Capítulo II

Los Ángeles, enero 1846

Mediaba el mes de enero. El suave sol calentaba la Plaza a la hora en que salían de la iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles los últimos asistentes a la misa mayor. Se cambiaban graciosos saludos domingueros entre las damas y los caballeros. Las damas casadas, con sus peinados altos. Las jóvenes solteras, con el cabello suelto o recogido en dos gruesas y lustrosas trenzas que caían en torno del cuello. Cubríanse todas con sus mantillas y se adornaban con cruces o estrellas de oro y piedras preciosas, así como con abundantes cintas. Los trajes eran de seda y los zapatos de raso y alto tacón. El traje de los hombres era más severo: sombrero ancho adornado con una cinta de oro o de seda en torno a la base de la copa. El color de los sombreros era negro o gris; chaquetilla corta, calzoneras abrochadas a lo largo de la pierna con botones de plata u oro y cadenitas de los mismos metales, y abiertas sobre la bota. Una ancha faja de seda roja o negra sujetaba las calzoneras y sobre todos los hombros masculinos se veía la larga capa con vueltas de terciopelo de color. Mucho más severo que el atuendo femenino, era en cambio el masculino infinitamente más caro, pues hasta la más sencilla prenda tenía que ser llevada a California por el Cabo de Hornos o desde los puertos de China.

El gobernador Pío Pico[3], que ocupaba durante la misa el puesto de honor, fue el último en salir. Al pasar por entre los grupos de ciudadanos principales cambió corteses saludos con los hombres y saludos y sonrisas con las mujeres, subió luego a su coche y dirigiéndose a la residencia que ocupaba el representante del gobierno mejicano. Con él iba su cuñado don Juan Forster.

Alejóse el gobernador, y los que permanecieron en la Plaza cambiaron entre sí burlones comentarios acerca de la divertida lucha entablada entre los gobernadores Pico y Castro, pues los dos pretendían representar al Gobierno en California, contando para ello con acérrimos partidarios, lo cual auguraba una nueva revolución que alteraría la calma reinante en Los Ángeles.

Uno de los grupos que primero abandonaron la Plaza fue el formado por don César Echagüe, su hijo César, su hija Beatriz y don Benito Pasapenas con sus hijos Tadeo y Benito Encarnación. Éste había dirigido una mirada de desprecio a don Pío Pico, comentando:

—Ahí va el espíritu de la vieja California.

César de Echagüe comentó, llevándoselo a un lado:

—Es un hombre simpático.

—Desde luego —replicó Benito Encarnación—. Es nuestro defecto principal. Somos todos muy simpáticos. ¡Y nada más!

—Ya es algo —sonrió don César, echando a andar detrás del grupo formado por don César, don Benito, Beatriz y Tadeo.

—Yo creo que no es nada —gruñó Benito Encarnación—. Somos una raza perdida. Mira a tu alrededor, César. ¿Qué ves? Vejez y nada más. Todo es viejo. Viejas misiones, viejos edificios… Apenas hace setenta años que se ha empezado a colonizar California y ya es la vieja California. Hemos construido con materiales viejos, con ideas viejas, y el resultado es un desastre.

—Exageras.

—No, es verdad. ¿En qué se distingue esta plaza y estas casas de la plaza o casas de cualquier pueblo de Castilla? Sólo en que esto parece mucho más viejo. Allí, al menos, ha existido un espíritu conquistador, creador. Aquí no. Sólo sabemos decir que todo se arreglará mañana y dejamos que las ruinas se nos caigan encima. Mal estaba el país cuando lo gobernaba España. Hubo que sublevarse contra ella para ponernos al día, para romper las ligaduras que nos aferraban al atraso, al ayer. Hemos de vivir en el mañana, dijimos todos. Y en el mañana vivimos, porque cuando alguien propone levantar un hospital, o hacer un puerto, respondemos bostezando: «Bueno… mañana lo haremos». El «mañana» y el «¿quién sabe?» son nuestras frases favoritas.

Se interrumpió la conversación porque se había llegado junto a la espaciosa jardinera del señor del rancho de San Antonio. Subieron todos a ella, acomodáronse en los asientos y Julián Martínez, el mayordomo de don César de Echagüe, hizo restallar el látigo sobre las cabezas de los cuatro blancos caballos que tiraban del carruaje.

Aquel domingo se comía en casa de don César. Era la época de los crustáceos, de los, que daba buena provisión la costa, y la comida se compuso de arroz con cangrejos, ostras y una gran variedad de langostas y centollos, así como carne de ternera en distintos tipos de guiso, a fin de que los invitados pudieran elegir sus predilectos. Sirviéronse luego naranjas y uvas y, por último, café y cigarros.

Beatriz salió para comprobar personalmente si estaban preparados los cuartos en que los invitados echarían la siesta, si lo deseaban, y los cinco hombres quedaron en el salón, saboreando el café y el aromático tabaco.

—¿Se sabe algo de Méjico? —preguntó el dueño de la hacienda.

—Las noticias de Méjico se pueden dar sin necesidad de recibirlas —replicó Benito Encarnación—. Una nueva revolución, un nuevo presidente, un nuevo gobierno, cuyas primeras medidas se encaminan a terminar con los supervivientes del gobierno anterior y a dominar la sublevación que ha estallado en cualquier rincón del país.

—No es necesario que traigas a esta casa tus malos humores, Benito —reprendió su padre—. El señor de Echagüe conoce tus ideas. Tus extravagantes ideas.

—Su hijo es joven, don Benito —sonrió el viejo César—. La juventud es impetuosa. Desea que las cosas cambien; pero transcurre el tiempo y al fin la juventud ve que las cosas no pueden cambiar. El nogal da siempre nueces, el naranjo da siempre naranjas, y es locura pretender que el nogal de naranjas o que el naranjo de nueces.

—Para conformarnos con que el naranjo de siempre naranjas y que el nogal de siempre nueces, no valía la pena independizamos de España —replicó Benito Encarnación.

—Nunca he opinado que fuese un acierto separarnos de la madre patria —dijo don César—. Creo que todos los males que nos afligen provienen de ese error inicial.

—Fue un error que cometimos los que entonces éramos jóvenes —dijo don Benito, tratando de echar un velo a su tormentosa juventud.

—No fue un error romper aquellos lazos —replicó Benito Encarnación—. El error lo cometimos al limitar nuestra acción revolucionaria a secularizar las misiones para repartirnos sus tierras, y cambiar una bandera por otra… Les dijimos a los indios que eran libres… Libres de morirse de hambre o de atracones de ron y mescal. Nadie se molestó en facilitarles la libertad. Pero todo ha de cambiar.

—¡Qué hijo tan revolucionario tiene! —sonrió el dueño del rancho San Antonio, dirigiéndose a don Benito Pasapenas.

—No sé a quién ha salido —replicó éste—. Yo fui algo movido en mi juventud; pero siempre tuve ideas conservadoras. Esos libros que envían desde Francia, desde Inglaterra y desde los Estados Unidos tienen la culpa de todo. Algún día te los voy a prohibir, Benito Encarnación.

—El daño que podían hacer ya lo hicieron —intervino Tadeo Pasapenas.

—Mi conservador hermano ya ha hablado y, como de costumbre, la sabiduría fluyó por entre sus labios —dijo, irónico, Benito Encarnación—. Eres el orgullo de la familia. No anhelas cambios. Prefieres vivir durmiendo, como todos los californianos. No te has dado cuenta de que la tierra que pisamos es una de las más ricas del mundo. Con poco trabajo se le arrancaría el oro a manos llenas; pero la cultivamos como en los tiempos de los romanos. Cualquier campesino español saca más provecho a sus campos que nosotros a los nuestros. Y todo es igual. No hay más que ver cualquiera de nuestros presidios. El de Monterrey, por ejemplo. Un par de cañones sin cureña, un oficial que hace años no ha recibido su paga y que vive de la caridad pública, seis o siete soldados descalzos, con un par de oxidados fusiles para todos, unos pantalones hechos harapos y una chaqueta que ya perdió el color primitivo. ¡Y eso en la capital de California! Aquí, mucho menos. Tenemos dos gobernadores que se disputan el poder como dos chiquillos se disputan una pelota. Revoluciones cada dos meses. Hasta los extranjeros que viven entre nosotros las provocan. No hace mucho asesinaron a un norteamericano. Todo el mundo sabía quién era el asesino. El ofendido esposo de una mujer que deseando unos zapatos de raso y unos pendientes de oro, no encontró mejor solución para tenerlos que pagar al precio que pedía aquel americano. El marido lo averiguó y con un concepto del honor bastante calderoniano, apuñaló al hombre y luego a la mujer. Todos lo encontramos bien, menos los amigos del muerto. Se unieron y, como no venía de una revolución, se sublevaron, se hicieron con el Poder y ordenaron que el marido fuese ahorcado. Lo hicieron así, devolvieron el poder a sus antiguos propietarios y la vida siguió tan apacible como antes. A nadie le gustó y oí a muchos prometer que «mañana les arreglaremos las cuentas a esos yanquis». ¿Y qué? ¡Siempre mañana!

—Un gran admirador de los norteamericanos no debería encontrar mal eso… —se burló Tadeo Pasapenas.

—Admiro a los que tuvieron la energía para tomarse la justicia por su mano; pero desprecio a quienes se lo toleraron.

—Lo mejor que podrías hacer, Benito, sería marchar a ese hermoso país que tanto admiras —dijo Tadeo—. Quizá allí te convencerías de que con todos nuestros defectos valemos más que ellos. Somos un gran pueblo. Somos una raza de caballeros.

—Es cierto —replicó, amargamente, Benito Encarnación—. Somos un gran pueblo que ha sufrido una gran bancarrota de la cual sólo ha conservado el orgullo, los nobles modales y la dignidad en el hablar.

—Siempre es una buena base para reedificar lo que se hundió —dijo el joven César.

—Pero no lo reedificaremos hoy, sino mañana. Siempre mañana. Pero algún mañana vendrán aquí otros hombres más emprendedores y convertirán esto en una gran nación. Con ellos formaremos la República de California, de la misma manera que se formó con ellos la República de Tejas.

—Sabes que te aprecio, muchacho —dijo el señor Echagüe, levantándose—, pero si has de seguir hablando así, prefiero que lo hagas fuera de esta casa. —Volviéndose hacia don Benito, siguió—: Le ruego que no tome a mal mis palabras. No van dirigidas a usted.

—Sin embargo… —empezó el padre de Benito Encarnación.

Éste le contuvo.

—No hace falta que te molestes —dijo—. Soy mayor de edad y puedo resolver por mí mismo mis problemas.

—Ningún hijo es mayor de edad mientras vive su padre —replicó don Benito.

Su hijo le dirigió una larga mirada. Después sonrió burlón y replicó simplemente:

—Adiós.

Hasta el mes de mayo de aquel año no se volverían a tener noticias de Benito Encarnación Pasapenas.