Un murmullo corrió por la sala al escucharse la respuesta de don César de Echagüe a la pregunta del fiscal.
—¿Está usted seguro de que no reconoce a este hombre? —insistió el acusador, señalando a Alves.
—Estoy seguro —respondió lentamente don César.
El presidente del tribunal tuvo que imponer silencio en la sala. Basil Alves sonrió y su abogado le acompañó en su sonrisa.
—¿No ha oído la declaración del señor Mateos? —insistió el fiscal—. Él dice que presenció el asesinato de Natividad Páez. Y nos ha asegurado que usted se encontraba a su lado. Por lo tanto tuvo que ser testigo, como él, de aquel delito.
—Vi cómo unos hombres querían ahorcar a Natividad Páez; pero no podría reconocer a ninguno —contestó don César.
—¿No le parece extraño eso? —preguntó, sarcásticamente, el fiscal—. Usted ha nacido en esta ciudad y ha vivido en ella durante muchos años.
—Pero entre mis amistades no figura ningún linchador —respondió don César, ahogando un bostezo de aburrimiento.
Sonaron algunas risas que fueron acalladas por el golpear de la maza del juez.
—¿Insiste usted en su negativa de reconocer al acusado?
—Claro.
—Ha jurado decir la verdad, señor Echagüe —recordó el acusador—. Es usted un caballero y no puede faltar a su juramento. No lo olvide.
John Rudall se levantó para protestar de las coacciones que el fiscal ejercía sobre el testigo, entablándose por ello una acalorada discusión entre el fiscal y el defensor. Por fin, el primero llamó a declarar a Ricardo Yesares preguntándole, después de que el posadero hubo prestado juramento, si reconocía en Basil Alves al culpable de la muerte de Natividad Páez.
—No —respondió Yesares, con firme voz—. No fue él.
El fiscal miró interrogadoramente a Mateos, que ocupaba un asiento a su izquierda. El jefe de policía entornó los ojos e hizo como si observara la pregunta que latía en los del acusador. Este dirigióse de nuevo a Ricardo Yesares para preguntarle si conocía particularmente a Alves.
—Ha comido algunas veces en mi establecimiento —replicó Yesares—. Le habría reconocido en seguida.
—¿Quiere decir que reconoció al hombre que mató a Natividad Páez?
—Le reconocería si le viese ante mí —contestó Yesares—. Estoy seguro.
La firme respuesta de Ricardo Yesares descorazonó al fiscal, quien en un último esfuerzo por demostrar la culpabilidad del acusado, llamó a Maise Syer.
Ésta vestía un severo traje verde botella y cubríase la cabeza con una toca de terciopelo del mismo color, de la cual le caía sobre el rostro un velo negro. Prestó juramento y enfrentóse serenamente con el fiscal, quien preguntó:
—¿Ha oído usted la declaración de don Teodomiro Mateos?
—Sí.
—¿Sabe quién es el señor Mateos?
—Sí.
—¿Podría identificarle?
—Sí. Está sentado en aquel banco, con la pierna derecha sobre la izquierda.
—Bien, veo que está segura de quién es el señor Mateos —sonrió el fiscal—. En su declaración, el jefe de policía nos ha dicho que usted y él eran los que estaban más cerca de Natividad Páez cuando el acusado y sus compañeros lo mataron.
Maise Syer permaneció impasible, como si no hubiese oído nada. El fiscal no esperaba aquella reacción y quedó algo turbado. Haciendo un visible esfuerzo, continuó:
—Usted se encontraba en su coche, ¿verdad?
—El coche no era mío —replicó Maise.
—Había sido alquilado por usted. Es lo mismo.
—No es lo mismo —replicó Maise.
El fiscal se impacientó por aquella respuesta y por las risas que cundieron entre los espectadores.
—¿Puede contarnos lo que ocurrió? —preguntó.
—Yo iba a dar un paseo en coche —respondió Maise—. Antes de salir de la plaza vi llegar corriendo a un hombre perseguido por varios jinetes. Aquel hombre subió a mi coche y me pidió amparo. Yo se lo presté en la medida de mis fuerzas. Pero llegaron unos individuos y se apoderaron de él porque el señor Mateos pidió que el señor Páez abandonara el vehículo. Creo que si no se hubiera movido de él no se habrían atrevido a hacerle ningún daño.
—Sus opiniones, señora, no interesan al jurado —interrumpió el fiscal—. El señor Mateos ha relatado los hechos y ha declarado que el acusado asesinó a Natividad Páez, tratando primero de ahorcarle y arrastrándole luego por el suelo al romperse la rama del árbol. ¿Ocurrió así?
—Sí —respondió Maise.
Un murmullo corrió por toda la sala, acentuándose cuando Maise agregó:
—Pero con la diferencia de que el hombre que está sentado en el banco de los acusados no fue el que asesinó a Páez.
—¿Se da cuenta de lo que afirma? —preguntó el fiscal.
—Sí —contestó Maise.
—Está en desacuerdo con la declaración de Teodomiro Mateos, el jefe de nuestra policía.
—Lo lamento por él; pero lo que yo digo es la verdad.
John Rudall se puso en pie, y dirigiéndose al juez, preguntó:
—¿Es necesario que sigamos todos perdiendo el tiempo?
El juez dirigió una severa mirada al fiscal.
—Debiera haberse asegurado de lo que iban a declarar los testigos de la acusación —dijo.
Teodomiro Mateos sonrió levemente al advertir el apuro en que estaba el fiscal. A él no le sorprendía nada aquello. Lo había esperado desde el primer momento. Por ello nunca hubiera detenido a Alves, a quien sabía sobradamente inteligente para zafarse sin grandes apuros de los lazos de la ley; pero no conseguiría lo mismo con los del Coyote. Debía de encontrarse en algún lugar de aquella sala, tomando nota de lo que estaba ocurriendo. Y aquella noche él iría a remediar el fracaso de la justicia. Entonces, cuando El Coyote quisiera castigar a Basil Alves, Mateos lo detendría.
La voz del juez le arrancó de sus reflexiones. No habiendo pruebas contra el acusado, y no se consideraban suficientes las que aportaba el jefe de policía, ya que estaban desmentidas por las declaraciones de tres testigos, se retiraba la acusación contara Basil Alves, quien quedaba en libertad y con derecho a presentar la reclamación que creyera conveniente.
El público empezó a abandonar la sala. Don César y Yesares fueron de los primeros en salir. Maise Syer los siguió unos minutos más tarde. Cuando llegó a la calle, un hombre acercóse a ella.
—¿Puedo hablarle un momento, señora?
—¿Quién es usted? —preguntó Maise.
—Soy Antonio Páez, el hermano de Natividad.
—¡Oh! ¿Qué… qué desea?
—Quería darle las gracias por lo que hizo por mi hermano.
—No hice casi nada —sonrió Maise—. Por lo menos, nada que pudiera salvarle.
—No importa —replicó Antonio Páez—. Hizo usted cuanto le fue posible. Yo quería decirle que comprendo los motivos que no le han permitido hablar ante el jurado. Ya sé que ese hombre es culpable; pero tiene poderosos amigos y seguramente los testigos han sido amenazados de muerte. Es lo que se suele hacer siempre. Por eso tenemos tan poca justicia en Los Ángeles. Si no fuera por El Coyote no podríamos vivir.
—¿El Coyote? —preguntó Maise—. ¿Se refiere a ese famoso bandido?
—No es un bandido, señora. Es un hombre que trata de reemplazar a la justicia y a la ley cuando ambas se declaran impotentes contra los asesinos que asolan nuestra ciudad.
Antonio Páez hablaba en voz alta y sus palabras llegaron sin dificultad a los oídos de don César y de Yesares. Ambos se detuvieron, dejándose alcanzar por Maise y Páez. La mujer replicó:
—He oído hablar de ese hombre. Sin embargo, todos se refieren a él como si se tratara de un bandido.
—No, no lo es. Es un héroe, y yo confío en que tomará a su cargo la venganza de la muerte de mi hermano.
—¿Le considera lo bastante poderoso para eso? —preguntó la mujer.
—No hay nada que El Coyote no pueda hacer —replicó Antonio Páez.
—Si es capaz de castigar a Basil Alves, creeré lo que usted dice —dijo Maise Syer—. Merece la muerte; pero…
—Ya comprendo —interrumpió Páez—. No hace falta que me diga nada más. Y sé bien que es culpable. Y le aseguro que jamás olvidaré lo que usted hizo en favor de mi hermano. Si alguna vez necesita un amigo, acuda a mí. Tenga mi tarjeta.
Antonio Páez entregó una tarjeta a Maise y después de saludarla una vez más se alejó hacia su establecimiento. Maise consultó la cartulina y la guardó en su bolso de malla de oro. Iba a continuar su camino, cuando ante ella aparecieron don César y Yesares.
—Ha sido muy desagradable el proceso ¿verdad? —suspiró Yesares.
—Mucho —replicó Maise.
—El tener que mentir es siempre desagradable —dijo don César.
—Usted también ha mentido —respondió la mujer.
—Por eso digo que es desagradable —replicó el hacendado—. Estoy seguro de que sus motivos han sido tan poderosos como los nuestros…
—¿No le ha contado el señor Yesares lo que ocurrió? —preguntó Maise.
—Soy hombre discreto —sonrió Yesares—. No me gusta divulgar los secretos ajenos.
—Ya imagino que debieron de amenazarla como a mí —dijo don César—. Sin duda, ha sacado usted una pobre impresión de nuestra ciudad.
—Me previnieron que no debía asombrarme de nada de cuanto ocurría en ella… —replicó Maise—. Además, ésta es la patria del Coyote, ¿no?
—Todo California es su patria —respondió don César.
—Yo esperaba que haría una dramática aparición en el tribunal —dijo Maise.
—No sería la primera vez que lo hace —contestó don César—. En una ocasión… Pero no es éste el lugar más indicado para contar ciertas cosas. ¿Por qué no nos honra mañana por la tarde con su visita? Doy una pequeña recepción en mi casa. Un grupo de amigos. A última hora habrá un poco de baile. El señor Yesares le indicará dónde está mi rancho.
—No suelo asistir a fiestas —replicó Maise.
—Ésa no será una fiesta propiamente dicha, sino una reunión familiar. Espero que nos concederá, a mi esposa y a mí, el honor de su visita. Hace años, cuando Los Ángeles no era más que un pequeño pueblo, ningún forastero que llegaba dejaba de ser invitado al rancho de San Antonio. Por desgracia, hoy llegan tantos forasteros que no merecen ese honor, que cuando aparece alguno con méritos suficientes, nos produce una gran satisfacción. ¿Puedo confiar en su visita?
—Tal vez vaya a última hora —contestó Maise.
—Así lo espero —dijo don César.
Maise se alejó y Yesares preguntó a su amigo:
—¿Por qué la has invitado?
Don César tardó unos segundos en responder. Cuando al fin lo hizo, sus palabras parecían no tener sentido.
—Más de una mujer joven envidiaría su paso y el erguimiento de su cuerpo.
—¿De quién hablas?
—De esa mujer. ¿Qué sabes de ella, Ricardo?
—Nada.
—Pues una persona de quien no se sabe nada ha de ser, por fuerza, muy interesante.
Yesares encogióse de hombros. A veces su amigo y jefe le resultaba demasiado suspicaz.
—Lleva bastante tiempo en mi casa —dijo—. Ha pagado religiosamente y no ha dado el menor escándalo.
—Lo cual es impropio de una mujer que viaja sola —replicó don César—. Las mujeres que viajan sin ninguna compañía suelen dar escándalos.
—¿A su edad? —preguntó Yesares, con burlona sonrisa.
—¿Qué edad tiene? —preguntó don César.
—Representa unos cuarenta y cinco años.
Don César movió negativamente la cabeza.
—Tu vista flojea mucho, Ricardo. A una mujer de cuarenta y cinco años el cuerpo le pesa bastante, por delgada que sea. Y la señora Syer camina como si sobre sus pies llevara un cuerpo hecho de plumas, no de viejos huesos ya cansados.
—¿Crees que es más joven?
—Pronto lo averiguaremos, Ricardo.
—Sospechas hasta de tu sombra.
—Por eso estoy aún vivo —sonrió el hacendado—. Sólo sospechando de todo se puede sospechar alguna vez de nuestros enemigos. El que confía en todo lo aparente, confía a veces en el lobo, fiándose de la piel de cordero que lleva.
—Ya veo que la señora Syer va a recibir la visita del Coyote.
—Es posible. De todas formas, mañana, cuando ella se dirija a mi rancho, procura registrarle el equipaje. No estará de más. En cuanto a esta noche…