Fantasmas materializados
Habían transcurrido siete días, y Russell Bailey no volvió a saber nada del Coyote. Esto le hubiese tranquilizado si, además, hubiera sabido algo de Wesley Snell; pero a éste parecía habérselo tragado la tierra.
Dos de los policías a quienes quiso encargar de que buscaran a Snell, insinuaron que el neoyorquino podía haber sufrido alguno de los accidentes que tan habituales eran en el San Francisco de entonces. Podían haberle robado y asesinado. En aquellos momentos su cuerpo debía de reposar, sin duda, en el fondo de la bahía, suficientemente lastrado para que no flotase antes de tiempo.
Si Bailey hubiera sabido que el lugar donde se encontraba en aquellos momentos Snell, estaba cubierto por las aguas del Pacífico, su tranquilidad hubiera sido absoluta; pero le daba mucho más miedo que estuviera vivo, y albergaba la sospecha de que El Coyote tenía también interés en conservar la vida del falsificador.
Otra de las cosas que le inquietaban y disgustaban a la vez, era la creciente amistad que su hijo sostenía con Rosario Lamas y aquel californiano llamado don César de Echagüe. En su afán por averiguar algo, terminó por seguir una noche a King. Así le vio entrar en uno de los restaurantes del Barrio Chino, que entonces se estaba extendiendo y haciendo famoso por sus salas de juego, por sus casas de comidas y por sus joyas y sedas.
Aquella noche, que correspondía a la del sexto día que pasaba sin recibir noticias de Snell, Bailey entró en la perfumada y silenciosa intimidad del restaurante chino. Fingiendo que sólo le llevaba allí el interés de una excelente cena, tardó unos segundos en «descubrir» a King en compañía de Rosario y del elegante californiano.
—Buenas noches, señorita Lamas —saludó, acercándose a la mesa—. ¡Hola, King! Bien venido a San Francisco, señor Echagüe.
—Muchas gracias —replicó César, que fue el único en no impresionarse por la presencia de Bailey—. Si no ha reservado mesa, temo que no pueda cenar aquí, a menos que consienta hacerlo en nuestra compañía.
King Bailey sintió unos terribles deseos de estrangular a aquel imbécil a quien se le acababa de ocurrir la genial idea de invitar, nada menos, que a la persona a quien él más lejos deseaba tener en aquellos momentos.
Por un brevísimo instante, King alimentó la esperanza de que su padre diese una muestra de su famosa cortesía y rechazara la invitación; pero el mayor de los Bailey apresuróse, por el contrario, a aceptarla, sentándose en el laqueado taburete que un camarero chino acercó respetuosamente.
—Muchas gracias, don César —dijo Bailey—. Creí que la señorita Lamas estaría ya de regreso en su ciudad natal.
—Volveremos allí dentro de una semana —dijo César—. Yo tenía que resolver algunos asuntos sin importancia, y creo que la señorita Lamas también tiene que solucionar algunos asuntos más importantes. —Y al llegar aquí don César dirigió una significativa mirada a Rosario y a King, por la que éste le hubiese estrangulado de muy buena gana.
—Ya advertí que alguien sentía un gran interés por la señorita —dijo, muy serio, Bailey.
Rosario enrojeció violentamente y estuvo a punto de levantarse; pero se lo impidió la mano de King. Éste, dirigiéndose a su padre, anunció:
—Tienes razón, papá. Siento un gran interés por la señorita Lamas y uno de estos días pienso pedirte que solicites para mí su mano.
—¡Ah! —Exclamó César—. ¡Buena noticia! Ya sospechaba yo… Cuenten con mi regalo. La última vez que estuve en San Francisco también asistí a una boda.
—¿Ha estado ya otras veces en San Francisco? —preguntó Bailey, aprovechando la oportunidad para desviar la conversación de un tema que tanto le irritaba.
—Varias veces. Y hubiese estado muchas más si el viaje no fuese tan molesto; pero si usted no ha visitado Los Ángeles no sabe lo que es venir de allí aquí.
—Sin querer ofender a su ciudad natal, don César, confieso que nunca se me ha ocurrido ir a Los Ángeles.
—Ha hecho usted bien, don Russell. Los Ángeles, gracias a Dios, aún es un pueblo pequeño. Pero va creciendo. Demasiado aprisa para el gusto de quienes lo conocimos cuando tenía mil quinientos habitantes y un gobernador mejicano. Hay quien dice que algún día será mayor que San Francisco.
—Lo dudo —rió Bailey—. San Francisco crece como la espuma.
—Pero la espuma desaparece con un soplo. Esta tierra es mala.
—¿Qué entiende usted por mala?
—Los indígenas no quieren vivir cerca de estos lugares. Dicen que hace muchos años la tierra tembló, abrióse y se tragó a todos los que estaban encima de ella. De cuando en cuando se la oye agitarse. Aseguran que está digiriendo lo que comió entonces. Cuando vuelva a sentir hambre volverá a abrir la boca y a comerse unos cuantos seres humanos. Incluso adelantan en qué fecha ocurrirá eso.
—¿En qué fecha? —preguntó King, que no había soltado la mano de Rosario, a pesar de lo cual la joven no parecía advertirlo.
—Los indígenas cuentan de una manera un poco rara; pero si alguno de nosotros está vivo dentro de treinta y cinco o cuarenta años, podrá comprobar si la profecía es cierta o no.
—¿Cree que el temblor de tierra ocurrirá a principios del próximo siglo?
—Aproximadamente, sí.
—¿Y usted tiene fe en esas tonterías? —preguntó el financiero.
—No; pero si alguien me dice que en un camino por el que yo debo pasar me aguarda un hombre dispuesto a matarme y tengo la oportunidad de pasar por otro sitio, paso por ese otro sitio y no insisto en comprobar si el aviso era acertado o no. En la duda, opto por lo menos peligroso.
Haciendo un esfuerzo, Bailey replicó:
—No es usted tan audaz como su compatriota.
—¿A qué compatriota se refiere? —preguntó don César.
—Al Coyote —replicó Bailey, mientras su hijo y Rosario le miraban llenos de asombro.
Por su parte, don César de Echagüe permaneció indiferente, limitándose a comentar.
—No, yo no soy como él, desde luego. Y me alegro de no serlo. No sabía que su fama hubiera llegado hasta aquí.
—En realidad, fue la señorita Lamas la que me habló de él —dijo Bailey—. ¿Ha recibido noticias de su protector, señorita?
—Papá, a la señorita Lamas no puede agradarle que le recuerdes a una persona que está relacionada con su desgracia.
—Perdón —pidió Bailey, sin apartar la vista de Rosario—. Sólo quería saber si había tenido noticias de ese enmascarado tan audaz. Me han dicho que está en San Francisco.
Poniéndose en pie, Rosario volvióse hacia don César y dijo:
—Perdóneme, don César. No me encuentro bien. Volveré al hotel.
—Yo la acompaño, señorita —dijo King, levantándose y dirigiendo una mirada de censura a su padre.
—Yo también les acompañaré —murmuró don César, agregando luego—: Aunque lamento perderme una cena…
Rosario y King estaban ya casi fuera del restaurante, y César y Russell Bailey, frente a frente, no se decidían por lo que era más conveniente hacer. Por fin, don César sugirió:
—Creo que lo mejor sería que nos quedásemos.
—Sí…, creo que sí.
En aquel momento trajeron la cena. Mientras se dedicaban a terminar entre los dos lo que estaba destinado a cuatro, Bailey trató de averiguar algo más.
—¿Conoce usted… al Coyote? —preguntó.
—No, no. ¡Dios me libre de conocerle! Le he visto muchas veces, pero desconozco su identidad.
—¿Le ha visto usted?
—Sí: en varias ocasiones.
—Entonces, ¿no es una fantasía?
—Yo le he visto en cuerpo y alma, aunque siempre con la cara cubierta. Acerca de su identidad, sé tanto como pueda saber usted.
—¿Cuándo le vio por última vez?
—Hace unos meses. Dos o tres.
—¿Y cree usted que es peligroso?
—Le considero uno de los hombres más peligrosos que existen en el mundo o, por lo menos, en California, que para mí es el mundo.
—¿Es un asesino? —preguntó Bailey.
—Ignoro lo que ustedes necesitan para considerar a un hombre un asesino; pero si entre las cualidades que exigen a un asesino figuran las de haber matado a más hombres que dedos tenemos usted y yo en las manos y en los pies, entonces El Coyote es un asesino.
—¿Dice que ha matado a más de cuarenta hombres? —tartamudeó Bailey.
—Una de sus hazañas consistió en matar a más de cuarenta bandidos que se habían refugiado en una cueva. Los enterró vivos. Es un hombre terrible. —César lanzó un profundo suspiro, y luego agregó—: Sí, un hombre verdaderamente terrible. No debiera estar permitido que en el mundo existiesen seres semejantes.
—Sí… tiene usted razón —replicó el financiero—; pero en el mundo ocurren muchas cosas que no debieran ocurrir.
—Tal vez las que no ocurren son, precisamente, las que debieran ocurrir —murmuró don César.
—¡En! ¡Oh! Sí, es lo mismo.
—¿Le anda detrás El Coyote? —preguntó, de pronto, don César.
—¿Por qué cree usted eso? —inquirió, alarmado, Bailey.
—Porque hasta ahora sólo he visto que se preocupan por El Coyote los que iban huyendo de él. Pensé que, siendo usted rico e importante, y habiéndole gastado la mala pasada que le gastó a Rosario…
—¡Yo no he gastado ninguna mala pasada a esa señorita! —gritó Bailey, ante el escándalo de los clientes del restaurante que al momento comenzaron a sisear, exigiendo silencio para poder digerir tranquilamente las complicadas muestras de la cocina oriental.
—Si usted lo dice, tendremos que creerlo —sonrió don César—; pero nos va a ser muy difícil. No; no le censuro por haber procurado engañar a Carlos Lamas. Nunca tuvo cabeza para los negocios. Pero, particularmente, creo que debiera haber procurado encontrar alguna solución para el problema de la señorita Lamas. Ella no quiere aceptar que yo la ayude…
—Ella me dijo que usted no quiso prestarle algún dinero tomando, en garantía, algunas acciones del Maine. Si usted lo hubiera hecho, ella nunca habría sabido que las acciones carecían de valor.
—Don Russell, usted no me conoce —sonrió don César—. No sólo no me conoce, sino que me confunde con un imbécil.
—Don César, yo no he dicho…
—Ya lo sé, ya. No ha dicho que yo sea un imbécil. No lo ha dicho con palabras, pero lo está demostrando. Mi fortuna, don Russell, es muy elevada. Hay quien la califica como la primera de la Baja California. Puede que estén en lo cierto. ¿Sabe cómo he logrado llegar a ser un hombre riquísimo? De la misma manera que usted.
—¿Como yo?
—Exactamente igual que usted, no. Yo no he vendido acciones sin valor, ni he engañado a los ingenuos; pero he sido más listo que mis compatriotas y que todos los suyos que han llegado a California dispuestos a esquilmarnos. He dado mi dinero a cambio de otras cosas y siempre he procurado dar menos de lo que valía aquella cosa. Así he reunido un sinfín de propiedades, de bienes y de todo cuanto puede convertirse en dinero. Pero nunca he sido aficionado a dar dinero y, mucho menos, sin que la persona que lo recibiera supiese de dónde le venía el regalo. Por eso no quise adoptar la actitud que ha indicado usted. El hacerlo hubiera sido una tontería. Rosario Lamas hubiese imaginado que las acciones eran buenas y no me habría agradecido el favor. Y en todo caso, dentro de unos años, si llegaba a enterarse de lo bueno que yo había sido, me estrecharía la mano y me pronosticaría un puesto de preferencia en el cielo. No, señor Bailey, yo no soy así. Ayudo a Rosario en lo que ella me permite, y recojo todo su agradecimiento.
—Creí que los descendientes de los conquistadores españoles eran más caballerosos.
—Suelen serlo; pero yo soy la excepción que confirma la regla. Y, ahora, comamos. Este chop suey merece que le hagamos los honores.
Pero Bailey no estaba para comer el famoso guiso chino.
—Usted y yo podríamos hacer buenos negocios, don César —dijo.
César, con el tenedor a la altura de los ojos, movió negativamente la cabeza, replicando:
—Usted tal vez los hiciese buenos; pero estoy seguro de que yo los haría muy malos. Las únicas acciones de ferrocarriles que me interesan son las del Union Pacific Railway. Me interesan desde el año mil ochocientos sesenta y cinco. Fui de los primeros en comprar. En cambio, he rechazado las Maine y otras muchas que me han ofrecido en muy buenas condiciones… para el que vendía.
—No me refiero a eso —replicó Bailey—. Lo que a mí me interesa es de muy distinta naturaleza. Se trata de una idea muy buena que debe ser guardada secreta…
—En ese caso es mejor que no me la confíe —interrumpió César de Echagüe—. Siempre he sido mal guardador de secretos.
Y, poniéndose en pie, agregó:
—Ha sido un gran placer, don Russell. Si alguna vez visita Los Ángeles, no deje de ir a verme. Cualquiera le indicará mi domicilio.
Y saludando a Bailey, don César abandonó el restaurante, entregando, al pasar junto al jefe del comedor, un billete de banco para pagar la cena.
Russell Bailey dirigió una mirada de disgusto al californiano. No estaba muy seguro de entender a aquel hombre que si unas veces le parecía un papanatas, en otros momentos había creído ver en él una energía y una agudeza mentales muy superiores a lo que hasta entonces había imaginado.
Cuando volvió a su casa encontró a King aguardándole.
—Quiero hablar contigo, papá —dijo el joven.
—Yo también deseo hablar contigo, King —replicó Bailey—. Las cosas no pueden seguir como hasta ahora. No pienso permitir que te cases con esa mujer.
—Esperaba que dijeras eso —dijo King, paseando por el salón donde había aguardado a su padre—. Y supongo que tú también imaginarás lo que voy a contestarte.
—Quisiera que contestases como debes. O sea, que obedeces mis órdenes.
—No pienso obedecer esas órdenes si las pronuncias, papá… Soy mayor de edad. Cuando te casaste con mamá, ella aportó un pequeño capital que tú has multiplicado. Creo que eran unos cincuenta mil dólares, ¿no es así?
—Pasaba algo de los cincuenta mil —replicó Bailey, sorprendido por las palabras de su hijo—. ¿Qué pretendes?
—Mi madre dejó, al morir, ciento cincuenta mil dólares. Están a mi nombre, ¿no es cierto?
—Sí. Nunca te he pedido…
—Un momento, papá. De todo el dinero que tienes, sólo hay unos cincuenta mil dólares honrados. Esos dólares son los que yo deseo. Aquí tienes un cheque extendido a tu nombre. Son cincuenta mil dólares que te devuelvo. No los admito. Sé que no están limpios. Si tú quieres, puedes entregárselos a la señorita Lamas. Si prefieres guardarlos, puedes hacerlo. Desde hoy yo seré tu hijo y tú serás mi padre; pero no seguiremos viviendo juntos. Si la señorita Lamas me acepta, me casaré con ella. No necesito tu permiso. Lamento que no quieras hacerle el honor de pedirle que se convierta en mi esposa.
—¿Hablas en serio, King?
—Sí, papá. Hablo en serio. Me duele separarme de ti, pero quizá así comprendas que los dos seguimos caminos opuestos. Con el dinero de mi madre me abriré paso en la vida.
—Si te marchas, no esperes recibir ni un centavo de mí. Si te quedas, heredarás algún día tres millones de dólares…
—Papá —interrumpió el joven—. Debieras haber comprendido ya que el dinero no me interesa. Ya sé que es importante, pero yo quiero ser dueño de mi corazón y de mi alma. Tú, en cambio, eres esclavo del dinero. Dices que tienes tres millones. ¡Mentira! Tres millones de dólares te tienen a ti. Eres un esclavo, su ciego servidor, hacen de ti lo que les da la gana. Eso no es para sentirse orgulloso. Por ganar dinero, destrozaste el corazón de mamá. Y ahora quieres destrozar también el mío. No. Yo no soy como tú; pero si necesitas un cariño desinteresado, yo te lo ofreceré.
—Si te marchas, será para siempre. No te suplicaré que te quedes.
—Cuando acudas a mí, papá, yo no te recordaré esas palabras. Apenas las has pronunciado; han sido olvidadas por mí. Sé que un día necesitarás a tu hijo. Entonces le hallarás.
—Esa mujer te ha vuelto loco, te ha enfrentado con tu padre…
—No conoces a Rosario. Ella no es así. Se da cuenta, como yo, de que estás equivocado y desea que rectifiques. Esta noche me ha pedido que no vuelva a verla, que no me separe de ti.
—Cuando sepa que no eres multimillonario, te despreciará.
—Pronto lo sabré, porque mañana le diré lo ocurrido.
—¡Estás loco! ¿Por qué no podemos arreglar las cosas con lógica, en vez de hacerlo como unos imbéciles? Tal vez ella ni siquiera te ame.
—Papá, aunque Rosario me despreciase y se negara a ser mi mujer, yo no continuaría viviendo como hasta ahora. Creo que sigues un camino equivocado que te conduce a la perdición. Continúa por él; yo me aparto, no porque me asuste el peligro que corres, sino porque moralmente no puedo aprobar tu comportamiento. Hasta hace poco esperaba que sabrías rectificar tus errores y que en un caso como el de Rosario Lamas tu buen corazón se impondría. No ha sido así, y lo lamento; pero no puedo continuar a tu lado ayudándote. Sigue solo tu camino de trampas y estafas. Pronto te hundirás.
—King: Estoy seguro de que mañana no pensarás igual que ahora. Cuando se te haya pasado esa locura que esa mujer ha puesto en ti…
—Es locura de amor, no demencia. Pero tú no puedes comprender eso. Ya te has olvidado de que alguna vez fuiste joven y sentiste amor. Adiós.
Russell Bailey sintió unos irresistibles deseos de llamar a su hijo, de hacerle volver, de decirle que todo se arreglaría; pero no lo hizo. Aguardó demasiado y luego King ya estaba fuera de la casa, fuera de la vida de su padre.
A la mañana siguiente, el financiero lamentó aún más no haber corrido detrás de King y haberle devuelto a su casa.
No desayunó. Y hasta mucho después no se dio cuenta de que no lo había hecho. Pero entonces entraba ya en el Ayuntamiento. El alcalde se encontraba en Monterrey, y durante unos días él tendría que sustituirle.
Apenas se hubo sentado a su mesa de trabajo, entró su secretario.
—Señor Bailey. Fuera hay unos hombres que vienen a cobrar sus sueldos. En la sección de pagos no tienen orden de abonárselos, y como se trata de unas cuentas que usted ha tenido siempre a su cargo…
—¿Qué? ¿De qué me estás hablando?
—Hay maestros, policías, bomberos y barrenderos. Casi cien personas que quieren cobrar.
—¿Qué es lo que quieren cobrar? —preguntó Bailey, cuyo pensamiento estaba muy lejos.
—Sus sueldos, señor Bailey. En la sección de pagos dicen que ese dinero lo han remitido, como de costumbre, aquí…
—¡Eh! —Bailey acababa de comprender, y la comprensión fue como un jarro de agua helada vertida sobre él.
—Aquí está la lista, señor —dijo el secretario—. Uno de los policías que vienen a cobrar trae una carta e insiste en que usted la lea.
—¿Dónde está esa carta? —preguntó Bailey.
—Ahora se la entregaré.
El secretario salió un momento, para regresar con un sobre lacrado que entregó a su jefe. Éste lo abrió con mano temblorosa y sacó una carta redactada en estos términos:
Señor Bailey:
Le escribo de nuevo y espero que esta carta será tan mal recibida como las otras. Lo lamento por usted. No quiso hacerme caso y ahora va a empezar a pagar las consecuencias. En la antesala aguardan todos los empleados municipales cuyos fantasmas creó usted. Yo he dado cuerpo a esos fantasmas y desde ahora San Francisco tendrá veinte maestros nuevos y cinco maestras, diecinueve policías honrados, veinte bomberos muy prácticos en el arte de apagar incendios, y diez barrenderos muy limpios. Según mis pesquisas, todos ellos llevan unos quince años cobrando del municipio sin haber comparecido jamás por sus puestos de trabajo. De ahora en adelante, esos fantasmas serán seres reales y usted podrá desprenderse de ellos y traspasarlos a la sección correspondiente, para que no tenga que preocuparse nunca más de pagarles usted el sueldo.
Supongo que será lo bastante listo para no cometer la locura de negarse a pagar a esos empleados. Son gente levantisca y podrían armar tal escándalo que todo San Francisco se enteraría de la verdad. Y creo que a usted no le interesa que la verdad se haga demasiado pública, ¿no es cierto?
En adelante, no vuelva a crear unos funcionarios públicos inexistentes, pues se expondrá a que, como ha sucedido en este caso, sus fantasmas se materialicen.
Observará que los empleados traen dos recibos, pues el mes pasado se olvidó usted de pagarles el sueldo y ellos lo necesitan.
Después de esto le concedo un plazo de veinticuatro horas para que devuelva a la señorita Lamas el dinero que le robó. Si no lo hace volverá a saber del…
Russell Bailey tardó varios minutos en comprender todo cuando había ocurrido. Luego, a medida que la realidad se fue abriendo paso hasta su cerebro, Bailey sintió un helor en la espina dorsal y un vacío en el estómago. ¡Otra vez El Coyote! Había casi dejado de pensar en él, después de siete días de inactividad de su enemigo, y ahora, la primera noticia que recibía de él era un ataque a fondo que en un momento ponía en peligro todo el edificio político que tanto le costó levantar.
—¿Qué les digo? —preguntó el secretario.
Bailey le miró, sin verle, porque ante sus ojos estaba la imagen del Coyote. Al cabo de un momento, respondió:
—Pues… dígales que entren; pero antes abra la caja y traiga el dinero que se guarda para los pagos…
Dos horas más tarde salía el último barrendero, y el montón de billetes y monedas que Bailey tenía delante había sufrido un enorme bajón.
Muy pálido y con voz que no lograba dominar, Bailey pidió a su secretario:
—Tenga esta lista de nombres y anuncie a la sección de pagos que de ahora en adelante ellos se encargarán de abonar estos sueldos.
—¿Se encuentra enfermo? —preguntó, solícito, el secretario.
—Sí… un poco —replicó Bailey—. Ayer tuve… un pequeño disgusto de familia.
Aprovechando esta excusa, Bailey abandonó el Ayuntamiento y se dirigió a su despacho particular. Iba con la esperanza de encontrar allí a King: pero Gogarty, su empleado, le anunció que King había acudido a primera hora y, después de recoger algunos objetos y documentos, se marchó, diciendo que no volvería.
Durante dos horas el financiero permaneció encerrado en su despacho, con el cerebro vacío de ideas, mientras en sus oídos resonaba con monótona insistencia un nombre:
¡El Coyote! ¡El Coyote! ¡El Coyote! ¡El Coyote!