El enmascarado deslizóse como una sombra por entre los árboles, desembocando luego en el jardín. Iba guiado por una luz que brillaba en una de las ventanas de la casa. Durante unos instantes permaneció inmóvil y sus oídos intentaron captar cualquier ruido que pudiera llegar hasta él. Tan sólo consiguió escuchar los rumores del campo en la noche. Al fin, como si estuviese seguro de hallarse solo, avanzó hasta la casa y quedó pegado a la pared de la misma. Un gato hubiese resultado más ruidoso.
La mano derecha del Coyote se apoyaba en la culata de uno de sus revólveres. La izquierda tanteaba la pared. Las altas botas, provistas de grandes espuelas de plata, no arrancaban ningún crujido a los guijarros del suelo.
Al llegar junto a la ventana, el misterioso visitante nocturno se detuvo. Sentíase dominado por una indefinible inquietud. Lentamente asomó la cabeza hacia el interior de la estancia. La cortina de pana estaba descorrida. Al fondo, sentado frente a una mesa, se encontraba un hombre. Por su traje podía deducirse que era Basil Alves.
El hombre pasó una pierna por el alféizar de la ventana y en seguida la otra, deslizándose dentro de la estancia. El que estaba frente a la mesa no pareció oírle.
La luz de la lámpara descubrió la indumentaria del misterioso visitante. Su sombrero de cónica copa y su traje mejicano, unidos a su presencia en aquel lugar, le identificaban sobradamente.
El hombre dio tres pasos hacia adelante.
Desde su escondite, Teodomiro Mateos presenciaba aquella escena. El corazón le latía con una violencia que parecía capaz de reventar su pecho. ¡El Coyote se hallaba de espaldas a él, a menos de diez metros! ¡Y él empuñaba un rifle de gran precisión, con el cual era posible dar de lleno a una nuez colocada a cincuenta metros de distancia!
Mateos movió ligeramente el rifle y se disponía a apuntar a la espalda del Coyote cuando una nueva figura se situó entre El Coyote y él.
¡Basil Alves acababa de salir de junto a la ventana! ¡Su mano derecha empuñaba un revólver de largo cañón! ¡Iba a disparar contra El Coyote!
Teodomiro Mateos olvidó de pronto sus propósitos y sólo recordó que El Coyote había sido un buen amigo suyo…
Casi antes de darse cuenta de lo que hacía apuntó a la cabeza de Basil Alves y antes de que éste pudiese disparar sobre El Coyote, Mateos apretó el gatillo.
En el preciso momento en que la bala salía del rifle empujada por la fuerza de los gases de la pólvora, Teodomiro Mateos sintió como si el mundo entero se derrumbase sobre él. Soltó el Marlin y se hundió en un profundo abismo del que tuvo la impresión de que jamás podría salir.
El disparo del rifle hizo saltar lateralmente al Coyote. Con el rabillo del ojo vio cómo Basil Alves caía hacia delante, soltando el negroazulado Colt que empuñaba. También él desenfundó su revólver muy a tiempo, pues el hombre que hasta entonces había estado sentado frente a la botella de licor se incorporó vivamente y volvióse, empuñando un Derringer calibre 41.
Al ver al enmascarado, lanzó un grito y un nombre:
—¡El Coyote!
En seguida disparó el Derringer.
El disparo coincidió con el dejarse caer de rodillas El Coyote, quien, al mismo tiempo, disparaba su revólver que mezcló su detonación con el ladrido del pequeño Derringer. La bala de éste atravesó la copa del sombrero del Coyote aunque en realidad había ido destinada al pecho del enmascarado, donde se habría metido de no ser por el brusco movimiento del Coyote. En cambio la bala que disparó el Colt del californiano atravesó con destructora limpieza el corazón de Thomas Hannam, quien dando unos traspiés braceó en el aire y por fin cayó al suelo, derribando la silla en la cual había estado sentado.
Sin guardar el arma, El Coyote inclinó su enmascarado rostro sobre el cuerpo de Basil Alves. La cabeza de éste no era un espectáculo agradable. La bala que le había producido la muerte le entró por la nuca y salió por entre los ojos produciendo horribles destrozos en el rostro.
El Coyote miró hacia la ventana. Se daba cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Había confundido a Hannam con Alves, sin sospechar que éste pudiera estarle esperando.
Cautelosamente se acercó a la ventana y lanzó un silbido. Le contestó otro desde el jardín y en seguida Ricardo Yesares apareció frente al Coyote.
—Gracias —dijo éste—. Faltó poco para que Alves me asesinase. Tu disparo fue oportuno…
—No disparé yo —replico Yesares, sentándose en el alféizar—. Le debes la vida a otro.
El Coyote se reunió con Yesares en el jardín. Guiado por él fue hasta los arbustos, al pie de los cuales yacía Teodomiro Mateos.
—Él disparó —explicó Yesares—. De momento pensé que había dirigido el, tiro contra ti y le golpeé con la culata de mi revólver. No sé si le habré destrozado el cráneo.
—Está vivo —replicó El Coyote—. Ayúdame a conducirlo hasta la casa. Quiero hablar con él cuando recobre el conocimiento. Me parece que tendremos mucho que contarnos.
Entre El Coyote y su ayudante condujeron a Mateos dentro de la habitación sobre cuyo suelo yacían los cadáveres de Alves y Hannam. El jefe de policía no daba ninguna señal de estar cerca de la recuperación del sentido. El Coyote le registró los bolsillos y le quitó un revólver modelo House, de cinco tiros, calibre 41, con cartuchos metálicos de fuego lateral.
—Es un arma muy curiosa —comentó El Coyote, dirigiéndose a Yesares—. Cuando haya más en el mercado, usaré alguna.
Examinó el cilindro, observando:
—No mató a Alves con este revólver.
—No —contestó Yesares—. Tenía un Marlin. Debe de estar entre los arbustos.
—Tráelo —ordenó el enmascarado—. Le devolveremos todas las armas juntas.
—¿Debo quedarme yo? —preguntó Yesares al volver con el rifle.
—Claro que no. Vuelve a Los Ángeles. Fue una buena idea la de que me acompañases. Te aseguro que imaginé esta operación mucho más sencilla. No esperaba que me hubiesen tendido dos trampas. Tendré que rectificar mis opiniones acerca de la inteligencia de Mateos.
—¿No crees que buscaba a Alves? —preguntó Yesares.
—Desde luego, no. Me esperaba a mí. Sabía que yo vendría a decirle unas palabras a ése. La bala que le mató estaba, en realidad, destinada a mí; pero el azar, o un arrepentimiento oportuno, me salvaron.
El Coyote regresó junto al cadáver de Alves. Se arrodilló a su lado y comenzó a registrarle los bolsillos, amontonando, después de examinarlo brevemente, lo que iba encontrando. De pronto se puso en pie, con un papel entre las manos.
—Esto no lo esperaba yo —dijo.
—¿De qué se trata? —preguntó Yesares.
El Coyote le entregó la nota que Alves había recibido en la cárcel. A medida que la iba leyendo, Yesares dirigía rápidas miradas de asombro a su jefe.
—¡Es increíble! —exclamó.
Mateos movióse ligeramente. El Coyote indicó con un ademán la ventana. Yesares salió por ella y fue a montar guardia en el jardín, a pesar de la orden que había recibido para que marchase a Los Ángeles.
El Coyote tiró de un puntapié el revólver de Alves debajo de una cómoda. Al mismo sitio envió el otro revólver que encontró en poder de Hannam. Cuando hubo terminado, cogió la botella de licor de que había estado bebiendo Hannam y vertió una buena cantidad de alcohol entre los labios de Mateos. Éste estremecióse, tosió, abrió los ojos y los volvió a cerrar en seguida. Luego, más cautelosamente, los abrió de nuevo; pero todavía tardó varios minutos en preguntar.
—¿Qué ha pasado?
Luego agregó:
—¡Cómo me duele la cabeza!
—Recibió usted un buen golpe, Mateos —dijo El Coyote.
Mateos le miró, haciendo un doloroso esfuerzo; por fin declaró:
—Soy un imbécil. No volveré a tenerle de espaldas a mi carabina.
—Y una vez que consigue eso dispara sobre el hombre que iba a hacer conmigo lo que usted tenía proyectado, ¿no?
—Sí; no se puede dar mayor demostración de tontería.
—Le debo la vida, Mateos —sonrió El Coyote.
—No se lo diga a nadie —gruñó el otro—. Sería lo único que falta para que todo el mundo se burle de mí.
—¿Por qué lo hizo?
Mateos encogióse de hombros y se pasó la mano por la cabeza. Le dolía espantosamente.
—¿Quién me pegó? —quiso saber.
—Un amigo mío que supuso que disparaba contra mí. Tiene la mano un poco dura.
—Demasiado. Es una forma un poco desagradable de pagar el favor que le estaba haciendo a usted, señor Coyote.
—¿Cómo adivinó que yo vendría aquí?
—Era lógico que lo supusiera —respondió Mateos—. Alves no se dejaría condenar. Recurrió a Rudall y él debió de asustar a los testigos de cargo. Tenía que ocurrir así. Y era también muy probable que al Coyote le faltara tiempo para venir a castigar a Alves. Fue usted quien me obligó a detenerle.
—Le felicito por su sagacidad, Mateos. No la habría sospechado nunca de usted. ¿Quería vengarse?
—Claro. En nuestra última entrevista estuvo usted muy duro conmigo.
—¿Por qué no me mató o dejó que Alves me asesinara?
—Militamos en campos algo opuestos; pero los dos perseguimos los mismos resultados. Me ha ayudado varias veces y cuando vi que otro le iba a hacer lo que yo deseaba hacerle, perdí la cabeza, me olvidé que había venido a matarle y maté al que le amenazaba. Si alguna vez llega a saberse, todos se reirán de mí. Es ridículo que un jefe de policía se porte como una señorita sentimental.
—No opino como usted —contestó El Coyote—; pero ahora quiero preguntarle si sabe quién avisó a Alves mi llegada.
—¡En! ¿Es que Alves le estaba esperando?
—Ya vio que me había tendido una buena trampa, con reclamo, incluso. Además, he encontrado una carta firmada por un amigo, en la cual se previene a Alves de mi aparición para vengar a Páez. Tome, léala.
Mateos aceptó la carta y cuando la hubo leído, movió la cabeza, declarando:
—No lo entiendo. Yo no tengo nada que ver con esto.
—Lo imaginaba. Por lo visto ha surgido un nuevo enemigo mío, bastante peligroso, porque es muy inteligente. Empieza por saber escribir con la mano izquierda y termina por adivinar lo que yo haré. Esté prevenido, Mateos. Los enemigos del Coyote suelen ser enemigos de la ley.
—¿Quién puede ser ese hombre? —preguntó el jefe de policía—. ¿Algún amigo de Alves?
—Si fuera realmente un amigo de Alves no disimularía su identidad. No le sería necesario.
—¿Qué piensa hacer?
—Investigar algunas cosas poco claras. Me marcharé de Los Ángeles por unos días; pero antes quiero poner mi firma a estas dos muertes. Supongo que no querrá usted explicar a toda la ciudad que mató a Alves para salvarme a mí, ¿verdad?
—Claro que no. Es preferible que acapare usted la gloria de quitar de este mundo a esos dos canallas.
El Coyote desenfundó un cuchillo y con la punta del mismo trazó en la pared la silueta de un coyote. Luego guardó el acero y señalando hacia la cómoda, indicó:
—Ahí encontrará usted sus armas, Mateos. Buena suerte.
Con gran agilidad saltó por la ventana y corrió hacia donde había dejado su caballo. Un momento después, Mateos le oyó galopar hacia Los Ángeles. Entonces saltó también por la ventana, después de haber recuperado sus armas, y se dirigió hacia donde estaba su caballo. No se sentía feliz ni satisfecho. Encontrábase tan lejos como antes de conseguir la gloria, y ni siquiera le era posible ufanarse de haber dado muerte a Alves, pues sin explicar todos los detalles, exponíase a que le consideraran un criminal. Ni siquiera un policía puede apostarse en un jardín en espera de meter una bala en la mala cabeza de un hombre a quien horas antes un tribunal ha reconocido no culpable del delito por el cual se le encausó.
Mientras tanto, James Wemyss, el famoso pistolero, iría ganando votos para las próximas elecciones.