Capítulo X

Un sheriff eficiente

Jed Warmack era sheriff de Los Ángeles desde la llegada definitiva de los norteamericanos. El epíteto más cariñoso que se le dedicaba era el de «cafre» y sioux, pues su salvajismo gozaba de merecida fama. Su ley era la de Lynch, y si salía en busca de algún criminal y le alcanzaba, no se molestaba en llevarlo a Los Ángeles, lo ahorcaba de cualquier árbol y procuraba que su agonía fuese lo más lenta posible.

—Así se ahorra el gobierno dinero en procesos y demás tonterías —decía.

Por lo menos, era innegable que se profesaba un miedo cerval a Warmack, sobre todo por parte de los maleantes, los cuales procuraban actuar lejos de los límites del territorio de Los Ángeles, prefiriendo otros condados donde los sheriffs eran menos violentos.

Jed Warmack escuchó atentamente las explicaciones que dieron los viajeros, el guarda y el conductor acerca del asalto.

—De manera que lo único que sabemos es que a uno le falta la rodela de la espuela izquierda ¿eh? —dijo al fin.

—Eso advertí yo —contestó Santos Lereña.

—No es mucho; pero es algo. ¿Reconocerían a los bandidos si volvieran a verlos?

Todos los interrogados movieron negativamente la cabeza. No. Era imposible identificarlos. Estaba anocheciendo y además iban con el rostro tapado.

—Pero el dinero servirá de identificación —dijo Hodge.

—¡Bah! Con esa prueba sí que no cuento. Los bandidos lo habrán enterrado en espera de que pase la marea, luego lo irán a gastar a cualquier sitio. Bien. Pueden ustedes marcharse. Usted no, Hodge, quédese. Quiero hablar con usted.

Salieron los viajeros, el guarda, el conductor y el coronel Prior. Hodge quedó frente al sheriff, que se paseaba por su despacho levantando a cada paso una nube de polvo del entarimado.

—Ese robo es muy extraño, Hodge —dijo, al fin, Warmack—. Y como todas las cosas extrañas, creo que nos será fácil resolverlo. Usted debía recibir cincuenta mil dólares de San Diego ¿no es así?

—Así es. Los han robado; pero no me apuro mucho, porque están asegurados…

—¡Déjese de seguros y vayamos a lo que importa! —gritó el sheriff—. He de ahorcar a alguien y por eso me interesa saber la mayor cantidad posible de detalles. Ya sé que usted desprecia a los que no hemos ido a la Universidad…

—Yo no desprecio a nadie —interrumpió Hodge.

—No me niegue lo que está claro como el agua. Es lógico. Nosotros no sabemos hablar; pero yo no soy idiota. Tengo mi sistema y suele darme buen resultado. Decía que el robo de su dinero es extraño. La compañía guardó el secreto hasta el momento de cargarlo en la diligencia. Eso nos lo ha contado el guarda. Se hace así para evitar que los bandidos tengan información anticipada del cargamento que conduce la diligencia. Como de San Diego a Los Ángeles no se suelen hacer transportes de dinero, no era lógico suponer que la diligencia llevara nada de valor. Los bandidos no asaltan diligencias para robar un par de anillos y relojes de oro. ¿Quién les informó de que iba una fortuna en la diligencia?

—¿Yo qué sé? —replicó Hodge.

—¡Yo sí lo sé! —rugió Warmack.

—Pues dígalo.

—¡Usted! —Jed Warmack señaló con el índice el pecho de Hodge, que dio un paso atrás, súbitamente pálido.

—¿Qué… qué dice? —tartamudeó, al fin.

El sheriff no se fijó en la mortal palidez de su interlocutor. Estaba dominado por la emoción de lo que decía y continuó, sin mirar a Hodge:

—Usted ha hablado con alguien de que esperaba dinero.

—No.

—¡Sí! ¡Claro que sí! ¿Cómo iban a saberlo, si no?

—Pudieron averiguarlo en San Diego.

—¿Y asaltar la diligencia a las puertas de Los Ángeles? —El sheriff se echó a reír—. ¡No, claro que no! La hubiesen asaltado antes. Cerca de San Diego o a mitad de camino; pero no se hubieran molestado en hacer un viaje galopando delante de la diligencia, yendo por caminos poco frecuentados, para no ser vistos, sin poder cambiar de caballos. ¡No y mil veces no!

—¿Y por qué no? —preguntó desde la puerta César de Echagüe.

El sheriff le dirigió una malévola mirada.

—¿Quién le pregunta nada? —inquirió.

—Usted —respondió César de Echagüe, entrando en la oficina del sheriff—. Su voz se oyó en todo Los Ángeles.

—¿Es una gracia? —preguntó Warmack, que profesaba una cordial antipatía al heredero de los Echagüe.

—Es una voz de trueno —rió César—. Pasaba por delante de su oficina y al oírle vociferar me detuve a escuchar lo que decía. No yo solo. Ahí fuera tiene usted a veinte o más que le escuchan embobados.

—¿Por qué cree que los bandidos no son de Los Ángeles? —preguntó el sheriff a César.

—Yo no digo que pueden no ser de Los Ángeles. Al fin y al cabo es más fácil predecir las reacciones de un hombre inteligente que las de un idiota. Usted goza fama de ser muy inteligente, sheriff. Tal vez los bandidos pensaron que si daban el golpe cerca de la ciudad, usted sacaría la conclusión de que los bandidos eran de aquí y los buscaría en Los Ángeles en vez de salir a buscarlos a San Diego.

—Usted olvida, jovenzuelo, que a mí no se me ha perdido nada en San Diego. Lo que allí ocurra es asunto del sheriff de San Diego, no del sheriff de Los Ángeles. Si el robo se hubiera cometido allí, a mí me tendría sin cuidado; pero ha sido en mi jurisdicción, ¿entiende?

—Más a mi favor —insistió César—. Mientras usted los busca aquí, ellos se dirigen a San Diego, cuyo sheriff no les molestará porque pensará, como usted, que lo ocurrido en Los Ángeles no es de su incumbencia.

—Oiga, muchacho. Si le interesa este asunto escuche y calle hasta que yo le pregunte algo. Y si no le interesa, en la calle estará mejor que aquí.

—Menos divertido —sonrió el joven.

Warmack volvió a sus deducciones.

—Es indudable, Hodge, que usted se fue de la lengua. ¿A quién le dijo que esperaba dinero?

—Al coronel Prior.

—Ése no es un bandido.

—Que yo sepa ninguno de mis amigos es bandido —sonrió Hodge.

—No bromee que no está el tiempo para bromas —reprendió el sheriff—. ¿Quién más le oyó explicar lo del dinero?

—Nadie más.

—Haga memoria.

Hodge fingió hacerla. Movió varias veces la cabeza, como desechando recuerdos y por fin fue a decir algo; pero se contuvo como no pudiendo creer en lo que pensaba.

—¿De quién sospecha? —preguntó César.

—De nadie —replicó secamente Hodge—. No quiero complicar a ninguna persona honrada.

—¿Por qué dice que es honrada esa persona a quien usted no quiere citar? —preguntó Warmack.

—Porque me parece que lo es.

—Con mis propias manos he ahorcado a tres hombres que hasta el momento de cogerlos me habían parecido los seres más decentes del mundo.

—Si habla usted de horcas no pronunciaré ni una palabra más —dijo Hodge—. No quiero cargar mi conciencia con ningún crimen, aunque sea legal.

—Por robar una diligencia no se ahorca a nadie —dijo Warmack, con forzada suavidad.

—Eso será a partir de hoy, pues antes… —dijo César.

—Será a partir de cuándo a mí me dé la gana, joven. Y ya le he dicho que no se meta en mis asuntos.

Warmack fue hacia la puerta y llamó con su potente voz:

—Venga, coronel Prior. Quiero hablar con usted.

Prior entró en la sala y dirigió una suspicaz mirada al congestionado sheriff.

—¿Qué desea? —preguntó.

—¿Quién estaba con usted cuando el señor Hodge contó que esperaba una remesa de dinero?

—Eso se lo puede decir el señor Hodge —replicó el coronel.

—Pero él no quiere decirlo, y como ya estoy harto de tonterías, le meteré a usted en el calabozo hasta que se le refresque la memoria.

—¿Y no será una tontería meter en la cárcel a un coronel sólo porque su memoria no está fresca? —preguntó César.

—¡Qué coronel ni qué niño muerto! Comandante y gracias. Y expulsado del Ejército por haber confundido la milicia con un negocio particular. —Warmack estaba más congestionado que nunca—. Ni un kepis se moverá en el Ejército si yo meto en la cárcel a ese coronel de pacotilla.

—No bromee, Jed —pidió Prior—. Cuando Hodge me contó lo del dinero estábamos en la Taberna Internacional, con Benito Encarnación; pero lo mismo que él pudieron oírlo todos los que estaban allí.

—Conque Benito Encarnación Pasapenas, ¿eh? —Jed Warmack se frotó las manos, satisfecho—. Bien, bien. Ya tenemos algo. ¿Por qué no ha querido decirlo, Hodge?

—Porque no tengo ningún motivo para creer al señor Pasapenas un bandido —respondió, altivamente, Hodge.

—No, ¿eh? Conque no es un bandido el hombre que vende a su patria, que hace de espía de los enemigos y los trae hasta aquí. Pues ¿qué es? ¿Un ejemplo para la juventud?

Jed Warmack arregló sus revólveres, cogió un sombrero y una escopeta y una vez se hubo asegurado de que estaba cargada fue hacia la puerta, gritando a sus comisarios, que esperaban en el porche:

—Vamos a cazar a un palomo ladrón. Veremos qué historia nos cuenta.

Hodge se volvió, con fingida furia, hacia Prior.

—¿Por qué ha metido a ese pobre hombre en este lío?

—¿Y a mí quién me ha metido en él? —se defendió Prior—. Ese bárbaro estaba deseando colgarme de una viga.

Hodge se dirigió a César.

—Haga lo posible por encontrar a Benito Encarnación y avísele de lo que está ocurriendo —dijo—. Si Warmack le encuentra disparará primero y preguntará después. Es su sistema. Usted es amigo de Benito Encamación Pasapenas.

—En este caso soy amigo mío antes que de nadie —replicó César—. Adiós. Creo que me esperan para cenar.

Salió César sin hacer caso de las protestas de Hodge y al quedar éste a solas con Prior, los dos cambiaron una sonrisa de inteligencia. Todo salía bien. Estaban satisfechos de ellos mismos. Y aunque hubiesen advertido que César de Echagüe, por una de las ventanas, había asistido a su intercambio de sonrisas, no se hubieran preocupado. En Los Ángeles nadie tenía en gran concepto la inteligencia y sagacidad del heredero de los Echagüe.

* * *

Jed Warmack era un sheriff eficiente. Sabía dónde y a quién se debía interrogar para recibir respuestas seguras. En menos de seis minutos estuvo sobre la pista de Benito Encarnación. Le habían visto en la plaza. Le habían visto en la taberna de Jill y de allí le vieron marchar, muy despacio, hasta la calle Olivera. Jed previno a sus hombres:

—Si intenta resistir disparad sobre él.

Los comisarios se creyeron obligados a preguntar si su jefe estaba seguro de la culpabilidad de Pasapenas.

—Si hace resistencia es culpable —decidió, con peregrina lógica, el violento sheriff.

Los tres hombres se metieron en la oscura calle Olivera. Pasaron ante la mansión Lizcano, sin ver a nadie y ya iban a dejarla atrás, cuando Warmack captó un centelleo en el suelo. Era una estrella reflejada en una espuela.

—¡Manos arriba! —Ordenó apuntando su escopeta hacia el hueco del muro del jardín de la casa Lizcano—. ¿Qué hace usted aquí?

—¿Existe alguna ley que me prohíba estar aquí? —replicó el interpelado.

El sheriff se acercó a él hasta apoyar en su pecho el cañón de su escopeta.

—¡Conque el señor Benito Encarnación Pasapenas! —exclamó, irónico—. ¡Qué feliz encuentro! Precisamente el hombre a quien buscábamos. ¡Haga un solo movimiento y le lleno de plomo la anatomía!

—¿Está usted borracho, sheriff?

—¿Insultos a la autoridad? Bien. Levante las manos y sígame.

—Se está usted propasando en sus atribuciones.

—Eche a andar delante de mí con las manos rozando las estrellas si no quiere tener un disgusto definitivo.

Benito Encarnación vaciló entre obedecer o replicar al sheriff como lo estaba deseando; por fin levantó las manos e hizo lo que le ordenaba Warmack. Así llegaron a la plaza y, a la luz de los faroles de la Posada Internacional, Warmack registró al joven.

—¿Qué hay en este paquete? —preguntó, al encontrar en un bolsillo de la chaqueta de Benito Encarnación un voluminoso paquete hecho con papel de estraza.

—Es un… Bueno, es mío y a usted no le importa.

Warmack lo estaba deshaciendo ya. Al ver lo que contenía, sus ojos centellearon de gozo.

—Conque no me importa, ¿eh? ¡Bien, hombrecito, bien! Esto le va a costar muy caro. Billetes de Banco. ¿Desde cuándo tiene usted dinero?

—Devuélvame esos billetes y acabemos con esta farsa que nada tiene de agradable —pidió Benito Encarnación.

—Para mí sí es agradable —replicó Warmack—. Para usted, no, desde luego. Y mucho menos lo será cuando lo colguemos de la horca.

El prisionero bajó las manos y quiso precipitarse contra Warmack; pero uno de los comisarios del sheriff se le anticipó, y de un culatazo con su revólver lo derribó sin sentido, a los pies de su jefe. Éste comentó:

—Si no fuese porque no se daría cuenta de nada, lo ahorcaría ahora mismo; pero lo haremos dentro de unos días. Hoy ya nos hemos divertido bastante.

Entre los tres cogieron al desvanecido Benito Encarnación y lo llevaron a rastras hacia la oficina del sheriff, encerrándolo en uno de los calabozos. Fue entonces cuando el sheriff advirtió que la espuela izquierda del detenido carecía de rodela.

Nadie había presenciado lo ocurrido. A aquella hora todos estaban cenando y las calles se encontraban vacías. Cuando más tarde empezaron a salir los que iban a las tabernas o a alguna cita amorosa, Benito Encarnación estaba en su celda. Y allí estaba a la mañana siguiente, cuando se celebró la boda de Tadeo Pasapenas con Sara Stone. Los novios marcharon de la iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles a San Pedro, para embarcar hacia Monterrey. Entre los invitados a la boda figuraban las mejores familias de Los Ángeles; pero entre los asistentes, las buenas familias sólo estaban representadas por César de Echagüe y algunos estancieros que no quisieron cometer la grosería que cometían sus esposas e hijas. Al fin y al cabo, si Sara Stone había cometido algunos pecadillos, no se le podía negar que era bonita como un sol y, como dijo don Goyo Paz, un brillante, aunque no sea totalmente puro, no por eso deja de valer más que un guijarro.