Capítulo XIII

Cita trágica

Cuando la campana de la iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles lanzaba su fino tañido anunciando las diez de la noche, Benito Encarnación cruzaba el jardín de la hacienda, en dirección al edificio principal.

Varias veces, asaltado por extraños presentimientos, estuvo a punto de volver sobre sus pasos y no acudir a la cita de su hermano. Estaba seguro de que Tadeo había llevado a cabo toda la farsa precisa para que fuera puesto en libertad. Mas no era el enfrentarse con él sin haberse limpiado de la acusación que le llevó a la cárcel lo que le hacía vacilar. El principal obstáculo que se interponía en su camino era Sara, Sara Pasapenas, la mujer de su hermano. ¿Qué debía hacer?

—Callar —murmuró—. Ahora ya nada tiene remedio.

Sólo había luz en dos habitaciones. Una era el dormitorio de sus padres, que sin duda ocupaban ahora Sara y Tadeo. La otra habitación iluminada era la sala de estar. Allí debía de encontrarse Tadeo. Ella estaría arriba, conteniendo la respiración para oír lo que ellos decían, temiendo que él descubriese la odiosa verdad.

Empujó la puerta que del jardín daba a la sala y entró en la tan conocida estancia. Allí vio por última vez a su padre, antes de salir hacia Los Ángeles, aquel domingo en que estaban invitados por don César de Echagüe.

Miró a su alrededor. Nada había cambiado. ¿Por qué debía cambiar? Era mejor así. Los mismos muebles viejos, las mismas cortinas. Los mismos cuadros. Ahora comprendía muchas, cosas. Cada mueble que por viejo se sube al desván o se destruye, se lleva con él un trozo de vida. Ya no es posible recordar lo que se hizo junto al mueble ausente, ni lo que se pensó apoyado en él. En cambio, es tan fácil recordar el ayer si el escenario de hoy es el mismo, exactamente el mismo, que fue.

Pero ¿dónde estaba su hermano? Iba a llamarlo cuando, al pasar por detrás de un sofá, la voz se le heló en la garganta.

—¡Tadeo! —susurró—. ¡Tadeo!…

Arrodillóse junto al cuerpo tendido en el suelo y buscó en él alguna señal de vida. Sólo consiguió mancharse de sangre las manos. Tadeo estaba muerto, de un tiro al corazón. Y allí, junto a él, estaba el revólver que le había matado.

Benito Encarnación se tuvo que apoyar en el respaldo del sofá para no caer. ¿Cómo podía haber ocurrido aquello? El nombre de Sara acudió a sus labios. Ella… Sí, sólo ella podía ser…

Cegado por la furia y el ansia de matar, de vengar al único ser a quien había querido en el mundo, Benito Encarnación cogió el revólver que dio muerte a Tadeo Pasapenas. Su ademán coincidió con un alarido de mujer que resonó al otro lado de la puerta y al cual siguió una fuga hacia la escalera que conducía al primer piso.

Benito Encarnación se abalanzó contra aquella puerta. Estaba cerrada y tuvo que repetir el ataque. Por fin, consiguió abrirla de par en par. Y era tanta la energía que había puesto en ello, que cayó de bruces al otro lado de ella.

Levantóse en seguida y ya ponía los pies en el primer escalón, para subir adonde estaba Sara Stone, cuando un fogonazo que partió de un rincón del vestíbulo inició un intenso tiroteo que procedía de tres lados del lugar.

Benito Encarnación sintió la mordedura del plomo ardiente en el pecho. Tambaleóse y para no caer se tuvo que aferrar a la baranda. Disparó hasta agotar las cargas de su revólver y entonces, sin fuerzas ya para más, cayó de rodillas y esperó la muerte. El tiroteo continuó unos segundos más. Al fin cesó y una figura negra avanzó hacia donde estaba Benito Encarnación.

No era la muerte. Era un hombre con el rostro cubierto por un antifaz.

—¡El Coyote! —musitó Benito Encarnación—. Gracias… pero llega tarde.

—La herida no es mortal —replicó el enmascarado.

Pasó junto a Benito Encarnación y empezó a subir la escalera.

—¿Adónde va? —preguntó, con un esfuerzo, Benito Encarnación.

—A terminar lo que usted no ha empezado.

—¿Sara? —preguntó con un hilo de voz el herido.

El Coyote asintió con la cabeza.

—Ella, Hodge y Prior —dijo en voz alta.

—No… No… —tartamudeó Benito Encarnación—. Ésos son míos. La venganza es mía. Yo acabaré con ellos, ahora o dentro de mil años.

Pero El Coyote, con el revólver amartillado, continuó subiendo hacia el cuarto de Sara. Encontró la puerta cerrada y aplicando el cañón del arma a la cerradura, disparó una sola vez. La puerta dejó de ser un obstáculo.

Sara estaba acurrucada en el ángulo de las paredes. Sus desorbitados ojos miraban, hipnóticamente, al Coyote.

—No… no me mate, no —pidió casi bestialmente.

—La muerte es poco para usted, Sara; pero yo no puedo hacer más para castigarla —respondió El Coyote, levantando de nuevo el revólver.

Sara cayó de rodillas y con un desgarrado grito pidió…

* * *

Cuando El Coyote salió de la habitación, Sara quedó de rodillas junto a la cama, llorando y quejándose como una bestezuela herida, el rostro bañado por las lágrimas que se repartía por él con los puños. Así le encontraron los que acudieron al estruendo de los disparos. Así la encontraron Henry Hodge, y el sheriff Warmack, el capitán Hick y el coronel Prior.

Creían que lloraba por su marido; pero los que sabían que no podía llorar por un hombre a quien no amaba, asombrábanse de lo bien que fingía.

La investigación reveló que Tadeo Pasapenas había muerto de un disparo de revólver calibre 41. La única arma de aquel calibre era la que empuñaba, aún, Benito Encarnación.

Por Los Ángeles corrió, como llama por reguero de pólvora, la noticia horrenda e increíble.

¡Benito Encarnación había asesinado a su hermano!