Capítulo IX

Entre la espada y la pared

César de Echagüe dejó su caballo en la cuadra que había alquilado y, como ya la noche había caído sobre la ciudad, escaló el tejadillo y se deslizó hasta su habitación. Iba a quitarse el traje, cuando oyó una insistente llamada a la puerta.

—¿Quién llama?… —preguntó, mientras se ponía la larga bata, de cuyo bolsillo sacó una pistola de dos cañones muy cortos y calibre muy grande.

—Soy Philip Crane, de la funeraria —contestó una voz.

Con la pistola en la mano, César abrió la puerta. Al reconocer al empleado de la funeraria, se hizo a un lado y le dejó entrar.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Don César, ocurre algo muy grave —replicó el hombre—. Un caballero me ha estado interrogando para saber adónde conduje el cuerpo del criado de su ama de llaves.

—¿Quién era ese hombre?

—No lo sé, señor. Fue a la funeraria y me dio algún dinero para que le dijese adonde habíamos ido. Me dio quinientos dólares.

—Y tú dirías la verdad, ¿no? Que llevaste el cadáver a Monterrey.

—No, don César, el cadáver no fue llevado a Monterrey. Y según dijo aquel hombre, lo que iba dentro del cesto no era ningún cadáver, sino un vivo.

—¿Estás hablando en clave? No te entiendo.

—Tal vez el señor no lo sepa; pero el cadáver no fue llevado a Monterrey, sino a San Bruno. A un rancho…

—¿Eso fue lo que tú le dijiste a ese hombre?

—No, don César, lo que yo le dije fue que lo había llevado a San José. Ahora ese hombre debe de estar camino de San José y no encontrará lo que busca. Claro que yo tendré que abandonar San Francisco, porque cuando vuelva me matará.

—Y necesitas dinero, ¿no?

—Lo imprescindible para el viaje y vivir algunos días hasta que encuentre otro empleo en Chicago.

César de Echagüe abrió un cajón y de una cartera que sacó de él, extrajo dos mil dólares.

—Con esto tendrás bastante para tus gastos. Buen viaje.

Crane guardó el dinero y apresuróse a salir de la habitación. César quedó pensativo. Aquella sagacidad sólo podía proceder de Samuel Slatter.

«Debí haberme ocupado más de él», se dijo.

Tenía el proyecto de pasar la noche en San Francisco; pero, no muy seguro de que Crane le hubiese dicho toda la verdad y de que no hubiera descubierto el sitio exacto donde estaba preso Russell Bailey, decidió regresar a San Bruno y poner sobre aviso a Lupe y a Alberes.

Se quitó en seguida la bata y ajustóse los revólveres; luego se volvió para coger el sombrero y, en aquel momento, una voz ordenó a su espalda:

—No se mueva, señor Coyote. Por muy rápido que usted sea, mi dedo lo será infinitamente más.

César permaneció inmóvil. Había reconocido la voz de Slatter y, por el lugar de donde procedía, comprendió que Samuel estaba en la ventana, a la que habría llegado utilizando el mismo camino que él.

—No esperaba mi visita, ¿verdad? —preguntó Slatter entrando en la habitación y avanzando hacia el californiano.

—No, no la esperaba, aunque no me sorprende —respondió don César.

—¡Don César de Echagüe! El famoso hacendado de Los Ángeles, un hombre riquísimo. ¡El Coyote!

—Se equivoca —dijo don César—. No soy El Coyote.

—Viendo su traje cualquiera lo creería.

—El hábito no hace al monje. ¿Puedo volverme?

—Un momento. Antes le libraré del peso de sus armas.

El Coyote notó cómo Slatter le quitaba de las fundas sus revólveres. Luego se volvió poco a poco hacia él.

Slatter había tirado sobre la cama los revólveres del Coyote y empuñaba uno de cañón corto, modelo inglés, pero de gran calibre. Y la mano con que lo empuñaba no temblaba lo más mínimo.

Don César comprendió que a aquel hombre no podría vencerlo fácilmente.

—Ya me tiene desarmado. ¿Qué quiere hacer ahora? —preguntó.

—Siéntese en ese sillón que tiene detrás —ordenó Slatter—. Así. Desde luego, me sorprende que sea usted El Coyote. Debo confesarle que nunca lo sospeché.

—Gracias. Supongo que eso es una alabanza. ¿Escuchó la conversación entre el señor Crane y yo?

—Sí. Comprendí que Crane me había engañado, pero sabía que me traería al Coyote y junto al señor Bailey.

—¿Es usted amigo del señor Bailey?

—No. No soy amigo de nadie. ¿Qué piensa hacer con él?

—Arrebatarle una parte del dinero que ha obtenido. Claro que ésa era mi idea antes de que usted me descubriera.

—¿Cuál es ahora su idea?

—Salir de ésta como sea posible. ¿Puede usted sugerirme algún medio de salir con bien?

—Sí. Soy hombre fácil de contentar. La fortuna de Bailey se calcula en algo más de tres millones. La de usted en mucho más. Si me paga cinco millones, quizá me decida a olvidar lo que he visto y lo que he oído. A usted le quedarán siempre los millones que le saque a Bailey.

Don César se había quitado un aro de oro que llevaba en el dedo y estaba jugando con él.

—Cinco millones es mucho dinero —murmuró al fin—. Demasiado dinero… ¡Oh!

El anillo había caído de sus manos y el californiano se inclinó a recogerlo. Estaba sobre la alfombra en la que se encontraba de pie Slatter. Los dedos de don César cogieron el anillo; pero al mismo tiempo cogieron el borde de la alfombra y tiraron tan violenta y súbitamente de ella que Slatter, perdiendo el equilibrio, cayó de espaldas.

Antes de que chocase contra el suelo, César, saltando de su sillón, cayó sobre él, y mientras con una mano le aferraba el cuello, con la izquierda sujetaba la muñeca de Slatter, impidiendo hacer ningún movimiento con el revólver.

Slatter lanzó una imprecación y luchó violentamente por incorporarse o desprenderse de las manos que le dominaban. Con la izquierda, que tenía libre, trató de alcanzar el cuello de don César. Éste lo impidió; pero entonces tuvo que soltar la garganta de Slatter, quien, al tener libre la cabeza, hizo un veloz movimiento y hundió los dientes en el brazo izquierdo de su enemigo.

César se vio obligado, a causa del dolor, a soltar también la mano derecha de Slatter, quien, fulminantemente, la movió a la vez que apretaba el gatillo del revólver.

En una fracción de segundo, César vio la muerte sobre él. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, reaccionó de la única forma que le permitía abrigar alguna esperanza de salvación. De un golpe dado con la mano izquierda, desvió el revólver en el preciso instante en que el percusor caía sobre el fulminante.

Sonó el disparo y el irritante humo de la pólvora quemada ocultó por un momento a los dos hombres. Luego, cuando se disipó, César vio lo que quedaba de Samuel Slatter. La bala le había alcanzada en el rostro y el espectáculo no tenía nada de agradable.

Pero en aquellos momentos, lo más urgente era deshacerse de aquel comprometedor cadáver. Durante varios minutos, César estuvo temiendo que alguien subiera a investigar lo ocurrido; pero como en San Francisco era muy corriente que a algún huésped se le disparara el revólver mientras lo estaba limpiando, nadie prestó atención ni se molestó en averiguar si el disparo había tenido o no funestas consecuencias.

César acabó de vestirse y al terminar envolvió el cuerpo de Slatter en una manta, lo ató con unas cuerdas y, cargado con él, saltó a la calle. Por último, lo cruzó sobre su caballo y encaminóse, evitando las calles más concurridas, hacia el muelle. Una vez allí lanzó su carga. Luego regresó al hotel y empleó parte de la noche en borrar las huellas de sangre que habían quedado en el entarimado.