Capítulo X

El precio del Coyote

Russell Bailey, que había empezado la noche sentado en el sillón, la terminó tendido en el suelo, envuelto en la manta, para desentumecer un poco sus miembros. Lamentó no haber adquirido el derecho para dormir en la cama y decidió ofrecer otros cinco mil dólares y cambiar el sillón por la cama.

Poco después de amanecer, entró El Coyote, inquiriendo:

—¿Qué tal noche pasó usted, señor Bailey?

—¿Podría dormir en la cama? —preguntó el financiero.

—Ya sabe usted el precio.

—Entonces le doy cinco mil dólares y puedo dormir…

—No, no —interrumpió El Coyote—. El sillón puede utilizarlo hasta mediodía. A partir de entonces, si quiere seguir sentado en él, tendrá que pagar otros cinco mil dólares, y si prefiere estar tendido en la cama, puede hacerlo por diez mil.

—¡Eso es un robo! —gritó Bailey.

—Es posible que tenga usted razón. Puede que sea un robo. Pero no lo será tanto como el vender acciones sin valor alguno para viudas y huérfanas. Si no le gusta que le roben, puede quedarse su dinero y comérselo.

—¿Y hasta cuándo… me tendrán aquí? —tartamudeó Bailey.

—Hasta que yo lo juzgue conveniente. ¿Quiere desayunar algo?

—¡Claro que quiero desayunar!

—El desayuno vale, también, cinco mil dólares.

—¡Pues cómaselo usted! —gritó Bailey.

—Gracias por la idea —sonrió El Coyote.

Salió un momento de la celda y al poco rato de haber regresado a ella, entró Alberes, con el rostro cubierto, y colocó ante El Coyote una bandeja con un tazón de café con leche y pan tostado y cubierto de mantequilla.

—¡Es usted un canalla! —dijo Bailey—. Lo hace para forzarme a que me deje explotar.

—¿Yo? Nada de eso. Al contrario, me gusta ver a un hombre enérgico resistiendo las tentaciones.

El Coyote empezó a mojar tostadas en el café con leche y, al fin, Bailey, incapaz de resistir más, pidió:

—Déme el talonario de cheques. Pero no me traiga café con leche, sino una comida abundante…

—Lo siento —interrumpió El Coyote—. Hay que empezar por el principio. Tanto si pide ahora el desayuno, como si pide más tarde la comida, lo primero que le servirán es un tazón de café con leche.

Russell Bailey deseó ser fuerte, pero ya estaba vencido. Se daba cuenta de que no podría continuar ni cinco minutos sin comer algo, y declaró:

—Déme el talonario… Pagaré mi desayuno.

—Extienda el cheque a nombre de la señorita Rosario Lamas —advirtió El Coyote—. Así saldará la deuda que tiene con ella.

Bailey obedeció, y al cabo de un momento tenía ante el un desayuno idéntico al del Coyote, pero si confiaba en saciar con aquello su apetito, pronto se dio cuenta de que el café con leche le había despertado un hambre devoradora que necesitaba calmar como fuese.

Cuando terminó, su cuenta corriente había descendido en setecientos mil dólares.

—Aquí tengo una lista lo bastante exacta de todos sus robos, —dijo El Coyote—. La saqué de su casa. Asciende a más de dos millones. Le advierto, para su gobierno, que pienso obligarle a devolver cuanto ha robado.

Bailey inclinó la cabeza y no contestó. Aquella noche durmió en la cama.

* * *

Rosario Lamas recibió la visita de un representante del Banco del Pacífico, quien le anunció que tenía orden de entregarle cien mil dólares a cambio de las acciones que ella poseyese del ferrocarril Maine. Hasta mucho después de haberse marchado el empleado del banco no empezó Rosario a darse cuenta de lo extraordinario de aquel suceso. Corrió a comunicárselo a King, y juntos fueron al banco, donde se les dijo que ningún enviado suyo había ido a visitarla con la extraordinaria oferta de cien mil dólares por unas acciones que no se cotizaban.

—Debe de ser cosa del Coyote —dijo King—. Temo que mi padre esté en peligro.

—Ya verás como todo se arregla y reaparece.

Pero siguieron pasando los días sin que en San Francisco se supiera nada de Russell Bailey.

Entretanto estaban ocurriendo cosas extraordinarias: muchas personas que habían adquirido acciones depreciadas, se encontraban, de pronto, con que recobraban el dinero invertido en ellas. Algunas veces recibían el dinero de manos de algún desconocido que se decía enviado por un banco: otras, les era dejado en la puerta, o les llegaba atado a una piedra y a través de algún cristal.

Otros que vivían en el Este, recibieron por mediación de la empresa Wells &;Fargo, los abonos de sus valores que ya daban por perdidos.

* * *

El Coyote sentóse una vez más frente a Russell Bailey.

—Ya ha pagado todas sus deudas —dijo—. Pero aún le quedan seiscientos mil dólares, además de los cien mil que le dio su hijo, cuyo cheque he destruido. Mi intención es retenerle aquí hasta que se vea obligado a comprar con ese dinero su comida, bebida y cama. Creo que estará, por lo menos, tres días más. Si usted quiere, extienda un cheque por esa suma y mañana por la mañana podrá volverá su casa. A menos, claro está, que le guste nuestra compañía y prefiera quedarse aquí.

—No, ya nada me importa. No creo en los milagros y no espero que suceda ninguno a tiempo de salvarme. Déme el talonario y le extenderé un cheque por seiscientos mil.

El Coyote empujó hacia Bailey su talonario y el financiero, con temblorosa mano, extendió el cheque, devolviendo luego el talonario al Coyote, que lo guardó, después de consultarlo.

—Bien, ya es usted pobre —dijo.

—Sí —replicó Bailey—. Una vez King me dijo que algún día el dinero de quien yo he sido siempre esclavo, me abandonaría. Ya me ha abandonado.

El Coyote levantóse y anunció:

—Me marcho a San Francisco. Haré cobrar el cheque. Mañana podrá usted volver a su casa. Pero esta noche aún será mi huésped.

Aquella noche, como había prometido El Coyote, bajó a cenar con su prisionero. La cena fue abundantísima y la más exquisita que había probado Bailey; pero el apetito del financiero estaba deshecho.

—No se apure —díjole El Coyote—, Aún volverá a recuperar algo de lo perdido. Pero no quiera recobrarlo con trampas y engaños. Siga el buen camino y llegará lejos. Y ahora pruebe este café. Es exquisito.

Bailey bebió el café que le ofrecía El Coyote. Estaba sumamente deprimido y casi no se dio cuenta del sopor que le invadía a los pocos minutos de haber bebido el café. Durmióse en el sillón y no se dio cuenta de nada hasta la mañana siguiente, en que la luz del sol le despertó.

Durante varios minutos, Russell Bailey estuvo convencido de que seguía durmiendo y soñando. Y sólo al cabo de un largo rato de pellizcarse logró convencerse de que estaba en su dormitorio de San Francisco, de que todo cuanto le rodeaba era lo que durante tantos años había visto al despertar, y en suma, de que no estaba prisionero del Coyote. Lo de su prisión debía de haber sido un sueño…

Tiró del cordón de un timbre, y un momento después se abrió la puerta. King apareció en el umbral.

—Buenos días, papá —saludó.

—¡King! —exclamó Bailey, tendiendo los brazos a su hijo, que se precipitó en ellos, mientras él murmuraba—. Era un sueño… era un sueño.

—No, papá —dijo King, apartándose de él—. No ha sido un sueño. Han ocurrido cosas muy graves. Estás arruinado: Sólo te quedan mis cien mil dólares.

—Entonces… ¿es verdad que no he soñado?

—Es verdad, no soñaste. Tuviste que comprar tu comida al Coyote.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Esta madrugada El Coyote te ha devuelto aquí. Hablé con él. Me contó lo que ha hecho. Te obligó a devolver todo el dinero que obtuviste con engaños.

Bailey inclinó la cabeza.

—¿No hiciste nada por detenerle? —preguntó.

—No. Al fin y al cabo, hizo justicia.

—¿Y Slatter? ¿Dónde está? ¿Qué ha hecho?

—Anteayer apareció su cuerpo flotando en la bahía. Ha muerto. Un disparo le destrozó la cara.

—¿Muerto?… ¡Qué horror! Yo tampoco estaba seguro de volver a verte. Tuviste razón, King. He vivido esclavo del dinero. Él ha sido mi dios. Y ahora me ha abandonado.

—Yo no te abandonaré. Menos ahora. Aún podrás rehacerte. Haz lo que quieras con mis cien mil dólares. Además… Pero eso te lo dirá ella. ¿Quieres acompañarme al hotel Frisco, a pedirle a Rosario que sea tu hija?

—Ella ha debido de recibir cien mil dólares, ¿no?

—Sí. Los que su padre perdió.

—¡Pobre hombre!… ¿Crees que Rosario querrá verme?

—Sé que lo está deseando.

—¿Y si supiera que…?

—Tal vez lo sospeche; pero no tiene la seguridad, y es mejor que no sepa nunca quién trató de secuestrarla y destruir su vida. Yo también prefiero no saberlo.

—Es posible que eso sea lo mejor. Ayúdame. En cuanto esté vestido te acompañaré.

* * *

Rosario Lamas estaba muy nerviosa.

—King acaba de decirme que vendrá con su padre —dijo.

César de Echagüe fingió asombro.

—Pero ¿no había desaparecido?

—Ya ha vuelto. Lo raptó El Coyote. ¡Qué hombre tan admirable!

—¿Te refieres a tu futuro suegro?

—No; me refiero al Coyote. Nunca esperé verle en persona. Alguien me dijo una vez, en Los Ángeles, que se sospechaba que usted era El Coyote.

—¿Yo? ¡Pobre de mí! ¿Y te has convencido de que yo no soy El Coyote?

—Sí. No se parecen en nada. El hablar es tan distinto… ¿Qué debo decirle al señor Bailey?

—Pues… debes decirle que tienes mucho gusto en verle y que te alegrarás de que esté bien de salud. No menciones su rapto, ni demuestres que te acuerdas de cómo te habló aquella noche en el restaurante chino.

—Sería de mal gusto, ¿verdad?

—Desde luego. Como no tienes padres, yo los representaré. De mí dependerá que acepte a tu novio o no. Si no me es simpático…

—Si no le fuese simpático me casaría con él y haría lo posible porque se lo fuera.

Don César se echó a reír, pero una hora después, tanto él como Rosario estaban muy serios, mientras Russell Bailey, muy solemne, solicitaba de don César la mano de Rosario Lamas para su hijo King.

—Bien; creo que no existe inconveniente —dijo César de Echagüe, interrumpiéndose un momento para toser con fuerza—. Los muchachos se quieren. Rosario llevará al matrimonio una dote de cien mil dólares. Espero que su hijo habrá sido también dotado debidamente.

La respuesta de Russell Bailey fue interrumpida por una llamada a la puerta. King fue a abrir y no vio a nadie; pero en el suelo se encontraba una caja de caoba, con un sobrecito colocado encima.

King salió al pasillo y miró en todas direcciones.

—No se ve a nadie —dijo. Inclinóse sobre la caja y agregó—: Va dirigida a ti, papá.

Russell Bailey tomó la caja y trató de abrirla. Estaba cerrada con llave, pero dentro del sobre se advertía el bulto de una llavecita.

Rasgando el sobre, Bailey sacó una cartulina y una llave. En la cartulina leyó:

Esto puede ser la dote de tu hijo.

Formato inválido

—¡El Coyote! —susurró Bailey.

Con la llave abrió la caja y en su interior apareció un cheque pegado al fondo. Era el último cheque extendido por él. Estaba cruzado por dos trazos rojos que lo anulaban.

—Ha llegado a tiempo la dote —dijo Bailey—. Ésta es la de mi hijo. Mis últimos seiscientos mil dólares, aunque más que míos son del Coyote. A él se lo deben agradecer.

—Entonces el que ha llamado debía de ser El Coyote —murmuró don César—. Ya he presentido yo que la llamada no era normal.

Russell Bailey se acercó a Rosario y poniendo en sus manos la caja, dijo:

—Hace unas semanas yo no quise devolverte lo que era tuyo. Perdóname. Y para demostrar que me perdonas, acepta esto.

—¡Pero si yo iba a entregarle los cien mil dólares! —Exclamó la joven—. Para que los hiciera multiplicar. Ahora, si se los doy, creerá que no pensaba dárselos.

—Lo creeré, porque eres buena. No sé vi tendré tiempo de rectificar mi vida; pero voy a intentarlo con toda mi alma. Si tú y King me ayudáis.

—Yo también le ayudaré, si quiere —intervino César—. Hace tiempo me habló de un buen negocio…

—Ahora sería malo, don César —dijo Bailey—. Entonces aún no conocía el negocio de comprar vasos de agua a diez mil dólares. Menos mal que era un agua muy buena.

—Ya podía serlo —dijo César—. ¡Diez mil dólares! ¿Y quién vende ese agua?

El Coyote. Y yo la compré y al hacerlo aprendí una buena lección. ¿Me concede, por fin, para mi hijo la mano de Rosario?

—Desde luego; pero la dote del muchacho es excesiva.

—Reservaré cien mil dólares para mí y probaré, por una vez en mi vida, a multiplicarlos honradamente. No sé si lo conseguiré; pero valdrá la pena intentarlo.

—Avíseme cuando empiece —dijo César—. Me gustaría verle trabajar.

—Para empezar tengo una casa en venta. Está muy bien situada. Se la cedería por muy poco dinero.

—No quiero casas en San Francisco —dijo César—. No olvide que a principios de siglo la tierra se comerá esta ciudad.

—Eso es una leyenda.

—También creía usted que El Coyote era una leyenda.

—Es cierto. Pero en tal caso, aún me interesa más vender la casa. No quiero que mis nietos, si llegan, vivan encima de un volcán. ¿Cree que en Los Ángeles encontraría buenos terrenos?

—Es posible. Tengo en venta unos excelentes. Si quiere…

—Don César, yo soy quien debe hacer el negocio, no usted —rió Russell Bailey.