Capítulo VII

La desaparición de un financiero

Caída sobre la litera del camarote, Rosario Lamas permaneció largo rato sin poderse mover, mientras los balanceos del buque, el crujir del maderamen y los gritos de las gaviotas le iban haciendo comprender que se encontraba en un barco y que iba a ser conducida lejos de San Francisco. ¿A dónde?

Una hora después lo supo, y la comprensión de la realidad llenó de horror sus ojos.

—Sí, niña, vas a Shanghai —sonrió el capitán, que dejando en manos del timonel el gobierno del barco, había entrado en su camarote para ver de cerca a la presa que había cazado por orden de Russell Bailey.

Soltando una carcajada, el capitán siguió:

—No te asustes. Te prometo que el viaje será muy divertido… Para ti y para nosotros.

—¿Por qué hacen esto conmigo? —preguntó Rosario.

—No sé por qué tienen interés en apartarte de California, niña; pero te aseguro que, si llego a verte antes, no espero a que nadie me pague un centavo por raptarte y te rapto yo por mi cuenta. Claro que así gano dinero y a la mujer más bonita de San Francisco. ¿Qué hacías allí? Por lo furioso que estaba el viejo, así estoy por creer que él te pagaba los trajes y que tú los usabas para que otros te encontrasen bonita. Celos, ¿eh?

—¿Por qué dice esas cosas tan horribles? ¿Quién le ha hecho secuestrarme?

—Aunque no es probable que tengas ocasión de volver a San Francisco, pequeña, sería imprudente decirte quién te ha pagado este viaje. Lo único que te diré es que, si te portas bien y eres complaciente, el viaje no será tan desagradable como tú te imaginas. Yo te defenderé de los otros y hasta es posible que, si quedo contento de ti, al llegar a Shanghai te regale dos o tres mil dólares.

Rosario escuchaba con los ojos muy abiertos, como si hallara dificultad en comprender todo el horrible significado de las palabras del capitán del Shanghai-Belle. Éste acarició las mejillas de la joven y volvió a salir del camarote, cerrando la puerta y guardando la llave. A estribor quedaba la islita de Hierbabuena y hacia delante brillaba la luz del faro de Alcatraz. También el faro de Punta Bonita dejaba ver su destello a través de la niebla. Pronto aquellas dos luces quedarían a popa y el Shanghai-Belle no volvería a verlas hasta dentro de seis meses.

Después de recorrer el puente dando órdenes y de asegurarse de que todo estaba en regla, el capitán se detuvo un momento junto al timonel. Dirigió la mirada a su alrededor, y a la altura de la isla de Hierbabuena vio una blanca goleta que navegaba a todo trapo. Sin duda era alguno de los veleros que hacían la travesía entre San Francisco y Monterrey.

Faltando poco para alcanzar la Puerta de Oro, el capitán regresó otra vez al camarote. Rosario le vio entrar y replegóse hacia atrás, temiendo hasta la simple idea del contacto de las manos de aquel hombre.

—No tengas miedo, chiquilla —rió el capitán—. Soy muy bueno, sobre todo, con las mujeres. Hasta ahora ninguna ha tenido queja de mí, y no quiero que tú seas la primera.

El capitán fue interrumpido por una serie de gritos y llamadas que sonaban en el puente. Temiendo que ocurriera algo anormal, fue a salir del camarote; pero en el mismo instante se oyó un violentísimo choque y todo el barco se conmovió, a la vez que se escuchaba el temible ruido de maderas al astillarse.

La violencia del choque derribó al capitán contra el suelo, y el golpe debió de ser muy fuerte, pues tardó casi un minuto en poderse levantar, a pesar de que en el puente sonaban gritos y maldiciones suficientes para espolear a cualquiera.

Derribada también sobre el camastro, Rosario consiguió, tras dolorosos esfuerzos, estorbados por las ligaduras de sus brazos, incorporarse. Al mismo tiempo también se levantó el capitán, que, llevándose la mano izquierda a la cabeza, fue hasta la puerta y la abrió.

Como si un huracán hubiera estado presionando contra ella, la puerta abrióse con irresistible violencia, pegando en el rostro del capitán, que de nuevo rodó por el suelo. Cuando quiso levantarse vio ante él a un hombre vestido de negro, con el rostro velado por un negro antifaz, que después de dirigirle una burlona mirada, corrió hacia Rosario y con un cuchillo cortó sus ligaduras.

El capitán del Shanghai-Belle había oído hablar muy pocas veces del Coyote, y ni por un momento pasó por su imaginación que el hombre que estaba liberando a Rosario fuese el temido enmascarado que desde los tiempos de la conquista norteamericana actuaba en California. Por ello, recordando el revólver que guardaba en su faja, llevó la mano a su culata y comenzó a sacarlo.

El Coyote, que acababa de cortar las ligaduras de Rosario, volvióse y su mano derecha trazó un arco que terminó en un relámpago plateado. El largo y pesado cuchillo con que había liberado a Rosario se hundió con seco golpe en el brazo derecho del capitán, que lanzó un aullido de dolor y olvidó por entero su revólver. Un segundo después El Coyote se inclinaba sobre él y le quitaba el arma, arrancándole en seguida el cuchillo hundido en el brazo y diciendo:

—Dé gracias a que Dios también vela por los cerdos, porque si no, le hubiese atravesado el corazón. Y no olvide, capitán, que ha hecho algo muy malo que debiera haberle costado la vida. Cuando vea al que le ha pagado para hacer esto, dele recuerdos del Coyote.

Después de secar la sangre que manchaba la hoja del cuchillo, El Coyote lo enfundó y, empuñando uno de los revólveres que pendían de su cinto, indicó a Rosario que le siguiese.

Al salir a cubierta vieron a toda la tripulación agrupada en la parte de popa, con los brazos en alto, bajo la amenaza de los rifles y pistolas de unos siete u ocho hombres. Junto al Shanghai-Belle se veía una goleta de altos palos.

—Buen abordaje, capitán —felicitó El Coyote a uno de los hombres que vigilaban a los tripulantes del Shanghai-Belle—. Ya sabe lo que debe hacer, ¿no?

—Sí. Es una lástima incendiar un barco como éste; pero su cargamento no nos serviría de nada.

—Evite matar a ninguno de los tripulantes. Déjelos en cualquier isla y procure que no se enteren de cuál es el barco en que navegan. Ahora présteme una barca y llévenos a la señorita y a mí a la costa.

El capitán dio varias voces, y una lancha del Shanghai-Belle fue botada al agua. El Coyote ayudó a Rosario a descender hasta ella y, después de cambiar un apretón de manos con el otro capitán, saltó, a su vez, al bote, que impulsado por dos fuertes remeros dirigióse a tierra.

Una vez allí, El Coyote y Rosario vieron cómo el bote regresaba a los dos buques. Luego asistieron a la partida de la goleta que había abordado al Shanghai-Belle, y más tarde, vieron brotar las primeras llamas del interior del velero que debía haber partido hacia Oriente.

—¿Cómo podré pagarle esto que ha hecho por mí? —preguntó Rosario, volviéndose hacia su compañero.

El Coyote sonrió y, palmeando las manos de la joven, replicó:

—Olvídese de lo ocurrido. ¿Sabe quién ordenó su secuestro?

—No. ¿Quién fue?

—Evite averiguarlo. No le agradaría ni a usted ni a su novio. Ahora la llevaré hasta un coche que la aguarda. Está un poco lejos, porque, aunque ya estaba prevenido, el Shanghai-Belle nos sacó mucha ventaja.

—¿Era de usted la goleta? —preguntó Rosario.

—No. Es de un traficante de las islas del Pacífico. Sé que tiene más de pirata que de traficante, pero en eso no se diferencia demasiado de sus congéneres. Todos tienen más de piratas que de otra cosa. Pero ése es algo más honrado que los otros y por veinte mil dólares me prestó su barco y su ayuda para rescatarla.

—¿Cómo supo que me habían secuestrado?

—Uno de mis hombres la siguió y presenció lo ocurrido. Auxilió a su novio; pero no pudo entretenerse el tiempo suficiente para devolverle el sentido, pues tuvo que seguir a pie al coche en que usted iba. Vio cómo la metían en el barco y corrió a avisarme. Por fortuna llegué a tiempo.

Siguiendo la orilla del mar, Rosario y El Coyote llegaron, al fin, junto a un coche, cuyos faroles fueron su guía en los últimos minutos. Rosario subió a él, ayudada por el enmascarado, y éste, cuando el vehículo se hubo alejado, se quitó la máscara y fue hasta un caballo atado a un árbol próximo. De encima de la silla descolgó una capa, con la cual ocultó su traje; luego, montando en el caballo, partió a galope, perdiéndose al cabo de un momento por las calles de la ciudad.

Cuando Rosario Lamas fue depositada frente al hotel Frisco, la primera persona a quien vio fue a King Bailey, que acudió, ansiosamente, a su encuentro. Después de explicar todo cuanto le había ocurrido, Rosario se dejó acompañar hasta la puerta de su habitación.

—Me quedaré en el hotel —dijo King—. No quiero que pueda ocurrir de nuevo lo que ya ha sucedido una vez. Pediré a don César que me deje estar en su dormitorio.

Dirigiéronse al cuarto ocupado por el californiano y llamaron fuertemente a la puerta. Al cabo de varios minutos se oyeron pasos al otro lado y la voz de don César preguntó:

—¿Qué ocurre? ¿Quién llama?

—Soy King Bailey —respondió el joven—. Quisiera hablar con usted.

—Un momento.

Transcurrieron casi cinco minutos antes de que se abriese la puerta y apareciese don César vestido con una larga bata, con el cabello recién peinado y las huellas del sueño borradas de sus facciones.

—Buenas noches o… buenos días —saludó—. Buenos días señorita Lamas. ¿Qué noticia vienen a darme?

Cuando entre Rosario y King explicaron lo ocurrido, don César demostró un infinito asombro.

—¿Es posible que la hayan secuestrado? —preguntó, como si no pudiese dar crédito a lo que oía.

—Lo es, don César —replicó King—, y quisiera quedarme en el hotel para proteger a Rosario. Temo que le vuelva a ocurrir un accidente.

—Es una buena idea —aprobó el californiano.

—¿Podría dejarme pasar la noche con usted?

—Puedo hacer algo mejor. La habitación contigua a la señorita Lamas estuvo ocupada por mi ama de llaves, la señorita Martínez, que ha regresado ya a Los Ángeles; pero como yo soy muy descuidado en esas cosas, me he olvidado de decir a los del hotel que ya no necesito la habitación. Métase en ella y así podrá guardar a su novia.

—Muchísimas gracias —dijo King cuando don César le entregó la llave de la habitación—. Es usted muy bueno con nosotros.

Don César estuvo a punto de decir que era mucho más bueno de lo que ellos imaginaban; pero se contuvo, y después de estrechar la mano del joven y de declararse muy contento por la salvación de Rosario, entró en su cuarto y cerró con llave la puerta.

Inmediatamente se quitó la bata y apareció vestido como al rescatar a Rosario. De un cajón sacó el cinturón canana con los dos revólveres, se lo colocó, y abriendo la ventana, después de haber apagado la luz, saltó del edificio. De allí, por uno de los postes que sostenían el tejado, saltó a la calle y unos minutos más tarde estaba, a caballo, alejándose del hotel.

* * *

Russell Bailey despertóse sobresaltado. No había oído ningún ruido, ni hubiera podido identificar la causa de su despertar, sin embargo estaba seguro de no encontrarse solo.

La claridad de la luz llegaba hasta la habitación, y Bailey incorporóse en el lecho, paseando la mirada a su alrededor.

—Buenas noches, Bailey —dijo una voz.

El financiero quedó inmóvil, como petrificado.

—¿Quién es usted? —tartamudeó—. ¿Qué… hace… aquí?

—Soy El Coyote —contestó la voz—. Y he venido por usted.

El pensamiento de Bailey voló hacia el revólver que tenía sobre la mesita de noche; pero sus manos se negaron a obedecer la orden que les dictaba el aterrado cerebro.

—Tal vez piense que no tengo palabra, ya que vengo antes de que expire el plazo que le ofrecí; pero, después de lo ocurrido esta noche, ya no puedo otorgarle ningún plazo más. Me refiero a Rosario Lamas. En vez de devolverle el dinero que le robó, la quería enviar a China.

—¡No!

—Sí. Pero he intervenido yo y en estos momentos Rosario está a salvo y el Shanghai-Belle ardiendo en la bahía.

—Yo no he hecho nada…

—En la mesita de noche, junto al revólver, tiene un vaso de agua; bébalo y así calmará la sequedad de su garganta —aconsejó El Coyote—; pero no intente hacer nada con esa arma. Con ella firmaría su sentencia de muerte.

Bailey alcanzó, con temblorosa mano, el vaso y lo vació de un trago. De pronto lo dejó caer al suelo y gritó:

—¡Ese agua…!

—Sólo contenía un soporífero. El mismo que ya le administré una vez. No se asuste.

—¡Oh! ¡Me ha envenenado! —chilló Bailey.

—Le advierto que es inútil que grite. Sus criados están atados y amordazados. Y aunque no lo estuvieran, no se atreverían a acudir en su ayuda.

Bailey se apoyó en la cama y, poco a poco, se derrumbó sobre ella. El Coyote se acercó a él y, una vez asegurado de que estaba profundamente dormido, salió de la habitación, regresando poco después con Matías Alberes. Entre los dos colocaron a Bailey en una manta y lo sacaron del dormitorio, depositándolo, luego, en un coche que esperaba en la calle.

Mientras el vehículo, guiado por Alberes, se alejaba, El Coyote volvió a entrar en la casa, registró la mesa de trabajo del financiero, recogió talonarios de cheques, documentos y valores y, por último, tomó una hoja de papel con el nombre de Russell Bailey, y la llenó rápidamente. Cuando hubo terminado, la guardó en un bolsillo y recogiendo los documentos reunidos, abandonó la casa.

A la mañana siguiente, cuando King Bailey despertó, su mirada tropezó en seguida con el papel que asomaba por debajo de te puerta. Levantándose, fue a recogerlo y leyó:

King Bailey: Tengo a su padre secuestrado por unos motivos muy graves. Vaya a su casa, ponga en orden las cosas, libere a sus criados, a quienes dejé atados, y evite que en la ciudad se sepa lo ocurrido. Será un bien para todos.

Lamentando causarle este disgusto, le saluda

Formato inválido

Bailey se vistió apresuradamente, con la intención de comunicar a Rosario lo ocurrido; luego, recordó las sospechas que le habían asaltado acerca de quién ordenó el secuestro de Rosario. Si El Coyote había salvado a la muchacha, también era lógico que castigara al inductor del secuestro.

Cuando hubo salido del cuarto, King llamó a la puerta de don César y, devolviéndole la llave, le dio las gracias por su ayuda.

—¿Le ocurre algo? —Preguntó don César—. Parece usted un poco afectado.

—No es nada —replicó Bailey—. Es la inquietud con que he descansado. Adiós, don César

Una hora más tarde, King había liberado a los criados, aconsejándoles que no dijeran nada de lo ocurrido.

Pero el secreto que deseaba guardar acerca de la desaparición de su padre, no pudo ser todo lo absoluto que él hubiera querido, ya que antes de su llegada, Samuel Slatter había estado en la casa y por las huellas que se ofrecieron a sus ojos, pudo adivinar lo ocurrido.