Capítulo VIII

El despertar de un financiero y el de Wesley Snell

Lentamente, con grandes dificultades, Russell Bailey abrió los ojos. Encontróse tendido en el suelo, sobre una manta, y sintió tales dolores en el cuerpo, que comprendió que llevaba varias horas en aquel duro lecho.

Haciendo un esfuerzo sentóse en la manta y paseó la mirada a su alrededor. Estaba en una habitación subterránea, pues en la parte más alta, junto al techo, se veía una ventanita defendida por gruesos barrotes de hierro, entre los cuales crecían algunas hierbas y flores.

Aquella enrejada ventana dejaba paso a la luz matinal que permitía ver, en su totalidad, la celda en que estaba encerrado. Los muros eran de piedra, y el mobiliario se reducía a un cómodo sillón, una hermosa cama y una mesa. Decidiendo que en el sillón o en la cama estaría mucho mejor, Russell Bailey fue a levantarse; pero al mover la pierna derecha notó que estaba sujeta por una cadena a la pared.

Sorprendido por aquel inesperado descubrimiento, Bailey sentóse más cómodamente y acabó de despertarse. Como en la anterior ocasión en que había probado los efectos del narcótico, sintió una sed muy fuerte. Sobre la mesa se veía un jarro de barro que, a juzgar por cómo rezumaba, debía de estar lleno de agua. Junto al jarro se encontraba un vaso de cristal; pero tanto el jarro como el vaso y la mesa se hallaban fuera de su alcance. Tras varios e inútiles esfuerzos por alcanzar el agua, el financiero, rendido, se tendió en la incomodidad de la manta.

Mientras reposaba de su fatiga, Bailey fue repasando los acontecimientos del día anterior. Recordó lo que había querido hacer contra Rosario y, luego, la visita del Coyote. En último lugar, pensó en el dinero que El Coyote le había hecho pagar. Luego comenzó a preguntarse por qué le habían encerrado allí. Era indudable que esto obedecía a un propósito del Coyote. ¿Cuál?

Como si hubiera estado esperando a que los pensamientos de su prisionero llegaran a aquel punto, abrióse la puerta de la celda y entró un hombre enmascarado. Iba sin armas, pero con su característico sombrero de alas anchas.

—Buenos días, señor Bailey. Espero que habrá descansado muy mal, ¿no?

—¿Por qué me ha traído aquí? —Gritó Bailey—. ¡Tendrá que responder ante las autoridades…!

—No sea tonto, señor Bailey —interrumpió El Coyote—. Yo no responderé ante nadie porque usted no podrá denunciarme, y aunque me denuncie no podría hacer nada, pues nadie me conoce ni nadie podrá, jamás, apresarme.

—Déme agua. Tengo mucha sed.

—Le aconsejo que no beba —dijo El Coyote—, Si lo hace, tendrá más sed.

—¡Déme agua! —chilló Bailey.

El Coyote se encogió de hombros y, llenando de agua el vaso, se lo ofreció al preso. Éste se lo llevó ansiosamente a los labios y comenzó a beber. Cuando casi había vaciado el vaso lanzó un grito de ira.

—¡Es agua salada!

—Sí. Ya le dije que no la bebiera —replicó El Coyote.

—Pero… ¡Oh!, por favor, déme un vaso de agua que se pueda beber.

—Señor Bailey, ¿sabe usted dónde se encuentra?

—No.

—En un desierto, donde cada gota de agua vale cien veces su peso en oro —dijo El Coyote—. La tenemos que traer de tan lejos, que sólo nos es posible utilizarla ahorrando cada gotita. Un vaso de agua dulce vale, por lo menos, diez mil dólares. Si quiere extenderme un cheque por esa suma, le traeré un vaso de agua. De lo contrario, tendrá que pasar sin ella o beber agua salada.

—¿Está usted loco? ¿Quiere que pague diez mil dólares por un vaso de agua que no vale ni medio centavo?

—Puede que en San Francisco un vaso de agua valga lo que usted dice, pero aquí vale muchísimo más. Infinitamente más. Diez mil dólares es un precio sumamente económico.

—Pues si espera que yo le pague esa suma…

—Me tiene sin cuidado que la pague o no. Le dejaré con el jarro de agua al alcance de la mano y cuando cambie de opinión, me avisa.

El Coyote iba a salir de la celda, cuando Bailey le pidió:

—Al menos, déjeme sentar en el sillón.

—Pide usted mucho, señor Bailey. El sentarse en el sillón vale cinco mil dólares. Y si quiere usted dormir en la cama, tendrá que pagarme diez mil. Ésos son los precios de este «hotel».

—¿Se está usted burlando de mí?

—Es posible; pero ya tendrá usted tiempo de convencerse de que está equivocado al suponer eso. Adiós. Cuando tenga usted sed, grite y uno de mis hombres entrará a darle agua. Diez mil dólares el vaso; no lo olvide.

—¡Antes prefiero morirme de sed!

—Eso usted es quien lo ha de decidir.

—¿Y no me darán nada de comer? —preguntó de pronto, Bailey.

—¿Comer? ¿Cómo se le ocurre pensar en comer? Un plato de comida le costará cien mil dólares. No le aconsejo que se gaste tanto dinero por tan poca comida.

Y cerrando la puerta, El Coyote desapareció, dejando a su prisionero con la garganta seca e irritada por la sal y dispuesto a resistir hasta lo imposible; pero a los diez minutos, era tanta la sed, acentuada por la sal y por el convencimiento de que no podría beber, que empezó a gritar para atraer a sus guardianes. Al momento se abrió la puerta y El Coyote entró con una bandeja en la que traía un jarro de cristal y un vaso.

—Le daré los diez mil dólares —jadeó Bailey, tendiendo las manos hacia el agua.

Dejando la bandeja sobre la mesa, El Coyote sacó del bolsillo un talonario de cheques y se lo tendió a Bailey, a la vez que desenroscaba la tapa de un tintero de bolsillo y ofrecía una pluma al financiero. Éste extendió un cheque al portador por diez mil dólares y devolvió el talonario al Coyote, quien, después de arrancar el cheque, lo dejó sobre la mesa, para que se secase; luego llenó hasta el borde el vaso y se lo ofreció a Bailey.

Si éste esperaba que con un solo vaso de agua iba a calmar su sed llevóse una gran decepción, pues el agua apenas refrescó su garganta, dejándole un ansia aún mayor de saciar su abrasadora sed.

—¡Déme más! —pidió.

El Coyote volvió a tenderle el talonario, Bailey retrocedió como si le presentaran un hierro candente.

—No es posible —murmuró—. No me hará usted pagar…

—Como prefiera —replicó El Coyote—. Cuando sienta más sed…

—¡Déme! —Chilló Bailey—. ¡Déme!

El Coyote volvió a entregarle el talonario de cheques, y esta vez el financiero extendió uno por veinte mil dólares, pidiendo:

—Déme dos vasos.

El primero lo vació de un trago; pero el segundo lo bebió lentamente, paladeando cada sorbo.

—Cuando necesite algo más, avísenos. Adiós.

El Coyote, después de pronunciar estas palabras, abandonó la celda, dejando a Bailey sumido en las negras meditaciones que despertaban en él los treinta mil dólares pagados por tres vasos de agua. Al fin decidió que no volvería a beber, y que antes de pagar diez mil dólares por otro vaso de agua, se moriría de sed.

Pero al llegar la noche, la cuenta corriente de Russell Bailey había sufrido un descenso de doscientos cinco mil dólares, producto de veinte vasos de agua y del permiso para utilizar el sillón.

En cambio, aunque el hambre le roía las entrañas, Russell Bailey decidió resistir a las ansias de comida.

* * *

Wesley Snell también despertó en un lugar muy distinto de aquel en el cual se había dormido. Recordaba que, como cada noche en su cautiverio, se había acostado, quedando inmediatamente dormido. Lo lógico era que despertase en la misma habitación en que se durmió, pero su asombro fue enorme al despertarse bajo la intensa luz de la mañana, bajo los árboles, envuelto en una manta.

Sentándose de un salto, Snell se creyó una vez más víctima de un sueño. Miro a su alrededor y vio, a corta distancia, una carretera, y más lejos, las primeras casas de una ciudad que tal vez fuera San Francisco.

Casi sin poder creer que fuese cierto lo que estaba viendo, Snell se palpó el cuerpo y, de pronto, su mano derecha tropezó con unos papeles prendidos en su chaqueta. ¡Eran cinco billetes de a mil dólares! ¡Lo que El Coyote le había prometido!

Guardando aquel dinero, Snell se levantó, desperezóse, dejó a un lado la manta y echó a andar hacia la ciudad. Como había supuesto, era San Francisco, y tras mucho preguntar, consiguió llegar al hotel Frisco, donde su presencia despertó el natural asombro. Sin embargo, le fue entregada la llave de su habitación y en ella pudo cambiar de ropa, lavarse y afeitarse. En cuanto hubo hecho esto bajó para encargar los billetes del ferrocarril para Chicago.

Un hombre que aguardaba en el vestíbulo del hotel salió a su encuentro.

—¿Es usted el señor Snell? —preguntó.

—Sí, yo soy —replicó, inquieto, el interpelado—. ¿Qué… qué quiere?…

—Soy Samuel Slatter, socio de Russell Bailey —replicó el otro—. Necesito hablar con usted.

—Es que… me marcho esta noche…

—¿Porqué?

—Porque estoy harto de San Francisco. Me han ocurrido demasiadas cosas malas. Esto no es una ciudad: es un infierno donde se secuestra a la gente…

—Acompáñeme… —interrumpió Slatter. Y cuando estuvieron en la calle, dijo—: El señor Bailey ha desaparecido y sospecho que lo raptó El Coyote.

—¡No! ¡No quiero saber nada!

El Coyote le raptó a usted. Y le hizo pasar unos ratos muy malos. Supongo que deseará vengarse, ¿no es cierto?

—Sólo deseo escapar de San Francisco.

—Hágalo; pero antes cuénteme lo que le ha ocurrido.

Wesley Snell vaciló un momento, pero al fin decidióse a contar todo lo que sabía. Cuando hubo terminado, Samuel Slatter le palmeó la espalda, declarando:

—Creo que me ha ofrecido usted la solución del misterio del Coyote. Adiós. Buen viaje.

—Gracias —replicó Snell, apresurándose a encargar los billetes para Chicago.

Al separarse de Snell; Slatter dirigióse hacia la calle del Monte. En sus labios flotaba una sonrisa que hubiera inquietado al Coyote, si éste hubiese podido verla.

Pero en casa del doctor Muñoz, Slatter fue informado de que el médico no volvería hasta tarde, porque había tenido que hacer algunas visitas urgentes.

Slatter empleó activamente el tiempo que medió hasta la hora en que el viejo doctor regresó a su casa. Un momento después de su llegada, Slatter reapareció en la consulta del médico.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó Muñoz, mirando fríamente a Slatter.

—Sólo quisiera que me aclarase un detalle, doctor —replicó Slatter—. ¿De qué murió el criado de la señorita Martínez?

—En la partida de defunción lo indiqué —contestó Muñoz.

—Doctor, han ocurrido cosas muy graves desde la última vez que nos vimos —dijo Slatter—. No olvide que se puede usted ver complicado en un asunto muy serio. Ahora contésteme a esta pregunta: ¿Examinó usted el cadáver del criado aquel? ¿O bien se conformó con lo que le dijo la señorita Martínez?

Muñoz palideció.

—¿Qué importancia tiene eso? —preguntó.

—Puede tenerla. Ahora responda: ¿Examinó usted el cadáver?

—Pues… vi el cadáver y…

—Comprendo. Se conformó usted con la declaración de la señorita Martínez, lo cual quiere decir que no examinó el cadáver. Bien. No le molesto más; pero le prevengo que, en adelante, procure, antes de certificar una defunción, convencerse de que la persona ha muerto.

—¿Es que Matías Alberes no estaba muerto?

—Todo hace suponer que no. Sin embargo, le prometo que, si me es posible, evitaré que se conozca su imprevisión.

Slatter abandonó la casa del médico, dejando a Muñoz completamente desconcertado y muy inquieto.

De la calle del Monte, Slatter dirigióse directamente a la oficina central de la funeraria «Buen Reposo».

—No, no vengo a contratar sus servicios —sonrió, cuando el empleado de turno acudió a atenderle—. Quisiera una información. Se trata de un asunto privado, relativo a una herencia, y me interesa la mayor reserva.

Al decir esto, Slatter dejó sobre el mostrador una moneda de veinticinco dólares, que el empleado trasladó velozmente a uno de sus bolsillos, demostrando luego, con su expresión, que estaba dispuesto a contar cuanto supiera.

—Se trata de un servicio contratado por la señorita Martínez.

—¿Martínez?… —El empleado frunció el ceño—. Si no tiene más datos, nos va a ser difícil averiguar nada. En San Francisco hay un sinfín de Martínez. Es un apellido muy corriente entre los habitantes de sangre mejicana.

—Se trata de una señorita de Los Ángeles, que se hospedaba en el hotel Frisco, y que contrató sus servicios para un criado suyo.

—¡Ah, sí! Ya recuerdo. Sí, sí. ¿Qué datos le interesan?

—¿Dónde trasladaron el cadáver del criado?

—Creo… Sí, seguro. A Monterrey. Allí lo llevamos en uno de nuestros coches. Por cierto que cuando el conductor regresó, advertí un detalle… Pero no, eso no creo que le interese. Además, es un asunto particular, de orden interno.

Slatter sacó otra moneda de oro y la dejo sobre el mostrador, viéndola desaparecer en seguida.

—Se trata de lo siguiente: Nosotros, cuando tenemos que sacar un cadáver de un hotel o de otro sitio, y queremos evitar a la gente que vive en la casa, o a los transeúntes, el deprimente espectáculo de un ataúd, utilizamos unas cestas de mimbre, muy largas y rectangulares.

—Y así sacaron del hotel Frisco aquel cadáver, ¿no?

—Sí.

—¿Y qué tiene que ver la cesta?

—Tal vez se trate de algo sin ninguna importancia; pero lo cierto es que aquella cesta ha desaparecido y, en su lugar, tenemos otra nueva. Yo la conocía muy bien, y advertí en seguida el cambio. El conductor, Philip Crane, es el único que puede saber algo; pero aunque yo, particularmente, le he interrogado, no ha querido decirme nada.

—Ya. ¿Y podría yo hablar con ese Philip Crane?

—Desde luego. Sígame.

El empleado siguió a Slatter hasta la parte trasera del establecimiento y desde la puerta indicó a un hombre que estaba sentado junto a un coche de cuatro ruedas.

—Ése es Philip Crane —dijo.

Slatter se acercó a él y advirtió el nerviosismo que le dominaba.

—Buenas tardes —saludó Slatter—. ¿Es usted Philip Crane?

—Sí, yo… soy. ¿Qué necesita?

—Señor Crane, se ha metido usted en un mal asunto —empezó Slatter—. Le va a costar mucho salir con bien de este apuro, y, a menos que se porte muy cuerdamente, es posible que termine en la cárcel.

—¡Yo no he hecho nada! —Gritó Crane—. Sólo he…

—¿Qué iba a decir?

—Nada.

—Iba a decir algo así, poco más o menos: «Sólo he vendido una cesta de mimbre». ¿No es eso?

—No.

—Bien, pero usted olvida, mi querido señor Crane, que dentro de aquella cesta no iba un cadáver, sino un ser humano vivo.

—¡Eh! —Chilló Crane, incorporándose de un brinco—. ¡Mentira! El hombre estaba muerto.

—¿Lo vio usted?

—No.

—De haberlo visto se hubiera convencido de que estaba vivo y de que al prestarse a lo que exigió de usted la señorita Martínez, se hizo cómplice de un secuestro.

—No es posible…

—Lo es. Mejor dicho, es una realidad. En aquella cesta iba un hombre que debía ser raptado y sacado del hotel sin que nadie lo viera. Usted ayudó a eso.

—¡Dios mío! No es posible… no.

—Déjese ya de si es o no es posible. Es cierto. El hombre aquel se llamaba Wesley Snell. ¿Adónde le llevó usted?

—No sé… A Monterrey.

—Mentira —dijo Slatter, advirtiendo la vacilación de Crane al ir a responder.

—Es verdad —contestó, más seguro, Crane—. Lo llevé a Monterrey. Allí se hicieron cargo de él.

—Le digo que miente y que sus jefes se enterarán de ello.

—No puede decirles nada que sea verdad. Todo cuanto yo he hecho ha sido cumplir con mi deber. Fui a Monterrey…

Slatter comprendió que Crane había adivinado su ignorancia acerca del punto adonde había llevado el cuerpo de Snell y, cautamente, abandonó aquel sistema de ataque y emprendió otro.

—Crane —dijo—. Le doy cinco mil dólares si me dice a donde llevó el carruaje. No fue a Monterrey, ¿verdad?

—Sí, señor, fue a Monterrey —insistió, una vez más, Crane.

Slatter sacó un fajo de billetes de banco y los colocó ante los ojos del empleado.

—Cinco mil dólares para usted si me dice a donde fueron.

Crane alargó la mano hacia los billetes, que Slatter retiró, sonriendo.

—No —dijo—. Dígame a donde fue.

—Entonces no me entregará el dinero —replicó Crane.

—Tiene razón; podría no entregárselo. Bien, aquí tiene el dinero. ¿Adónde fueron?

—A San José, señor. Cuando se entra en el pueblo hay una casa verde con las ventanas pintadas de blanco. Allí dejamos… el cuerpo.

—¿Me ha engañado?

—No, señor. ¿Cómo podría engañarle, si usted puede comprobarlo casi en seguida?

—Pide a Dios que sea verdad lo que has dicho. Porque si no fuera, Crane, te haría matar.

Crane insistió una vez más en que había dicho la verdad y, con infinito alivio, vio alejarse a Slatter.

Al quedar solo, el hombre enfrentóse con un agudo problema. Había mentido a aquel sujeto, y era posible que no tardase en descubrirse la mentira. Entonces el hombre volvería para vengarse; pero ¿y si él avisaba a la otra parte? Podía marchar a San Bruno y avisar a la señorita Martínez, pero tal vez no fuese necesario ir tan lejos. La señorita Martínez era el ama de llaves de don César de Echagüe, y don César estaba en San Francisco. Seguramente don César pagaría bien los informes…

Una sonrisa de alegría pasó por el rostro del empleado. Sin duda podría obtener dinero de don César. Y con lo que ya tenía en su poder se marcharía a Chicago o a otro lugar.

Tan pronto como terminó su trabajo, Philip Crane dirigióse hacia el hotel Frisco.