Fin del ayer
Las pruebas se acumularon abrumadoras sobre el acusado. Se reveló que había estado enamorado de Sara. Ésta declaró ante el tribunal, con voz cortada por los sollozos, que había tenido que pagar treinta mil dólares por las comprometedoras cartas que ella había escrito a Benito Encamación antes de que él se fuese de Los Ángeles.
Así se explicó el que Benito tuviera aquel dinero que decía haber recibido de Hodge.
Sara explicó, siempre llorando, la lucha que había tenido que sostener con Benito Encarnación cuando éste, al volver a Los Ángeles y saber que ella se iba a casar con su hermano, la quiso obligar a abandonarlo todo y huir con él.
Por último, cómo en la noche del crimen entró Benito en la casa con tres cómplices más y quiso raptarla. Tadeo había acudido y alguien, ella no podía decir si Benito o uno de sus cómplices, le había disparado un tiro matándolo.
Durante todo el proceso, Benito Encarnación sumióse en un hosco silencio del que no fue posible arrancarle. Sara fue la principal testigo de cargo. Vestida de negro, atraía las compasivas miradas de todos los miembros del Tribunal, sin que pareciera advertirlo. Su última declaración fue:
—Cuando me creía perdida, llegó un hombre y me salvó. Él fue quien los mató o hirió a todos.
—¿Quién era ese hombre? —preguntó el fiscal militar.
—El Coyote —contestó Sara, inclinando la cabeza—. A él le debo la vida.
Cuando después de oír al enérgico acusador solicitando la máxima pena y al débil defensor intentando presentar al acusado como un irresponsable, el Tribunal dictó sentencia condenándole a pasar de treinta a cuarenta años en el penal de San Quintín, Benito Encarnación pareció defraudado. Luego, como si al fin se diese cuenta de la verdad, sonrió y dirigiéndose a Sara, que se sentaba al lado de Hodge, dijo con voz fría y clara:
—Aunque sean cuarenta años, los viviré para poder asistir a mi venganza. Os destruiré a todos; pero no como un imbécil, como he sido ahora. Esos años los emplearé en convertirme en un hombre inteligente. Lo mismo que me habéis hecho os haré. —Sara se echó a llorar y los soldados sacaron de la sala del fuerte Moore a Benito Encarnación.
Antes de partir hacia el presidio de San Quintín, recibió la visita de Celia Cabedo, que le trajo un mensaje.
—Me lo dio El Coyote —dijo.
Benito Encarnación lo abrió. No era muy larga la carta. Decía:
Yo sé que es inocente, pero sé también que es culpable de un delito tan grave como el matar a un hermano. Luchó contra sus hermanos y son sus aliados de ayer los que hoy le condenan por un delito que no ha cometido. Hubo un tiempo en que pensé en matarle. El castigo de hoy es mejor que el proyectado por mí.
Celia Cabedo le irá dando noticias mías. Ella le preparará su venganza. La mía ya está cumplida.
Despacio, Benito Encarnación fue rasgando el mensaje. Celia comentó:
—Debía haberle ayudado. ¿De qué sirve enviarle notas ahora?
—Él tiene razón, Celia. Viviremos los años que faltan hasta salir otra vez con libertad. Entonces me vengaré; pero no con las manos, sino con el cerebro. Y usted me ayudará.
* * *
Después de tanto escándalo, Los Ángeles ya no se sorprendió cuando Sara, a los cuatro meses de la muerte de su marido, se casó con Henry Hodge. La explicación que dio no convenció a nadie; pero todos la aceptaron. Como heredera legal de su marido debía cuidar de la hacienda, la que, de acuerdo con las cláusulas del testamento que se conocía, no podía ser vendida por Tadeo, y sólo en una tercera parte por los herederos de éste.
El coronel Prior compró una tercera parte de la Hacienda Nombre de Dios, y parte de los caballos que se criaban en ella. Si pagó o no la suma que especificaba el contrato de venta, nadie lo sabía. Nadie había visto el dinero.
La boda de Sara y Hodge se celebró en la mayor intimidad, sin invitados; pero aquella noche, cuando el matrimonio se sentó a la mesa con el coronel Prior, apareció un invitado. Como tarjeta de invitación traía un revólver en cada mano y un antifaz en el rostro.
—Ya sabía yo que El Coyote acabaría interviniendo —jadeó Prior.
—¿Qué desea? —Preguntó Hodge—. ¿Dinero?
—Hablarles —contestó el enmascarado—. Ya han hecho el juego y creen haber ganado, aunque les hubiese gustado más que Benito Encarnación colgara de una horca, ¿no?
Ninguno de los tres contestó. Sara tenía la cabeza caída sobre el pecho. Hodge tabaleaba sobre la mesa. Prior estaba inmóvil, cual petrificado.
El Coyote siguió:
—Por lo menos tienen treinta años de tranquilidad. Hasta el setenta y ocho o el ochenta y ocho; pero esos años pasarán y Benito Encarnación volverá para quitarles todo lo que ahora poseen.
Hodge sonrió incrédulamente.
El Coyote también sonrió.
—Prendieron fuego a la casa del licenciado Espinosa —dijo—; creyeron destruir un testamento enojoso que podía echar por tierra todos los planes trazados por su pandilla. Si Benito Encarnación, como creían sin engañarse, era nombrado heredero de toda la hacienda, como castigo a Tadeo por su amor hacia una mujer indigna de él, el casamiento con Tadeo era un mal negocio; pero antes de renunciar a ese matrimonio buscaron la forma de llevarlo a cabo y beneficiarse luego. Benito Encarnación volvió al saber que su hermano iba a casarse con Sara. Es de desear que el presidio le espabile un poco más. Era tonto de remate. No vio que su hermano conocía toda la verdad acerca de la que iba a ser su mujer; pero deseaba engañar a los otros; hacerles creer que no sabía nada, porque estaba tan locamente enamorado de usted, señora, que habría cometido las mayores vilezas con tal de no perder su amor o lo que usted pudiera darle. Y usted lo asesinó. Entre los tres lo mataron. Los tres son culpables. Los tres serán castigados; porque el último testamento de don Benito Pasapenas no se quemó. Fue ocultado a tiempo, antes de que el coronel prendiese fuego a la casa del notario. Ya ha sido leído por Benito Encarnación y de él ha partido la decisión de dejarlo todo como hasta ahora; pero sólo hasta el día en que él salga de la prisión. Entonces vendrá a echarles a puntapiés. Hará valer el testamento, les exigirá grandes bonificaciones y tendrán que dárselas. Y ustedes no se irán de aquí, porque esas tierras les harán vivir como reyes, siempre alimentando la esperanza de que Benito Encarnación muera en el presidio. Ustedes, Hodge y Sara, no pueden vender ni un palmo de tierra más de la que han vendido. Y usted, coronel, si intenta alejarse de su hacienda, tropezará conmigo. No lo olvide. Estarán aquí tan encadenados a estas tierras, como Benito Encarnación lo está a su cárcel. Esperando el día en que sea preciso huir y dejarlo todo, y volver a la miseria; porque para ustedes será miseria todo lo que no sea esto, que ahora empieza. Pero aunque todos serán castigados, quizá la que llevará el castigo más doloroso sea usted, Sara. La compadezco de todo corazón. Lo que hace unos meses le salvó la vida algún día se la quitará.
El Coyote se levantó.
—Y ahora, adiós, señora y caballeros. Si nos volvemos a ver será dentro de treinta o cuarenta años.