Capítulo IV

La novia de Tadeo Pasapenas

Cuando vea a Benito Encamación le cruzaré el rostro de una bofetada —anunció el señor de Echagüe, dirigiéndose a sus hijos.

Beatriz no hizo ningún comentario. César, que en breve debería marchar a Méjico camino de la Habana, sonrió irónico.

—¿De qué te ríes? —preguntó, malhumorado, su padre.

—De nada.

—Es una prueba más de tu imbecilidad. Cuando te rías, ríete de algo.

—Así lo haré.

—¿Crees que no me atreveré a abofetear a Benito Encarnación?

—Te creo capaz de abofetear al mismísimo presidente Polk.

—¡Pues mucho más de abofetear a un traidor!

—Yo opino que sólo es traidor el que traiciona sus ideales —dijo César—. El que lucha contra una idea que no es la suya no puede considerarse traidor.

—No me vengas con tus peregrinas ideas —refunfuñó el padre de César—. Benito Encarnación es californiano.

—Nació en California contra su voluntad. Nunca sintió nuestras costumbres. Sus simpatías estaban más con Norteamérica que con Méjico.

—Como las tuyas.

—A mí no me compliques en este asunto, papá.

—Es que todos saben y comentan tus simpatías hacia los invasores.

—Mis simpatías hacia ellos se limitan a contestar buenos días cuando ellos me dicen buenos días, o buenas tardes cuando me saludan con un buenas tardes. Si me invitan a aceptar una copa de licor la acepto y les invito a otra copa. A esto yo le llamo buena educación, y no norteamericanismo.

—¿Acaso piensas hablar con Benito Encarnación?

—Desde luego.

—¡Te lo prohíbo!

—¿Por qué?

—Ese hombre es la vergüenza de California. Estoy seguro de que El Coyote le dejará marcado. Pero no en la oreja, sino en el corazón.

—Todo puede esperarse de un salvaje como él.

El Coyote no tiene nada de salvaje —intervino Beatriz—. ¡Es un caballero!

—Por lo menos va a caballo —ironizó el joven César de Echagüe.

—Los heroísmos de ese hombre deberían ser un ejemplo para ti —replicó Beatriz.

—No te imaginé tan vulgar, chiquilla —rió César—. Como todas las señoritas de Los Ángeles, estás platónicamente enamorada del Coyote, pero si algún ejemplo me ha de dar El Coyote ha de ser el de no seguir sus pasos. Conducen demasiado rectos a la horca.

—Si algún día le llevaran a ella, la horca sería un trono para El Coyote —afirmó Beatriz.

—¡Qué bonita imagen poética! —Suspiró César—. Creo que en algún sitio he leído algo por el estilo: «Subió al cadalso como el monarca que sube hasta su trono». No puedo recordar el libro en que lo leí; pero no era un libro bueno. Debía de ser una novela estúpida. Un cadalso es un cadalso y nunca será un trono, aunque algunos tronos hayan resultado cadalsos para quienes se sentaron en ellos. En fin, dejemos al Coyote que siga su camino. Yo voy a seguir el mío. ¿Me acompañas a Los Ángeles?

—¿A qué? —preguntó Beatriz, que no pensaba acompañar a su impertinente hermano; pero que no por ello dejaba de sentir curiosidad.

—A comprar un regalo para Tadeo Pasapenas.

—¿Qué le comprarás?

—No sé. Un retrato de sentido común, quizá; pero no creo que los haya en venta.

La mirada de Beatriz se iluminó.

—¿Es verdad lo que se rumorea de ella? —Preguntó en voz baja a su hermano—. Dicen que no tiene un no para ningún hombre.

—¡Beatriz! —Reprendió la severa voz de don César—. No me gusta oírte hablar así.

—Tienes razón, papá —dijo César—. Desde que llegaron los yanquis nuestras señoritas se vuelven muy atrevidas.

En voz baja, agregó:

—La gente exagera, Beatriz. Sé de algunos hombres a quienes les ha dicho que no.

Con cansino paso y burlona sonrisa abandonó el salón. Julián le tenía preparado ya un caballo y, montando en él, el joven se dirigió hacia el pueblo. No se dirigió a ninguno de los establecimientos donde se podían comprar objetos de regalo. Por el contrario, fue hacia la Posada Internacional y, como esperaba, vio a Benito Encarnación Pasapenas. No estaba solo. Le acompañaba un curioso personaje a quien se llamaba coronel Prior, aunque su graduación militar no había pasado de comandante. Era un hombre de unos cuarenta años, de estatura mediana, bigote y perilla entrecanos y voz estrepitosa.

—Usted y yo tenemos que hacer grandes cosas ¡caramba! —decía en aquel momento, palmeando el hombro de Benito Encarnación.

—Hola, Benito —saludó César, acercándose a su antiguo amigo. Éste se hallaba en la plenitud de sus veinticinco años; pero en su rostro se acusaba una sombra de amargura.

—Hola, César —replicó Benito Encarnación.

Fingió no ver la mano que le tendía el joven; pero éste la mantuvo extendido. Por fin indicó:

—No es bueno estrechar la mano de un traidor, muchacho.

—Puede que no lo sea y no ofreceré mi mano a ningún traidor cuando lo encuentre.

—Yo lo soy. Al menos eso dicen.

—Don Benito tiene un raro sentido del humor —dijo el coronel—. Trae la cabeza llena de ideas tontas. Cree que los amigos le hemos olvidado.

César se sentó junto a Benito Encarnación y sonrió al advertir las miradas de escándalo que le dirigían los californianos que estaban en la taberna posada.

—Tu regreso armó un buen revuelo —dijo a Benito.

—Estaré pocos días aquí. Supe que se casaba Tadeo y quise venir a felicitarle. Nunca hemos compartido las mismas ideas políticas; pero nos queremos.

—La sangre es más que agua —dijo el coronel.

—Si, lo es. Pero ¿qué me cuentas de tu vida, César?

—Nada de particular. Todo muy aburrido. Los norteamericanos aún no han cambiado mucho esta tierra.

—La cambiarán —replicó Benito—. Miles y miles de colonos se dirigen hacia aquí. Unos vienen en busca de tierras, otros de árboles que cortar. Ellos darán nuevo ritmo a esta aburrida existencia.

—Mi amigo Hodge trae ideas grandes —dijo el coronel—. Tiene que conocerle, Don. Es un gran cerebro. Ha estudiado en Universidad. Un caballero. Sabe hablar muchos idiomas; pero tiene una sola palabra. ¡Ah! Eso es bueno, mi amigo. Un hombre que hable muchas voces distintas pero que sólo tenga una palabra es seguro como oro. ¡Oh, sí!

—Luego hablaremos, coronel —dijo Benito Encarnación—. Quiero dar una vuelta con un viejo amigo. Hasta luego.

—Buen paseo —replicó el coronel—. Adiós, don César.

Benito Encarnación y César salieron a la calle.

—¿Qué te dice de mí? —preguntó el primero.

—Cosas demasiado malas para que yo las repita; pero yo no pienso como los demás.

—Haces mal. Si se quiere vivir en paz, hay que pensar como la mayoría. Hay que vivir como viven los demás. Hay que aceptar sus costumbres y sus tonterías. Hay que ser masa. Y eso, que era el defecto de ayer, sigue siendo el defecto de hoy y será el de mañana. No se puede ser distinto de los otros. No te lo perdonan.

—A ti no te ha ido mal.

—¿No? —Benito Encarnación se encogió de hombros—. Tal vez parezca que no —siguió—. Para mis compatriotas soy un traidor. He guiado a las tropas norteamericanas por los caminos que ellos no conocían. He luchado contra mi patria, y como alguien ha de cargar con las culpas de la derrota, yo las tengo todas. La culpa no es de la cobardía de los que debieran haber luchado, ni de los que hubiesen debido formar un buen ejército en vez de utilizar el malo existente para hacer estallar una revolución tras otra, en fusilar a los oficiales que demostraban alguna capacidad, en arruinar el país no dejándole ni un año de reposo. Destruir, destruir. Es lo único que sabían hacer. California era un tesoro. Los franciscanos consiguieron organizar la vida de los indios. Sus misiones ofrecían una base de partida para hacer cosas mejores. Fueron muchos los errores cometidos por los misioneros. Se debían corregir. ¿Qué se hizo? Se destrozó lo bueno, se robó lo que existía en las misiones, sobre todo los terrenos ya cultivados, las reses, los caballos, los rebaños. Y cuando se hubo destruido la labor de más de medio siglo se consideró que ya se había hecho bastante. Lo único que se dejó en pie fue todo lo malo. Los indios que trabajaban en las misiones pasaron a ser esclavos nuestros. De mi padre, que tuvo mucha culpa de lo ocurrido. De una misión hizo un rancho y, como fueron infinidad los californianos que diciéndose católicos entraron a saco en las tierras de los frailes, todos lo aceptan como una cosa lógica, como algo que se debió hacer porque así lo ordenaba el gobierno mejicano. Pero también ordenaron que se abriesen escuelas y hospitales. Sin embargo esa orden nadie la atendió. Nadie quiso enterarse de su existencia. La ignoraron.

Benito Encarnación se pasó una mano por la frente.

—En fin —sonrió con triste expresión—. ¿Para qué amargarte con mis historias? Soy un traidor, porque permanezco fiel a mis ideales. Ellos no son traidores porque han hecho lo que todos. Robar cuando se les ha permitido hacerlo. Sublevarse cuando se les ha dejado sublevarse. Luchar como mujeres, cuando debieran haberlo hecho como hombres. Esta guerra entre California y Estados Unidos ha sido ridícula. Una farsa. ¿Cuántos hombres han muerto en ella? Ni veinticinco. La guerra contra Méjico ha costado la vida a veinticinco mil norteamericanos.

—Eso es verdad —replicó César—. Por eso yo he evitado comprometerme en ninguno de los levantamientos que se han planeado. Todos terminaron ridículamente.

Benito Encarnación apoyó la mano en la espalda de César.

—Hiciste bien —murmuró—. Sin embargo, yo me arrepiento hoy de haber hecho lo que hice.

César le miró asombrado.

—¿Qué dices?

—La verdad. Yo opinaba antes que uno debe ser fiel a sí mismo. Se puede luchar contra las ideas ajenas que los demás pretenden meterle a uno en la cabeza. ¿Qué me importa a mí la opinión de diez mil compatriotas si esa opinión no es compartida por mí? Si lucho contra sus ideas no soy traidor. Si por cobardía me dejo imponer sus ideales, entonces sí que soy traidor. Soy traidor a mis ideales.

—Eso mismo dije hoy a mi padre —declaró César.

—Pues no tenías razón. Ni yo tampoco. Ni ninguno de los que nos creemos geniales porque pensamos de distinta forma que la masa. Llega un día, un momento, en que tienes que elegir entre la muerte o el agarrarte a esos ideales de la masa. No me refiero a la muerte física. Ésa no tiene importancia. La que sí la tiene es la muerte del alma. Tú no sabes lo horrible que es tener el cuerpo vivo y muerta el alma. Yo he visto, en el Ejército, cómo los californianos nos ofrecían una resistencia estúpida, inútil. He visto encuentros en que unos muchachos y unos viejos, empujados por un ideal que ni ellos mismos conocían, pero sentían, vencieron a tropas muy disciplinadas y bien armadas. Fueron victorias pasajeras, un último chispazo del orgullo, los nobles modales y la dignidad en el hablar. Era la reacción de una sangre que se vertió en todo el mundo. En conquistar América, en conquistar Europa, en descubrir un nuevo mundo, un nuevo mar, en derrotar al más grande de los generales de todos los tiempos. A Napoleón. Y cuando llegó el día de esa reacción, de aquella reconstrucción de que hablamos el último día que nos vimos, cuando llegó por fin el «mañana», yo estaba en el otro bando. En un bando que al terminar la lucha me ha dado treinta monedas y me ha dicho que el traidor no es necesario cuando la traición ha pasado.

—¿Te dijeron eso?

—Lo dieron a entender.

—Pero tú no fuiste traidor.

—Sí. Fui traidor porque no estuve al lado de los míos cuando los míos empezaron a pensar como yo. Yo era el único que hubiera podido conducirlos a la victoria.

—¿Con qué fusiles? ¿Con qué cañones? ¿Con qué uniformes?

—Con los fusiles, con los cañones y con la pólvora que, cuchillo en mano, les hubiésemos quitado a los yanquis.

—Si mi padre te oyera hablar así…

Benito Encarnación dejó caer los hombros y suspiró:

—Me escupiría a la cara con toda la razón. Todo eso debí pensarlo antes. Ahora debo seguir fingiendo. Debo hablar como hablé antes. Echar en cara a los demás su cobardía, su desorganización, su falta de empuje. Es lo de siempre. Uno sabe que no tiene razón; pero no puede tolerar que los otros se lo recuerden. Por lo tanto se defiende atacando. Pero no hablemos de política. Dime cómo murió mi padre.

—Era muy viejo.

—No pudo resistir la amargura de la derrota.

—Creyó no poderla resistir y… no la resistió. Mi padre también creía lo mismo; pero… —César de Echagüe sonrió entre burlón y divertido—. Le tuve tan ocupado en discutir conmigo, en enfurecerse contra mi poca sangre, que vivió en constante tensión hasta que, poco a poco, se fue acostumbrando a tropezar con uniformes yanquis, a ver la bandera estrellada y a todo lo demás. Nuestra casa parecía un campo de batalla. En cambio la tuya era un cementerio. Si sombrío estaba tu padre, más sombrío estaba tu hermano. Los criados no se atrevían a hablar en voz alta. Tu hermano no empezaba a comer hasta que tu padre lo hacía. Tu padre se esforzaba por tragar unos bocados, luego apartaba el plato. Tu hermano lo apartaba también. En vez de excitarle le amodorraba. Y al fin el viejo murió.

—Aún no he visto a mi hermano.

—Tenéis que ir los dos a escuchar la lectura del testamento de tu padre.

—Ya iremos.

—¿Mañana? —preguntó, irónico, César.

—O pasado —replicó, abstraído, Benito Encarnación.

De pronto se dio cuenta de por qué le había preguntado aquello César.

—Tienes razón —dijo—. Creí que no era californiano y ya ves… Mañana. Pasado mañana. Nunca hoy. ¡Californiano puro disfrazado de yanqui!

—¿Qué piensas hacer? ¿A qué piensas dedicarte?

—No lo sé. Gané algún dinero y lo tengo íntegro. Algo se podrá hacer ahora que los yanquis están aquí.

—Por ahora nadie hace nada. Todo sigue igual que antes. Los oficiales se burlaban de nuestras siestas. Ahora, a las dos de la tarde los encontrarás a todos roncando en sus camas y poniéndose hechos unos energúmenos si un perro los despierta con su ladrido o un carro con el ludir de sus ruedas.

—¿Qué sabes de la mujer que se va a casar con mi hermano? —preguntó, bruscamente, Benito Encarnación.

César se encogió de hombros.

—Nada —dijo.

—Mentira. Sabes lo que yo sé. Por eso he venido. Nuestro apellido no debe llevarlo una mujer así.

—En asuntos de amor, los extraños no deben meterse —dijo César—. En este caso, aunque seas hermano de Tadeo, eres un extraño.

—¿Cómo se pudo enamorar de ella?

—¿Por qué se enamoró Sansón de Dalila? ¿Por qué se enamoró Holofernes de Judit? Es inútil preguntar lo que no tiene más respuesta que ésta: Porque sí. Quizá porque es muy hermosa.

—¿Y no sabe lo que dicen de ella?

—A él nadie se lo ha dicho.

—Ya se lo diré.

—No lo hagas. Él no te lo agradecerá. Acompáñame a comprarle el regalo de bodas. Hay una tienda nueva donde tienen cosas muy bonitas.

Benito Encarnación siguió a César. La gente evitaba cruzarse con ellos y dirigían miradas de reproche al heredero de los Echagüe, pero éste fingía no advertirlas. Llegaron por fin a la tienda y, al entrar en ella, César dio un paso atrás al reconocer a la mujer que estaba en el establecimiento.

La mujer levantó la vista de la profusión de blancas mantillas que estaba examinando y miró primero a César y luego a Benito Encamación. Una afable sonrisa reveló su nacarina dentadura.

—¿Qué tal, Benito Encarnación? —preguntó.

—¡Oh! Se… señorita Stone —tartamudeó el joven.

Sara le tendió la mano.

—¡Cuánto tiempo sin vemos!

Sara Stone no desmentía su fama de mujer hermosa. Rubia como el oro viejo, de ojos azules como el cielo, vestida a la californiana, con un traje de seda, sin ceñir a la cintura, con la manga corta y el rostro enmarcado por una mantilla de blonda, parecía una virgen de las que pintaron los célebres maestros sevillanos.

Benito Encamación estrechó la mano de la novia de Tadeo Pasapenas.

—¿Por qué tardaste tanto? —Preguntó en voz baja Sara—. Debiste venir cuando aún no era demasiado tarde.

—No debí haber vuelto nunca ——replicó Benito.

—Debo hablar contigo —siguió Sara Stone Lizcano—. Esta noche. Donde tú sabes.

Volviéndose hacia el dueño de la tienda, que regresaba de buscar más mantillas y encajes, ordenó:

—Envíeme la más cara de todas. Sin duda será la mejor y más bonita. Mi prometido la pagará.

Dirigiéndose luego hacia una mujer que hasta entonces había pasado inadvertida a los dos hombres, dijo:

—Vamos, Celia.

Celia Cabedo levantóse de la silla en que estaba sentada y siguió a su ama. Al pasar frente a Benito Encarnación le dirigió una tímida sonrisa que el joven ni siquiera vio, porque sus ojos estaban clavados en la hermosa Sara Stone.