Regreso al presente: La justicia de Benito Encarnación
Celia Cabedo miró al Coyote.
—¿Aún cree que hizo mal trayendo aquí a los norteamericanos? —preguntó—. ¿Merecía veinte años de cárcel? Yo creo que merecía un gran premio.
—Puede que California se haya hecho más grande de lo que era cuando tú y yo éramos niños, Celia. Pero ¿de qué sirve un traje demasiado grande? ¡Qué poco queda del pasado! ¡Y qué poco quedará dentro de unos años! Por muy mala que fuese aquella California vieja, revolucionaria, inquieta y apática a la vez, era hermosa; pero no pensemos en el ayer. Vivamos el presente. ¿Fuiste tú quien sugirió al coronel que vendiese sus tierras a Hodge?
—Benito me lo pidió. Era su venganza. Uno de los dos matará al otro, y el que quede vivo morirá ahorcado de un álamo cualquiera, como querían que muriese él. Es sencillo, pero eficaz.
—No cabe duda. Se encontrarán a la puerta del Banco. Prior saldrá de cobrar su cheque. Hodge disparará contra él. Y desde la puerta de la posada del Rey don Carlos, Benito Encarnación asistirá al linchamiento de su enemigo. Los habrá asesinado a los dos sin hacer más que emplear los labios de una mujer. ¿Fue él quien te pidió que entrases al servicio del coronel?
—Claro. Sólo por él he soportado veinte años a ese odioso hombre.
—¡Veinte años! La mitad de lo que debía haber cumplido. Buena conducta, auxilios a los compañeros. Estudio constante. ¿Y ahora, qué?
—Vengarse. Todavía quedan dos.
—Celia: tú sabes la verdad. Debiste decírsela. Hay alguien que es inocente.
—Yo los odio a todos.
—Ni el hijo ni la madre deben morir, Celia. Para evitarlo no vacilaría en matarte a ti y a él. No lo olvides. Y ahora, adiós. Quiero ver si llego a tiempo de asistir a la fiesta.
* * *
Benito Encarnación estaba sentado en una de las sillas que ocupaban los huéspedes en el vestíbulo de la posada. A través de los cristales podía ver el banco de Emigh. Hacia él se dirigía el coronel Prior. ¡Cómo había cambiado! En el otro lado de la plaza se veía un jinete que llegaba al galope tendido. Era Henry Hodge, el asesino de Tadeo Pasapenas. También había cambiado; pero menos. Y ahora acababa de llegar César. Don César de Echagüe. Y según el dueño de la posada, en el rancho había otro César, el nieto de aquel caballero llamado don César de Echagüe. Todo había cambiado; pero nada tanto como él.
—¡Coronel! —gritó con potentísima voz Henry Hodge.
Prior lanzó un chillido y quiso correr más. Había dejado su caballo en el atadero de la posada. Ahora lo lamentaba.
—Van a matar a alguien —dijo Benito Encarnación.
La noticia atrajo una nube de curiosos que asistieron al espectáculo con variadas emociones.
Prior se había detenido al fin y gritaba a Hodge, que galopaba hacia él:
—¡Te devolveré el dinero! ¡Ha sido una broma! No quería…
Hodge empezó a disparar con el rifle. A tan corta distancia del coronel habría podido utilizar los revólveres; pero prefería la seguridad del rifle. Disparaba sin prisa; porque, al primer tiro, Prior ya había caído de rodillas, levantando los brazos hacia él, suplicando perdón de su vida.
—¡Traidor! —escupió Hodge, moviendo la palanca del Winchester.
El próximo tiro dio en la cara de Prior y lo derribó sin vida; pero Hodge continuó disparando hasta terminar las doce balas del depósito. A sus pies, el cadáver de su antiguo compañero de malandanzas era una masa sanguinolenta y desfigurada. Sólo entonces, haciendo girar a su caballo sobre sus cuartos traseros, quiso huir Hodge de la plaza. Hasta entonces no se dio cuenta de que le rodeaban grupos amenazadores. Hombres como el sheriff Warmack, cuyo amor a la Justicia se demostraba en su afición a aplicar la ley de Lynch.
Picó espuelas; pero ya era tarde. Un lazo cayó sobre el cuello de su caballo y otro en torno a sus brazos. No pudo ni empuñar sus revólveres. Un tercer lazo cayó alrededor de su cuello después de pasar por la rama de un álamo.
—Reza si quieres —invitó uno de los linchadores.
Henry Hodge no le oyó. Tenía la mirada fija en Benito Encarnación. En el hombre que había vuelto diez años demasiado pronto. Él lo tenía todo previsto. Al cumplirse los treinta años, cuando Benito hubiese sido puesto en libertad, un par de asesinos a sueldo le habrían matado a las mismas puertas del presidio. Todo había fallado. Ahora Benito Encarnación sonreía burlándose de él. Esperando…
—¡Ya rezaste bastante! —gritóle uno de los linchadores.
Un tirón violento y Hodge ya no tuvo las piernas sobre el caballo, lo buscó con inútil esfuerzo a la vez que sus ojos percibían sólo una luz cegadora que, a medida que sus piernas iban dejando de buscar al caballo, se apagaba, hasta que todo fueron tinieblas.
—Buen trabajo, Benito Encarnación.
—¿Qué tal César? ¡Qué distintos los dos!
—Sobre todo, tú. Encontraste una cabeza en el presidio, ¿eh?
—Sí. Los hierros doman a las fieras encerradas tras ellos. Después de veinte años de vivir en una jaula, un león ya no puede ser como cuando vivía en la selva. Ha de cambiar. La fuerza se sustituye por la inteligencia.
—¿Qué piensas hacer?
—Recuperar lo mío. Mi hacienda. La Nombre de Dios. Mi padre me la dejó a condición de que nunca me casara con Sara Stone.
—¿Y ella?
—Se morirá de hambre o tendrá que pedir limosna. No me importa.
—¿Y el hijo?
—Puede trabajar para ella. ¿Te parece mal que les haga pagar los veinte años de infierno que he vivido?
—No es mi conciencia, sino la tuya la que debe aconsejarte. Adiós, Benito Encamación. Ve a visitarme cuando puedas.
Benito Encarnación montó en su caballo. No había recuperado la agilidad de antes; pero todavía era un buen jinete. La plaza se estaba vaciando de curiosos que iban a celebrar con alcohol la diversión terminada. El jinete se acercó al árbol del que pendía el cuerpo de Hodge. Se detuvo tan cerca que el muerto y él casi estaban a la misma altura, frente a frente.
—Duró poco la fiesta, Hodge —dijo Benito Encarnación—. Ha sido mejor la preparación que la fiesta en sí.
Partió de aquel macabro lugar y, sin prisa, se encaminó a la Hacienda Nombre de Dios. En un bolsillo traía los documentos necesarios para tomar posesión de la hacienda. Entró en ella cuando declinaba el sol. Junto a la puerta de la casa vio a Celia Cabedo. Siempre fiel; pero tan desagradable… Parecía un cuervo.
—Está dentro —denunció Celia—. Ella y el hijo.
Benito Encarnación desmontó. La venganza aún no había terminado. Sara Stone, a los cuarenta años, tendría que empezar a vivir de nuevo. A vivir en la miseria, o como criada, como Celia. Tenía buen sabor la venganza. Al menos se la habían reservado toda para él.
Mas cuando entró en la sala donde creía encontrar a Sara y a su hijo, encontró, también, al Coyote.
—Buenas tardes, querido amigo —saludó, tendiendo la mano al enmascarado.
Éste miró la mano y comentó, despectivo:
—No acepto la mano de traidores, Benito Encarnación.
—¿Por qué dice eso? —tartamudeó el hombre, retrocediendo un paso.
—Has venido en plan de hombre purificado, Benito Encarnación. ¿Olvidaste ya tus manchas?
—No; pero en cambio había olvidado ya que usted pudo haberme salvado. Usted dejó que me pudriese durante veinte años en un odioso presidio.
—Esperaba que pasases cuarenta. Ahora, ¿qué piensas hacer?
Sara levantó la cabeza de entre las manos y miró a Benito Encarnación. Éste sintió que un escalofrío le corría por el cuerpo. Aún era hermosa; pero más serenamente que antes.
—Vienes a echarnos, ¿verdad? —preguntó.
—¿Por qué no eres como te dejé? ¿Por qué has cambiado, Sara? No es a ti a quien odio, es a la otra…
—¿Por qué no hablamos del muchacho? —preguntó El Coyote—. Ya es un hombre y puede oírnos. A él también le toca hacer de juez y dictar sentencia.
—¿Es necesario? —preguntó Sara.
—Imprescindible. Ya se ha hecho justicia en casi todos. Benito Encarnación ha cumplido veinte años de penal, por un crimen que no cometió. Santos Lereña, que acusó en falso a Benito, se está muriendo a causa de la borrachera que cogió tratando de acopiar valor. Hodge y Prior también han saldado ya su cuenta.
Sara comenzó a sollozar, pero se contuvo con un violento esfuerzo. Su hijo la abrazó suavemente.
—Quedan ellos dos… —siguió El Coyote—. Empecemos en el momento en que los hombres apostados por Hodge en el vestíbulo, para matarte cuando echaras a correr detrás de Sara, al oír su grito, te tumbaron con una herida casi mortal. Sara había gritado junto a la puerta para que tú la siguieses empuñando el revólver que sirvió para matar a Tadeo Pasapenas. Caíste en aquella trampa, como en todas la demás. Como ellos cayeron en la que les tendiste hoy. Te ayudé, y los tres que te iban a matar quedaron muertos. En aquellos instantes sentía un odio terrible contra Sara Stone. Deseaba matarla. Yo era muy joven y a esas edades no sabe uno dominar sus impulsos. Corrí hacia el cuarto de Sara, rompí la cerradura y entré para matarla. Cuando iba a apretar el gatillo, Sara, de rodillas, me pidió la vida, no para ella, sino para su hijo.
Se hizo un silencio. Al fin, Benito Encarnación preguntó, suspicaz y ansiosamente:
—¿El hijo de quién?
—¿Estás ciego? ¿Es que de tanto vivir en la sombra la luz te impide ver ahora?
—¿Hijo de mi hermano? —dijo Benito en voz baja, como temiendo oír sus propias palabras.
—Sí. Fue engendrado en aquellos días, y Sara tenía motivos para saber que iba a ser madre de un hijo del hombre de cuya muerte ella era cómplice.
Raimundo Hodge, preguntó, con alterada voz:
—¿Qué significa eso? ¿Qué quiere decir? ¿Qué dice ese hombre?
—La verdad —murmuró Sara—. Eres hijo de Tadeo Pasapenas.
—¿Y por qué se lo ocultó? —preguntó Benito.
El Coyote explicó:
—El heredero de Tadeo Pasapenas no hubiera sido su mujer si ésta hubiese anunciado que esperaba un hijo… El hijo era el heredero, el único que podía vender o no vender. Y ellos no habían cometido aquellos crímenes para que, a última hora, llegase un crío y se lo llevara todo. Se habló de impedir su nacimiento. Sara no quiso. Se marchó de Los Ángeles y volvió después del nacimiento de Raimundo. Mintieron en la fecha del nacimiento y el muchacho pasó por hijo de Hodge. Así Sara pudo regalar un tercio de la hacienda al coronel.
Raimundo se apartó lentamente de su madre. Sara le miró suplicante; pero el joven permaneció alejado.
—¿Éste es mi castigo? —preguntó Sara.
—El peor de todos —dijo El Coyote.
Sara inclinó la cabeza contra el pecho.
—Y el más merecido.
Se esforzó por contener el llanto.
—Hubiera sido menos cruel matarme hace veinte años —dijo—. Hacerme aparecer ahora ante mi hijo como la asesina de su padre…
Quiso decir algo más, se mordió los labios y al fin, con rastreante paso, ¡tan distinto de aquel juvenil andar que Benito Encarnación no podía olvidar!, Sara salió de la casa. Los tres hombres se miraron.
—A pesar de todo, fue buena conmigo, muy buena… —murmuró Raimundo.
Su decisión estuvo tomada en seguida.
—Debo acompañarla —dijo.
—Si te quedas podrás vivir como dueño de una parte de esta hacienda —dijo El Coyote.
—No. No quiero nada sin ella.
De nuevo fue a salir; pero esta vez le contuvo Benito.
—Toma —dijo—. Si alcanzas a tu madre, dale esto. Son dos papeles. Uno el testamento de mi padre. El otro una cesión que yo firmé hace veinte años a favor de ella. Me la dio mi amigo El Coyote.
—Pero… Esto significa…
—Que podéis volver a seguir viviendo aquí, como hasta ahora. Es mejor que sea yo quien se marche. Me costará menos acostumbrarme.
Raimundo vaciló; por fin, estrechó la mano de su tío y corrió en pos de su madre.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó El Coyote.
—No sé. Quizá porque me defraudó lo que sentí al ver morir a aquellos dos hombres. Esperaba un goce tan grande como mi sufrimiento. Ha sido como una vez, de pequeño, cuando subí a un alto peral. Me costó mucho esfuerzo, me rasgué el traje, me herí tres veces con las ramas rotas. Y cuando alcancé la pera… estaba verde. Y me la comí a pesar de todo, porque me daba vergüenza que tanto esfuerzo realizado para llegar allí, a la pera, se desaprovechase luego. El resultado fue una indisposición y una purga. Hubiera hecho mejor no comiendo la pera. Con Sara me habría ocurrido lo mismo. Este momento en que la he visto vencida, hermosa aún; pero no tanto como para enloquecer a los hombres, arrastrando los pies, como sin fuerzas para levantarlos… Sí; se me habría clavado en el corazón y no lo hubiese podido arrancar jamás. Así es mejor; al menos me quedará la satisfacción de haber hecho algo distinto de lo que se esperaba. Adiós, señor Coyote.
—Adiós, Benito Encarnación —replicó el enmascarado, tendiendo la mano al que se iba.
—¿Es como un honor que me concede?
—Eso pretendo.
—Gracias.
Los dos hombres se estrecharon las manos. Después, Benito Encarnación montó en su caballo y alejóse por el camino opuesto al que seguían Sara y su hijo al regresar a la casa.
—Ni una palabra para mí —murmuró Celia Cabedo, mordiéndose los labios.
—Ni una palabra —repitió El Coyote, a su lado.
—¿Y esa mujer vuelve?
—La trae su hijo.
—Para ella tiene perdón. Para mí, nada…
—La vida es siempre injusta, Celia; pero en realidad parece más injusta de lo que es. Tú eres fuerte y puedes resistir mucho más que otras que son de mejor apariencia pero menor solidez.
—No se moleste en buscar frases elegantes —replicó Celia, irguiendo la cabeza y arqueando el liso busto—. A la vida se viene a luchar a brazo partido. Yo seguiré mi lucha. Y si puedo, señor Coyote, haré que le detengan y le ahorquen como a Henry Hodge.
—Sólo piensas en venganzas.
—¿En qué otra cosa puedo pensar? —Replicó Celia—. Veinte años esperando, creyendo que él se daría cuenta de mis sentimientos, y se marcha, dejándome como un poste, huyendo de mí como… como si fuese un… cuervo.
Celia echó a andar hacia la cerca de las que hasta entonces fueron dos haciendas distintas y que ahora volverían a ser una.
El Coyote fue en busca de su caballo. Montó en él y mientras marchaba hacia su rancho pensaba en el hombre que se burlaba del orgullo californiano, de los nobles modales y de la dignidad en el hablar. Y de la caballerosidad, sobre todo. En el hombre que veinte años después de haber pronunciado aquellas palabras que él creía sentidas, se portaba como el más estúpido de los caballeros de la vieja California que tanto despreciaba.
Sobre aquellos restos de la bancarrota de una raza, Benito Encarnación había empezado a levantar una nueva vida, en la que tal vez fuese más feliz que antes.