—No, no es necesario. Guiaré yo misma.
El cochero aceptó con una inclinación de cabeza las palabras de Serena, quien, volviéndose hacia Maise Syer, explicó:
—Conozco el camino y estoy acostumbrada a guiar. ¿Le importa que lo haga?
Maise se encogió levemente de hombros.
—Yo también sé guiar —dijo—. No me importa que usted lo haga si se considera capaz de ello.
Serena habíase vestido a toda prisa, queriendo ganar el tiempo perdido. En cuanto hubo creído que su rostro no acusaba ya las huellas del llanto, salió de la habitación y ordenó que preparasen el coche ligero.
—¿No aguarda a don Ricardo? —preguntó el cochero.
—No —respondió Serena con una violencia que sorprendió al hombre—. Él volverá tarde.
Pronto anochecería. Convenía salir lo antes posible hacia el rancho de San Antonio. Además, la joven no quería escuchar ninguna otra mentira de labios de su marido.
Maise vestía un traje gris oscuro sobre el cual llevaba un largo y ligero abrigo que debía defenderle más del polvo que de las inclemencias del tiempo. Cubríase la cabeza y la cara con un largo velo, y, de cuando en cuando, dirigía oblicuas miradas a su compañera. Ésta conducía en silencio, con los labios muy apretados y la mirada fija ante ella.
—¿Qué le sucede, chiquilla?
Hizo la pregunta con voz tan suave, que Serena volvióse como si creyera que era otra la mujer que estaba a su lado.
—¿Eh? —preguntó—. ¿Qué…, qué dice?
—Le sucede algo malo —sonrió Maise. Y con cierta amargura en la voz, agregó—: Hace unos años yo sufría mucho por culpa de alguien. Y mientras mi corazón se consumía de angustia mis ojos vieron mi imagen reflejada en un espejo. Si alguien hubiese podido grabar mi expresión en aquellos momentos, y ahora hiciese lo mismo con la de usted, los retratos casi serían idénticos.
Serena no contestó. La irritaba que leyesen en su rostro lo que pasaba en su alma.
—No me sucede nada —dijo, demasiado secamente para que pudiera parecer verdad.
—Como usted prefiera, hija mía —replicó Maise—. Yo sólo quería ofrecerle un oído comprensivo y, quizás, un consejo valioso. He vivido muchos años; pero no es mi edad lo que vale, sino las amargas experiencias que la vida me ha brindado. ¿Es su marido el culpable de que sus ojos tengan huellas de lágrimas?
Serena llevóse la mano a los ojos, temiendo que conservasen todavía alguna lágrima prendida en sus pestañas. En seguida comprendió que no había borrado bastante bien las huellas de su desahogo.
—¿Por qué dice que si es mi marido el culpable? —preguntó.
—Las mujeres sólo lloramos por los hombres. Cuando estamos casadas solemos llorar por nuestros maridos o… por nuestros amantes. Usted no parece mujer que tenga amantes.
—No es por mi marido —dijo, sin firmeza, Serena—. Estoy disgustada por… una discusión con una amiga.
—¿Es ella la que hace que su marido la olvide a usted? —preguntó Maise, con tranquila voz, con el mismo tono que hubiese empleado para hablar con una niña. Anticipándose a la respuesta de Serena, agregó—: No, no ha discutido nada. Es usted joven y fuerte. La creo capaz de llenar de arañazos una cara odiada. Y sí lo hubiese hecho, se sentiría algo aliviada por la venganza.
—No me haga preguntas, señora. No quiero hablar.
—Lo que guardamos dentro de nosotras se queda allí y a veces nos envenena. Si lo dejamos salir, podemos salvarnos con un buen consejo.
—Le aseguro que no me sucede nada —replicó impaciente Serena—. ¡No me sucede nada! ¿Por qué había de sucederme algo?
Maise tardó unos minutos en responder. Y porque esperaba que lo hiciera pronto, Serena se descubrió mirando a Maise Syer, deseando oír su respuesta. Ésta llegó al fin, muy sorprendente.
—Alguien me dijo una vez que en la tierra no sucede jamás nada nuevo; que todo es una repetición constante de cosas que ya ocurrieron antes a otras personas. Y no una repetición parecida, sino idéntica. Hace unos años yo dije lo mismo: «No me sucede nada. Te aseguro que no me sucede nada. ¿Por qué había de sucederme algo?». Entonces creí que había inventado esas palabras. Pero ahora usted acaba de volver a inventarlas.
—¿Ha sufrido usted mucho en la vida? —preguntó Serena.
Maise Syer se encogió de hombros.
—Casi tanto como usted —contestó.
—¿Cómo puede saber que yo sufro más?
Maise sonrió de nuevo.
—Cuando nos llega el momento de sufrir, hija mía, ninguna de nosotras admite que otro sufrimiento pueda ser mayor que el nuestro. Pero tal vez tenga usted razón. Al fin y al cabo, mi marido se había cansado de amarme y quería el divorcio. Yo tenía un pasado lo bastante sospechoso para que todo le resultase fácil de probar.
—¿Es usted casada? —preguntó Serena.
—Mi marido vive. No nos pudimos divorciar. Él ha enviudado y yo no tengo nada mío. Ni mi existencia.
—No entiendo —contestó Serena, empezando a olvidarse de su dolor—. Cuénteme…
—Por muy interesante que pueda ser mi historia, para usted la suya lo es más. En estos momentos es la única que le importa.
—¿Ha observado usted algo? —preguntó Serena.
—Nada. Tan sólo que usted no es feliz a pesar de que tiene motivos para serlo. Su marido es atractivo, disfruta de una buena posición económica y parece amarla. Claro que los maridos casi siempre parecen amar a sus mujeres.
Serena sentíase envuelta en la suave red que Maise Syer iba tendiendo.
—Cuando yo acepté unir mi vida a la suya, lo hice con la firme decisión de no olvidar jamás mi promesa. Y no la he olvidado.
—Tal vez exagera la importancia de lo que en realidad ocurre —dijo Maise—. Piense en la fiesta de don César. Sin duda resultará muy agradable. Muy romántica. La orquesta será típica, ¿no? Los músicos vestirán con trajes del país…
—He encontrado cartas de otras mujeres —interrumpió Serena.
Maise no demostró sorpresa por la interrupción ni por el hecho de que no se relacionara en absoluto con la orquesta típica.
—¿Es que son varias las mujeres? —preguntó.
—Muchísimas. Mientras yo le imaginaba fiel y entregado a sus obligaciones, él buscaba otros amores.
Maise sonrió.
—Creo que exagera, hija mía —declaró—. Su esposo no me ha parecido el tipo de hombre que enamora a varias. Tal vez una o dos…
—Eran muchas cartas. De diez o doce mujeres.
—Me he fijado mucho en su marido, señora Yesares. Admito que es atractivo, pero tal vez demasiado serio.
—Con usted sí debe de haberlo sido; pero con otras no lo es.
Maise sonrió burlona ante las palabras de Serena, que podían tomarse casi como una ofensa.
—Los posaderos no figuran entre los héroes románticos de las damas —recordó—. Por lo menos yo creo que no me hubiese enamorado de ninguno. Claro que no conocí a su esposo cuando usted se enamoró de él.
—Yo no me enamoré del posadero —respondió Serena—. Mi héroe era más romántico.
—¿Era otro su amor y se casó con su marido por despecho? Eso siempre da malos resultados.
—No. No fue eso. Yo me enamoré de Ricardo y me casé con él; pero yo no le vi como le ve usted ni como le ven los demás. El aspecto bajo el cual le empecé a amar es de una clase que ninguna mujer puede resistir. Por lo menos en California. Lo malo es que no ha querido desprenderse de ese aspecto y son muchas las mujeres que se sienten arrebatadas por él y olvidan lo que antes vieron. El posadero desaparece y en su lugar sólo está…
—¿Quién? —preguntó, irónicamente, Maise.
Pero Serena se dio cuenta de que había hablado demasiado y respondió vagamente:
—Un…, un… hombre que en la vida normal es muy distinto del comerciante que tiene que atender los caprichos de sus clientes. Ese aspecto es artificial.
—Tiene razón —admitió Maise—. He conocido a algunos hombres que en su trato con el público son de una forma totalmente distinta a como son en su vida íntima. Ahora me fijaré más en su marido. De mí no ha de tener celos, aunque los celos se tienen de todo. Pero lo peor, señora Yesares, es dejar que los celos prendan en nosotras. Son la lepra del alma y del corazón; roen tan profundamente que acaban matando la felicidad, la ilusión y la alegría… Quizá todo lo que usted sospecha no existe. Se trata sólo de un fantasma que usted ha creado y del cual ahora se asusta, olvidándose de que sólo está hecho de imaginación.
—No, no está hecho de imaginación. Es bien tangible. Yo lo sé, y quisiera no haberlo sabido nunca. Engañada viviría más feliz.
—Sus palabras me acaban de confirmar otras que oí hace años. Las pronunció una compañera mía. Se había casado con un actor famoso en todo el Mississippi. Cuando el teatro flotante en que él iba atracaba cerca de alguna plantación o poblado, el público acudía en masa a admirarlo. Aquella mujer me aconsejó que no me casase nunca con un hombre arrebatador. El que lo es no acepta que el matrimonio deba poner fin a las ventajas que sus cualidades le ofrecen. Quiere seguir siendo arrebatador y la esposa no comprende esa necesidad. Tal vez todo sea culpa de la mujer.
—Nunca creí que utilizara con las demás mujeres los mismos métodos que utilizó conmigo.
—¿Por qué había de utilizar otros, si aquellos le dieron un resultado tan bueno? —preguntó Maise—. Hubiese sido torpe. Sin embargo, yo no puedo hacerme a la idea de que su marido sea lo que usted dice. Lo imaginaba de otra forma.
—¿A quién? —preguntó Serena, alarmada por lo que podía significar un descubrimiento peligroso por parte de Maise.
—Al héroe romántico. Al que todas las mujeres hemos amado alguna vez en sueños; porque casi ninguna lo ha reconocido en la realidad.
Serena sintió un ligero alivio en sus temores. Maise Syer no había adivinado la verdad. ¿Cómo podía adivinarla, si el secreto estaba tan bien guardado? De pronto, sintióse dominada por una irritación que le pareció injustificada; pero a la cual no pudo sobreponerse. ¿Por qué hablaba aquella mujer como si su marido fuese un cocinero o un vendedor de coles? ¿Estaba ella, acaso, acostumbrada a tratar con duques y marqueses?
Se contuvo. Recordó demasiadas cosas y lamentó haber dicho algunas de ellas. Aquella mujer la miraba compasivamente y esto la irritaba. No quería despertar piedad.
El viaje continuó. Los caballos marchaban a un trote corto, haciendo sonar campanillas y cascabeles. Maise Syer observaba de cuando en cuando a su compañera. No volvió a decir nada hasta que se hallaron a la vista del rancho de San Antonio. Entonces preguntó si era aquélla la casa a la cual se dirigían.
Serena no contestó. No la había oído. Su cuerpo estaba sentado en el mullido pescante, sus manos sostenían las riendas; sin embargo, todo lo demás, desde sus ojos y cerebro hasta su corazón, todo estaba lejos de allí.
Maise Syer preguntó:
—¿No me ha oído?
—¡Eh! Oh, no…, perdóneme. ¿Qué decía?
—Le preguntaba si ése es el rancho de San Antonio.
—Sí. Llegamos en seguida.
—¿Qué tal persona es don César?
—Todo un caballero —replicó Serena—. Y su esposa es toda una señora.
—En cierta ocasión también dijeron eso de mí —sonrió Maise—. Pero lo dijeron durante poco tiempo. Puede que tuvieran razón.
—¡Oh, no! —protestó Serena—. Usted es toda una señora. Se ve en seguida.
Maise Syer sonrió. ¡Ella toda una señora! Resultaba cómico oírse calificar así. ¡Toda una señora!