Entrevista en el pabellón
Sara Stone tiró sobre un silloncito Luis XVI la larga capa con capucha que se había puesto para cruzar el jardín. Vestía un vaporoso traje, que más parecía salto de cama que vestido, estilo imperio, con cintura muy alta y falda amplia. Había peinado alto el cabello, dejando al descubierto la nuca poblada de pequeños rizos y las orejas, adornadas con dos pequeñas perlas rodeadas de brillantitos. Miróse en el ovalado espejo del tocador, luego comprobó si en algún punto visible quedaba algún recuerdo o huella de anteriores visitantes. Por fin, satisfecha de que no quedaba allí ninguna prueba comprometedora, sentóse en uno de los laqueados sillones y, cruzando una pierna sobre la otra, esperó, reflexionando sobre lo que debería hablar con Benito Encarnación. A ella no le había extrañado la vuelta del hermano de su futuro esposo. La había estado esperando y habíase preparado para ella. Benito Encarnación no había llegado demasiado pronto ni demasiado tarde. Llegó en el momento preciso, cuando todas las medidas estaban ya tomadas para la ofensiva.
El crujir de la gravilla junto al pabellón hizo que Sara se pusiese en pie como movida por un resorte. Llevóse la mano izquierda al pecho, como para contener los latidos de su corazón. En sus ojos se asomó la inquietud. Así la encontró Benito Encarnación cuando entró en la casita.
Se miraron durante un minuto. Sara acabó sonriendo como avergonzada de su miedo y pidiendo excusas para él.
—¿Temías que fuese otro el que venía a verte? —preguntó el recién llegado.
—No estaba segura de tu venida —respondió Sara—. Me has olvidado durante tanto tiempo. ¿Cómo has podido estar lejos de mí?
Benito Encamación cerró los puños nerviosamente.
—A veces no sé si eres una ingenua o una cínica —dijo.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es la verdad. Se cuentan muchas cosas de ti desde que llegaron los americanos.
Los límpidos ojos de Sara reflejaron ingenua ignorancia.
—¿Qué dices? —preguntó.
—Lo bastante para que…, para que no puedas casarte con mi hermano.
—Yo creí que te habían matado. Circuló la noticia. Yo te hubiese esperado siempre; pero Tadeo ha insistido tanto; me quiere tanto…
—No te desvíes de la cuestión, Sara. Tú no puedes llevar el apellido de nuestra familia. Una mujer como tú no puede llevarlo.
—Si tú lo llevas, ¿por qué no he de llevarlo yo? —preguntó con fingida ingenuidad Sara Stone.
Benito Encamación enrojeció como si hubiese recibido una bofetada. En su cerebro escuchó estas palabras: «Si un traidor lleva el apellido Pasapenas, ¿por qué no ha de llevarlo una mujer como yo?» Esto era lo que había dicho Sara; pero sin decirlo.
—Te han contado muchas mentiras —musitó con triste acento la mujer.
—Hay algo que no me han contado y que no es mentira —replicó Benito Encarnación—. Tú y yo sabemos que es verdad.
—Pero Tadeo se sentiría desgraciado si tú se lo dijeses… —replicó, con estudiada zalamería, la mujer—. Él preferirá ignorarlo. ¡Me quiere tanto! Es su gran amor el que me empuja hacia ese sacrificio. Su amor y la convicción de que tú habías muerto o habías dejado de quererme.
—Hay momentos en que te odio y otros momentos en que…
—¿Qué? —preguntó Sara, acercándose a Benito Encamación—. Dímelo. ¡Casi dos años sin ti! Todas las noches he venido a este pabellón, a contemplar los objetos que contemplamos juntos, a buscar el eco de las palabras que tú me decías al oído…
El hombre la rechazó.
—¡Calla! ¡No puede ser! No es posible que se celebre esa boda. Tadeo ha de saber la verdad.
—No le darás una alegría comunicándole esa verdad. Yo le diré que mientes. Y me creerá a mí, porque es a mí a quien desea creer. Y yo no quiero verle triste. Si hubieses vuelto antes, lo habría dejado todo por ti; pero dentro de tres días nos casaremos. No puede haber ningún escándalo.
—¿Y los otros?
—¿Qué otros?
—Los otros hombres… Los que te ayudaron a consolarte de mi ausencia.
—¿Por qué has de ser tú, mi bien amado, el que se haga eco de esas calumnias propagadas por las envidiosas?
—¡Tu bien amado! —exclamó, despectivamente, Benito Encarnación—. Sigues aficionada a las frases bonitas. Pero vayamos a lo nuestro. ¿Cuánto quieres por no casarte con mi hermano?
—Dos cosas. La cesión a mi favor de todos tus derechos sobre la Hacienda Nombre de Dios.
—¿No es toda de mi hermano?
—Falta leer el testamento. El último testamento. Tu padre lo extendió tres días antes de su muerte, después de que Tadeo le hubo comunicado su intención de casarse conmigo. Nadie sabe lo que se dice en él. Sólo el notario, que no quiere hablar; pero el testamento que redactó cuando tú te fuiste nombraba heredero de todos los bienes a Tadeo. A ti te dejaba cien pesos oro, como prueba de que no te había olvidado. El nuevo testamento sólo tú puedes abrirlo.
—¿Y qué importancia tiene para ti el que yo ceda mis derechos? ¿Es que sin eso no te casarías con mi hermano?
—Claro que no.
Sara había abandonado ya todo disimulo. Hablaba cínicamente, como si la llenara de gozo pronunciar con sus labios aquellas palabras tan impropias de una mujer.
—Entonces… no cuentes con ello.
—Pero tu hermano me quiere tanto, que si yo le digo que no me caso con él… Estoy segura de que se mataría. Sí, sí. Tú le conoces. Es sereno, tranquilo, apacible; pero, de pronto, algo se rompe dentro de él y se convierte en un loco.
Mentalmente, Benito Encamación admitió la realidad de las palabras de Sara.
Tadeo Pasapenas era así. Sereno, manso, capaz de soportarlo todo hasta que, de pronto, se transformaba en un demente irresponsable.
—¿Qué más quieres? —preguntó.
—Veinticinco mil dólares. Son para irme lejos de aquí.
—No te entiendo. ¿Qué tiene que ver la renuncia de mis derechos y ese dinero? ¿Qué beneficios te reportará lo primero?
—No te preocupes. Firma este documento —Sara tendió al hombre un papel que sacó de un bolsillo de su traje—. Yo lo haré firmar a unos testigos que jurarán que estuvieron presentes cuando tú lo firmabas. Está en regla y surtirá su efecto. Luego, tráeme los veinticinco mil dólares. Los necesitaré antes de pasado mañana por la noche.
—Los tendrás —prometió Benito Encarnación, sin saber aún cómo los obtendría—. Pero ¿cómo resolverás el problema de no casarte con mi hermano? Si él te ama tanto…
Sara Stone sonrió como ante una pregunta infantil.
—Una súbita enfermedad mía me puede postrar en la cama. El médico puede aconsejarme un cambio de clima. Las islas Hawai, por ejemplo. O las Filipinas. Una separación momentánea que se irá prolongando. Tadeo se acostumbrará a vivir sin mí y antes de que se dé cuenta se habrá enamorado de otra mujer.
—¿Y si yo le cuento la verdad?
—¿Por qué insistes en lo que sabes que no eres capaz de hacer? Se necesita mucho valor para irle a un hermano con la noticia de que se ha sido amante de la mujer con quien él se va a casar.
—¡No hables así!… —gritó Benito Encarnación—. ¿Cómo es posible que tengas valor para pronunciar esas palabras?
—Es asombroso el pudor de los hombres —rió Sara—. Sois audaces, impetuosos, os jugáis la vida por nada…, y luego os ruborizáis cuando llega el momento de llamar a las cosas por su nombre.
—¡Te mataría! —musitó el hombre, tendiendo las manos hacia el cuello de Sara.
Ésta permaneció inmóvil y dejó que las manos de Benito Encarnación se cerraran fuertemente en torno a su cuello. Entonces hizo un ligero movimiento y el hombre sintió contra su estómago el cañón de un revólver, al mismo tiempo que oía el chasquido del percutor al ser montado. La despectiva sonrisa de Sara Stone le hizo soltarla y retroceder un paso, viendo entonces a la joven empuñando uno de aquellos nuevos y desagradables revólveres Colt de cinco tiros, calibre 31, y conocidos por el nombre de modelo Wells Fargo[4] o Pequeño Dragón.
—No esperabas que hubiese traído mis uñas, ¿verdad? —preguntó Sara.
—No te habrías atrevido a disparar.
—¿No? ¿Y por qué no? Has dejado en mi cuello marcas que demuestran que tú me atacaste. Al matarte, lo habría hecho en defensa propia. Y aunque no fuese así, soy demasiado bonita para que un tribunal militar me condene a algo más que a una insignificante multa. En cambio, tú tienes muy mala fama, Benito Encarnación. Y el presentarte en plena noche en la casa de la que ha de ser esposa de tu hermano, no te favorecería nada, aun después de muerto.
Benito Encarnación dejóse caer en un silloncito. Escondió el rostro entre las manos y repitió varias veces:
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
—Dios no puede hacer gran cosa por ti. Es mejor que te marches por dónde has venido. Firma la cesión de derechos. Ve a buscar el dinero, y vete con tus amigos, si es que los tienes.
Subyugado por los ojos y las palabras de Sara, Benito Encamación firmó el documento que la joven le había tendido. Ni siquiera lo leyó; después, tirando la pluma al suelo, abandonó el pabellón, cerrando con un violentísimo portazo que hizo retemblar las frágiles paredes de la casita.
Sara dejó sobre el tocador el pequeño revólver y cogió el documento firmado por Benito Encarnación. Empezó a sonreír y, al fin, lanzó una argentina carcajada. Sus ecos aún vibraban en las lágrimas de los candelabros de Bohemia que daban luz a la estancia, cuando una voz que sonó tras ella la hizo volverse como un tigre, a la vez que alargaba la mano hacia el revólver.
Pero éste había desaparecido de encima del mármol del tocador y ahora estaba en la mano de un hombre vestido a la mejicana y cuyo rostro quedaba velado por un negro antifaz.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Sara, inclinándose levemente hacia adelante, como fiera dispuesta a saltar sobre su presa.
—Oír y ver. Y si me lo permite, leer —y el enmascarado tendió la mano hacia el documento firmado por Benito Encamación.
Sara lo ocultó tras ella, preguntando:
—¿Trabaja usted para él?
—No. Trabajo contra él. Ya puede imaginar que me habría sido muy fácil impedir que usted se defendiera cuando él le echó las manos al cuello.
—¿Lo ha oído todo?
—No he perdido ni una palabra.
—Eso no es propio de un caballero… —declaró, despectivamente, Sara.
—¿Quién le ha dicho que yo sea un caballero?
—¿No es usted El Coyote?
—¿Ya me ha reconocido?
—He oído las historias que cuentan de usted. Además, ha dicho que es enemigo de Pasapenas. Es lógico que El Coyote sea enemigo de un traidor a su patria.
—Sí, es lógico —sonrió El Coyote—. Ahora, déme ese documento.
—No. Es mío.
Apenas hubo pronunciado estas palabras, Sara se precipitó hacia la puerta, tratando de huir, pero El Coyote la agarró fuertemente por un brazo y de un violento tirón le hizo perder el equilibrio y caer de rodillas. Para no dar de bruces, Sara tuvo que apoyar la mano derecha en el suelo, soltando el documento firmado por Benito Encamación. El Coyote lo recogió y doblándolo con el mayor cuidado lo guardó en un bolsillo de su chaquetilla.
Sin incorporarse, Sara empezó a sollozar ahogadamente. Las lágrimas corrían, abundantemente, por sus mejillas.
—Si espera que sus lágrimas me conmuevan, pierde el tiempo, señorita Stone —advirtió el enmascarado, sentándose en un sillón y jugueteando con el pequeño revólver de Sara—. Y si llora por haber perdido este documento que con tanta ingenuidad le ha firmado Benito Encarnación Pasapenas, no debe hacerlo. Él no sabrá, por ahora, que usted no lo tiene. Puede seguir su juego y perjudicarle todo lo posible. El Coyote no se opondrá. En una lucha entre traidores, él no ayuda a ninguno. Tampoco diré ni una palabra a Tadeo Pasapenas. Tengo interés en ver adonde conduce todo este juego.
—¿De veras no intervendrá? —preguntó, desde el suelo, Sara.
—De veras.
—Entonces… ¿para qué quiere ese documento?
—Dígame para qué lo quería usted y yo le diré para qué lo quiero yo.
Sara apretó los labios. Al fin replicó:
—No me explique nada.
—Como usted prefiera, siempre a sus órdenes.
Sara se levantó, mas, por casualidad o intencionadamente, el vestido se le enganchó en el brazo de uno de los sillones y abrióse, dejando al descubierto gran parte del desnudo hombro. El Coyote permaneció en su sitio, siempre jugando con el revólver de Sara Stone. Ésta, sin intentar cubrirse, quedó de pie ante él. Por fin, El Coyote levantóse y alargó la mano hacia Sara. Ésta empezó a sonreír. La sonrisa se truncó en seguida, porque la mano del enmascarado cogió suavemente la fina tela del traje y cubrió el desnudo hombro, diciendo irónicamente:
—Se podría resfriar usted, señorita Stone.
Rabiosa, la joven apartó de un manotazo el brazo del Coyote, y luego quiso arrancarle el antifaz; pero el hombre la tiró hacia atrás de un empujón, derribándola sobre un sofá de raso que ocupaba todo un rincón de la estancia.
—¡Cobarde! —Gritó Sara—. ¡Tratar así a una dama!
—¿Dónde está esa dama? —preguntó El Coyote.
—¡Le haré matar! —jadeó la mujer, con ira.
—Si lo consigue le darán un bonito premio. No precisará esperar los dólares de Benito Encarnación. Adiós, Sara Stone. Que sea muy feliz en su matrimonio. Tenga su revólver. Puede que él le ayude a conservar la paz hogareña.
El Coyote tiró sobre el regazo de Sara el Pequeño Dragón y volviendo la espalda se dirigió hacia la puerta. Cuando iba a abrirla oyó el chasquido del percutor. Volvióse sonriendo y vio a Sara apretar de nuevo el gatillo. Al fallar el segundo tiro levantó nuevamente el percutor y por tercera vez apretó el gatillo del arma, sin obtener mejores resultados que antes.
—¡Ah! —Exclamó el enmascarado—. Me olvidé de decírselo. Si quiere utilizar ese juguete, tendrá que reponer los cebos. Los saqué mientras hablábamos. Deben de estar por el suelo.
Rabiosa, Sara tiró con todas sus fuerzas el revólver a la cara del Coyote. Éste ladeó a tiempo la cabeza y con una sonrisa más amplia que las anteriores, preguntó, burlón:
—¿Y haciendo estas cosas quiere que la trate como a una dama?
En seguida salió del pabellón, cerrando la puerta y corriendo hacia el muro. Lo escaló, gracias a las grietas abiertas en él, y una vez arriba se dejó caer en la solitaria calle de Olivera. Luego echó a andar con largos pasos hacia donde estaba su caballo, al mismo tiempo que Sara Stone, abriendo la puerta que comunicaba el pabellón con la calle, levantaba el revólver y apuntando con firme pulso al hombre que se le alejaba le hizo dos disparos. Apenas había quedado sola abrió el cajón del tocador donde guardaba los cebos del revólver y colocó dos en el cargado cilindro.
De haberse tratado de un revólver de más calibre o de cañón más largo, la carrera del Coyote hubiera sufrido una brusca interrupción; pero casi treinta metros le separaban ya de Sara cuando ésta hizo los dos disparos, y las balas, perdida su fuerza, no le hicieron ningún daño. La primera le alcanzó en el cinturón de cuero que llevaba encima de la faja, y del que pendían sus dos revólveres. El golpe fue violento; pero no lo bastante para que el proyectil pudiese atravesar aquel obstáculo. La otra bala le pasó por entre las piernas.
El enmascarado aceleró la huida y su carcajada resonó, burlona y desafiadora, en la calle. Cuando montaba en su caballo, murmuró:
—No, desde luego, no es una dama. Tira demasiado bien.
Sara volvió al interior del pabellón y dejándose caer de bruces sobre el sofá mordió, rabiosa, uno de los almohadones, hasta desgarrarlo. Entonces se echó a llorar convulsivamente. No por lo que había perdido, sino por la humillación sufrida. Al cabo de media hora, Celia Cabedo entró en el pabellón, anunciando con expresiva voz:
—Ha llegado su padre, señorita. Pregunta por usted.
—Mándele al diablo… —replicó Sara.
—Le va a extrañar su respuesta, señorita —contestó Celia—; pero si usted quiere…
—No, no.
Sara se levantó. Fue al tocador y contempló su descompuesto rostro en el espejo.
—Estoy horrible —dijo.
Aplicóse colonia y polvos al rostro y se arregló el cabello. Cuando Celia la ayudó a ponerse la larga capa, Sara le dijo, por encima del hombro:
—Los hombres son odiosos. Puedes darte por feliz de no tener nada que ver con ninguno. Pero te juro que me vengaré.
—¿Se refiere al señor Pasapenas? —preguntó Celia.
—Y al Coyote. Los dos se acordarán de mí.