Capítulo VII:
Dos trampas para El Coyote

Basil Alves sonrió burlonamente cuando Rudall le preguntó cuál era el contenido de aquella carta que no había querido que leyera.

—No era más que un aviso de un amigo a quien no tengo el gusto de conocer —replicó—. Me prevenía de que El Coyote repararía el grave error cometido por los jueces al dejarme en libertad.

—¡El Coyote! —tartamudeó Rudall—. ¿Quiere decir que El Coyote le ha amenazado? ¿Por qué no me lo advirtió?

—Porque supuse que me abandonaría en el apuro.

—¡Claro que lo hubiese hecho! —exclamó el abogado—. No quiero ponerme a mal con ese hombre. Es el mismísimo diablo…

—Ya suponía que su opinión sería, poco más o menos, ésa.

John Rudall apresuróse a coger su sombrero y, sin tender la mano a Alves, dijo nerviosamente:

—Adiós. No…, no quiero perder más tiempo. Adiós.

Alves le siguió con una despectiva mirada. Aquel abogado era un cobarde. Una verdadera rata, incapaz de plantar cara al peligro. Él no era así. Estaba dispuesto a luchar con El Coyote y tenía la seguridad de vencerle. No le costaría mucho, no.

Estaba en su casa. El peligro de vivir en una posada donde sus movimientos pudieran ser fiscalizados, le obligó a comprar aquella casita en las afueras de Los Ángeles. Allí nadie podía espiarle. Le era posible entrar y salir sin necesidad de cruzar la población. Sus cómplices se reunían con él, y nadie advertía su llegada o su partida.

La casa estaba rodeada por un pequeño jardín que era necesario cruzar por cualquier lado que se llegase. En la parte trasera había unas amplias cuadras donde podían acomodarse hasta diez caballos. Nunca hubo tantos. Oficialmente, Alves vivía solo. Todas las semanas iba una india a arreglarle la casa. Aquella noche también oficialmente estaba solo; pero, en realidad, había alguien con él.

Cuando el galope del caballo en que se alejaba Rudall se apagó en la lejanía, Basil Alves cerró la ventana y las puertas, excepto una por la cual dirigióse hacia el fondo de la casa. En la cocina encontró a Thomas Hannam, su lugarteniente en la mayoría de sus robos y asaltos. Hannam era un hombre de escasa inteligencia, pero de un valor a toda prueba, de lo cual había dado numerosas muestras en las empresas en que había intervenido.

—Vamos —dijo Alves—. ¿Estás dispuesto a ayudarme?

—Claro —replicó Hannam.

—Correrás algún peligro; pero yo estaré preparado.

—No creo que Mateos entre disparando —replicó Hannam.

—No, no lo hará —dijo Alves—. Sé que piensa presentarse esta noche, a solas, con la esperanza de hacerme confesar por escrito mi culpa en lo de Páez. Su plan será entrar por esta ventana, que ahora abriré. Te encañonará con su revólver y entonces yo dispararé desde detrás de la cortina que debiera cubrir la ventana.

—No me hacen falta tantas explicaciones —sonrió el otro—. Tengo confianza en ti. Además, ese Mateos me parece muy estúpido.

—Lo es menos de lo que parece —dijo Alves. No había dicho la verdad a su cómplice. Era preferible no indicarle que le estaba reservando el desagradable papel de oveja como cebo para un coyote.

*****

Teodomiro Mateos se detuvo a unos cien metros de la casa. Había dejado su caballo a unos doscientos metros más allá, después de una marcha de casi una hora, con el fin de no hacer demasiado ruido. Debajo del brazo llevaba una carabina Marlin, de once tiros. Era un arma bastante segura. Había dado unas pinceladas de blanco a los puntos de mira para poder disparar en la oscuridad, con las máximas probabilidades de acertar.

La idea de que iba a disparar contra El Coyote ponía un ligero temblor en sus manos; pero lo dominaba recordando los comentarios que había oído a consecuencia de su fracaso al intentar el procesamiento de Alves. Se hablaba ya en Los Ángeles de que era necesario elegir otro jefe de policía. Estaba incluso aquel James Wemyss, que tanta fama había adquirido en Abilene y que, recién llegado a Los Ángeles, pedía ya en público que le concedieran permiso para poner orden en la ciudad. Y lo pedía apoyando significativamente las palmas de las manos en las culatas de sus dos Colts del 44, modelo militar, que había utilizado con gran éxito durante la Guerra Civil. Eran dos armas viejas que usaban los cartuchos de papel impregnado de nitrato de potasa, que no podían compararse a los nuevos cartuchos metálicos, pero mataban con la misma eficacia que las armas más modernas. Wemyss era maestro en aquella tarea y en las inminentes elecciones resultaría un contrincante muy peligroso. Sólo si él conseguía vencer al Coyote se convertiría en un hombre tan famoso, que podría resistir tranquilamente todas las competencias. El hombre que matase al Coyote pasaría a la historia de California con más derecho que los misioneros franciscanos.

Estaba ya junto al jardín. Frente a él se hallaba una ventana iluminada. A través de ella veíase la espalda de Basil Alves, que estaba sentado ante una botella de licor y un vaso, con ayuda del cual reducía a la nada el contenido de la botella.

Si los cálculos de Mateos no fallaban estrepitosamente, El Coyote llegaría aquella noche para castigar a Basil Alves por su crimen que no pudo ser castigado de acuerdo con la ley. Entonces, cuando El Coyote le diera la espalda, Mateos apretaría el gatillo del Marlin y ganaría la gloria y el derecho a seguir, permanentemente, a la cabeza de la policía de Los Ángeles. Ahora el cargo era bueno; pero con el tiempo aún sería mejor, pues la ciudad crecería…

Teodomiro Mateos dejó de pensar en sus beneficios para pensar en que iba a cometer una traición. El Coyote le había proporcionado numerosas ventajas.

«Si mi situación no fuese tan apurada no haría esto —pensó Mateos—; pero he de elegir entre El Coyote y yo. Además, al hacer lo que hago me expongo a un gran peligro. Si El Coyote me descubre, me matará».

Pero Teodomiro Mateos estaba convencido de que El Coyote no podía dejar de caer en la trampa tendida por él.

Con el mayor cuidado se acomodó entre unos arbustos, apoyó el cañón de su carabina sobre la horquilla que formaba un arbolito frutal y comenzó a esperar. Si El Coyote no acudía…

El jefe de policía alejó sus molestas dudas. Estaba seguro de que El Coyote acudiría aquella noche a castigar a Alves. Al hacerlo no podría dejar de caer en la trampa.

Lo que Teodomiro Mateos no se imaginaba era que las trampas contra El Coyote eran dos, no una sola.