—¿Le dijo él que yo deseaba verle?
—Sí.
—¿Cómo pudo hacerlo?
—Secretos de mi propiedad.
—No creo que don César le haya dicho nada.
—¿Por qué no ha de creerlo, señora de Henry Cowd Teed?
Maise lanzó un grito ahogado.
—¿Me conoce? —preguntó.
—Ahora sí. Tenía mis dudas. A Maise Syer la dieron por muerta hace un año. Cayó al Mississippi mientras viajaba en el teatro flotante East Lynne, a cuya compañía pertenecía.
—¡Lo sabe todo! —gimió, débilmente, Maise.
—Todo no —replicó El Coyote—. Sé algo. Especialmente lo que se pudo averiguar. Henry Cowd Teed se ha vuelto a casar. Pero está muy grave.
—Ha muerto ya —replicó Maise—. Su dinero irá a parar a manos de su viuda legal.
—Caso que no sucedería si apareciese la primera esposa, ¿no?
—Sí. Pero todos dicen que yo he muerto.
—Cuénteme su historia, señora —pidió El Coyote—. Usted ha venido a Los Ángeles para entrar en contacto conmigo, ¿verdad?
—Sí.
—La ayuda James Wemyss, ¿no?
—Es un buen amigo.
—Tan bueno que sólo necesita firmar Jim para que usted comprenda de quién es la carta, ¿no?
—¿Cómo sabe…?
—He encontrado la que él le ha enviado —explicó El Coyote—. La he encontrado mientras registraba su equipaje. Es una carta muy curiosa. Habla de mí sin mencionarme. Dice que estoy en Los Ángeles, que ayer maté a dos hombres pero no encuentra el medio de ponerse en contacto conmigo. Su Jim es un poco torpe. ¿Qué le dijo en casa de don César?
—¿Es posible que El Coyote lo ignore? —preguntó Maise.
—Ya ve que sí. ¿Confiaba en que yo estaría aquí? Lo primero que ha hecho al entrar ha sido llamarme por mi nombre.
—Fue un tiro al azar. A veces son los que dan mejor en el blanco.
—¿Estaba usted segura de encontrarme?
—Lo deseaba. Al entrar noté olor a petróleo. Supuse que alguien había encendido la lámpara y luego la había apagado.
—Muy sagaz. ¿Qué edad tiene usted?
—Eso no se pregunta a una mujer que ya tiene cabellos blancos en su cabeza.
—¿Por qué no me dice lo que desea decirme? No puedo perder mucho tiempo. La historia de Maise Syer, la gran actriz del Mississippi, ha de ser muy interesante.
—Menos que la historia del Coyote. ¿Cómo ha podido enterarse de mis deseos?
—Haciéndonos preguntas mutuamente no averiguaremos nada. Si usted me necesita, es lógico que hable. Si no me necesita, me marcharé por donde he venido.
—Ya sabe que le necesito. He venido desde muy lejos para hablar con usted. Mi verdadero nombre es Jobina MacFarlane. No es muy eufónico. Lo cambié por el de Maise Syer cuando ingresé en el teatro. Trabajé en el Este; pero no debía de ser muy buena actriz, porque los empresarios no se disputaban mis servicios, ni mucho menos. Al fin me ofrecieron un papel importante en una compañía teatral de las que funcionaban en el Mississippi. Un teatro flotante significaba un retroceso en mi carrera; pero pensé que valía más ser cabeza de ratón que cola de león.
—Continúe —invitó El Coyote, al advertir que la mujer callaba.
—Hice bien cambiando de aires. En el Mississippi fui pronto la reina del río. Ninguna actriz reunía mis cualidades. Claro que se trataba de espectadores sencillos que derramaban lágrimas a raudales con las desventuras que se pintan en East Lynne y otros melodramas. En una de nuestras paradas conocí a Henry Cowd Teed. Sus padres eran propietarios de grandes plantaciones de algodón. Él era tan joven como yo. Se enamoró de mí y cuando supo que el teatro flotante iba a reanudar su viaje río arriba, compró todas las localidades para disfrutar a solas del espectáculo. Durante una semana hizo lo mismo. Era el único espectador de la representación. Resultaba enervante trabajar para un solo hombre. Daba la impresión de que lo hacíamos tan mal que sólo una persona era capaz de ir a vernos.
—Estaba muy enamorado, ¿no?
—Sí.
—Eso debía de ser antes de la guerra civil.
—Claro.
—¿Cómo terminó?
—Me pidió que me casara con él, amenazándome con seguir adquiriendo todas las localidades del teatro y obligarme así a no marcharme. Y si, a pesar de todo, el teatro continuaba su viaje río arriba, él nos seguiría en una lancha remolcadora y continuaría adquiriendo todas las localidades.
—Eso la convenció de que la amaba, ¿verdad?
—Sí. Nos casamos en Cairo, Ohio. Pero insistió en que guardara secreta la boda hasta que sus padres muriesen y él pudiera ser dueño de toda su fortuna. Accedí. Nos veíamos casi todos los meses y fui bastante feliz. Henry presintió la guerra civil y presintió también quién la ganaría. Vendió sus campos y marchó al Norte. Invirtió el dinero en una fábrica de armas y durante la guerra ganó una fortuna inmensa. Yo la pasé en el Sur. Cuando volvimos a vernos noté que yo no era ya para él lo más importante del mundo. Era un estorbo. Me dolió mucho el descubrirlo. Me alejé de su vida y continué la mía. Seguía siendo la actriz predilecta del público. Henry pasó tres años sin verme. Un día me propuso la anulación del matrimonio. El divorcio se conseguiría sin ningún escándalo. A él no le convenían los escándalos. Yo me negué a aceptarlo.
—¿Por qué?
—Por molestarle. Era lo único que podía hacer contra él. Henry consultó abogados y supe que intentaba valerse de mi pasado como prueba para la obtención del divorcio.
—Pero no le sirvió de nada eso, ¿verdad?
—No. De pronto dejó de hacer intentos de divorciarse. Pensé que había desistido. Una tarde fui secuestrada. Unos enmascarados me llevaron a una cabaña perdida entre los montes y estuve en ella durante tres meses. Cuando me dejaron libre supe el motivo de aquello. Mis compañeros de trabajo explicaron que yo había caído al río y que estaba muerta. Días más tarde se encontró un cadáver de mujer y lo identificaron como el mío. Todas las pruebas legales confirmaron mi muerte. Luego el cadáver fue embarcado en el East Lynne para que mi cuerpo fuese enterrado en Cairo, en el cementerio de la parroquia donde nos casamos. A mitad del viaje, el teatro flotante se incendió y el fuego consumió el cadáver. Cuando quedé libre y quise que mis amigos me identificaran, apenas pude encontrar a tres de ellos. Los otros habíanse desparramado por todo el país, sin dejar rastro.
—¿No bastó la declaración de aquellos tres hombres?
—No. Los tres negaron que yo fuese Maise Syer. Dijeron que habían vivido veinte años con Maise Syer y que yo no me parecía en nada a ella. Todos mis retratos y mis documentos habían sido destruidos por el fuego. Aquellas tres declaraciones probaban que yo era una impostora. Henry tampoco quiso identificarme. Ya se había vuelto a casar. Lo único que hizo en mi favor fue evitar que me encarcelasen.
—¿Y qué quiere usted ahora? —preguntó El Coyote.
—Quiero que usted demuestre quién soy yo en realidad. Quiero la herencia de mi marido. Es una fortuna a la cual tengo derecho por encima de todos.
—Esa tarea será difícil.
—Ya lo sé. Pero nada es imposible para usted.
—¿Y qué papel desempeña Wemyss en este asunto?
—Me conoció hace años. Me admiró como actriz. Quiere ayudarme.
—Es raro que un hombre como Wemyss se deje llevar sólo por una lejana pasión artística.
—Yo no puedo ya despertar otra clase de pasiones —dijo Maise.
—¿Y no hubiese podido encontrar en Louisiana a algún abogado capaz de hacer valer sus derechos?
—Legalmente he muerto —recordó Maise—. Es casi imposible demostrar mi identidad. Por eso pensé en usted.
—En Los Ángeles o en California no podré hacer mucho por usted, señora. Pero tengo amigos que me pueden informar y ayudar. Tal vez acuda a ellos. Volveré a verla y le daré mi respuesta. Habiendo su marido muerto, va a costar mucho que los jueces la crean. Quédese aquí unos días. Pronto volveré a verla y, entonces, le podré decir algo. Mientras tanto, deberá esperar y tener paciencia.
Maise oyó que El Coyote se ponía en pie.
—Tengo poco dinero —dijo, levantándose, también—. Pero le daré algunas joyas para pagarle sus gastos.
—No es necesario.
—Prefiero hacerlo. Así me sentiré más tranquila. Tenga.
De encima del tocador cogió un estuche de plata y lo tendió al Coyote. La tenue luz que llegaba del exterior reflejóse sobre la superficie del joyero. El Coyote lo cogió, comentando:
—Pesa mucho.
—Ábralo y coja las joyas —dijo Maise.
El Coyote había abierto ya antes aquel estuche y sabía cuál era su contenido. Apretó el resorte y levantó la tapa. Luego hundió la mano en el acolchado interior y lanzó un ligero grito.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Maise.
—Un broche se ha debido abrir y me ha pinchado —replicó El Coyote. Vació luego el estuche sobre la otra mano y, cerrando el broche, lo guardó todo en un bolsillo. Después devolvió el estuche a Maise y se dirigió hacia la ventana.
—Hasta pronto —dijo.
Maise le vio salir y regresó lentamente hacia el tocador. Dejó sobre él el estuche y fue a encender la lámpara de petróleo. Cuando la tuvo encendida, corrió la cortina sobre la ventana y regresó al centro de la estancia. En sus labios había una extraña sonrisa.
Cinco minutos más tarde sonó una leve llamada a la puerta de la habitación. Maise fue a abrir y James Wemyss entró en la estancia.
—¿Qué? —preguntó Maise.
—Desde que entraste en esta habitación hasta que se encendió la luz, Ricardo Yesares ha estado en el vestíbulo. Hablé con él un rato, salí fuera y vi cómo El Coyote escapaba.
—¿Estás seguro? —preguntó con temblorosa voz Maise.
—Completamente seguro. Dos de mis hombres entraron a comprar tabaco y se aseguraron de que se trataba de Ricardo Yesares.
—Entonces… —Maise Syer inclinó la cabeza—. Entonces… Yesares no es El Coyote.
—No.
—Pero… puede tener algo que ver con El Coyote.
—Tal vez sea su cómplice.
—¿Te has fijado en la mano derecha de Yesares? —preguntó, vehementemente, Maise.
—La tenía en perfecto estado —contestó el hombre.
*****
Aquella noche al irse a lavar las manos antes de acostarse don César comentó:
—Esta mano me duele mucho.
—¿Te has herido? —preguntó Guadalupe.
—Sólo un pinchazo —replicó el dueño del rancho—. No creo que tenga importancia.
Pero aquel pinchazo tenía mucha más importancia de lo que don César imaginaba.