Basil Alves estaba apurando su décima copa de ron cuando sus riñones percibieron el duro contacto del cañón de un revólver. A pesar del alcohol que había metido en su cuerpo, la sangre se le heló en las venas en tanto que un helor aún más intenso ascendía por su espina dorsal, como si ésta fuese un termómetro que funcionase al revés. La copa que había vaciado quedó en el aire y, en seguida, la mano que la sostenía empezó a temblar.
La mirada de Alves subió hacia el rectangular espejo que coronaba la parte trasera del mostrador y por su mediación pudo ver quién estaba tras él.
—¿Qué quiere, Mateos? —preguntó con voz densificada por el licor y por el miedo.
—Detenerle —replicó el jefe de policía, tras el cual se alineaban siete de sus mejores hombres armados con escopetas de doble cañón, capaces de llenar de plomo toda la taberna.
—¿Es una broma? —preguntó Alves, dejando la copa sobre el mostrador.
—Sí; pero no es una broma agradable para ti.
Mientras hablaba, Mateos libró a Alves del peso de su revólver y de un Derringer que le sacó de un bolsillo del sucio chaleco.
Basil Alves miró de reojo a sus dos amigos que estaban sentados, con otros conocidos, en torno a una mesa de póker. Ninguno de ellos parecía sentir deseos de acudir en ayuda de su compañero. Las escopetas de los hombres de Mateos debían de ser la causa de su falta de interés por lo que le estaba sucediendo a Alves.
Éste volvióse hacia Mateos mostrándole bien abiertas las palmas de las manos. Uno de los agentes de Mateos se acercó y, con una rapidez asombrosa, ciñó a las muñecas del hombre unas recias esposas de acero. En seguida, Alves fue empujado hacia la calle y obligado a subir a un coche en cuyos asientos esperaban otros cuatro agentes armados con un muestrario completo de los productos de las fábricas Colt, desde revólveres de caballería hasta largos Colts de aflautado cilindro, pasando por un Colt de marina, calibre 36. La eficacia de todas aquellas armas había quedado lo suficientemente probada para que Basil Alves intentara ponerla a prueba en un descabellado intento de fuga.
Los agentes armados con escopetas montaron a caballo, rodeando el coche en que iba el prisionero, quien, diez minutos más tarde, veía cerrarse contra él la enrejada puerta de su celda.
Cuando se hubieron retirado los que le llevaron hasta allí, presentóse Mateos y miró sonriente a Alves. Éste se hallaba sumido aún en el estupor que le había producido su detención; pero la sonrisa del jefe de policía le arrancó de él.
—Esto le costará caro, Mateos —dijo.
—No estás en condiciones de amenazarme —replicó Teodomiro Mateos—. Vas a ser juzgado por un delito bastante grave: el asesinato de Natividad Páez. Claro que tendrás la oportunidad de defenderte. Desde ahora puedes llamar a un abogado y confiarle tu defensa. Si es posible, dentro de una semana serás juzgado y espero que antes de un mes te podremos ahorcar.
—Ya lo veremos —replicó Alves—. Se ha precipitado un poco, Mateos. Luego lo lamentará.
—Yo cumplo con mi deber. ¿Quieres que avise a algún abogado?
—Sí. A John Rudall.
—Va a necesitar todas sus malas artes y triquiñuelas para sacarte de aquí —sonrió Mateos.
Más tarde, cuando John Rudall, uno de los más astutos y desaprensivos abogados que se habían instalado en California, estuvo ante él, Teodomiro Mateos pensó que estaba logrando a la perfección cuanto había proyectado. John Rudall era sobradamente capaz de conseguir la libertad de Alves. Esto lo sabía Mateos mejor que nadie; quizá mejor que el propio Rudall, cuyos métodos había estudiado muy a fondo.
—¿Cree que el fiscal podrá probar la culpabilidad de Alves? —preguntó, con untuosa voz, Rudall.
—Tengo tres testigos presenciales del hecho —replicó Mateos—, y se trata de gente que no podrá ser comprada ni asustada.
—¿Sólo hubo tres testigos? —preguntó Rudall—. Creí entender que a Alves le acompañaban muchos más.
—Desde luego; pero ellos no declararán contra su amigo.
—¿Quiénes son esos testigos? Tengo derecho a conocer sus nombres.
—Ya lo sé. En primer lugar tenemos a la señora o señorita Maise Syer, que se hospeda en la posada del Rey don Carlos. Esa dama quiso salvar á Páez y presenció el linchamiento.
—¿Quiénes son los otros testigos? —preguntó, suavemente, Rudall.
—Dos importantes personajes —replicó Mateos—. Don César de Echagüe y don Ricardo Yesares.
John Rudall sacó un grueso cigarro habano y lo encendió con infinito cuidado. Lanzó hacia Mateos una densa bocanada de humo y después, contemplando las brasas, declaró:
—Son buenos testigos.
—Excelentes.
—Opino igual que usted. No citaré a otros. Si son buenos para la acusación también lo serán para la defensa.
—Me place oírle hablar así, Rudall. Voy a tener que rectificar mi opinión acerca de usted.
—Aguarde un poco —respondió con leve sonrisa el abogado—. Aguarde un poco.
—¿No quiere hablar con su defendido?
—Eso iba a pedirle.
Mateos llamó a un ordenanza y le encargó que acompañara a Rudall hasta la celda de Basil Alves. Éste sonrió al ver entrar al abogado, quien, después de acomodarse en un taburete, dio unas cuantas chupadas al cigarro en espera de que se alejasen el carcelero y el ordenanza. Por fin, preguntó:
—¿Se da cuenta, Alves, de que está metido en un mal asunto?
—Peligra mi cuello, ¿no?
—Sí, peligra tanto que no veo la forma de salvarlo. Mejor dicho, no la veo de momento.
—¿Cuánto necesitaría para verla?
Rudall paladeó tres raciones de humo habano y luego, como si sus pensamientos estuviesen muy lejos, comentó:
—La agencia Wells y Fargo ha padecido en los últimos meses una serie de asaltos a sus diligencias que le han costado casi cien mil dólares. Fueron asaltos audaces en los que murieron siempre los testigos. Eso de eliminar los testigos de un delito es un prudente sistema. Muerto el testigo no hay medio humano de hacerle hablar. Cien mil dólares son muchísimos dólares.
Alves sonreía con los labios; pero sus ojos tenían un brillo amenazador. Por fin dijo:
—Cinco mil podrían ser más que suficientes para que usted viera la forma de salvarme, ¿no?
—No —contestó Rudall—. Los gastos sumarían tres mil. Sólo quedarían dos mil y yo necesito diez.
—¿Diez mil? —preguntó Alves.
—Netos. Hay tres testigos. No lo olvide.
—¿Trece mil?
—Sí.
—Es demasiado.
—Valora usted en poco su vida.
—Tengo amigos que harían el trabajo que usted insinúa.
—Yo también los tengo, Alves. Y se trata de gente experimentada en esas tareas, no de aficionados que sólo saben asaltar diligencias. Sé muchas cosas, amigo mío.
—Demasiadas, tal vez.
Rudall se levantó. Sacudiendo la ceniza de su cigarro, dijo con fingida tristeza:
—Veo que no aprecia usted mucho su cuello, Alves. ¿Quiere que le busque otro abogado?
Basil Alves cerró los puños y clavó la mirada en Rudall. Se sabía impotente contra aquel hombre a quien necesitaba y cuya ayuda estaba dispuesto a pagar al precio que fuese.
—Está bien —dijo—. Le daré los trece mil.
—Supongo que no los lleva encima, ¿verdad?
—Claro que no. En cuanto me saque de aquí se los daré.
John Rudall miró irónicamente a Alves.
—¿De veras cree que me los daría? —preguntó.
—Sí.
—Es usted más crédulo que yo —replicó Rudall—. Estoy convencido de que se olvidaría por completo de ese pequeño detalle. Prefiero el pago anticipado.
—¿Cómo puedo darle nada si estoy encerrado en esta celda? —preguntó Alves.
—Tiene razón —respondió Rudall—. Creo que le será demasiado difícil pagarme esos trece mil sin poder salir a buscarlos. De momento imaginé que podría conseguirlos de algún amigo; pero si usted dice que no, creeré que tiene razón y no le haré perder más tiempo.
—Es usted muy desconfiado, Rudall. Si me hace salir de aquí le estaré tan agradecido…
—No creo en agradecimientos después de la solución de los problemas que los han originado —interrumpió Rudall—. Y como no quiero perder más el tiempo en vaguedades dialécticas, le expondré claramente la situación: si el fiscal hace hablar a los testigos, el jurado le condenará a muerte y usted será ahorcado. Puede estar seguro de que nadie le salvará de ese destino. Yo sé que usted y su pequeña banda de salteadores han cometido una serie de robos de gran importancia. Que yo sepa han recogido, por lo menos, cien mil dólares, de los cuales usted debe de tener cincuenta mil o sesenta mil. No me diga que no es así, porque le replicaré que tengo buenos informes. Mi profesión me ha puesto en contacto con muchos hombres que tienen motivos para estar bien enterados de lo que ocurre en estas tierras. Usted puede pagar trece mil dólares para resolver favorablemente su tontería al linchar a Natividad Páez.
—No creí que Mateos interviniera en el asunto.
—Yo tampoco. En esta ciudad se cometen muchos crímenes sin que las autoridades hagan nada para castigarlos; pero alguien ha obligado a Mateos a castigar el linchamiento de Páez. Tal vez el hermano del muerto, o acaso, algún delegado del gobierno. Una copa admite muchísimas gotas de agua; pero, al fin, hay una, quizá la más pequeña de todas, que hace rebosar el líquido. En nuestro caso, la muerte de Natividad Páez ha colmado la medida. Una simple unidad transforma el nueve en diez, el noventa y nueve en cien y el novecientos noventa y nueve, en mil. Mateos se ha visto obligado a prenderle cuando todos creíamos que no se preocuparía por la muerte de un ser tan sin importancia como Natividad Páez. Le han detenido a usted y lo van a juzgar y a condenar. Yo puedo salvarle y lo haré por diez mil dólares, más tres mil para convencer a los testigos; pero quiero cobrar antes, porque si espero a que usted salga libre, no cobraré. Ya sé que puede decirme que si me da por anticipado el dinero se expone a que yo no haga nada por usted, ¿no es así?
—Desde luego.
—Pero en mi caso, se trata de mantener un prestigio: el que nunca engaño a un cliente. En su caso, el prestigio es diametralmente opuesto. Usted debe engañar a todo el mundo. Si no lo hiciese perdería fama. ¿Tiene algún medio de entregarme los trece mil dólares por anticipado? ¿Sí o no?
—Tal vez lo tenga —respondió Alves—; pero yo podría encontrar el medio de salir de este apuro con mucho menos dinero.
—Haga la prueba. Yo perderé diez mil dólares. Usted se expone a perder la vida. Creo que, de los dos, usted es quien más va a perder si las cosas no salen como espera.
—Bien, le daré una carta para un amigo. Él le entregará el dinero; pero si no me salva…
—Existen diversas soluciones para su problema, Alves. Si fracasaran los medios legales, yo le sacaría de aquí por otros medios limpios; pero, de todas formas, confío en que no será preciso recurrir a ellos. ¿Quiere papel para escribir la nota?
Alves aceptó la hoja que le tendía Rudall quien, en seguida, sacó de su cartera un tintero de tapón roscado y una pluma, y después de humedecer ésta en la tinta, la tendió a Alves, quien empezó a escribir la orden de entrega de los trece mil dólares, seguido por la blanda sonrisa de John Rudall.