La diligencia
La diligencia de San Diego avanzaba arrastrada por cuatro caballos en vez de los seis de costumbre. Crujían los tirantes de cuero y los muelles de acero, y sonaban, alegres, los cascabeles y todo hacía presagiar un feliz término del viaje para los tres viajeros que iban a ella.
No era corriente tan escaso número de viajeros. Generalmente eran seis o siete, y hasta ocho, según su tamaño, los que se apelotonaban dentro del carruaje. La escasez de viajeros en la diligencia se podía atribuir a diversas causas; pero la más lógica era la siguiente:
Pocos minutos antes de partir la diligencia hacia Los Ángeles, se había cargado en ella una caja de roble muy herrada, cerrada con un candado y atada con una cadena y otro candado.
—Cincuenta mil dólares en billetes y monedas —anunció el mayoral, mientras subía al pescante un guarda armado con una escopeta de dos cañones.
Los viajeros cambiaron miradas de inquietud. Con la ocupación norteamericana no habían desaparecido los bandidos. Por el contrario, ahora se encontraban, además de los antiguos, cuyas mañas eran ya conocidas, otros de nacionalidad norteamericana, cuyas mañas no eran tan conocidas.
Una diligencia en la cual sólo viajan pasajeros, no suele ser ninguna tentación para los bandidos. Se corre un riesgo y sólo se obtienen pobres beneficios; pero una diligencia que además de viajeros conduce cincuenta mil dólares es una tentación demasiado grande. De San Diego a Los Ángeles hay espacio suficiente para que todos los bandidos de California, atraídos por el olor del oro, detengan por turnos la diligencia. Y ¿quién sabe si para evitar ser reconocidos no asesinarán a todos los viajeros?
Fueran cuales fuesen los pensamientos de los viajeros, lo cierto fue que a la hora de la partida sólo se presentaron tres de ellos: Doña Gertrudis Ayala, propietaria de la tiendecita de objetos de culto y religiosos establecida junto a la iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles. Regresaba de Tijuana, de adquirir un importante surtido de estampas, devocionarios, rosarios y medallas.
—Si los bandidos nos asaltan, no creo que se lleven mis mercancías —dijo al subir a la diligencia—. Y si las robasen sería para encontrar en ellas el camino de su salvación eterna.
El otro viajero, Silas McNamara, de oficio sacamuelas, tiró su saco de mano dentro de la diligencia, anunciando:
—Los últimos dólares los he gastado en el pasaje. Lo único que pueden quitarme es el instrumental, que no les servirá de nada. A lo mejor alguno de los bandidos necesita que le saquen una muela y aun ganaré dinero.
El tercer viajero. Santos Lereña, subió sin hacer ningún comentario: pero su aspecto no era el más invitador para un bandido. Si en su poder se encontraban más de diez centavos, habría que atribuirlo a milagro.
La diligencia sorteó con fortuna todos los lugares que se sabían más frecuentados por los bandidos, y estaba ya a seis leguas de Los Ángeles, o sea prácticamente al final de su viaje. Anochecía, pues, y, como de costumbre, se llegaba con retraso. Los tres viajeros iban chocando entre sí, pues uno de los inconvenientes de una diligencia medio vacía es que hay espacio suficiente para que los viajeros choquen entre sí como pelotas dentro de un cesto. Cuando va llena resulta imposible moverse y los golpes se dan en blando, excepto cuando se entrechocan dos cabezas.
Antes de entrar en el desfiladero del Miedo, el conductor detuvo los caballos y ordenó al guarda que le acompañaba:
—Baja a encender los faroles.
Dejó el guarda su escopeta en el pescante y se entregó a la difícil tarea de encender los dos faroles de la diligencia. Los viajeros se asomaron a las ventanillas, para disfrutar de un poco de aire puro, después de tanto respirar polvo.
En aquel momento dos voces ordenaron, una tras otra:
—¡Quietecito, mayoral!
—No se moleste en encender el farol, amigo.
Un jinete y un hombre a pie salieron de entre los árboles, armados con un revólver cada uno. Llevaban las caras tapadas hasta los ojos con sus pañuelos y los sombreros hundidos hasta las cejas.
—Bajen los viajeros —ordenó el jinete.
Los tres viajeros se dieron prisa en obedecer, quedando junto a la diligencia con las manos en alto, así como también las levantaron el guarda y el conductor. Éste comentó:
—No os esperábamos tan cerca de Los Ángeles.
—Lo bueno es aparecer allí donde a uno no le esperan —replicó el jinete—. Tira la caja del dinero: pero no acerques las manos a la escopeta ni a tu pistola, podrías sufrir un accidente.
—A mí me pagan para guiar caballos, no para jugar con fuego —respondió el conductor, que no era la primera vez que se veía detenido por los bandidos.
—Y a mí me pagan para defender la diligencia, no para encender faroles —gruñó el guarda.
El bandido que estaba a pie quitó al guarda su revólver y lo disparó seis veces contra los candados de la caja, saltándolos. Después volvió a meter el revólver en la funda de su dueño, previniendo:
—No lo cargues antes de tiempo.
Subió al pescante y descargó la escopeta y la pistola del conductor, bajando después a comprobar si los viajeros llevaban algún arma. Ninguno de los tres iba armado. El bandido regresó junto a la caja del dinero, la abrió, metió su contenido en un saco de lona que le tiró el que iba a caballo, y protegido por éste, que seguía apuntando a los viajeros, al guarda y al mayoral, llenó el saco y con él sobre el hombro metióse por entre los árboles. Su compañero aguardó unos minutos después, hizo dar media vuelta a su caballo y deseó a los de la diligencia:
—¡Buen viaje, amigos! ¡Y gracias!
—Por lo menos no nos han degollado —comentó Silas McNamara—. ¿Los conoce, mayoral?
—No. Son nuevos en esta tierra, aunque el de a caballo era del país. El señor Hodge esperará en vano su dinero, claro que la empresa se lo tendrá que abonar, pues lo traía asegurado. Suban, señora y caballeros. Y tú, acaba de encender el farol.
El guarda hizo lo que mandaba su compañero y luego encaramóse junto a él, reanudando la diligencia su camino por el Cañón del Miedo, aunque ya sin miedo de que les detuviera ningún bandido.
—¿Por qué han abierto la caja ahí y no se la llevaron tal como estaba? —preguntó doña Gertrudis.
—Es muy sencillo, señora —replicó el dentista—. Antes utilizaban el sistema de usted.
Ante un gesto de protesta de la vendedora de devocionarios, el dentista rectificó:
—Quiero decir el sistema que usted ha indicado; pero como era un sistema lógico, la compañía de transportes tomó la buena costumbre de llenar de piedras los arcones del oro y repartir éste por otros sitios de la diligencia. Así engaño a tres o cuatro bandidos, que creyendo llevarse un cargamento de oro se llevaron un cargamento de adoquines; pero los bandidos se informaron unos a otros y a su vez tomaron la decisión de abrir las cajas en el sitio del robo, y como encontraran adoquines en vez de billetes y dólares, quitaban de en medio al mayoral y al guarda. Hubo que volver al sistema antiguo, porque los conductores declararon que si no se metía el dinero en su debido sitio, ellos no conducían. Sin embargo, los bandidos siguen tomando la precaución de abrir las cajas antes de cargar con ellas.
—¡Jesús! —Exclamó doña Gertrudis—. De momento yo pensé que era El Coyote.
—El Coyote sólo asalta diligencias en que viajan yanquis de esos que se hacen, ricos robando tierras a sus legítimos dueños —dijo Santos Lereña—. Esos dos eran californianos; pero de los malos. Al que iba a caballo se le había caído la rodela de la espuela izquierda.
—¡Sí que es usted observador! —comentó Silas McNamara.
—Yo no estaba para fijarme en nada —declaró doña Gertrudis Ayala[5].
—Como a mi nada podían robarme tuve tiempo de fijarme en todo —dijo Santos Lereña.
—Pues guarde bien el detalle, que le puede ser útil —rió el dentista—. A lo mejor al llegar al final del viaje encontramos allí a los bandidos haciéndose los tontos.
Cuando la diligencia llegó a Los Ángeles, sólo la esperaban Henry Hodge y el coronel William Prior, además de la hermana de doña Gertrudis. Sin embargo, la noticia del asalto a la diligencia corrió en seguida por toda la ciudad.
¡Eran las nueve y media de la noche!