Inocente
Otros dos días transcurridos sin que Benito Encamación fuese puesto en libertad. Por el contrario, los interrogatorios del capitán Hicks eran cada vez más severos. Ya no había cambio de apretones de manos ni más que una fría cortesía por parte del juez.
Santos Lereña, llamado a declarar, afirmó reconocer en Benito Encarnación a uno de los dos bandidos: el que estaba a caballo.
—Si ahora le reconoce ¿por qué no lo identificó desde el primer momento? —reprendió el juez.
—Tuve miedo de equivocarme —contestó Santos—. Me parecía imposible que un caballero descendiese a tales cosas. Pero estoy seguro de que era él.
En el careo con Hodge, Benito Encarnación le insultó rabiosamente cuando Hodge negó saber nada del dinero que el acusado afirmaba haber recibido de él.
—Eso del negocio de las diligencias es una fantasía —dijo Hodge—. La casa Wells y Fargo tiene adquiridas todas las concesiones. Nadie puede competir con ella.
A Benito Encarnación hubo que arrastrarlo hasta su celda como si fuese un loco furioso. A través de la reja, el juez siguió interrogándole.
—¿A qué iba usted a la calle Olivera? —preguntó—. ¿A quién esperaba? ¿A su cómplice?
—No —contestó secamente Benito Encarnación.
—¿Para quién era el dinero?
—Era mío.
—¿Lo iba usted a entregar a alguien?
—No. No insista, capitán. No diré nada más.
—¿Dónde estuvo el día en que se cometió el robo y a la hora en que éste se llevaba a cabo?
—Ya se lo dije.
—El señor Hodge lo niega.
—Tal vez el señor Hodge sea el autor del robo.
El juez se encogió de hombros.
—Creo que no se da cuenta del riesgo que corre —dijo—. Un robo a mano armada y en descampado se castiga con la pena de muerte.
—Si todas las pruebas me acusan ¿qué puedo hacer más que resignarme a mi destino? —replicó Benito Encarnación.
—Tenga esperanza en el Tribunal que ha de juzgarle. Se le juzgara con todas las garantías posibles y ya procuraremos que sea bien tarde. Quizá dentro de un año.
—Preferiría que fuese mañana y que terminásemos de una vez —replicó Benito Encarnación.
Aquella tarde, Celia Cabedo le llevó una atormentadora noticia. Su hermano y Sara habían vuelto, interrumpiendo su viaje de novios tan pronto como Tadeo se enteró de la noticia de su encarcelamiento.
* * *
—Hay que actuar rápidos —dijo Hodge al coronel—. El juez piensa alargar lo más posible el proceso. El hermano ha vuelto y removerá cielo y tierra. No me fío de Santos. Por poco que le rasquen cantará.
—Se le quita de en medio y asunto concluido —replicó Prior.
—Cuanto menos derramamiento de sangre, mejor —replicó Hodge—. La indispensable y nada más.
—¿Se vuelve blando?
—No. Sólo prudente. El negocio de la diligencia ha sido bueno; pero no es nada en comparación con el otro. ¡La haciendo Nombre de Dios! Poniendo poco vale medio millón.
—¿Y si esa mujer se niega a partir?
—A esa mujer la tenemos en nuestras manos, Prior —contestó Hodge—. Y cuando nuestro plan se lleve a cabo del todo, no podrá rebelarse.
—Pero habiendo desaparecido el último testamento del viejo, ella tiene todos los triunfos.
—Lo que importa es saber jugar los triunfos cuando se tienen en la mano —dijo Hodge—. Ella no sabe jugar. No es más que la cara bonita. La partida nos va a costar treinta mil dólares que no recuperaremos; pero vale la pena gastarlos.
—¿Qué piensa hacer?
—Que pongan en libertad a Benito Encarnación. Y esta noche acabaremos con él.
—A mí me da un poco de miedo este asunto.
—Cualquier cosa le da miedo, coronel.
—Es que desde que empezó estoy temiendo que se nos meta entre las patas cierto bicho llamado Coyote.
—¡Bah! Ése es un campesino que se ha puesto a hacer de bandido generoso. No intervendrá. Y si lo hiciese, peor para él.
—¿Cuál es su plan?
—Devolver el dinero robado a la diligencia y enviar una carta exculpando a Benito Encarnación.
—¿No creerán que ha sido el hermano?
—Por eso debemos obrar sin pérdida de tiempo.
* * *
El capitán Hicks tendió a su jefe el mensaje que acababa de recibir.
—¿Qué le parece? —preguntó—. Si de ahora en adelante no creemos en la bondad humana…
El comandante leyó la nota formando sus labios cada una de las palabras que leían sus ojos.
«No quiero que condenen a un inocente que por algún motivo particular no puede decir la verdad. Benito Encarnación no es culpable del robo. No lo es porque soy yo. Y aquí devuelvo el dinero robado».
—Realmente es para sorprenderse —admitió el comandante.
—He hecho llamar a Hodge para que nos diga si está conforme el dinero.
—¿No ha llegado hoy el hermano del acusado? —preguntó el comandante.
—Sí. Y desde que llegó está haciendo gestiones con uno y con otros para alcanzar la libertad de Benito Encarnación.
—¿Las habrá hecho con el autor del robo?
—¿Quién sabe? —bromeó Hicks—. Todo se puede esperar. El mensaje está en inglés incorrecto; pero no como lo escribiría un californiano. Claro que eso nada quiere decir. Puede tratarse del cómplice; pero si fuera así sólo podría devolver veinte mil dólares, ya que los otros treinta mil los tenemos nosotros.
—Sea lo que sea es una buena manera de acabar un enojoso asunto, capitán. Aceptemos la historia como buena. Al fin y al cabo no se cometió ningún crimen. Dejemos en libertad a Benito Encarnación, y si quiere seguir malos caminos, ya encontrará quien le pare los pies colgándole de un álamo.
Cuando llegó Hodge, traía una carta en la cual se especificaba, por parte de la agencia de transportes, cómo se enviaba el dinero. Tanto en billetes de diez dólares, tanto en billetes de cien y tanto en monedas de oro. La confrontación dio un resultado exacto.
—Me alegro —dijo Hodge—. Sin duda el pobre Benito Encarnación no podía explicar de dónde le venía aquel dinero y tuvo que complicarme a mí en su historia.
—Claro, claro —interrumpió Hicks—. Daré orden de que lo pongan en libertad en seguida. En cuanto a Santos Lereña, su identificación del ladrón no fue más que autosugestión. Al saber que se acusaba a Pasapenas se convenció involuntariamente de que había reconocido en el ladrón a caballo a Benito Encamación.
* * *
Cuando Warmack abrió la celda del preso, anunció:
—Le aguarda una sorpresa, señor.
Benito Encarnación le atajó con un ademán.
—Ya sé —dijo—. Me van a poner en libertad.
—¿Se lo ha dicho algún pájaro?
Benito Encarnación se encogió de hombros. No quiso explicar que había recibido un mensaje por la pequeña ventanilla de la celda. Un mensaje redactado así:
«En cuanto he llegado lo he dispuesto todo para tu libertad. Ve a verme esta noche a las diez. Ni más pronto ni más tarde. Tengo mucho que contarte».
Al salir de la oficina del sheriff, Benito Encarnación oyó dar las ocho y media de la noche. Le sobraba tiempo para acudir a la cita de su hermano.