Dos visitas para el licenciado Espinosa
El notario Espinosa, o licenciado Espinosa, como le llamaban en Los Ángeles, terminó de trazar su complicada rúbrica sobre el grueso papel de barbas, espolvoreó sobre ella la arenilla con la salvadera y cuando la tinta quedó seca vertió la arenilla en un recipiente, sopló el papel para librarlo del polvillo que aún estaba adherido a la escritura y, guardando el acta en una carpeta de cuero, cambió sus gafas de leer por otras y miró al coronel Prior que estaba sentado al otro lado de la gran mesa de caoba del notario.
—Usted dirá en qué puedo servirle, caballero —dijo—. Perdone que le haya hecho esperar.
—De nada, señor Espinosa. No tengo prisa. Si ha de hacer algo más puede hacerlo.
—No, no. Estoy a su disposición.
—Pues… Se trata de lo siguiente, señor Espinosa. Me voy haciendo viejo y uno no sabe ya si la muerte está lejos o cerca.
—Vale más creer que está lejos.
—Pero puede estar cerca, ¡caramba! Yo tengo algunos dineros y una familia muy abundante y muy repartida por el mundo.
—¿Quiere hacer testamento?
—Sí. Eso es. Si dejo que mi dinero se lo repartan mis parientes, les va a tocar a tan poco, que ninguno guardaría buena memoria de mí. Yo quisiera dejárselo todo a mi sobrino que vive en San Louis, Missouri. Es un buen muchacho, ¿sabe?
—Eso es muy sencillo. Traiga usted dos testigos y extenderemos su testamento.
—Pero estando en California ¿podrá avisar a mi sobrino?
—Si usted nos deja su dirección, nada será más fácil. Le escribiremos anunciándole su voluntad, él vendrá a Los Ángeles y se hará cargo de la herencia, lo cual hemos de desear que ocurra lo más tarde posible.
—¿Dónde quedará el testamento?
—Puede usted guardarlo en su poder o dejarlo a mi custodia.
—¿Lo extendería usted?
—No es imprescindible. Existe el testamento ológrafo que puede extender usted firmando al pie de cada hoja.
—¿Y si yo extendiera un testamento ológrafo, lo cerrase y sellase y se lo diera a usted? ¿Sería válido?
—A eso le llamamos testamento cerrado. Es válido. Basta con que usted lo redacte, lo cierre y selle y me lo entregue delante de testigos que al momento de abrirlo certifiquen que está tal como me fue entregado.
—¿Lo guardaría usted?
—Si usted quiere, sí.
—¿Cuándo deberá ser abierto?
—A los diez días de su muerte y antes le los cinco años después de ella.
—¿Pasados esos años es nulo?
—Si no se ha abierto, sí.
—¿Y si al abrirse el testamento el heredero no puede acudir a hacerse cargo de la herencia? ¿Qué ocurre?
—Nada. La herencia le aguarda.
—Bien, bien. Pues me parece que extenderé un testamento cerrado, se lo traeré a usted y lo guardará hasta que yo muera. ¿Cuánto le debo por la consulta?
—Un cigarro y un apretón de manos —sonrió el notario.
El coronel Prior tendió tres cigarros al notario y mientras le estrechaba la mano preguntó:
—¿Podría aclararme una duda más?
—Usted dirá.
—Si existiendo un testamento anterior, y desapareciese el último ¿será válido el antiguo?
—Claro; pero no debe temer que desaparezca. Aquí están bien guardados —y Espinosa golpeó con la palma de la mano un gran armario de nogal, protegido con grandes herrajes—. Antiguo; pero sólido.
—Como todo lo antiguo —sonrió el coronel, estrechando de nuevo la mano del notario y despidiéndose de él hasta pronto.
Al quedar solo, el señor Espinosa buscó en sus carpetas unos documentos y después de cambiar de nuevo las gafas, empezó a escribir en otra hoja de papel. Sólo se interrumpió en su trabajo para encender la lámpara de petróleo de encima de la mesa. Después de graduar la llama continuó su trabajo. Lo interrumpió un momento cuando el reloj de pesas dio las diez de la noche. Entre el chirriar de las cadenas y los engranajes le había parecido oír un ruido en el balcón, que tenía entreabierto. Miró hacia él; pero no viendo ni oyendo nada más, supuso que se trataba de un ruido más del viejo reloj y reanudó su trabajo.
Esta reanudación duró unos minutos, después oyó de nuevo un ruido que procedía del balcón y al mirar hacia él encontróse frente a un enmascarado cuya mano derecha descansaba amenazadoramente en la culata de uno de los revólveres que pendían de su cinturón.
—¿Qué… que quiere usted? —tartamudeó el notario.
Quiso cambiar de gafas; pero le temblaban tanto las manos que estuvo a punto de dejar caer al suelo las que llevaba.
—No se asuste, escribano —dijo el enmascarado—. Vengo a hablar como amigo.
Por fin consiguió el notario cambiar de lentes, y el enmascarado se le hizo más claramente visible.
—¿Es usted El Coyote? —preguntó.
—Sí. Las personas honradas nada deben temer de mí.
—Entonces yo…
—Usted menos que nadie.
—¿Puede decirme a qué ha venido?
—Sí. Usted guarda en ese armario varios testamentos —y El Coyote señaló el mueble.
—Sí… claro —replicó el notario.
—¿Lo considera usted un sitio seguro?
—Sí.
—Pues yo no.
—¿Qué motivos tiene para ello?
—Mis motivos. Tenga la bondad de abrir el armario, coger todos los testamentos que guarda en él bajar al jardín, abrir un hoyo y enterrar en él todos los documentos que le interese conservar.
—No me someteré a sus impertinencias, señor Coyote. Admiro lo que usted hace en bien de California; pero si no justifica usted sus motivos para semejante acto…
—Escribano Espinosa, o licenciado, si lo prefiere, obedezca mis órdenes. Por las buenas o… por las malas —y El Coyote desenfundó a medias un revólver.
—Cedo ante la violencia —declaró el notario.
—Nadie le criticará por semejante cesión. Y si quiere algunos motivos se los daré. Temo por un testamento de los que usted guarda. El de don Benito Pasapenas. Es un testamento cerrado cuyo contenido usted ignora. ¿No es así?
—Así es. Don Benito lo redactó por sí mismo, delante de mí, luego lo selló y me lo entregó.
—Hay alguien a quien no le interesa que ese testamento llegue a abrirse.
—Si se refiere a Tadeo Pasapenas le diré que lo calumnia.
—No me refiero a Tadeo Pasapenas. Hasta ayer ese testamento podía ser invalidado por el heredero; pero yo estropeé la cesión y ahora los que iban a beneficiarse de ella tratarán de destruirlo. Hay que evitarlo. Esconda el testamento y antes de que transcurran cinco años vaya a entregarlo a Benito Encarnación.
—¿Por qué dentro de cinco años y no ahora?
—Porque temo que no se pueda presentar ante usted antes de cinco años. Es una sospecha, nada más; pero debemos estar prevenidos. Luego usted o su heredero decidirán lo que se debe hacer. Entretanto, no diga ni una palabra de todo esto. ¿Me lo promete?
—No puedo.
—En tal caso dejaré que el testamento sea destruido. Seguirá como válido el anterior.
—Quizá fuese preferible.
—Quizá; pero usted no puede desearlo.
—No… claro que no puedo —y Espinosa se rascó, pensativo, la cabeza—. Quizá haga mal siguiendo sus consejos; pero… los voy a seguir.
—Pues siga otro consejo. No baje al jardín con ninguna luz. Haga el menor ruido posible y abra el hoyo bien lejos de la casa.
El notario abrió el armario con tres pesadas llaves, sacó de su interior un gran número de papeles y documentos y los metió en una caja de lata, luego, con ella bajo el brazo, y, después de cerrar nuevamente el armario, bajo al jardín, escondió la caja en un hoyo que se había abierto aquella mañana para plantar un arbolito y lo cubrió nuevamente. Al volver a su despacho, observó que El Coyote ya no estaba allí. Como era muy tarde y el día había sido de mucho trabajo, el notario bajó a la cocina donde su criada le tenía ya dispuesta la cena, la comió sin gran apetito, preocupado por lo que había dicho El Coyote y, por fin, se fue a acostar.
Durmióse pronto, pero mal. Soñó que oía ruidos por todas partes y que encendía los tres cigarros del coronel Prior. Eran unos cigarros que parecían chimeneas, pues cada uno de ellos soltaba densas columnas de humo. Tanto, que al fin el notario se despertó tosiendo y medio ahogado a causa del humo que llenaba su dormitorio. De momento creyó que seguía el sueño; pero los gritos de «¡Fuego, fuego!» que lanzaba su criada le convencieron de que estaba bien despierto y de que algo grave ocurría en su casa.
Saltó de la cama, se cubrió con una bata y, calzado con unas zapatillas, salió al corredor. Lo encontró lleno de humo a través del cual se distinguían rojas llamaradas.
—En su despacho, licenciado —le anunció la criada—. Hay fuego en su despacho. Se debió de dejar encendida la lámpara y el gato la habrá tirado.
Aunque el notario Espinosa estaba seguro de haber apagado la lámpara y de que el gato no estaba en el despacho, recordó las palabras del Coyote acerca de lo dudoso de la solidez del armario donde guardaba los documentos importantes. Imaginóselo consumido por las llamas y mientras corría a buscar cubos de agua para atajar el incendio replicó a la criada:
—Sin duda fue el gato.
Al salir el sol fue dominado el incendio. Las llamas habían consumido la mitad de la casa, dejando la otra mitad tan ennegrecida que tardaría mucho tiempo en resultar habitable.
Al ser interrogado por sus amigos acerca de las pérdidas sufridas, el notario Espinosa declaró:
—Todos los documentos que guardaba se han perdido. Habrá que extenderlos de nuevo y lo haré gratuitamente para que mis clientes no salgan perjudicados.