Serena Morales no había dicho nada a su marido acerca de su descubrimiento de las cartas de amor. Ricardo Yesares había vuelto a casa, bastante después de medianoche, y se había acostado en seguida. Debió de creer que el fingido sueño de su mujer era real, pues no intentó hablar con ella. Casi antes de apoyar la cabeza en su almohada, estaba ya dormido. Serena le odió por lo fácilmente que podía dormirse. Ella, en cambio, no podría cerrar nunca los ojos. El alivio del sueño le estaría negado durante mucho tiempo.
Hubo un momento en que pensó denunciar su descubrimiento. Por lo menos así lograría que Ricardo no pudiese, también, dormir. Al fin, no dijo nada. Su silencio no fue en favor del reposo de Ricardo. Nada le importaba a ella que su marido pudiera o no dormir. Si callaba era porque, mientras no hablase, su vergüenza, la traición de Ricardo y el hundimiento de sus ilusiones, quedaba retrasado. Era cobarde. Lo reconocía con amargura. El anunciar que lo sabía todo pondría fin al engaño. Su marido no podría fingirle amor. Las cosas cambiarían definitivamente. El silencio le permitiría seguir soñando.
Por su cerebro iban pasando, veloces, distintos fragmentos de aquellas cartas. Frases vergonzosas, muy parecidas a las que ella había pronunciado; pero ella era la esposa legítima de Ricardo. Tenía derecho a hablar. En cambio, las otras debían sentir vergüenza…
El sueño la asaltó a traición y quedó dormida en medio de un desagradable recuerdo. Cuando despertó estaba sola. El sol penetraba por entre las cortinas que su esposo había corrido. ¿Era este detalle una muestra de cariño? ¿Lo había hecho para que ella durmiese hasta más tarde y pudiera descansar o para que no le estorbara?
Saltando de la cama, Serena se puso una bata y salió de la habitación. Bajó al vestíbulo. Eran las diez y media de la mañana y no se veía a nadie. Los criados habían terminado la limpieza, y estaban ocupados en otros trabajos. Los clientes aún no habían empezado a llegar. La joven dirigióse al despacho de su marido. Empujó la puerta temiendo hallar dentro a Ricardo. El aposento estaba vacío.
Serena abrió el cajón donde había encontrado las cartas. Quería llenarse nuevamente de indignación…
Casi lanzó un grito al descubrir la ausencia del paquete. Lo buscó en todos los otros cajones y no lo pudo encontrar.
¿Habría advertido Ricardo que ella había abierto aquel paquete? Tal vez, en su turbación, dejó demasiadas huellas de su descubrimiento. Fuera lo que fuese, el paquete no estaba allí. Habían desaparecido las pruebas con las cuales hubiese podido desenmascarar a su esposo.
Cerró los cajones y quedó con la mirada fija en la superficie de la mesa. Ahora que sabía que las cartas no estaban allí deseaba tenerlas. Se las tiraría al rostro de Ricardo. Le diría…
—Pienso todo esto porque no puedo hacerlo —se dijo—. Si las tuviera no me atrevería a nada.
Salió de la oficina y en el vestíbulo tropezó a la vez, con una de las criadas encargadas de la limpieza y con la señora Syer. Con voz muy aguda, la criada le preguntó:
—¿Ya sabe lo que hizo ayer noche El Coyote, señora?
Maise Syer se detuvo, miró a Serena y luego a la criada. Ésta prosiguió:
—Mató a Alves y a uno de sus amigos.
Serena quiso fingir que la noticia le interesaba; pero no lo consiguió. No le extrañaba aquello. Lo había esperado. Claro que al mismo tiempo el suceso demostraba que su marido no había ido a reunirse con ninguna otra mujer. De no ser por aquellas cartas que Ricardo debía de haber escondido mejor, Serena hubiese creído que, el aviso de la noche anterior obedecía a un error cometido por alguien que se había querido explicar lógicamente las ilógicas salidas nocturnas del propietario de la posada del Rey Don Carlos. ¿Qué explicación mejor que la de un móvil amoroso para justificar los intempestivos paseos del posadero? ¡Pero aquellas cartas! Todas iban dirigidas a Ricardo. No cabía la menor duda. Su nombre estaba en ellas. Y la autora del anónimo conocía la verdad de las relaciones de Ricardo con El Coyote.
—¿Va usted a la fiesta de don César, señora Yesares?
Serena dióse cuenta de que se había olvidado de la presencia de la señora Syer y de la criada.
—Sí, sí, señora —contestó apresuradamente—. Iré esta tarde; pero a última hora. Hasta entonces la fiesta no está verdaderamente animada. AI principio los hombres hablan de política, luego de sus… amoríos, por fin entablan algunas partidas de monte o de tresillo y, cuando ya no les queda dinero, se acuerdan de las mujeres.
¿Por qué había dicho lo de que los hombres hablan de sus amoríos? Ella no lo sabía; de pronto le había asaltado el afán de decir algo malo de los hombres. La señora Syer parecía haber advertido su nerviosismo; pero, absteniéndose de hacer ningún comentario acerca de él, declaró que le agradecería mucho que le acompañara al rancho de San Antonio porque estaba segura de no poder dar con la hacienda en toda su vida.
—Espero que mi presencia no será molesta para usted ni para su esposo —terminó.
—Claro que no —respondió, apresuradamente, Serena—. Le aseguro que tendremos mucho gusto en que nos acompañe. Además, pensábamos invitarla. Nuestro coche es demasiado grande y siempre vamos en él como perdidos.
Súbitamente se le había despertado una enorme alegría. La presencia de aquella mujer sería una barrera que le impediría lanzarse al abismo de las explicaciones. No diría nada a Ricardo. Por lo menos se evitaría el oír mentiras. La irritaba profundamente que un hombre se portara como un colegial cogido en falta.
A las dos de la tarde regresó Ricardo. Había tenido que arreglar algunos asuntos atrasados. Hubiera podido hacerlo por la tarde; pero, teniendo que asistir a la fiesta de don César, lo activó todo.
Serena le escuchaba pareciéndole que las palabras salían de los labios de otro hombre. Sentía la engañosa impresión óptica de que su marido se iba alejando de ella y haciéndose cada vez más pequeño, aunque de pronto lo volvía a ver ante ella, recobrado el tamaño normal, diciendo palabras con sentido. Pero en breve Ricardo volvía a empequeñecerse y su voz resultaba extraña por el hecho de sonar a un metro de Serena en tanto que ésta veía a su marido como si le hubiera mirado con unos gemelos de teatro, pero al revés. Lógicamente su voz debía haber sido debilísima.
—La señora Syer me ha preguntado si querríamos acompañarla a casa de don César —interrumpió, de pronto, Serena.
El marido la miró, sorprendido. Había estado diciendo algo que les interesaba a los dos y, sin embargo, la joven le interrumpía con un comentario sin importancia acerca de algo que, además, ya estaba decidido.
—Claro que la acompañaremos —respondió—. Siempre lo hemos hecho.
Serena comprendió que estaba descubriendo sus sentimientos.
—Me duele la cabeza —explicó, apresuradamente—. He descansado mal.
—¿Estabas inquieta? —preguntó Ricardo, creyendo comprender el motivo de aquella falta de descanso. Y aunque, tanto ella como él, habían establecido de mutuo acuerdo el sistema de no hablar acerca de las relaciones de Yesares con El Coyote, explicó—: No resultó muy difícil, aunque él estuvo a punto de ser asesinado.
Le sorprendió la falta de interés que demostraba Serena.
—Ya he comido —dijo—. Descansaré un rato. ¿Te importa?
Yesares respondió negativamente.
—Si prefieres no ir a la fiesta… —sugirió.
—Prefiero ir —contestó Serena—. Me distraeré un poco.
Ricardo la vio dirigirse a su cuarto y, pensativo, fue hacia el despacho de recepción. No había dejado de advertir el extraño comportamiento de su mujer. Hubiera tenido que ser ciego para no darse cuenta de que algo pasaba en el corazón de Serena. ¿Qué podía ser? No podía imaginarlo ni remotamente. Tal vez un capricho no satisfecho; acaso su silencio acerca de un suceso que apasionaba a los habitantes de Los Ángeles, que no cesaban de comentar la violenta y fulminante justicia del Coyote en el caso de Basil Alves.
La entrada de un hombre en la posada le distrajo. Volviéndose hacia el recién llegado, le reconoció en seguida. Era James Wemyss, el que había sido sheriff de Abilene, donde impuso la ley de sus dos revólveres, los mismos que ahora llevaba con las culatas asomando fuera de su oscura levita.
James Wemyss era una figura notable tanto moral como físicamente. Muy alto, musculoso, vestía con fácil elegancia. No era el traje lo que en él resultaba elegante, sino la figura. Llevaba una levita príncipe Alberto, pantalones rayados que se embutían en unas botas de caña altas que brillaban como el charol, un floreado chaleco cremoso y una camisa de blanco popelín inglés. Un gran lazo de seda negra le adornaba el cuello. De bolsillo a bolsillo de su chaleco iba una pesada cadena de oro, del centro de la cual pendía una pequeña herradura de oro adornada con rubíes. Era un amuleto de buena suerte que hasta entonces nunca le había fallado. La cadena terminaba en un reloj alemán cuya máquina y esfera quedaba dentro de un bloque de oro. El otro extremo iba unido a un monedero de malla de oro dentro del cual Wemyss siempre llevaba cinco monedas de veinte dólares. Con aquellos cien dólares se podía iniciar una nueva vida. Wemyss lo había dicho muchas veces y la especie corrió por todo el Oeste. Cuando Wemyss iniciara el consumo de aquellos últimos cien dólares, un hombre famoso pasaría a la historia tan completamente como si hubiera muerto, pues dejaría de ser lo que hasta entonces había sido para empezar a ser algo nuevo e inesperado.
Pero hasta entonces, James Wemyss siempre había tenido algo más de cien dólares. A veces sólo unos pocos centavos más; no obstante, siempre fue suficiente para poder continuar viviendo como a él le gustaba.
La vida de Wemyss había sido la de un hombre que sabe manejar bien un Colt de seis tiros. Si tuvo maestros en aquella materia los superó muy pronto y en Abilene dio prueba de ello, limpiando la ciudad de todo el elemento levantisco que llegaba por la ruta de Tejas. En los ratos libres jugaba al póquer y era capaz de apostarse hasta el último centavo sobre una pareja de reinas. Nadie «faroleaba» mejor que él. Su energía desconcertaba a sus adversarios. Su última hazaña en Abilene le obligó a salir de allí. Tucson Bill conocía la especialidad de Wemyss y con un trío de reyes aguantó firme los ataques de James. Estaba seguro de que el otro sólo deseaba asustarle. Cuando todo el dinero que Wemyss tenía ante él estuvo en el centro de la mesa y ya no fue posible aumentar las apuestas, James mostró un humilde póquer de nueves. Tucson Bill quedó defraudado y tuvo la ligereza de acusar a Wemyss de tramposo. Aquel póquer había sido fabricado durante la puja.
Una bala de plomo le cortó para siempre la voz. Tucson cayó de bruces sobre las cartas y el dinero del centro de la mesa, quedando inmóvil, como clavado.
James lo apartó suavemente, embolsó el dinero y salió de Abilene para no volver más.
—Hola —saludó Wemyss, dirigiéndose al posadero—. ¿Está la señora Syer?
Ricardo Yesares miró, extrañado, al pistolero. Jamás hubiese esperado que aquel hombre preguntase por aquella dama.
—No, no ha vuelto, todavía.
Wemyss hizo un gesto de disgusto que dominó en seguida.
—Lo siento —dijo—. Necesitaba verla. Debo salir de Los Ángeles y no volveré hasta la noche. ¿Dónde podría encontrarla entonces?
—Estará en una fiesta. En el rancho de San Antonio.
—¿El de don César de Echagüe?
—Sí.
—Entonces allí iré a verla. Pero quisiera dejarle una nota. ¿Puede darme papel para escribirla?
Ricardo indicó a Wemyss el lugar donde se encontraba el escritorio y desde una correcta distancia vio cómo James escribía una brevísima nota que metió en un sobre. Llamando con una seña a Yesares le preguntó:
—¿Querrá tener la bondad de entregarle esta carta a la señora Syer?
—Desde luego, caballero —respondió Yesares.
Wemyss cerró el sobre y se lo tendió a Yesares, saliendo en seguida de la posada.
Al quedarse solo, Yesares entró en su despacho y como el sobre estaba aún húmedo lo pudo abrir sin mayores dificultades, sacando la nota que Wemyss había escrito.
Desde luego, está en Los Ángeles. Anoche mató a dos hombres; pero no veo la forma de llamar su atención y conseguir que acuda en su ayuda El tiempo apremia tanto que le aconsejo que vuelva a Atlanta o a Nueva Orleans. Esta noche procuraré hablar con usted. No deje de acudir a la fiesta del señor Echagüe.
JIM.
Ricardo sintió un escalofrío. Aquella carta sólo se podía referir a una persona. Aunque no se escribía, el nombre del Coyote parecía brotar de aquel papel.
Nerviosamente, copió el mensaje, guardando el original en el sobre y cerrándolo con ayuda de un poco de goma.
Cuando Maise Syer regresó al hotel encontró el sobre en su casilla. Lo abrió y la leyó con tal expresión de indiferencia, que Yesares sintió germinar en su cerebro la sospecha de que la carta no aludía para nada al Coyote. Mas no podía ser. Refiriéndose al Coyote toda la carta tenía sentido. Si no se refería a él, entonces resultaba incomprensible.
Fuera lo que fuese, urgía avisar a don César. Él decidiría lo que debía hacerse.
Estudió un momento la conveniencia de enviar la copia de la nota a don César por medio de un criado; pero necesitaba incluir algunas letras explicativas que podrían resultar sumamente peligrosas si caían en otras manos. El Coyote le había prevenido varias veces sobre aquel punto.
Pensó en esperar al momento de la fiesta en el rancho de San Antonio. Teniendo que verle entonces, podría explicar a su jefe lo que acababa de descubrir; pero en tales circunstancias tal vez don César se encontrara imposibilitado de tomar ninguna medida por no poder abandonar el rancho, dejando a sus invitados.
Tomó una decisión. Llamando a un criado encargóle:
—Si la señora pregunta por mí, dile que he ido a un asunto urgente.
Fue a las cuadras de la posada y montó en un caballo, marchando al galope en dirección opuesta a la del rancho de San Antonio. Más allá de la ciudad daría un largo rodeo, después de convencerse de que nadie le seguía. Era una precaución que tomaba siempre.
Serena le vio marchar. Estaba asomada a la tribuna de su habitación, esperando que subiera su marido. Su marcha la desconcertó, primero, y la enfureció después. Habíase quitado el traje, sustituyéndolo por una holgada bata que defendía su ropa interior, sobre la cual se pondría luego el vestido para la fiesta. Apresuradamente se puso la ropa que había llevado antes y se calzó, arreglándose el cabello. No le gustaba que la servidumbre la viese vestida sin cuidado.
En todo esto invirtió unos diez minutos. Cuando llegó al vestíbulo y se dirigía al despachito de su marido, el criado con quien éste había hablado antes de marcharse, acudió a darle el recado de su amo.
—¿No ha explicado adónde iba? —preguntó Serena.
—No, señora.
—¿No ha dicho tampoco si volvería pronto o no?
—Tampoco, señora. Sólo que iba a un asunto urgente.
Serena dio las gracias y entró en el despacho. Encerróse en él y dirigió una mirada a su alrededor, deteniéndole, al fin, en la papelera de junco que estaba al pie de la mesa. En el suelo, junto a aquella papelera, veíase un irregular cuadradito de papel rosado.
Como lanzándose en pos de un tesoro, Serena cogió la papelera y empezó a sacar su contenido. Era muy escaso. Unos periódicos rotos y, entre ellos, unos trozos de cordel. En el fondo, sobre papeles de envolver mercancías, un puñadito de papeles rosados.
La esposa de Yesares los cogió como si fuesen pepitas de oro y los extendió sobre la mesa, entregándose en seguida a la tarea de irlos juntando para reconstruir la carta.
El tiempo pasó velozmente para Serena, que luchaba afanosamente por terminar su trabajo. Al fin tuvo ante ella, unidos, todos los fragmentos en que había algo escrito. Los otros los dejó a un lado. No le interesaban. El mensaje de aquel papel rosado que olía a violetas no llevaba fecha, nombre del destinatario, ni firma del remitente. Sin embargo, Serena sentía resbalar por sus mejillas lágrimas de fuego cuando pudo leer:
Amor mío: Él se ha marchado, dejándome en la libertad que tanto ansiamos los dos. Entre tus brazos olvidaré que existe y que ha de volver.
¿Era verdad aquello? ¿Cómo había podido Ricardo Yesares descender tan bajo? La letra era de mujer. Aquel perfume… ¡Oh! Muchas lo usaban. Por él no podía identificar a ninguna. Pero estaba casada. «Él» debía de ser el marido, ausente por unos días, o tal vez, por unas horas. Tan pronto como supo la noticia, Ricardo había corrido a los brazos de aquella mujer, para hacerle olvidar…
Una llamada a la puerta interrumpió su angustia. Nerviosamente recogió los restos de la carta rosada y los guardó dentro del cerrado puño.
—¿Qué quiere? —preguntó al abrir.
El criado que antes le diera el mensaje de Ricardo explicó:
—La señora Syer me ha pedido que le pregunte cuándo saldrán hacia el rancho de don César.
—¡Eh! ¡Ah, sí! Pues… dile que en seguida… Dentro de media hora. En cuanto yo esté arreglada.
—¿No espera a don Ricardo? —preguntó el hombre.
—No… Don Ricardo tardará…, tardará mucho.
Mientras subía a su habitación, Serena iba pensando que debía hacer algo. Debía demostrar a su marido que no estaba dispuesta a tolerar sus infidelidades. El decirle eso significaría la destrucción de todas sus esperanzas e ilusiones; pero sentíase incapaz de continuar viviendo aquella vida que sólo pudo ser soportable mientras no supo la verdad; la odiosa verdad que le abrasaba el alma.
Recordando lo que aún encerraba en su mano, Serena tiró lejos de sí la carta rosada. Entró en su habitación y se dejó caer de bruces sobre la cama, rompiendo en convulsivos sollozos.