegó hasta Yesares. Éste reconoció la voz de su mujer e hizo inútiles esfuerzos por levantarse.
—Es inútil, señor Coyote —dijo Maise—. No puede usted hacer nada por ella, como no sea decirnos el nombre de su cómplice o de su jefe. Y no nos engañe, porque tenemos medios para comprobar si dice o no la verdad. Si nos engaña, usted y su mujer sufrirán las consecuencias; pero sobre todo, ella.
Un nuevo alarido llegó de fuera, acompañado, ahora, de un denso olor a carne quemada.
—¿Qué le están haciendo? —gritó Yesares, perdido ya el dominio de sí mismo—. ¿Qué crimen…?
—¿Quién es el verdadero Coyote? —preguntó Maise.
Yesares quiso poner en orden su desbocada imaginación. El olor a carne quemada y los gemidos que lanzaba Serena no contribuían a serenarle; pero, comprendiendo que lo importante era ganar tiempo, respondió, al fin:
—Hablaré… Hablaré… Es… es…
—¿Quién? —gritó Maise.
—Teodomiro Mateos —jadeó Yesares—. Por eso siempre ha dejado escapar al Coyote.
Maise y Wemyss se miraron.
—No puede ser —dijo el segundo—. Este hombre miente.
—Pronto lo sabremos —replicó Maise—. Recuerda que uno de tus hombres nos dijo que le había visto cerca de la casa donde fue encontrado muerto Basil Alves. Y también vieron por allí a Yesares. Si no es él lo sabremos esta noche o mañana por la mañana. Mientras tanto, volvamos a Los Ángeles. Nos queda bastante que hacer. Quiero terminar con todo esta noche. Luego, El Coyote sabrá de nosotros. Encerrad juntos a Yesares y a su mujer.
Yesares vio salir a Maise y a Wemyss. Al cabo de un momento se volvió a abrir la puerta, Serena fue empujada al centro de la cabaña, cayendo de rodillas junto a su marido. Este la miró ansiosamente, temiendo descubrir alguna horrible huella del martirio sufrido.
—¿Qué te han hecho? —preguntó, al no advertir ninguna señal de violencia.
—Me acercaban un hierro candente a los ojos —gimió Serena—. Creí que me querían dejar ciega.
—Gritaste mucho —musitó Yesares, comprendiendo que de nuevo le habían tendido una trampa.
—No sé… Creo que sí… Tuve miedo de… de no poderte volver a ver jamás.
—Olía a carne quemada…
—Echaron un trozo de carne en la hoguera. No sé porqué lo hicieron…
—Para engañarme —murmuró Yesares—. Para hacerme creer que te estaban quemando los pies…
—¿Y dijiste quién era El Coyote? —preguntó Serena en voz muy baja, en tanto que empezaba a desatar a su marido.
—Dije que era Mateos; pero descubrirán que les engañé. El verdadero Coyote es…
Serena tapó con la mano la boca de Ricardo.
—No me lo digas —interrumpió—. Si vuelven y hacen de verdad lo que ahora han fingido, prefiero no poderles decir nada. Y tú no debes hablar. Ocurra lo que ocurra.
—Pero si te martirizan…
—Ni así —insistió Serena, terminando de desatar a su marido—. Sería un castigo muy pequeño en pago de mi falta de confianza en ti. Si yo no hubiera sido tan loca; si hubiese tenido un poco de fe en ti, sólo un poco, nada habría ocurrido; pero creí que todas aquellas cartas eran verdad, que tú me eras infiel. Encontré tantas cosas comprometedoras… Y en lugar de hablar claro y pedirte una explicación, que seguramente me hubiese convencido, fui acopiando rencor y alimentando humillaciones. Al fin hice caso de esa mujer y caí en una trampa a la cual también te atraje a ti.
—Si El Coyote pudiera salvarnos, lo haría —murmuró Yesares—; pero parece que también él ha caído en una trampa y no puede hacer nada por nosotros.
—Ocurra lo que ocurra… piensa que yo siempre te amaré —dijo Serena—. Y si alguna vez he llegado a odiarte un poco ha sido porque te amaba tanto que me desesperaba que tú pudieses dejar de tenerlo en cuenta.
Yesares acarició las manos de su mujer.
—Te querré siempre, porque tus ojos siguen siendo tan hermosos como las aguas que reflejan el monte Shasta, aunque no tan hermosos como tu corazón.
Los ojos de Serena se humedecieron. Las palabras de su marido eran las mismas que pronunció cuando ella le creía El Coyote[5].
—Yo nunca las he olvidado —musitó—; pero exageraste mucho. Y en cuanto al corazón… Si valiera tanto como dices, no habría admitido lo que tan poco le costó creer. No hubiese dudado jamás de ti.
—El corazón tiene el defecto de sentir sin lógica. Ama y odia porque sí, o por motivos que sólo él conoce. No se le puede pedir que se deje gobernar por el cerebro. Creo que está reñido con él.
Serena sonrió débilmente.
—Eres demasiado bueno —murmuró—. Pero sigue siendo así. No cambies.
—Y tú deja de sentir celos, porque en mi corazón sólo cabe un amor. El tuyo.
Serena soltó una ligera carcajada.
—Estamos en un terrible apuro. No sabemos si saldremos de aquí con vida. Es casi seguro que no; sin embargo, somos felices porque estamos juntos. ¡Y yo quería huir de ti!
—Pero yo te seguí. De todas formas aún nos queda una esperanza. Yo envié un aviso al Coyote diciéndole lo que iba a hacer. Hay una posibilidad de que él trate de salvarnos.
—Si lo hace rogaré tanto por él que será imposible que le ocurra nada malo —dijo Serena.