Capítulo VII

Buscando dinero

Julián Martínez anunció en voz baja a César, cuando éste abandonó el gran comedor, después del desayuno:

—Benito Encamación desea hablarle, señorito. No ha querido entrar en el rancho por miedo a una escena con el señor. Le aguarda en casa con Rosario y Lupita.

César palmeó suavemente la espalda del mayordomo y dirigióse hacia la casa donde éste vivía con su familia: su mujer, Rosario, y su hija de trece años, Lupe. Las dos se retiraron cuando él entró, dejándole a solas en el fresco comedorcito, en donde le esperaba Benito Encamación.

—¿Qué te trae a estas horas por aquí? —preguntó César.

Benito Encamación no se anduvo con rodeos.

—Necesito dinero —dijo, nerviosamente.

—Si no es mucho…

—No. Por lo menos quince mil dólares.

César arqueó las cejas fingiendo un asombro que no sentía.

—Es mucho dinero.

—En realidad necesito veinticinco mil; pero entre lo que yo tengo y lo que obtendré de la venta de unas joyas reuniré los diez mil. Los otros quince mil no sé de dónde sacarlos.

—Ni yo tampoco. Mi padre no es tacaño; pero tampoco peca de espléndido. Opina que un muchacho no necesita más de diez pesos al mes si, como yo, lo tiene todo pagado. Mil dólares los podría reunir fácilmente. Y dos mil, haciendo un esfuerzo. Julián me prestaría trescientos o quinientos; pero… hasta quince mil aun faltarían doce mil quinientos.

—Lo sé. En realidad no esperaba que me los pudieses proporcionar; pero pensé que tal vez me podrías dar alguna idea.

—Cuando se necesita dinero las ideas no sirven de nada —rió el joven—. A mi padre no le puedo pedir nada. Estamos un poco enfadados y si le dijese que era para ti aún se enfadaría más. ¿Quieres que lo pida a tu hermano, diciéndole que es para mí?

—No. A él, no. En todo caso iría yo mismo a pedírselo, aunque no creo que lo tenga.

—¿Y un prestamista? En Los Ángeles hay unos cuantos. Son sanguijuelas que le chupan a uno la sangre; pero cuando no hay más remedio…

—No puedo dar ninguna garantía.

—¿Y tu herencia? Circula el rumor de que tú eres el heredero de la Hacienda Nombre de Dios. A última hora tu padre se arrepintió de haberte desheredado, o se enfadó con Tadeo, por haberse comprometido con Sara Stone. Su testamento está aún por abrir.

—No quiero nada de mi padre. Y tampoco quiero quitarle a mi hermano sus tierras. Dispensa que te haya molestado.

—Perdóname a mí por no poderte ayudar. Tal vez otro amigo.

—Benito Encarnación Pasapenas no tiene ya amigos en Los Ángeles. Tú eres el único. Adiós.

Después de cambiar un apretón de manos con César, Benito Encarnación salió de la casa de Julián Martínez y poco después abandonaba el rancho de San Antonio. César regresó a la casa principal. Su padre le esperaba en la terraza.

—¿Qué ha venido a hacer Benito Encamación a mi casa? —preguntó, severamente.

—A pedir un favor.

—¿Qué favor puede solicitar de los Echagüe un traidor como él?

—Dinero.

—¿Ya ha gastado el precio de su traición?

—Por lo visto.

—¿Cuánto ha pedido?

—Quince mil pesos.

—¡Eh! ¿Está loco? Supongo que no se los habrás dado.

—Aunque hubiese querido hacerlo no habría podido, papá —sonrió el joven—. Pareces olvidarte de lo poco que me das para mis gastos.

—Te doy demasiado, y si fueras ahorrador… Bueno, no hablemos más de eso; pero advierte a tu amigo Benito Encarnación, que si vuelve a presentarse por aquí le trataré como a un ladrón. Haré que disparen contra él.

—Pues se lo voy a decir en seguida —replicó César, haciendo intención de correr en busca de su amigo.

—¡Quédate aquí! —Gritó don César de Echagüe—. Ya te han visto demasiadas veces con él y ya hablan demasiado de tus sentimientos hacia los yanquis.

—Como tú ordenes, papá —respondió el joven.

Pensaba aprovechar la primera distracción de su padre para volar a Los Ángeles a fin de seguir los pasos de Benito Encarnación y averiguar dónde buscaba el dinero que le hacía falta. Mas, por una vez, el señor Echagüe demostró un gran interés por su hijo y no se separó de él hasta bien entrada la noche, cuando Benito Encarnación había caído en la trampa que le tendieron.

* * *

Benito Encarnación Pasapenas no había confiado mucho en que César le sacara del apuro en que estaba. Si le visitó fue porque le sabía su único amigo entre la gente adinerada de Los Ángeles; pero el fracaso de su gestión le parecía lógico. César era un muchacho sujeto aún a la tutela de su padre y no era natural que dispusiese de quince mil dólares.

Siguió la carretera dejando que su caballo marchara sin prisa y al llegar al cruce de caminos se detuvo. La carretera principal conducía a Los Ángeles. El camino de la derecha llevaba a la Hacienda Nombre de Dios. Benito Encamación vaciló. No había visto a su hermana Aunque de opiniones distintas, los dos se habían llevado siempre muy bien en lo fundamental. Se querían más de lo que suelen quererse los hermanos. Él, como mayor, había protegido siempre a Tadeo y éste siempre estuvo a su lado cuando hubo que luchar contra los compañeros de colegio o de juegos.

Por fin se decidió. Iría a verle. Era preferible romper el hielo entonces.

Pero cuando llegó ante el arco que señalaba la puerta de la hacienda, Benito Encarnación vaciló de nuevo. Su hermano le hablaría de su próxima boda. De su novia. De sus ilusiones.

Rabiosamente picó espuelas, lanzando el caballo camino adelante, hacia Los Ángeles, huyendo del lugar donde había transcurrido su infancia y lo mejor de su juventud. Para dominar sus vacilaciones y sus deseos de volver atrás, siguió espoleando a su caballo, hasta hacerle sangrar. Era mejor no ver nunca más a Tadeo Pasapenas.

De súbito, al doblar un recodo del camino se encontró frente a frente con su hermano.

—¡Benito! —exclamó Tadeo.

Su rostro reflejaba la genuina alegría que le llenaba.

—¡Te he buscado en Los Ángeles! —siguió Tadeo—. Me dijeron que habías venido hacia aquí. Los dos nos buscábamos y por poco no nos encontramos.

Guiando su caballo hacia donde estaba, inmóvil, Benito Encarnación, Tadeo le abrazó fuertemente.

—¿Cómo has podido tardar tanto en visitarme? ¿Me guardas algún rencor? ¿Es que no me has perdonado lo que te dije en nuestra última conversación?

Benito Encamación sintió como si le estrujaran el corazón y le dolieran los ojos. Comprendió que estaba a punto de llorar. La sangre era algo más que agua. Debía salvar a su hermano de la desgracia que le rondaba.

—No me atrevía a visitarte —le dijo—. Temí que tú opinases como los otros.

—Seas lo que seas para los demás, para mí eres y serás siempre mi hermano —respondió Tadeo—. Acompáñame a casa. Comerás conmigo y luego iremos a hacer dos gestiones. Primero quiero que conozcas a la mujer con quien me voy a casar.

—Ya la conozco —replicó con voz alterada Benito Encarnación.

—Ya lo sé; pero no la conoces como ahora es.

—¿Qué quieres decir? ¿Ha cambiado? ¿Crees que es distinta?

—Claro —sonrío Tadeo—. Tú la recuerdas como la señorita Stone. Ahora es la futura señora de Pasapenas. Tu cuñada y mi mujer.

Benito Encamación había creído oír otra cosa. Pensó que su hermano conocía algo de lo mucho malo que se decía de Sara e iba a tratar de convencerle de que la mujer elegida para esposa había cambiado; pero no, Tadeo no sabía nada. Aunque pareciese imposible, era así. ¡No sabía nada!

—Ya la conoceré más adelante… —musitó—. Tengo mucho que hacer ahora.

—Debemos ir a visitar al notario. Hay que abrir el testamento de papá. Sólo tú puedes abrirlo. A última hora cambió algunas cláusulas. Se arrepintió de lo que había hecho contra ti. Seguramente divide entre los dos la hacienda. El testamento que se ha dado como válido, interinamente, te perjudicaba mucho. Sólo te reservaba cien dólares.

—Aún me dejaba demasiado —repuso Benito Encarnación, cuyos pensamientos estaban ahora muy lejos de allí—. Por mí ya está bien ese testamento.

—No, eso no. Papá fue muy duro. En el testamento especificaba que yo no podía vender ni ceder a nadie ninguna parte de mi hacienda, y que sólo mis herederos podrían vender la mitad de ella. Lo hizo para que yo no pudiese favorecerte.

—Hizo bien —insistió Benito Encarnación—. Hizo bien. Yo habría destrozado la hacienda en menos de cuatro días. Tú la harás fructificar más, Tadeo.

—¿Qué te ocurre? —Preguntó Tadeo—. Estás raro. ¿Es que no te alegras de nuestro encuentro?

—Bien sabe Dios que sí —respondió, cálidamente, Benito—. En muchos meses ésta es la primera alegría que tengo; pero no puedo acompañarte. Debo ir a Los Ángeles. Mañana por la noche te iré a ver. Entonces decidiremos lo que debe hacerse.

—¿Necesitas dinero? Si estás en algún apuro yo te ayudaré en lo que pueda. He tenido muchos gastos con motivo de los preparativos de mi boda; pero hasta cinco mil dólares puedes pedir lo que quieras.

—Gracias… No necesito nada. De veras.

—Parece como si no te alegraras de nuestro encuentro. Como si no lo hubieses deseado.

—Desde el momento en que he venido a Los Ángeles… ¿Por quién iba a volver sino por ti?

Tadeo pareció aliviado.

—Me gusta oírte hablar así. No quiero insistir. Recuerdo que tenías un amor secreto en Los Ángeles… ¿Es a ella a quien vas a ver?

—Sí.

—¿Cuándo me la presentarás? Tengo ganas de conocerla.

—Más adelante. Adiós, Tadeo. Pero… ocurra lo que ocurra, ten la seguridad de que te quiero tanto o más que antes.

—Pues claro. Nunca he dudado de ti. Y te he defendido.

Los dos hermanos se abrazaron de nuevo y Benito Encarnación picó espuelas y se alejó al galope.

«Debí haberla matado», se dijo.

Estaba más dispuesto que nunca a evitar la boda entre Sara Stone y su hermano.

Entró en Los Ángeles con una firme decisión. Visitaría al notario de su familia: al anciano licenciado Espinosa. Abriría el testamento y se enteraría de la última voluntad de su padre. Tal vez aquello le permitiera reunir el dinero suficiente para comprar la fuga de aquella mujer.

—Pero ¿adónde va mi amigo don Benito, que no saluda a los amigos?

Benito Encarnación volvió la cabeza, sobresaltado por la inesperada interrupción.

—¡Oh! ¿Es usted, coronel? Buenos días. Perdone que no le haya saludado. Tengo prisa… Dispense.

El coronel Prior estaba junto a él, acompañado por otro hombre a quien Benito no conocía. Sin embargo, le dirigió un breve saludo y disponíase a seguir su camino, cuando el coronel, agarrando la brida del caballo, exigió, risueño:

—¡Ah, caramba! No se va a marchar tan de prisa sin hablar con unos amigos que tienen buenos negocios para usted. Éste es mi querido amigo el señor Hodge.

Hodge representaba unos treinta años. Su aspecto era el del clásico aventurero. Enérgico, de expresión reservada, alto, fuerte, vestido con decoro; pero sin excesiva elegancia.

—Va a tener un momento para nosotros —siguió el coronel—. No diga que no, ¡caramba! Mi amigo trae mucho dinero y quiere invertirlo. El dinero es redondo para que ruede y crezca como bolas de nieve.

Sólo unos doscientos metros separaban a Benito Encarnación de casa del notario Espinosa. Pero recordó la insistencia del Prior de que juntos podrían hacer buenos negocios. ¿Y si allí estaba la solución de todos sus problemas?

Casi antes de darse cuenta de lo que hacía, Benito Encarnación se encontró sentado entre los dos hombres, frente a una mesa y tres vasos de whisky.

—Lo mejor es ir recto al asunto —dijo Henry Hodge—. El coronel me ha hablado mucho de usted. Dice que, como yo, sólo tiene usted una palabra. Eso me gusta. He venido a realizar grandes negocios en California. Necesito alguien conocedor del país y de sus costumbres. Un hombre que, además, esté a buenas con mis compatriotas… Usted reúne esas condiciones.

—¿Qué negocio viene a establecer? —preguntó Benito.

—Transportes —explicó Hodge—. California está aislada. Todo cuanto llega aquí ha de pasar por el Cabo de Hornos. Son meses de viaje. La ruta de tierra es más rápida, aunque menos segura a causa de los indios; pero si organizamos un servicio de diligencias bien protegidas, los indios no nos molestarán. Y aunque se perdiese algún cargamento, los beneficios lo compensarían. Traeríamos telas, licores, herraduras, todo lo que se echa de menos. Y el viaje de regreso nos serviría para llevar al Este pieles y plata. Instalaríamos oficinas en San Francisco, así como en Monterrey y San Diego. Usted se podría encargar de la oficina de San Francisco. El coronel de la de aquí. Y las otras dos las instalaríamos de acuerdo con usted. Es decir, que a partir de mañana usted podría empezar las gestiones para adquirir tres locales. Uno en San Francisco, otro en Monterrey y el tercero en San Diego.

Henry Hodge se interrumpió un momento. Sacó unos largos y estrechos cigarros y tendió uno a Benito y otro al coronel, escogiendo otro para sí. Los tres hombres los encendieron y Hodge siguió:

—Si le agrada mi proposición, empezaremos a trabajar en seguida. Nosotros, los americanos, quiero decir los norteamericanos, somos expeditivos. Nada de hacer mañana lo que se pueda resolver hoy. Es la forma de no perder buenas oportunidades. Mañana me llega una remesa de dinero de San Diego. La dejó un barco y la trae la diligencia. Bastantes miles de dólares. De ellos les entregaré treinta mil para que usted empiece a trabajar. Compre los locales o hágalos levantar. Dentro de un mes quiero que todo esté listo. El dinero que le sobre considérelo como un anticipo de sus beneficios. Ésos serán el veinte por ciento de lo recaudado. Sólo en correspondencia para el Este ganaremos una fortuna. Los correos actuales cobran diez dólares por cada carta. Nosotros cobraremos cinco. ¿Acepta?

Benito Encarnación sentíase turbado por aquel torbellino de acontecimientos.

—Mañana he de salir de Los Ángeles —dijo—. Por la noche… Me dirijo a Monterrey… Si he de empezar a trabajar necesitaré para entonces el dinero.

—¿No puede retrasar la salida? —preguntó Hodge.

—Me sería difícil.

—La diligencia debe llegar a las ocho de la noche; pero como suele retrasarse, lo más probable es que llegue a las nueve o a las diez, como de costumbre; pero no importa. Tendrá el dinero. Emigh, el banquero, me lo anticipará. ¿A qué hora lo necesita?

—A las ocho.

—Pues a las ocho lo tendrá. ¿De acuerdo?

Al preguntar esto, Hodge tendió la mano a Benito Encarnación. Era así como se cerraban los tratos en California. No hacían falta firmas. Un apretón de manos, entre gente honrada, vale tanto o más que una firma legalizada ante notario. Benito Encarnación estrechó la mano de Hodge y respiró hondo. ¡Estaba salvado!

—Como ahora no debe de tener usted nada que hacer —siguió Hodge—, acompáñeme a echar un vistazo a la carretera de San Diego. Le iré explicando el sistema que pienso establecer. La velocidad ante todo. Vivimos en tiempos modernos, en tiempos de ferrocarril. Algún día la vía férrea cruzará el continente de mar a mar. Y como nosotros habremos ganado millones, nosotros construiremos ese ferrocarril. Vamos. ¿Nos acompaña usted, coronel?

—Hace demasiado calor, señor Hodge. Además, la última vez que le acompañé salimos para volver al cabo de una hora y tardamos tres días en regresar.

—A usted, coronel, se le ha metido en las venas la calma californiana —rió Hodge—. Vamos, señor Pasapenas. Empecemos a preparar el puente de oro que unirá el Este con el Oeste.