El regreso de Benito Encarnación
El viejo peón hacía pasar nerviosamente los bordes del ala de su ancho sombrero por entre los sarmentosos dedos. Las bronceadas manos dominaban así el temblor que las hubiera sacudido.
—Dime ya —ordenó don César de Echagüe, dando una larga y satisfecha chupada a su recién encendido veguero.
Santos Lereña movió los labios, apartó con la punta de la lengua unos pelos del nicotinado bigote y, por fin, soltó la noticia que le traía tan nervioso como nunca le habían visto Guadalupe, niño César y, casi nunca, el dueño del Rancho de San Antonio.
—Benito Encarnación ha vuelto.
El humo del cigarro que don César lanzó lentamente mientras esperaba la noticia, quedó inmóvil en el fresco aire de la sala. El hijo mayor de don César miró rápido a Santos Lereña, cuyo nerviosismo no comprendía, a su padre, en cuyo rostro halló uno de aquellos sobresaltos que el señor del San Antonio, del Acevedo y de tantas haciendas, casi nunca dejaba evidenciar.
—Con que Benito Encarnación Pasapenas ha vuelto… ¡Bien! —Don César volvía a parecer sereno; mas sólo lo parecía. Se llevó de nuevo el cigarro a los labios y chupó de él. Lo apartó en seguida. Era amargo el humo que medio minuto antes le pareció suave y aromático. Para quitarse el amargor bebió un sorbo de negro y espeso café mejicano. Ahora le pareció tan deslabazado como agua caliente.
—¿Y por qué me lo vienes a contar, Santos?
—Se me figura que no habrá venido a ver lo distinto que es ahora Los Ángeles, patrón… —tartamudeó Santos.
—¿Y por qué no? —Preguntó don César—. Distinto lo ha de hallar de cuando lo dejó. Y en cuanto a ti… Dificulto que te reconozca.
—No más echarle encima los ojos le reconocí, patrón —dijo Santos Lereña.
—¿Y él a ti?
—No lo demostró; pero… Ya sabe que era reservado y sabía disimular sus pensamientos.
—Los años pasan y el hombre cambia, Santos —replicó el hacendado—. Benito Encarnación ha rodado mucho desde que se fue. Y aun no sé si creer en tu buena memoria, Santos. Pudiste equivocarte.
—Es la misma estampa que su padre, patrón. Y en la posada escribió su nombre completo. Don Ricardo me lo dejó ver. Don Benito Encarnación Pasapenas viene de San Quintín, y todavía está pálido del encierro; pero trae los ojos brillantes y el pulso firme. Vi los revólveres bajo el levitón.
Maquinalmente Don César se había llevado de nuevo el cigarro a los labios. Lo encontró apagado y frío. Dejándolo en el platito, junto a la taza, murmuró:
—Pues si tanto te tiembla el valor echa hacia la frontera y no vuelvas hasta que se sepan las intenciones de Benito Encarnación.
—Eso intentaba, mi amo. Y si no toma a mal que le pida aquel piquito que me guarda…
—¿Por qué he de tomar a mal que me pidas lo que es tuyo? —sonrió forzadamente don César—. Ahora te lo doy; pero no yerres el camino al salir. Para llegar a Méjico no hace falta pasar por Los Ángeles.
—Dice bien, mi amo —replicó el peón—. Traigo el caballo algo cansado y si quiera usted…
—Cámbialo por otro que te convenga, Yo me quedaré con el tuyo. En cuanto al dinero, con los jornales de este mes suma, poco más o menos, seiscientos pesos en oro.
—Calculo que no llega a tanto.
—No importa. Me gustan las cuentas redondas y hace demasiado calor para calentarnos la cabeza buscando centavos.
Dirigiéndose a su hijo, don César encargó:
—¿Quieres contarle a don Santos seiscientos pesos en monedas de oro? Ya sabes dónde está el dinero, ¿no?
El muchacho asintió con un movimiento de cabeza.
—Extiende un recibo indicando que es como saldo de todos los atrasos no cobrados. Date prisa, pues un jinete negro pisa los talones de Santos Lereña.
—No crea que me falta valor… —tartamudeó el peón.
—Ya sé que te sobra coraje para tumbar a un toro y herrarlo sin ayuda de nadie —replicó don César, mientras su hijo marchaba a cumplir su encargo—; pero nadie te criticaría de tenerle miedo a Benito Encarnación. Más de uno se lo tendrá cuando sepa que ha vuelto.
—Tentado estuve de avisar…
—Hiciste bien no avisando a nadie —interrumpió don César—. Lo que está escrito se debe cumplir. Y hace muchos años que se escribió que don Benito Encarnación volvería para vengarse. Si los otros no tienen tan buenos ojos como tú, peor para ellos.
—¿No debería intervenir la autoridad, patrón? —preguntó Santos.
—Benito Encarnación cumplió su sentencia hasta el último minuto. La autoridad sólo puede intervenir si de nuevo corre sangre. Cuida de que no sea la tuya, Santos.
El peón pasó una mano por su acerada cabellera. Respirando profundamente, declaró:
—No lo deseo.
Regresó el pequeño César y entregó a su padre un cartucho de monedas de oro y un papel. Leyó éste don César y lo tendió después a Santos Lereña, explicando:
—Aquí dice que has recibido todos los atrasos pendientes y que nada te debo hasta el día de hoy. —Volviéndose a su hijo, agregó—: Trae una pluma para que firme Santos.
Éste aceptó la pluma y trazó una cruz al pie del recibo, después de deletrear penosamente el contenido del papel.
—¿Está bien así? —preguntó.
—Bien está —replicó don César—. Adiós y… feliz viaje. No olvides que, Méjico está al Sur. Y si tienes sed bebe agua.
—Gracias, mi amo —dijo Santos Lereña, inclinándose profundamente—. Y cuando pase todo esto volveré si no tiene inconveniente.
—Ninguno, Santos. Mejor peón que tú no lo encontraré; pero en tu lugar yo me afincaría en Méjico. No olvides que Benito Encarnación prometió matarte.
—Me dan ganas de plantarle cara y… anticiparme a él —dijo Santos.
—Estamos en una California muy distinta de la antigua, Santos. La siguen llamando vieja California; pero ya no es como antes. Si no dieras a Benito Encarnación la oportunidad de una lucha cara a cara… si le matases a traición… En fin, ya lo sabes, anochecerías colgado de un álamo con unos cuervos perchados en tus hombros. Date prisa y pon tierra por medio. Recuerda que el agua refresca más que el ron… y marea menos. No se te ocurra ir a buscar energías en un vaso de pulque o de ginebra.
—Desde luego que no, mi amo. Echaré recto a la frontera.
—Pues buena suerte, Santos.
El peón saludó con la cabeza a todos los presentes y salió del salón.
Guadalupe y el hijo mayor de don César miraron a éste, esperando una explicación. Como no la recibieran, el muchacho preguntó:
—¿Quién es Benito Encarnación?
Su padre respondió con la mirada perdida en sus recuerdos:
—Es un resto de la Vieja California. Un viejo amigo mío. Un hombre que creyó en el progreso, que despreció su propia sangre y, demasiado tarde, se dio cuenta de que por sus venas corría, impetuosa, la sangre que despreciaba. En fin, es una vieja historia que empieza en la California que fue y que ya no es.
—¿A qué ha venido Benito Encarnación a Los Ángeles? —preguntó Guadalupe.
—Supongo que a saldar unas cuentas pendientes.
—¿Contra quién? —Preguntó el hijo de don César—. ¿Sólo contra Santos Lereña?
—Santos no es más que una insignificante parte de su deuda. Hay otras personas. Los Hodge, en primer lugar. Henry y Sara, el coronel William Prior…
—Sara Lodge es la viuda de un Pasapenas ¿no? —Preguntó Lupe—. ¡Ahora recuerdo!
—Sí. Estuvo casada con Heliodoro Pasapenas. Y sus palabras enviaron a Benito Encarnación al sitio de donde acaba de salir.
Don César se había puesto en pie.
—¿Adónde vas? —preguntó Lupe.
—Tengo unos asuntos que resolver. No quiero que Benito Encarnación vuelva al sitio de donde acaba de salir.
—¿Interviniste en algo? —preguntó Lupe.
—Don César de Echagüe era un buen amigo del traidor Benito Encarnación —explicó con irónica sonrisa el hacendado—. Eso no sorprendió a nadie, porque en aquellos tiempos nadie se sorprendía ya del carácter del heredero de los Echagüe. Era tan yanqui como el que más pudiera serlo. No le importaba estrechar la mano a un traidor a su patria. En cambio, tanto él como Benito Encarnación abominaban del Coyote. Al fin y al cabo El Coyote representaba el espíritu de la vieja California. Un espíritu ridículo a juicio de Benito Encarnación y también al juicio expresado por César de Echagüe.
—Entonces… —Lupe palideció—. ¿Viene contra ti?
—No. Es decir, no creo.
—¿Qué pretendes hacer? —inquirió Lupe.
—El Coyote debe avisar a los Hodge y a Prior. Debe decirles que ha vuelto Benito Encamación Pasapenas.
—¿Quieres que luchen? —preguntó César a su padre.
—Quiero que sepan que ha vuelto. Hace muchos años Benito Encarnación me dijo: «La venganza es mía, señor Coyote. No me la arrebate. Por muchos años que pasen yo volveré algún día a buscar esa venganza».
Don César hizo una pausa. Luego, con voz lejana murmuró:
—Pero nadie creyó que resistiese con vida tanto tiempo, tantas penalidades y tantas amarguras.
—¿Qué sucederá cuando sepan que ha vuelto? —preguntó César.
—No sé; pero ha de suceder lo que Benito Encarnación desea y ha proyectado. De lo contrario habría venido con nombre falso, se hubiese desfigurado lo suficiente para que no le reconocieran y no se hubiera presentado tan a la vista de todos.
—¿Es necesario que tú intervengas? —preguntó Lupe.
—Fui actor en la primera parte del drama y deseo serlo en su desenlace —contestó don César antes de salir de la estancia.
* * *
La hacienda Nombre de Dios se levanta a veinticinco kilómetros de Los Ángeles, en la carretera que desde esta ciudad conduce a San Diego de Alcalá. Henry Hodge la había convertido en una importantísima posesión que surtía el mercado nacional con las mejores ciruelas pasas de California. Boston, Nueva York, Philadelphia y otras grandes ciudades del Este consumían la totalidad de la producción de Hodge y continuamente pedían más mercancía. Del antiguo rancho ganadero de los Pasapenas sólo quedaba el nombre y la marca de las ciruelas Nombre de Dios. En un tiempo dio al mercado los mejores caballos: Los «nombredioseños», blancos, caballos de hidalgo, ágiles y resistentes. Capaces de galopar sin descanso durante muchas horas. Prefiriendo morir reventados antes que darse por vencidos o reconocer su agotamiento. Aun figuraban en las etiquetas que adornaban las blancas cajas de ciruelas. Un blanco caballo y encima una inscripción: Hacienda Nombre de Dios. Debajo, la afirmación de que aquellas eran las mejores ciruelas pasas del mundo.
En los tiempos de la California mejicana la hacienda había sido mucho mayor. Por un breve tiempo fue la más importante de Los Ángeles. Los Pasapenas habían figurado mucho en las luchas políticas del alborotado período que sucedió a la dominación española. Enviados a California por el emperador Iturbide en marzo de 1822, anunciaron a Pablo Vicente de Sola. Gobernador de California, en nombre de su Majestad Católica, que la tutela de España había terminado en Méjico, dando paso a una regencia que se iba a convertir en Imperio. Desde hacía diez años nada se sabía en California de la madre patria. Las últimas noticias que se recibieron de la Península fueron las de que Napoleón había sido derrotado. Esto no sorprendió a nadie, pues todos habían dado por descartado el triunfo de la poderosa España sobre una nación que había cometido el inconcebible pecado de decapitar a sus reyes. Estaba de Dios que venciera España. Celebróse la noticia y California volvió a su paz, que duró hasta la sorprendente nueva de que España ya no dominaba Méjico; pero como al mismo tiempo se anunciaba la fundación de un imperio, la cosa no pareció demasiado grave a los conservadores californianos.
Aceptóse la nueva bandera. En vez de vitorear a Fernando VII, rey de España e Indias por la Gracia de Dios, vitorearon al «muy piadoso y augusto Emperador Agustín I de Méjico por la Divina Providencia y por el Congreso de la Nación». El gobernador español resignó sus derechos y don Benito Pasapenas y su hermano constituyeron el nuevo gobierno en el Presidio de Monterrey.
Pero los dos Pasapenas habían hablado con Santa Anna y Vicente Guerrero antes de partir hacia California. Intuyeron que ninguno de los dos famosos militares soportaría mucho tiempo al emperador. La revolución contra España se había hecho para algo más que para cambiar un rey lógico por un emperador que no tenía nada de lógico. A un príncipe de la casa reinante en España se le habría soportado, porque al fin y al cabo, como se decía, «era de la familia», pero a un emperador que meses antes no era más que un simple militar no se le podía tener respeto. Detrás del imperio llegaría la república, a menos que Iturbide fuese un genio. La genialidad no entraba en tas cualidades del primer emperador mejicano. Por lo tanto… Los Pasapenas se dieron prisa en conspirar. A la hora de la caída de Iturbide, ellos estaban al lado de Santa Anna o, mejor dicho, del Gobierno provisional de Negrete, Michelena y Domínguez. De gran actividad, bien informados por sus amigos en Méjico de los rumbos lógicos que seguiría la nación, consiguieron estar siempre del lado de los que mandaban. Al mismo tiempo, al secularizarse las misiones, arrancaron los mejores pedazos de las tierras franciscanas formando con ellos una rica hacienda: la Nombre de Dios, nombrada así por estar edificada en el mismo lugar y con las mismas piedras que la misión Nombre de Dios.
Catorce años vivieron apaciblemente los Pasapenas, siempre situados al lado del vencedor en potencia. En ocasión del Gobierno de José Justo Corro, los Pasapenas vacilaron. Se les decía que el sucesor de Barragán lo mismo podía durar mucho que no durar nada. Uno de los Pasapenas se declaró por él. Don Benito se anunció partidario de Santa Anna, que algún día debería volver a la Presidencia. La efervescencia mejicana se contagió a California y un mal día el hermano de don Benito apareció asesinado. Rumoreóse que su hermano le había hecho matar para heredarle y, también, por motivos políticos. No era cierto; pero a la gente le gusta siempre más la mentira que la verdad. Hasta el fin de sus días, don Benito Pasapenas pasó por asesino de su hermano, ya que era el único que podía sacar algún beneficio de su muerte. Fue inútil que él repitiera que si su hermano militaba en el campo contrario al suyo era, precisamente, para poderle ayudar a él si perdían los Santanistas o ser ayudado por él si Santa Anna vencía. Luego, en el curso del tiempo habían ocurrido muchas cosas, y la hacienda Nombre de Dios se encontraba dividida entre Henry Hodge y el coronel William Prior. En este cambio se condensaba el drama final de los Pasapenas. O que se creía final, pues aún quedaba un Pasapenas que debía decir la última palabra.
* * *
Henry Hodge estaba aquella tarde encerrado en su despacho con el coronel Prior. Ninguno de los dos barruntaba la tempestad que se estaba formando. Plácidamente hablaban de ciruelas.
—Sí, admito que usted realiza un buen negocio con las ciruelas —decía el coronel, acariciándose la blanca perilla de veterano de la guerra contra Méjico, en la cual había ganado el título y algo más, que pudo conservar, porque no obstante proceder de una familia de Louisiana, tuvo el buen criterio de ponerse al lado del Norte en la Guerra Civil, con lo cual ganó dinero e influencia para luego.
—Un negocio que podría ampliarse si usted se olvida de los caballos y se dedica a convertir los pastos en plantaciones de ciruelas —replicó Hodge.
—Un coronel plantando ciruelos… —Prior se echó a reír—. Resulta extraño. Un poco degradante, ¿no?
Hodge movió, impaciente, la cabeza.
—Déjese de esos escrúpulos, coronel —replicó—. ¿Es que resulta más honorable plantar algodón para calzoncillos y camisas? Sin embargo, su familia lo hizo en Louisiana y ello no le quitó ni un ápice de prestigio. Usted se considera honrado por descender de una familia de plantadores. El que desde antiguo los pastores hayan dado a las naciones el mejor contingente de guerreros, no impide que el tratar en caballos sea considerado poco honorable en ciertos países y se deje para los gitanos. Aquí se admite como honorable la cría caballar; pero también se considera bien plantar ciruelas.
—Sus ciruelas saben demasiado a pavo relleno —rió el coronel—. No me decido.
—Se avecinan tiempos malos… El mundo progresa. Los caballos son menos necesarios ahora que hace treinta años. Se ha inventado el ferrocarril. La gente llegará a prescindir del caballo; pero nunca prescindirá del pavo relleno de ciruelas. Nuestras haciendas poseen tierra especial para el cultivo de los ciruelos. Hay mucho dinero a ganar. Y nada de mantener grandes equipos de jinetes, laceadores y herradores. Una vez plantados, los ciruelos no necesitan apenas cuidado. A la hora de la recolección contrata un centenar de peones, secar las ciruelas y al cabo de dos meses puede despedir a su gente. Cualquiera sirve para arrancar ciruelas y ponerlas a secar; pero en cambio hacen falta equipos especializados para cuidar de los caballos. No puede prescindir de sus jinetes, ni los puede despedir hoy con la seguridad de volverlos a encontrar mañana. Los ha de mantener todo el año; ha de pagarles sueldos muy grandes. Sólo si hubiese otra guerra podría usted aspirar a realizar un buen negocio vendiendo caballos al Ejército; pero el país está harto de guerra. Tuvo bastante con la última. Este siglo terminará sin que los Estados Unidos se metan en lucha con nadie. Además está el peligro de los cuatreros. Cada día son más audaces. Se necesita una fuerza bastante numerosa para tenerlos a raya. Un caballo de los suyos vale mucho dinero y es muy fácil de robar. En cambio ¿quién roba ciruelas? Nadie. Yo no necesito más allá de cinco guardias armados.
—Está bien —rió el coronel—. Dígame su proposición.
—Es muy sencilla, coronel. Plantemos de ciruelos su hacienda. En pocos años, todo lo más unos quince, sacará cincuenta o sesenta kilos de ciruelas de cada árbol.
—¿Cree que yo viviré quince años más? —preguntó, sonriendo, el coronel—. Es usted muy optimista. Quiere que deje un buen negocio de ahora a cambio de un buen negocio para dentro de quince años.
—Antes le dará beneficios y mi oferta es buena. Asociémonos. Unamos nuestros ranchos en una sociedad debidamente legalizada y a partir de hoy repartiremos los beneficios. Lo que yo gane lo compartiré con usted. Y usted comparte conmigo lo que obtenga de la venta de sus caballos. O, mejor aún, guarde usted sus beneficios ahora, yo le daré la mitad de los que se obtengan de la próxima cosecha de mis ciruelos.
—No está mal —replicó el coronel Prior—. Pero me gustaría saber qué beneficios obtiene usted dándome la mitad de los suyos.
—Usted no tiene hijos, coronel. Morirá sin descendencia. ¿Qué será de su hacienda? ¿A quién irá a parar? ¿A alguno de sus sobrinos? Sé que no les profesa usted ningún cariño, porque ellos le han afeado su perspicacia al no unir su suerte a la del Sur en la guerra. Llegaron a rechazar el dinero que usted les envió. Quizá rechazaran igualmente su hacienda. En cambio yo tengo un hijo. Me gustaría dejarlo dueño de una gran fortuna. Si hoy reparto con usted mi dinero, mañana mi hijo recibirá mucho más de lo que hoy pierde.
—¿Y no sería mejor que me comprase el rancho? —preguntó Prior.
Hodge le dirigió una mirada de asombro.
—Pero usted no quiere venderlo —dijo.
—¿Está seguro?
—¿Se burla de mí? —preguntó Henry Hodge.
—No. Le digo la verdad. Deme cien mil dólares y el rancho es de usted con caballos y todo; pero démelos hoy. Ahora mismo.
El asombro de Henry Hodge fue en aumento.
—No le entiendo —dijo—. ¿Por qué pide cien mil dólares por una hacienda que vale, por lo menos, trescientos mil?
—Tal vez porque usted tiene cien mil dólares y necesita mi rancho para convertirlo en una huerta de ciruelos —rió el coronel—. Tal vez en Los Ángeles haya otras personas que se interesen por mis tierras; pero no disponen de trescientos mil dólares. Ni de doscientos mil. Ni siquiera de cien mil.
—¿Por qué quiere vender sus tierras?
—Porque me hago viejo; no viviré lo bastante para ver los frutos de esos ciruelos que usted quiere plantar; porque la cría caballar va camino de dejar de ser un buen negocio, cosa que vemos todos, y porque estoy harto de California.
—¿Y nada más? —preguntó, suspicazmente, Hodge.
—Nada más.
—No lo creo.
El coronel se encogió de hombros.
—Es usted muy dueño de creerme. No le crítico por ello. Pierde un buen negocio. Tal vez don César no piense como usted y haga menos preguntas.
—¿Le va a ofrecer su parte de la Nombre de Dios?
—¿Qué remedio, si usted no quiere ver un buen negocio? Me interesa marcharme de California, No puedo hacerlo dejando aquí mi hacienda. No puedo venderla en unas horas y recibir todo su valor. He de perder mucho; pero no importa. Con cien mil dólares puedo vivir tranquilamente los años que me quedan de vida.
—¿Cuándo se le ha ocurrido eso? —preguntó Hodge.
—Al hacerme usted su oferta. Me llamó para que viniese a verle. De usted partió la iniciación del asunto.
—Yo le llamé hace un mes —refunfuñó Hodge—. ¿Hasta hoy no se ha acordado de mi llamada?
—En efecto. ¿Tiene algo de particular?
—Mucho. Usted no hace las cosas sin causa justificada.
William Prior se levantó.
—Siento mucho que sea usted tan terco, Hodge. La suspicacia es un mal defecto. Tal vez porque usted lleva el mal dentro de sí, piensa que a los demás nos ocurre lo mismo. Veré a don César de Echagüe. Puede que él me pague ciento cincuenta mil…
—Quizá le ofrezca setenta y cinco mil.
—Y tal vez yo los acepte —sonrió el coronel.
—Van —dijo Hodge—. Le daré una orden de pago que Emigh le hará efectiva donde a usted le convenga.
—¿Cien mil? —preguntó Prior.
—Setenta y cinco —replicó Hodge.
—Hace un buen negocio.
—Temo que no; pero me arriesgaré. Sin embargo… tenga presente una cosa, coronel; quien me engaña sólo vive lo justo para arrepentirse.
—No insista en sus suspicacias, Hodge. Extienda la orden de pago o no la extienda; pero no me haga perder el tiempo.
Hodge abrió un cajón de su mesa y sacando unos papeles tendió uno a William Prior, indicando:
—Extienda una cesión de su hacienda. Indique el mínimo de caballos que hay en ella, los edificios, los muebles y…
—¿No cree que eso es innecesario? La tierra, por sí sola, vale más. Desde esta ventana se ve la casa principal y algunas dependencias. Tiene usted ganas de perder el tiempo. Los caballos y el trigo, cebada y heno acumulado, valen poco en comparación del valor de los terrenos y edificios.
—Está bien. Extienda el recibo como una cesión total del rancho, con todo su contenido.
Prior redactó el documento de cesión y lo tendió a Hodge. Éste lo leyó atentamente y a su vez entregó a su visitante una orden de pago por setenta y cinco mil dólares, como pago de la ya efectuada venta de la hacienda del coronel.
—Muy bien —sonrió éste.
—Muy bien, en efecto —sonrió Hodge.
Los dos creían haber hecho un buen negocio.
* * *
Una sombra que había estado pegada junto a la abierta ventana del despacho apartóse silenciosamente, protegida por los floridos arbustos que crecían al pie de los muros de la casa. Vestía oscuro traje mejicano y se tapaba el rostro con un antifaz de seda negra. En su cerebro estaba este pensamiento:
—Benito Encarnación ha empezado a vengarse. Ahora se debe evitar que se vengue demasiado.
Media hora después de la marcha del coronel Prior, un jinete entraba en la hacienda Nombre de Dios. Era Santos Lereña. Vacilaba en la silla empujado por los vapores alcohólicos que le llenaban la cabeza. Casi se la partió al caer del caballo y, a rastras, subió los escalones de la escalera de ladrillo. Su violento jadear atrajo a los perros, que le ladraron desde lejos, contenidos por el hálito alcohólico. Henry Hodge y su hijo Raimundo salieron a hacer callar a los mastines.
—¿Qué haces aquí, Santos? —preguntó Henry Hodge, conteniendo los deseos de azotar al borracho.
—¡Oh, señor Hodge! —Hipó Santos—. ¡Oh, qué mala noticia le traigo!
—Sal de aquí —ordenó Hodge—. No quiero borrachos en mi casa.
—Esta casa… Pues le va a durar poco, señor Hodge… Tan poquito como a don William la suya… Porque ha vuelto Benito Encarnación y se van a revisar los papeles. Y… a quien no lo mate lo dejará sin casa ni nada… Ni nada… —Sonriendo bestialmente, Santos Lereña agrego—: Pero yo salgo derechito para la mismísima frontera… Sí… La frontera… —Soltó una estúpida risa y perdiendo el inestable equilibrio que todavía conservaba se desplomó lateralmente, rodó por los escalones y quedó tendido y dormido al pie de la escalera.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Raimundo Hodge a su padre, percibiendo la mortal palidez que le había invadido el rostro.
—¡Traidor! —Rugió el mayor de los Hodge—. ¡Ahora sé por qué me vendió sus tierras! Tan baratas que… Le avisaron la vuelta de Benito Encarnación. Temió perderlo todo y quiso salvar algo. Me vendió por setenta y cinco mil dólares unas tierras que valen medio millón… Temió que Pasapenas removiera el pleito y se quedase con todo. De lo perdido ha sacado lo que ha podido. ¡Y yo haciendo el imbécil, regateando como un estúpido! ¡Hasta por diez mil dólares me lo habría vendido todo! Y ahora él podrá escapar tranquilamente con esos setenta y cinco mil dólares, dejándome a mí atrás y sin más que veinticinco mil dólares por todo capital.
Volvióse hacia su hijo y gruñó, descompuesto:
—No se saldrá con la suya, no. ¡Esa traición no se la perdono! Le enseñaré que conmigo no se juega impunemente.
Entró en la casa y salió casi al momento cargado con un cinturón canana del que pendía un revólver en su funda, y un rifle Winchester de doce tiros.
—¿Qué vas a hacer, papá? —gritó Raimundo.
Su padre le apartó de un empujón.
—¡No te metas en esto! —gritó.
El joven tropezó y cayó de espaldas. Henry Hodge había saltado sobre uno de sus caballos atados al amarradero. Picando espuelas dirigióse hacia la cerca que separaba su hacienda de la del coronel, la saltó limpiamente y desapareció entre los sauces que orillaban el riachuelo.
Raimundo Hodge se puso en pie y quiso ir en busca de otro caballo. Una mano le contuvo, y una voz le aconsejó:
—No lo haga, muchacho. Se interpondría usted en el camino de una vieja venganza.
—¿Quién…? —empezó a preguntar Raimundo, volviéndose hacia el que le había contenido. Al reconocerle exclamó, asombrado—: ¡El Coyote!
El enmascarado sonrió.
—No tengo por qué temerle, señor —replicó, altivo, Raimundo.
De nuevo sonrió El Coyote.
—El muy ciego podría cometer un error —musitó.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el joven.
—Nada. Pero no se mueva de aquí. Deje que las cosas sigan su camino.
—Pero mi padre…
—Ya no puede usted evitar nada. Lo que debe suceder, sucederá.
—¿Es usted enemigo de mi padre? —Preguntó Raimundo—. ¿Le quiere hacer algún mal?
—No. Fui su mejor amigo.
—¿Fue?
—Sí; pero usted no me entendería. Adiós. Dé a su madre la noticia que trajo Lereña.
Volviendo la espalda a Raimundo Hodge, El Coyote marchó hacia donde había dejado su caballo. Montó en él y también saltó la cerca que había hecho dos de la antigua hacienda de los Pasapenas.
* * *
Celia Cabedo aún sonreía a pesar de que hacía muchos minutos que Henry Hodge, con el ansia de matar pintada en el rostro, había partido hacia Los Ángeles. Era aquella una sonrisa que había esperado muchos años antes de subir a sus labios. Quizá por eso parecía una sonrisa vieja, una sonrisa muerta, como la que a veces se encuentra labrada en las pétreas facciones de una momia.
—Buen trabajo, Celia.
El susto ocupó el sitio dejado vacante por la huida sonrisa. Celia se volvió hacia el punto de donde llegaba la voz. Más que por el temor de una presencia extraña, se sobresaltaba por lo que indicaba aquella inadvertida presencia: Descuido, ausencia de sí misma.
—¡Oh! ¿Es usted? —No demostró asombro al ver al Coyote—. ¿Qué quiere de mí?
—Nada. En todos estos años no he querido nada: pero hoy me has sorprendido. La constancia no es vicio femenino.
—¡Márchese, don Coyote! —Ordenó la mujer, pasando una mano por sus descoloridos cabellos—. ¡Aquí nada tiene ya que hacer!
El enmascarado observó, curiosamente, aquellas facciones tan poco femeninas. Rostro afilado, anguloso, descarnado. Ojos pequeños, como cabezas de agujas. Labios descoloridos. Y el cuerpo delgado y liso, sin ninguna feminidad. Quienes susurraban una inteligencia amorosa entre el coronel Prior y Celia Cabedo pecaban, ciertamente, de imaginativos.
—¿Todo lo hiciste tú?
—Lo que se debía hacer, sí, señor Coyote.
—No lleves demasiado lejos tu venganza, Celia. Podrías tropezar contigo misma.
—Recuerde lo que él dijo, señor Coyote: «Mía es la venganza». De él, no mía. Yo soy instrumento, nada más.
—Un instrumento con ojos para ver y labios para decir. Y cerebro para saber. No una espada que ni ve, ni dice, ni oye, ni entiende.
—La loba sólo puede engendrar lobos.
—Veo que me entiendes, Celia —sonrió El Coyote—. No quisiera estropearte una oreja.
—No me asustan sus amenazas. No creo en su poder. ¡El Coyote! —Se echó a reír—. ¡Un fantoche! ¡Sí, un fantoche! Una máscara que pasea su estupidez por nuestro mundo. Su nombre sirve para asustar a los niños y para que palpite con más fuerza el estúpido corazón de las adolescentes que suspiran por un novio…
—No olvides que tu corazón palpitó por un hombre y tus labios suspiraron por un beso que aún no has recibido. No te burles de las que aún tienen ilusiones. Si tú las perdiste…
—Sobre mi juventud de entonces se han amontonado veinte años, señor Coyote. Cuarenta y cinco… una vieja, ya. Si tuviese un hogar, un marido y unos hijos, sería joven. Tal como soy, resulto… una vieja. Veinte años alimentando el fuego de la venganza, para que él encontrase las llamas encendidas. Veinte años…
—Con una máscara sobre el alma ¿no? —interrumpió El Coyote. Luego, compasivamente—: ¿Y eras tú la que me llamaba fantoche? ¿Eras tú la que se burlaba de esta sencilla máscara que sólo tapa mi cara?
—¡Váyase! ¿Qué le importan mis tonterías? ¿Ni qué me importan a mí sus alardes de inteligencia? Yo no creo en El Coyote. Lo desprecio. Porque El Coyote, sabiendo la verdad, permitió que la mentira fructificara. Si usted hubiese querido… De usted dependió que un hombre no pasara veinticinco años en un presidio, en San Quintín, purgando un delito que no había cometido.
—Celia, tú eres de las de antes, de las que conocieron nuestra vieja California, ¿crees que se puede decir sin faltar a la verdad que Benito Encarnación no merecía esa condena?
Celia Cabedo irguió la cabeza.
—No —replicó firmemente—. No lo crea ¡No lo creo!
—Pues yo opino de distinta manera. Lo que él hizo merecía la muerte. Y yo se la hubiese dado de no descubrir a tiempo que otra mano más poderosa y más sabia que la mía dictaba su sentencia.