Secuestrada
A la una, Gogarty entró, anunciando:
—El señor Slatter.
Arrancándose con un esfuerzo de su abstracción, Bailey ordenó:
—Hágale entrar.
—¿Qué ocurre? —preguntó Slatter cuando estuvo en el despacho y Gogarty hubo salido—. ¿Cómo no estás en el Ayuntamiento?
—Ha ocurrido algo terrible, Slatter. Han aparecido los maestros, policías, bomberos y barrenderos que yo creé para quedarme con sus sueldos.
—¿Qué estás diciendo?
—Que hoy se han presentado todos a cobrar.
—Pero… ¡Si nunca han existido! ¿Cómo es posible que se hayan presentado?
Bailey contestó entregando a Slatter la carta del Coyote. Cuando la hubo leído, el cómplice de Bailey preguntó:
—¿Y te has dejado acobardar? ¿Has pagado a esa gente?
—Claro. ¿Qué podía hacer?
—No pagarles.
—Hubiesen armado un escándalo terrible; además, yo no podía acusarles de estafadores, puesto que en ese caso hubiera descubierto mi juego. Ese hombre es terrible.
—¿Piensas darte por vencido?
—¿Qué puedo hacer? —repitió Bailey.
—Atacar.
—Estamos en condiciones mucho peores que él. Nosotros luchamos contra una sombra. Él, en cambio, sabe a quién debe atacar y cómo debe hacerlo. Nos vencerá.
—Eres un cobarde y un imbécil. Si todos los adversarios del Coyote han sido como tú, no me extraña que haya triunfado siempre.
—Nos tiene en sus manos —insistió Bailey.
—Escucha. El Coyote ha lanzado una amenaza, lo que en términos militares se llama un ultimátum. Perfectamente. Replica de igual manera.
—¿Cómo?
—¿A quién protege El Coyote?
—A esa odiosa mujer que me ha robado a mi hijo.
—¿Qué ha ocurrido entre King y tú?
—Se ha marchado de casa. No quiere saber nada de mí. Esa maldita californiana le ha hechizado.
—¿La odias?
—Claro.
—Pues ella es el arma que puedes esgrimir contra El Coyote.
—No te entiendo.
—Pues es muy sencillo: tú no conoces al Coyote; pero en cambio conoces a la persona por quien te ataca. Lo que debes hacer es lo siguiente: Seguir el consejo del enemigo.
—Aún no te entiendo.
—El Coyote secuestró a Wesley Snell. Secuestra a Rosario Lamas.
—No puedo hacer eso.
—Si te dejas detener por pequeños escrúpulos morales, estás perdido. El Coyote te derrotará. Él no espera que repliques con el ataque. Por lo tanto le hallarás desprevenido, que es la mejor manera de encontrar a un adversario.
—¿Cómo voy a raptar yo a una mujer?
—No es necesario que lo hagas tú. Conoces a un sinfín de hombres que viven fuera de la ley. Por dinero ellos harán el trabajo que a ti te repugna. Cuando tengas a Rosario Lamas en lugar seguro podrás hablarle al Coyote en su mismo idioma. Y entonces os entenderéis.
—Pero… mi hijo está enamorado de esa mujer.
—Lo cual no te causa ninguna alegría, ¿verdad?
—No, no me gusta.
—Mejor que mejor. Además de tener un arma contra El Coyote, tendrás el medio de librar a tu hijo de las garras de esa chica.
Bailey no replicó y durante varios minutos permaneció pensativo. Al fin miró a Slatter y murmuró:
—Creo que tienes algo de razón. Esa mujer se ha interpuesto entre mi hijo y yo. Debe ser castigada. Conozco unos marineros… Zarpa un barco esta noche hacia Shanghai. En él se irá Rosario, y…
A pesar de la dureza de su carácter, Slatter no pudo contener un estremecimiento.
—¿La harás raptar por unos marineros? —preguntó.
—Sí.
—¿Y quieres que la embarquen en un velero que se dirige a China?
—Sí.
—Es demasiado, Rus. Al fin y al cabo es una mujer blanca, y después de dos meses en un velero entre hombres como ésos…
—Ya sé lo que harán con ella —murmuró Bailey—. Y si alguna vez vuelve a California ningún hombre podrá quererla para hacer de ella su mujer. Ni mi hijo.
—Bien, bien. No conocía esa faceta de tu carácter, Bailey. Sigue adelante.
—Nunca lo hubiese hecho si sólo se hubiera tratado de dinero; pero quiero a mi hijo y no lo perderé. Ella me ha desafiado, me lo ha robado, y será castigada. Vamos. Quiero ver a esos hombres.
Seguido por Slatter, Bailey, después de coger un fajo de billetes de banco y un revólver de seis tiros, salió de su despacho. Veinte minutos después entraba en la calle Vallejo, en dirección al muelle del mismo nombre.
Este muelle, larga plataforma de madera sostenida sobre varios miles de troncos hundidos en el barro, mostraba en sus dos lados unos seis veleros. Pasando entre las pilas de cajas que contenían productos alimenticios, ropas, herramientas, medicinas y, también, botellas de licores, todo ello traído desde la costa atlántica, Bailey se dirigió hacia uno de los barcos, que estaba recibiendo un abundante cargamento de pieles sin curtir destinadas a Shanghai. en la popa del velero se leía este nombre: Shanghai-Belle
El capitán del buque, un hombre de unos cuarenta y cinco años, de rostro salvaje y aspecto siniestro, acudió al encuentro de Bailey.
—Buenos días, señor Bailey. No esperaba volverle a ver. ¿Quiere algo para Shanghai?
—Sí. Deseo que os llevéis allí a cierta persona…
—¡Cuidado! —Advirtió el capitán—. No hable así entre tanta gente. Pase a mi camarote.
El capitán guió a los dos hombres hasta su camarote y después de asegurarse de que nadie podía oírles, sacó una botella de ron, vasos y, tras de llenarlos, sentóse frente a Bailey.
—A su salud —brindó, vaciando luego de un trago el fuerte licor—. Empiece a contarme. ¿A quién hemos de raptar?
—A una mujer.
—¡Oh! ¿Una mujer? ¿Muy vieja?
—No creo que tenga veinte años. No será difícil.
—¿Y nos la hemos de llevar a Shanghai?
—Sí. Te daré cinco mil dólares por el trabajo. Tú pagarás a tus hombres lo que quieras. Esta noche, cuando zarpéis, os la tenéis que llevar.
—Un momento, señor Bailey. La travesía durará casi dos meses. A bordo sólo habrá hombres. Y dos meses lejos de tierra son más que suficientes para excitar al demonio que todos llevamos dentro. Yo no puedo responder de lo que le ocurrirá a esa mujer…
—No me interesa que respondas de eso. Me tiene sin cuidado que llegue a Shanghai como llegue. Ni me importa que no llegue. Lo que quiero es que os la llevéis de aquí.
—Está bien. Ya sabe que le debo muchos favores y que será un placer corresponder. ¿Cómo se llama esa chica?
—Rosario Lamas; se hospeda en el hotel Frisco. No os costará dar con ella. Pero quiero haceros una advertencia: Si cuando la raptéis se encuentra con ella un hombre, sea quien sea, no le hagáis ningún daño. Quiero decir que ni le matéis ni le dejéis mal herido. Si es posible, raptadla cuando se encuentre sola.
—No se preocupe. Tengo unos cuantos hombres muy prácticos en esas tareas. Llevo muchos años visitando San Francisco, y ya sabe usted lo que ocurría en los tiempos de la fiebre del oro. Llegábamos con una tripulación completa; pero en cuanto tocábamos puerto todos desaparecían para dirigirse a los yacimientos. Nadie quería abandonar San Francisco. Y los barcos quedaban, a veces, meses enteros aquí sin encontrar una tripulación para el regreso. Teníamos que enrolar a los marineros, ya fuera emborrachándolos o bien raptándolos. Ahora ya no cuesta tanto conseguir marineros; pero aún a veces tenemos que recurrir al sistema antiguo. Claro que será la primera vez que lo empleemos con una mujer. No se preocupe. Ya puede dar a la chica como pasajera del Shanghai-Belle.
Bailey tiró sobre la mesa cinco mil dólares en billetes, y después de estrechar la mano del capitán, salió del buque en compañía de Slatter, que, mientras subían por la calle Vallejo, preguntó:
—¿Y si ese hombre se queda con el dinero y no hace lo prometido?
—Sabe que tendría que arrepentirse.
—Ahora ya eres el que debes ser si quieres luchar contra El Coyote. Me gustaría ver cómo recibe la noticia de que su protegida ha desaparecido.
* * *
Rosario Lamas despidióse de don César.
—¿Piensas salir con King? —preguntó el californiano.
—Sí. Tiene que decirme algo muy importante. Temo que su padre y él han chocado.
—¿Le amas?
Sonrojándose, Rosario contestó:
—Creo que sí.
—¿Sólo crees?
—Estoy segura; pero no debo decírselo. ¿Le parece que haría mal casándome con un yanqui?
César de Echagüe quedó unos instantes pensativo, y por fin replicó:
—Creo que California no podrá volver a ser nunca más lo que fue. Tendremos que aceptar para siempre el dominio norteamericano, y ya es hora de que nos mezclemos con su raza. Yo te aconsejaría un esposo de la nuestra; pero, a falta de eso, King Bailey me parece un excelente sustituto. Si no es de los nuestros merecería serlo. ¿Supones que te pedirá que seas su esposa?
—Ya me lo ha pedido. Pero esta noche debe de tener algo más importante que decirme. ¿De veras no le perjudico haciéndole permanecer en San Francisco, don César?
—No, chiquilla, no. Me gusta esta ciudad. Te deseo mucha suerte.
—Gracias, don César.
Rosario salió de la habitación de don César y bajó al vestíbulo, donde ya la esperaba King.
—Parece mentira lo despacio que transcurre el tiempo cuando estoy lejos de ti, y, en cambio, lo de prisa que pasa cuando estoy a tu lado —dijo King, yendo hacia la joven.
—Creo que no eres el primero en decir eso o algo parecido —sonrió Rosario.
—Sin duda no he sido el primero en inventar o descubrir el amor —replicó el joven—. ¿Adónde iremos esta noche?
—Cenemos en algún restaurante que no sea chino.
—Me han hablado del Sanguinetti. Dicen que en él se come muy bien.
—Sin duda será comida a base de pasta blanca y mantequilla; pero, de todas formas, vayamos.
—¿Tomamos un coche? —propuso King, señalando una hilera de viejos carricoches mejicanos situados frente al hotel.
—Prefiero ir andando. La noche es hermosa.
Cruzaron la polvorienta calle y dirigiéronse hacia El Embarcadero, ya entonces una de las principales arterias de la ciudad, y casi la única alumbrada con cierta intensidad con faroles de aceite de ballena.
—He roto con mi padre —dijo, de pronto, King.
—¿Por mi culpa? —preguntó, inquieta, Rosario.
—No, sólo por la suya. Tenía que suceder.
—Lamento mucho que haya ocurrido eso entre vosotros.
—No lo lamentes. Hace muchos años que presentía el rompimiento. Somos distintos. Él sólo vive para ganar dinero. Nunca tendrá bastante. Siempre le parece que corre el peligro de hallarse en la miseria…
King interrumpióse, pues por la calle, en dirección a ellos, avanzaban tres marineros cuyas rayadas camisetas se percibían débilmente. Rosario y él continuaron en silencio, esperando que los marineros se alejasen para poder seguir su charla; pero en el momento en que los tres hombres llegaban junto a ellos, uno de los tres descargó un violento e inesperado puñetazo contra la barbilla de King, derribándole sin sentido.
El grito de espanto que lanzó Rosario fue cortado en seco por la mano del mismo marinero, que le cerró la boca en tanto que los otros dos la cogían de los brazos y la ataban con una correa. En seguida uno de ellos lanzó un largo silbido, al que respondió el trole de un caballo y el traqueteo de unas ruedas. Un carricoche se detuvo junto a los tres marineros, quienes metieron dentro de él a su cautiva, siguiéndola y ordenando el jefe:
—Al muelle.
El coche, prevenido ya de antemano, dirigióse hacia la calle Vallejo, en tanto que los ocupantes del vehículo dedicaban todos sus esfuerzos a dominar la irreductible presa que llevaban hacia el buque.
Cuando llegaron junto al Shanghai-Belle saltaron a tierra y en unas zancadas estuvieron a bordo del velero, metiendo a su cautiva dentro del camarote del capitán y cerrando la puerta para ahogar sus gritos.
Una hora después, con las velas hinchadas por la brisa, el velero apartábase lentamente del muelle en dirección a la Puerta de Oro, o sea la entrada de la bahía.