Por J. Mallorquí
La acción de esta novela se remonta a los tiempos que siguieron a la muerte de Leonor de Acevedo, o sea la esposa de don César de Echagüe, durante los cuales la inactividad del Coyote fue tan prolongada, que en todo California se consideraba segura su muerte.
Andrés Carrillo dejó su caballo atado junto a los otros y caminando como si fuese calzado con zapatos de plomo, entró, lentamente, en «Las Amapolas».
Lo que iba a hacer resultaría tan inútil como confiar en que el dinero que tan urgentemente necesitaba cayese del cielo. Tal vez esto último sería más fácil que lograr que «Cuatro Ases» Allen entregara un solo centavo en favor de José Gonzaga.
A pesar de ello, Andrés Carrillo condujo su maltratada humanidad hacia la mesa a la que se sentaba «Cuatro Ases» Allen rodeado de sus compinches «Azúcares», Phil Heyn y el comisario de sheriff, Cárter.
En la sala de la taberna «Las Amapolas» se encontraban reunidos un buen número de vaqueros que acudían a Pinos Cortados a limpiar sus gargantas del polvo acumulado en ellas durante las horas de trabajo en los pastos de Hierbas Altas. En un tiempo había habido en Pinos Cortados una ley acatada por todos y que a todos defendía; pero eso había sido muchos años antes, cuando había virreyes en Méjico y la bandera de las barras y las estrellas aún no había llegado a California trayendo leyes injustas y la seguridad de un porvenir esplendoroso, pero volcando, al mismo tiempo, sobre las plácidas tierras californianas una selección de los peores elementos representativos.
El comisario Cárter tenía el encargo de representar a la Ley en Pinos Cortados y en las tierras y pastos de Hierbas Altas. Había jurado sobre una Biblia cumplir todos sus deberes; pero, sin duda, lo olvidó en seguida, pues ninguno de los antiguos habitantes de Pinos había observado la menor variación entre los tiempos presentes, cuando la población había recibido el protector obsequio de un comisario y los tiempos inmediatamente anteriores, cuando oficialmente no existía ninguna Ley y, prácticamente, «Cuatro Ases» Allen era el dueño y señor absoluto del lugar.
«Cuatro Ases» había llegado a California con la esperanza de hacerse rico, y lo habla conseguido. Con sagaz intuición vio dónde estaba la riqueza en aquel lugar y se apresuró a hacerse dueño de ella. Las tierras de Hierbas Altas eran ideales para criar y engordar ganado. Tenían diversos dueños; pero se trataba de gente que no conocía las Leyes, que no sabía que las autoridades de ocupación habían ordenado un nuevo registro y una revisión a fondo de los títulos de propiedad. El resultado fue que «Cuatro Ases» se convirtió en dueño de aquellas tierras y, como era hombre cauto y sabía que si hay algo difícil de llevarse en caso de tener que huir precipitadamente ese algo son las tierras, vendió, a su debido tiempo, todas sus propiedades a los compatriotas suyos, que eran demasiado honrados para robarles sus tierras a los californianos, o bien habían llegado demasiado tarde para intervenir en el reparto.
Con aquel dinero, «Cuatro Ases» inició la campaña que le condujo a convertirse en el jefe supremo de Pinos Cortados.
Nada se hacía allí sin su consentimiento, y quienes, como José Gonzaga, intentaron ignorar ese hecho lo pagaron tan caro como él.
—Hola, Carrillo —saludó «Cuatro Ases», cuando el viejo campesino se detuvo junto a la mesa—. ¿Qué te trae por aquí?
—El doctor McHenry dice que José tiene que ser trasladado en seguida a San Francisco si queremos salvar su vida. Habrá que operarle y…, y se necesitan quinientos dólares para llevarle en el vapor que saldrá mañana de San Pedro y operarle en un buen hospital.
«Azúcares» y Phil Heyn miraron curiosamente a su jefe. El comisario Cárter inclinó la cabeza sobre los naipes y permaneció callado. En cambio, «Cuatro Ases» replicó, afablemente:
—¿Dices quinientos dólares? Bien… Verdaderamente debo hacer algo en favor del muchacho. Tu hija lamentaría mucho su muerte, ¿verdad?
—Muchísimo. Ya sabes que pensaban casarse…
—Bien, bien. Mientras tanto, te voy a servir un trago.
«Cuatro Ases» llenó uno de los vasos que tenía junto a él y levantándose tiró el «whisky» a la cara de Andrés Carrillo.
Éste retrocedió un paso y con el dorso de la mano se limpió los ojos. Luego, con humilde voz, replicó:
—Haga lo que quiera conmigo; pero tenga piedad de mi hija. Se lo pido por ella. Usted tiene dinero… ofreció mil dólares a José… por sus tierras…
—Ya lo recuerdo —replicó, con una carcajada, «Cuatro Ases», y empujando al viejo contra «Azúcares», que se había puesto en pie, agregó:
—Entretente un rato mientras cuento el dinero.
El mejicano retuvo un instante a Carrillo y con la palma y el revés de la mano derecha le descargó dos violentas bofetadas, tirándole luego hacia Phil Heyn.
—Sostente mientras afilo la mano.
El puño de Heyn descargó contra la boca de Carrillo, llenándola de sangre. El viejo cayó sobre la mesa y Phil Heyn dijo a Cárter.
—Juegue con él, comisario.
Cárter se apartó, como si considerara impropio de su dignidad atacar a un ser tan inofensivo como Andrés Carrillo, quien, después de dar de espaldas contra la mesa, cayó sentado al suelo, con la camisa manchada de sangre: Luego, haciendo un penoso esfuerzo, logró incorporarse, ayudado por los dos canallas que servían a «Cuatro Ases». Éste preguntó:
—¿Aún quieres el donativo, Andrés?
Con tozuda valentía, el viejo asintió con la cabeza.
—Sí —logró decir, después de escupir la sangre que le llenaba la boca.
—¡Pues, toma! —gritó «Cuatro Ases», comenzando a abofetear al viejo, en cuya tarea acabaron ayudándole concienzudamente «Azúcares» y Heyn, sin que el comisario interviniera ni lo hicieran tampoco los vaqueros, que contemplaban, con repugnancia la escena. No eran cobardes; pero lo que le había ocurrido a José Gonzaga estaba demasiado reciente en su memoria para que se atreviesen a hacer frente a «Cuatro Ases» y a sus compinches.
Éstos, ayudados por su jefe, siguieron entreteniéndose con Andrés Carrillo.
A su manera, iban con cierto cuidado. Eran gente experta en aquellas tareas y procuraban no romper ningún hueso. Nada de golpes demasiado fuertes al estómago, ni rasgaduras con las espuelas. Al fin y al cabo, ni «Cuatro Ases» ni sus compinches estaban enfadados. No hacían más que divertirse. Se pasaban uno a otro al viejo Carrillo, hasta que el viejo quedó sin sentido.
En aquel momento, un forastero entró en «Las Amapolas». Era un hombre de mediana edad, vestido de negro, como un habitante de la ciudad, detalle que atrajo principalmente la atención hacia él. Su enjuto rostro coloreóse ligeramente al presenciar el final de la «distracción» de «Cuatro Ases» y sus amigos. El «jefe» local observó el detalle y, con amenazador acento, preguntó:
—¿Le molesta el espectáculo, señor…? ¿Cómo dijo que se llamaba?
—No, no me molesta —replicó el forastero, en perfecto inglés—. He visto cosas peores en lugares más civilizados que éste. Creo que a usted y a sus amigos les convendría ver cómo cazan las zorras en Virginia.
—No he entendido bien su nombre, forastero.
—Debe tener el oído muy duro —sonrió el interpelado—. Lo dije bien claro; ¿no, señores?
Los vaqueros, a quienes iba dirigida la pregunta, se limitaron a hacer un vago movimiento de cabeza, en tanto que el recién llegado iba hasta el mostrador y pedía:
—Una copa de «whisky» Paul Jones.
—No puedo servirle, forastero —replicó el tabernero—. No tenemos esa marca.
—Entonces ahora tiene una buena oportunidad de encargar un par de cajas.
—¿Es usted corredor de licores?
—En este momento, sí —replicó el forastero, agregando—: Ya que no tiene el licor que yo represento, déme un vaso de agua.
—Eso no va a poder ser —intervino «Cuatro Ases»—. Estamos en un año de gran sequía y toda el agua se necesita para regar. Hasta los caballos se han acostumbrado al «whisky».
El forastero sonrió, replicando:
—Entonces… sírvame una copa de ron. No quiero privar a los caballos de su bebida.
—¿Se cree usted muy gracioso, forastero? —preguntó «Cuatro Ases».
«Azúcares» y Heyn estaban arrastrando al inconsciente Carrillo hasta un cuarto reservado para los clientes que gustaban de jugar al póquer sin que ningún mirón se les pusiera detrás. Lo dejaron allí y sin acabar de cerrar la puerta regresaron junto a su jefe, que estaba frente al forastero, en actitud agresiva. El que se había presentado como corredor de licores, replicó a la pregunta del amo de Pinos Cortados:
—No tengo nada de gracioso, aunque a veces me río de mis chistes. ¿Era algún piel roja ese viejo? ¿O acaso padecía de hidrofobia? Una vez vi a diez hombres que no podían con un niño atacado de ganas de morder.
—Ése sólo estaba loco —replicó «Cuatro Ases»—. Ha venido a pedir dinero para un amigo cuando, en realidad, debiera haber venido a pagarlo por la compasión que demostré al no matarle. Otro lo hubiese hecho.
Phil Heyn comentó:
—¿Porqué no le dijo que si quería dinero lo ganase deteniendo al Coyote y entregándolo a Cárter? ¿No es cierto que dan diez mil dólares por él?
—Los daban cuando estaba vivo —replicó Cárter—. Ahora está muerto. Hace años que no se sabe nada de él.
—¿Quién dice que El Coyote ha muerto? —preguntó una tranquila voz.
Todo el movimiento cesó en el interior de «Las Amapolas», en cuya puerta acababa de aparecer un hombre vestido a la mejicana, con la cabeza cubierta por un sombrero de cónica copa y el rostro cubierto por un negro antifaz. Con la mano derecha empuñaba un revólver de largo cañón.
«Cuatro Ases» hizo un esfuerzo para hablar; pero de sus labios no brotó el menor sonido. Sus ojos, dilatados por el espanto, miraban fijamente al famoso enmascarado, cuyo nombre era una amenaza de muerte para todos los que violaban las Leyes, aun en el caso de que la propia Ley no pudiera alcanzarles.
* * *
Andrés Carrillo recobró el conocimiento en la penumbra del cuartito. Sentíase muy abatido y muy pequeño. Había fracasado en su intento de salvar la vida a José Gonzaga, el novio de su hija. Para ésta la muerte de su novio sería su propia muerte. Durante seis años, José Gonzaga había trabajado sin reposo hasta reunir los mil dólares necesarios para comprar el terreno que había escogido. Luego, durante otros dos años, convirtió aquel terreno en uno de los huertos más productivos. Y en aquel momento, cuando después de haber liquidado todas sus deudas iba a poder empezar a ahorrar lo necesario para casarse, recibió un aviso de «Cuatro Ases» conminándole a que en un plazo de tres días abandonara sus tierras y las vendiese por mil dólares.
José había rechazado semejante oferta.
—Mil dólares me costó la tierra —explicó a Alien—; pero el trabajo que he invertido en ella vale diez veces más.
—Mil dólares —había replicado, fríamente, Alien.
Esto ocurrió cinco horas antes.
—Es un robo —protestó Gonzaga.
—¿Me llamas ladrón? —preguntó «Cuatro Ases», lo bastante alto para que lo oyeran todos cuantos se encontraban en aquellos momentos en «Las Amapolas».
—¡Se lo llamo si pretende pagarme esa suma ridícula…!
La voz de un revólver se impuso a todas las demás y José Gonzaga, con el horror pintado en su rostro, doblóse hacia adelante, con las dos manos apretadas contra el pecho, ya bañado en sangre.
«Cuatro Ases» aguardó un momento empuñando con su peluda manaza el revólver, de cuyo cañón brotaba un hilillo de humo. Luego miró a Cárter. El comisario dijo con cansado acento:
—Defensa propia.
Luego, sin atreverse a mirar a nadie, agregó:
—Todos lo habéis visto… Ha sido en defensa propia.
Pero José Gonzaga no había muerto. Unos cuantos vaqueros lo llevaron a casa de Andrés Carrillo y lo dejaron allí. Otros llevaron al doctor McHenry, cuyo diagnóstico fue el de que sólo existía una posibilidad de salvación, y ésta consistía en llevar a José lo antes posible a San Francisco. Allí había buenos hospitales y cirujanos capaces de extraer la blanda bala de plomo que, sólo por un milagro, no había atravesado el corazón del joven.
La serenidad con que Teresa Carrillo aceptó aquella situación afectó hondamente a su padre. No la vio llorar, ni gritar, ni expresar violentamente su desesperación, que, como sabía muy bien Andrés, tenía que ser infinita. Permaneció junto al lecho en que yacía, inconscientemente, José Gonzaga y se limitó a murmurar:
—Tenemos que hacer algo, papá.
Andrés Carrillo había hecho más de lo que él se había creído capaz de hacer, y ahora… ¡Cómo le dolía el cuerpo y el alma! Más esta última que el primero. ¿Cómo le miraría su hija cuando regresara a su casa y le dijese que no había podido hacer nada?
No hay ser más peligroso que un cobarde cuando deja de serlo. Si no había podido conseguir el dinero que tanto necesitaba, al menos… ¡Sí, mataría a «Cuatro Ases»! Ya era hora de que alguien lo matase. Eran muchos los que se habían burlado de Andrés Canillo, el manso Carrillo, el infeliz Carrillo, el estúpido Carrillo, cuya única cualidad era ser padre de la muchacha más linda de Pinos Cortados. Pues bien, el despreciado Andrés Carrillo demostraría a todos que estaba hecho de muy buena madera y que era capaz de matar a un perro sarnoso como «Cuatro Ases» Allen.
Incorporándose con gran esfuerzo desenfundó el viejo revólver que llevaba en la funda Era un arma prehistórica, que se cargaba con baqueta, introduciendo la pólvora, las balas y los fulminantes en cada uno de los departamentos del cilindro, y que, una vez hechos los seis disparos, sólo servía como maza, ya que para recargarla se necesitaban no menos de diez minutos.
Mas, por muy antigua y lenta que resultase, seguía siendo un arma peligrosa, con la cual se había dado muerte a hombres más poderosos que «Cuatro Ases» Allen. Por lo menos así lo había asegurado el que se la vendió por dos dólares y una tortilla de cinco huevos.
Acabando de ponerse en pie, Andrés Carrillo fue hasta la entreabierta puerta del cuartito y vio, frente a él, las anchas espaldas del amo de Pinos Cortados. El blanco contra ellas era fácil; sin embargo, Andrés Carrillo no disparó, pues al mismo tiempo que vio a «Cuatro Ases» Allen, vio a sus compinches, a un forastero que no estaba en la taberna cuando empezaron a golpearle, y, por último, a un enmascarado con traje a la mejicana que mantenía un revólver apuntado contra «Cuatro Ases» Allen.
Andrés Carrillo lanzó un profundo suspiro y sintió un creciente temblor en todo el cuerpo.
¡Aquel enmascarado era El Coyote! ¡Y se ofrecían diez mil dólares por su cabeza!
En aquellos momentos, El Coyote estaba diciendo:
—Es usted muy prudente guardando siempre todo su dinero lo bastante cerca para podérselo llevar si las cosas se ponen feas en Pinos Cortados. Ha llegado, pues, el momento de emplear ese dinero. Démelo. Lo guarda en un pote de hojalata en la caja de caudales.
«Cuatro Ases» inició un movimiento agresivo que fue, en seguida, dominado por un amenazador movimiento del revólver del enmascarado. Luego el amo de Pinos Cortados dirigióse hacia la caja de caudales, sin que sus compinches y, mucho menos, los demás clientes, hicieran nada por ayudarle.
Andrés Carrillo guardó cuidadosamente el revólver y, con la cautela de un gato, deslizóse hacia la ventana que daba al exterior, salió por ella y rodeando el hotel llegó a la puerta principal. Una vez allí acurrucóse junto a la entrada y desenfundando de nuevo su revólver, lo amartilló y aguardó.
Al fin oyó unos pasos rápidos y suaves; al mismo tiempo crujió el entarimado al otro lado de la puerta y el rectángulo de luz que se proyectaba sobre la acera de tablas se convirtió en la silueta de un mejicano que un instante después cobró la forma del Coyote.
Pensando una vez más en su hija y en José Gonzaga, Andrés avanzó un paso y hundió el cañón de su viejo revólver en los riñones del enmascarado, ordenando:
—¡Entrégueme esa caja!
—¿Eres tú?
La voz del Coyote había cambiado de tal forma que Andrés Carrillo, como atontado, retrocedió un paso y dejó que el enmascarado escapase hacia uno de los caballos que estaban frente a la taberna y, montando en él, partiera al galope tendido sin que Andrés tuviera ni fuerzas para levantar el revólver.
—No es posible… no —tartamudeó un par de veces.
Realmente no era posible que aquella voz fuese la del Coyote.
Entretanto, en la taberna, «Cuatro Ases» Allen gritó a los vaqueros:
—¡Vamos, muchachos, cacémosle! Dan diez mil dólares por su cabeza.
Pero nadie se movió. En aquella lucha entre El Coyote y «Cuatro Ases» ellos no deseaban intervenir para nada.
—Esa cuestión la ha de resolver usted solo —dijo el representante del «whisky, Paul Jones»—. Y El Coyote es mal enemigo; yo en su lugar preferiría la hidrofobia.
—Si no se calla, forastero, voy a hacer con usted… —empezó Alien.
Pero se interrumpió al notar las sonrisas irónicas de todos los vaqueros. Era la primera vez que aquellos hombres se atrevían a burlarse de él, y también por primera vez en su vida, Alien sentía faltarle el valor moral para replicar como hubiera deseado hacerlo. Por fin, dando media vuelta, salió de la taberna, seguido por el mejicano «Azúcares», Phil Heyn y el comisario Cárter. Iban a cazar al Coyote, pero de antemano sabían que el misterioso personaje estaba ya muy lejos.
En la taberna, el forastero se despidió con un ademán de todos los vaqueros y salió a tiempo de ver alejarse a Andrés Carrillo. Montando en su caballo y cogiendo de las riendas el otro caballo, en el que llevaba su equipaje, el hombre marchó en seguimiento de Carrillo.
Si en Pinos Cortados hubiera habido en aquellos momentos algún habitante de Los Ángeles, seguramente se hubiera sorprendido mucho al oír que el forastero se declaraba representante de una destilería de licores. Esto era lo que menos podía esperarse de don César de Echagüe, propietario de los ranchos Acevedo y de San Antonio.
* * *
Andrés Carrillo entró en su casa y miró, angustiado, a su hija.
—No he logrado nada —murmuró.
Teresa inclinó la cabeza, replicando:
—Ya sabes la verdad, papá. No quieras hacer ver que no lo comprendiste.
—¿Cómo tuviste valor para semejante cosa? —preguntó Andrés.
—Porque a su hija se le podría decir que es todo un hombre en valor —dijo una voz detrás de Andrés Carrillo.
Éste volvióse al mismo tiempo que su hija y los dos exclamaron a la vez:
—¡El Coyote!
—Pero si su valor es de hombre, señorita Carrillo, su imprudencia es netamente femenina. Una mujer no debe nunca vestirse de hombre; es impropio de ella; y mucho menos debe vestirse de Coyote. No concibo cómo no se dieron cuenta de que aquel coyote era una mujer. El traje de hombre no podía disimular sus líneas de mujer, señorita Carrillo. Me tuvo muy apurado mientras obligaba a Alien a que le entregase el dinero.
—¿Estaba usted allí? —preguntó Teresa.
—Sí —sonrió El Coyote, mostrando una perfecta hilera de dientes—. Estaban allí El Coyote y su piel. La piel la llevaba usted. Con mucha elegancia y valor por cierto. ¿Por qué hizo aquello? ¿Sólo para robar a Alien?
—No —respondió Teresa, que conservaba más serenidad que su padre—. José está mal herido. Si le llevamos a San Francisco podrán salvarle. Si se queda aquí morirá o quedará inválido para siempre.
—Y toda la culpa fue de Alien, ¿verdad? —preguntó El Coyote.
—Sí —Teresa explicó lo ocurrido, terminando—: Comprendí que a mi padre no le harían ningún caso. Tenía un traje mejicano y me lo puse. Me hice un antifaz y, protegida por el traje del Coyote, fui al pueblo. Creí que ElCoyote había muerto. Nunca imaginé que estuviese tan cerca.
—Bien, no pierda más tiempo, señorita Carrillo. Haga que su novio sea llevado a San Francisco y vea si en la caja de Alien hay suficiente dinero.
Teresa Carrillo sacó un cajón de hojalata donde «Cuatro Ases» Allen guardaba su dinero y comenzó a contar los apretados fajos de billetes. A mitad de la cuenta, ella y su padre miraron hacia donde estaba ElCoyote y se encontraron con que el enmascarado había desaparecido.
* * *
El buque que conducía a José Gonzaga y a su novia a San Francisco levó anclas a mediodía. El puerto de San Pedro quedó atrás y también quedó allí Andrés Carrillo. A primeras horas de la madrugada había contratado el alquiler de un buen coche que pudiese llevar al herido hasta San Pedro. También había comprado en el almacén del pueblo, manta, ropa blanca y algunas medicinas.
Andrés Carrillo nunca imaginó que las noticias circularan tan de prisa, ni que se diera tanta importancia a un detalle que a él le parecía insignificante.
Apenas hubo regresado a su casa tuvo que arrepentirse de no haber seguido el impulso que había tenido de seguir a San Francisco a su hija y a José Gonzaga. Acababa de quitarse el sombrero y de sentarse en su camastro, cuando la puerta se abrió violentamente y en su umbral aparecieron «Cuatro Ases» Allen; «Azúcares», con su eterna y melosa sonrisa; Phil Heyn, con el rostro duro como el mármol, y el inquieto comisario Cárter.
—Traemos una orden de registro —anunció Alien—. Nos vas a decir, Andrés, de dónde has sacado el dinero que has estado gastando esta mañana Te han visto en el almacén, te han visto alquilando un coche, te han visto pagar quinientos dólares por el mejor camarote del barco. ¿Quién te ha dado ese dinero?
—Me lo prestó un amigo —tartamudeó Carrillo.
—¿Desde cuándo tienes amigos que pueden prestarte mil dólares o más? —replicó «Azúcares»—. Si yo fuera mi jefe sospecharía de ti, Andrés. Aquel Coyote que se nos presentó anoche me pareció un poco falso.
Andrés Carrillo palideció, y el detalle no pasó inadvertido a los hombres que estaban allí.
—Empieza el registro —ordenó Alien a Cárter—. Quiero encontrar mi dinero y estoy seguro de que está aquí.
—Carrillo es incapaz de hacer una cosa como aquélla —protestó Cárter—. Además, cuando llegó El Coyote él estaba sin sentido…
—Estaba encerrado en un cuarto en el cual no estaba cuando se marchó El Coyote —replicó Alien—. No es tan difícil ponerse la piel del Coyote. Una máscara, un sombrero mejicano…
Mientras hablaba, Alien había empezado el registro, y al llegar al punto en que mencionaba el sombrero mejicano interrumpióse, mirando, con entorpecidos ojos, el contenido de un armario que acababa de abrir. Amontonados de cualquier forma se veían unos pantalones y botas mejicanas, una chaquetilla corta, un sombrero de alta copa y, sobre él, un antifaz hecho con un trozo de tela negra.
De un manotazo, Alien tiró al centro de la estancia todas aquellas ropas y cerrando los puños avanzó contra Andrés Carrillo, que retrocedió, aterrado, hasta que su espalda encontró la pared.
—¡Por Dios, no me haga nada! —pidió.
Agarrando al viejo por la pechera de la camisa, «Cuatro Ases» lo zarandeó salvajemente, gritándole contra el rostro:
—¿Dónde está mi dinero? ¡Dilo antes de que te haga pedazos!
—¡No… no sé! —tartamudeó Carrillo.
Dos violentas bofetadas cayeron contra las mejillas de Carrillo, que, de pálidas, se trocaron en sanguinolentas.
—¡A ver si así se te remueve un poco la memoria! ¿Dónde está mi dinero? ¿Fuiste tú el que se disfrazó de Coyote?
—No pudo ser él —intervino Cárter—. Ayer Carrillo iba sin afeitar, y en cambio El Coyote llevaba las mejillas limpias de pelo.
El razonamiento era irrefutable, Alien tuvo que admitirlo; pero en seguida reanudó el ataque:
—Si él no hizo ayer noche de Coyote tiene que saber quién llevó estas ropas. Y, sobre todo, tiene que saber dónde está mi dinero…
—Sí usted quiere, Alien, yo le diré dónde está el dinero —dijo una voz detrás de los cinco hombres.
Éstos miraron hacia la puerta en la cual quedaba enmarcada la inconfundible silueta del Coyote.
Hubo un mortal silencio y una absoluta inmovilidad en todos los allí reunidos. Por fin El Coyote siguió:
—Su dinero está en el infierno, «Cuatro Ases», y ya es hora de que alguien le envíe allí con él.
El Coyote llevaba enfundados sus revólveres. No obstante, Alien, que había empuñado el suyo un momento antes, no tuvo valor para dispararlo, y dejó que el arma rebotase contra el suelo. El Coyote sonrió despectivamente, diciendo:
—Veo que se les ha terminado el espíritu de lucha, señores. Hace un momento parecían morirse de deseos por descubrir el contenido del cuerpo de Andrés Carrillo. ¿Por qué no le dan unas cuántas bofetadas más?
«Azúcares» llevaba un revólver; pero su especialidad era otra que muchos ignoraban. En aquel momento hizo una demostración de dicha especialidad, y su mano derecha, que habla mantenido a la altura del cuello, se movió con centelleante rapidez. Un relámpago cruzó el aire y El Coyote tuvo que dejarse caer al suelo para evitar el cuchillo que le habla tirado el mejicano. Mientras el arma se clavaba en la pared, «Cuatro Ases» y sus dos compinches entraron en acción. El primero inclinóse en busca de su revólver, «Azúcares» terminó el movimiento descendente de su mano derecha cerrándola en torno a la culata de su revólver, al mismo tiempo que Phil Heyn iba en busca del revólver que guardaba en una funda sobaquera. Únicamente Cárter no hizo ningún movimiento.
Desde el suelo, El Coyote sonrió burlonamente. Podía haber evitado el cuchillo de «Azúcares» de una manera que le colocase en una situación menos comprometida; pero entonces ninguno de aquellos bandidos habría tenido valor para jugarse la vida.
Su mano izquierda se movió tan velozmente, que apenas medió una décima de segundo entre el momento en que inició la acción y el comienzo de sus disparos. Éstos sólo fueron tres. El primero alcanzó entre las cejas a «Cuatro Ases» Allen, que se desplomó sobre su revólver, sin haber tenido tiempo de recuperarlo.
«Azúcares» tuvo tiempo de levantar con el pulgar el percusor de su revólver; pero la segunda bala del Coyote no le permitió más, y su cuerpo quedó cruzado sobre el de «Cuatro Ases» Allen.
Phil Heyn, el más veloz de todos, hubiera conseguido algo más que sus compañeros si Cárter no le hubiera detenido un momento el brazo. Esta inesperada intervención del comisario irritó de tal manera a Heyn, que, olvidando al Coyote revolvióse contra Cárter, disparando contra él su revólver.
Cárter retrocedió unos pasos y sus rodillas se doblaron como incapaces de soportar el plomo que habla entrado en su cuerpo. Luego Heyn quiso disparar de nuevo contra El Coyote; pero cuando su cerebro inició esta idea su corazón ya había sido atravesado por el tercer disparo del enmascarado, que se puso en pie al mismo tiempo que su adversario caía sin vida.
—Ahora ya no le costará tanto ser honrado, Cárter —dijo El Coyote, avanzando hacia el comisario, que le miró a través de la neblina que iba cubriendo sus pupilas.
—Si salgo de ésta, le prometo… ser…
—Ya lo sé —replicó El Coyote—. Y espero que vivirá lo suficiente para decir ante todos que fue usted quien terminó con la tiranía de «Cuatro Ases» y su pandilla.
Cárter abrió más los ojos y preguntó desconcertado:
—¿Quiere que diga que he sido yo…?
—Sí. Así se reforzará su autoridad y como Andrés Carrillo confirmará que usted luchó contra esos tres… y resultó herido… nadie dudará.
—Pero… si el mérito es suyo…
—Si la Ley en Pinos Cortados ha sido impuesta por El Coyote, su duración será tan breve como mi estancia aquí. En cambio, si la impone el comisario Cárter… durará muchísimo más. ¿No cree?
—Tal vez —sonrió Cárter, conteniendo con un esfuerzo el dolor que le causaba su herida.
—Lo primero que hará será recibir el dinero que Andrés Carrillo guarda y devolverlo a aquellos a quienes Alien robó sus tierras. El resto empléelo como regalo de bodas para el fantasma del Coyote.
—¿Eh? —preguntó Cárter—. ¿Qué quiere decir?
—Andrés Carrillo ya me comprende, ¿no? —preguntó El Coyote,
Carrillo asintió con la cabeza. Estaba demasiado emocionado para hablar. Y cuando pudo explicar la verdad a Cárter, El Coyote ya estaba muy lejos, y en la taberna del pueblo, el forastero que representaba a la casa «Paul Jones» estaba tomando nota del pedido que le hacía el tabernero.
—Pero Alien tendrá que confirmar el pedido —advirtió el tabernero—. Él es el dueño de esto.
—No le quepa duda de que lo confirmará… a menos que haya muerto —respondió el forastero.
—Nadie podrá con él —suspiró el otro.
—Eso es algo que no se puede asegurar —replicó el forastero—. A lo mejor tropieza con El Coyote…
En aquel momento se oyeron gritos de asombro en la calle y el chirriar de las ruedas de una carreta. Todos salieron a averiguar la causa de aquel griterío. Sobre una carreta se veían tres cuerpos sin vida y, junto a ellos, sentado, el comisario Cárter. Andrés Carrillo conducía a los caballos y estaba explicando a cuantos querían oírle:
—Y entonces Cárter les desafió a que disparasen, y que me ahorquen si en tres tiros no terminó con los tres.
—Nunca lo hubiera creído de nuestro comisario —dijo el tabernero.
—Ni yo —replicó el forastero—. ¿Le envío el «whisky»?
—¡Claro! —gritó el tabernero—. Ahora yo soy el amo. Envíeme diez cajas, porque la muerte de Alien la vamos a estar celebrando un año entero.
El forastero sonrió pensando en el asombro que le produciría aquel pedido al legítimo representante de la casa «Paul Jones», a quien había dejado en San Francisco, enfrascado en la tarea de convencer a los taberneros de la ciudad de que su «whisky» era el mejor del mundo.
(Relato de J. Mallorquí publicado originariamente en el Gran Álbum Almanaque Coyote, 1946.)