Apenas había recorrido cien metros, James Wemyss tuvo que detenerse ante un jinete que empuñaba un revólver y cuyo rostro se ocultaba tras un antifaz negro. Vestía a la mejicana y la luz de uno de los escasos faroles de que disponía el alumbrado público de Los Ángeles, daba de lleno sobre él.
—¡El Coyote! —exclamó Wemyss, deteniendo su caballo. Pensó por un brevísimo instante empuñar su revólver; pero comprendió que si llegaba a hacerlo sólo conseguiría hacerse matar. Sosteniendo con una mano las riendas del caballo, levantó la otra en señal de rendición.
—Buen chico —aprobó El Coyote—. Así está bien. Pensé que me obligarías a matarte. ¿Adónde vas?
Wemyss movió negativamente la cabeza.
—Está bien —replicó El Coyote—. Si tú no quieres decirlo lo diré yo. Huyes de mí. Y en ese paquete crees llevar una fortuna en joyas. Ábrelo.
Wemyss obedeció y de sus temblorosas manos cayeron al suelo las perlas falsas, las pulseras de latón, los anillos de cobre. Su rostro expresaba su resistencia a creer la verdad de lo que estaba viendo.
—No puede ser —murmuró—. No puede ser. Me ha engañado…
Cuando miró hacia El Coyote, vio, asombrado, que había desaparecido. Buscó a su alrededor y encontróse solo. Miró al suelo y vio las piedras falsas, la prueba del engaño…
Obligando a su caballo a girar sobre sus cuartos traseros, Wemyss, ciego de rabia, regresó al almacén de Páez. Saltando a tierra se lanzó contra la puerta y la dejó colgando de sus goznes. Cuando llegaba a mitad del salón del almacén, vio aparecer a Páez y a Peg Marsh.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Páez.
Wemyss tardó un rato en contestar. La boca le temblaba y no hallaba fuerzas para articular bien las palabras. Al fin consiguió decir:
—¡Me habéis engañado! Lo tenías planeado todo… Me disteis unos pedruscos y unos trozos de metal…
—James, no seas loco. Yo te explicaré…
—¡No necesito explicaciones de ti! —rugió Wemyss—. Ni de ese fantoche que está a tu lado. Querías deshacerte de mí. Me dijiste que huyera; que estábamos perdidos, que debía salvarme… Y me diste… ¡esto!
Wemyss tiró al suelo el papel que había envuelto las joyas falsas.
—Escúchame… —pidió Peg.
—¿Es que pretendes negarlo? —gritó el antiguo sheriff—. ¿Es que me vas a decir que todo esto es mentira? ¡Contesta!
—No lo niego, James; pero…
—¿Pero qué? —rugió Wemyss, empuñando su revólver y levantando el percutor—. ¡Contesta!
—¡Salga de aquí, Wemyss! —ordenó Páez—. ¡Se lo ordeno!
Wemyss desvió ligeramente el revólver y apretó el gatillo en el mismo instante que el Destino movía a Peg a apartar de allí a Antonio Páez, para librarle de la bala de la cual ella no se pudo librar, pues entrándole por un costado, la atravesó de lado a lado el pecho, hiriéndole en los pulmones.
Al ver caer a Peg, Wemyss quedó un momento como atontado; pero, rehaciéndose en seguida, aulló:
—¡Ahora morirás tú!
—¡Vuélvete, Wemyss! —ordenó la voz del Coyote.
Obedeciendo de una manera inconsciente, Wemyss se volvió y disparó a ciegas contra El Coyote. Éste replicó con dos disparos casi simultáneos y Wemyss se desplomó con las dos balas alojadas en su corazón. Antes de que llegara al suelo había muerto ya.
Antonio Páez, que se había arrodillado junto a Peg, levantó, angustiado, la cabeza y miró al Coyote.
—¡Es horrible! —musitó—. ¡Y todo tan de repente!
El Coyote guardó su revólver y acercóse a la moribunda. Una simple mirada le bastó para comprender que los minutos de Peg Marsh estaban contados.
—Le quiso engañar y ha pagado las consecuencias —dijo.
—No… no. Ella no le engañó por lo que usted supone —replicó Páez—. Ella quería devolver las joyas a sus dueños. Emprender una nueva vida.
—Sí… señor Coyote —dijo, con ronca voz, Peg Marsh—; pero las cosas no salieron bien… Las perlas del virrey traían desgracia. Debí comprender que la leyenda tenía sus motivos para afirmarlo…
—Lamento no haber evitado esto —dijo El Coyote.
—No se podía evitar —dijo Peg—. Estaba escrito en el libro de nuestro destino. Por lo menos no me ha matado usted… Antonio… Ahora iré a ver si hay algo de verdad en tus fantasías acerca de si hoy se termina todo o si aún queda mañana… Un mañana mejor.
—Ten la seguridad de que sí —replicó Páez.
El Coyote, de pie junto a Páez y a Peg, observaba, sorprendido, a aquel nombre que se estaba transfigurando ante él. Siempre le había creído un vulgar comerciante, viéndolo como un mueble más de su tienda, o un objeto inanimado. El verle emocionarse de aquella forma y hablar como lo hacía, le producía el mismo efecto que si hubiera visto hablar al mostrador de pino.
—Por fin terminó usted conmigo, señor Coyote —siguió Peg—. Le escapé una vez gracias a don Rómulo… ¡Pobre viejo! Ése no debió haberle matado —y Peg señaló el cadáver de Wemyss, tendido de bruces sobre el entarimado—. Conmigo se portó muy bien. Antonio… Antonio… ¡Antonio! ¿Dónde estás? ¿Dónde? No… no te veo… ¡Háblame! ¡Dios mío! ¡Dios mío! Ten piedad… ¡No! ¡No quiero morir! ¡No quiero morir! ¡Oh, Dios Santo! ¡Antonio! ¡Háblame!
—Estoy aquí, vida mía —replicó Antonio Páez, apretando las manos de Peg—. A tu lado… Escúchame… No te mueres. Es sólo un viaje muy largo. Al principio, tendrás que ir sola; pero luego, yo me reuniré contigo…
—Ya no le oye —advirtió El Coyote.
—Su alma me sigue escuchando —murmuró Páez con la voz quebrada por un sollozo—. Su alma me sigue oyendo… Y me oirá… me oirá hasta que la mía se reúna con ella.
—No se lo tome así, don Antonio —aconsejó El Coyote—. Esa mujer no merecía esa emoción suya. Le hubiera engañado como engañó a otros…
—Por favor. Por respeto a la muerte, no hable usted así. Yo sé que algo había cambiado en ella. Y si no cambió, me siento más feliz creyendo que iba a cambiar… Que hubiese cambiado si entre todos no hubieran puesto fin a su vida.
—Dispénseme —pidió El Coyote—. He sido demasiado duro. Dicen que una bella muerte honra toda una vida. Ella la ha tenido.
Páez no le escuchaba. Iba hablando a media voz para sí; pero sus palabras llegaban claras al Coyote.
—Desde que la vi tuve el presentimiento de que iba a tener una gran influencia en mi vida… Yo la hubiese cambiado. Habría olvidado lo que fue y hubiese iniciado otra vida… ¡Veinte años para formar un cuerpo en torno de un alma, y unos segundos para librar el alma de su cárcel! ¡Es horrible! ¿Para qué se han vivido todos estos años, si el final estaba aquí, encerrado en tres balas de plomo?
—Eso sería muy largo de discutir, don Antonio. Y ya es tarde. Tenemos que hacer algo. ¿Dónde están las joyas?
—En el almacén… Quiero decir que en mis habitaciones.
—Tráigalas aquí. Dentro de un poco vendrá el señor Mateos. Él dirá que ha matado a Wemyss y que la señorita Marsh le ayudó. No hable del Coyote. Mateos necesita ayuda. Esto se la prestará. A cambio de su silencio, callaremos la verdad de Peg Marsh.
—Gracias. Haré lo que usted me ordene. Perdone si he creído que era… que era malo…
—Esta vez lo he sido —replicó El Coyote—; pero el engaño era muy fácil. Adiós y… procure olvidar. Al fin y al cabo, su amor sólo ha durado unos minutos. Quizá una hora, todo lo más.
—Una hora de amor intenso puede agotar el amor condensado en toda una vida. Yo lo he agotado.
—Dentro de unos años volveremos a hablar. Adiós, don Antonio.
—Adiós, señor Coyote.
*****
Teodomiro Mateos sentóse en su cama y miró, con los ojos muy abiertos, al Coyote.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó.
—Vengo a ayudarle —replicó el enmascarado—. No se lo merece, desde luego; pero siempre he sentido debilidad por usted. ¿Se acuerda de Peg Marsh? ¿Aquella chica que andaba tras los jarrones del virrey?
—Sí. ¿Ha aparecido?
—Sí. Y ha muerto. La mató James Wemyss.
—¡Eh! ¿De veras?
—De veras.
—¿Dónde está Wemyss? ¿Anda fugitivo? Organizaré la captura…
—No hace falta. Un par de balas de plomo que tiene metidas en el corazón lo están enfriando en el almacén de Antonio Páez.
—¿Le ha matado usted?
—No. Fue usted quien lo mató. Peg le envió un aviso citándole a usted allí para tender una trampa a Wemyss.
—¿Bromea?
—No. Ya sé que se merece un buen castigo por la trampa que me tendió en casa de Alves; pero como que, en resumidas cuentas, sirvió para salvarme, lo olvidaré. En poder de Wemyss encontrará una colección de joyas que pertenecen a dos buenos amigos míos. A don César de Echagüe y al hijo de don Rómulo Hidalgo. No se deje llevar por la tentación y guarde alguna para usted. Ahora dese prisa y llegue al almacén antes de que la gente descubra lo que ha ocurrido. Aquí tiene un revólver que ha servido para matar a Wemyss. Enséñelo a la gente.
—¿Por qué he de mentir con referencia a la chica? Si ella formaba parte de la banda…
—Hay un amor muy romántico de por medio. Mateos. No sea cruel y no estropee unas ilusiones. Además, si lo hiciese el señor Páez diría la verdad y, entonces, se iría al diablo la elección de nuevo jefe de policía.
—Está bien. Acepto. Si algún día deja de ayudarme, no sé cómo saldré de mis apuros. Hice mal en intentar capturarle.
—Sobre todo, teniendo en cuenta lo que se dice por estos mundos.
—¿Qué se dice?
—Pues que Teodomiro Mateos y El Coyote son una misma persona.
—¡Eh!
—Eso dicen; pero no haga demasiado caso de lo que se dice. Siempre se exagera. Buena suerte, Mateos. No olvide que debe devolver las joyas.
—No, claro que no —replicó el jefe de policía.
El Coyote le saludó con un ademán y salió de la estancia. Casi al momento, se oyó el alejarse de un caballo a todo galope.
La mirada de Mateos se posó en el revólver que El Coyote había dejado sobre la cama a su alcance y, de pronto, exclamó:
—¡Y pensar que lo he tenido prácticamente en mis manos! Podría haberle detenido y ahora mi gloria sería… —Una sonrisa iluminó el rostro de Mateos—. Bueno —siguió—. Al fin y al cabo me ayuda mucho. Es un buen amigo.
Saltando de la cama, empezó a vestirse y veinte minutos después se acababa de poner de acuerdo con Antonio Páez para dar una explicación acorde y lógica de lo sucedido.