Capítulo IV

El Coyote ataca

Descendiendo hacia el Sur, en dirección a Monterrey, en la orilla occidental de la gran bahía de San Francisco, se levantan los montes de San Bruno, que en aquellos tiempos quedaban completamente fuera del límite de la naciente ciudad. Al pie del macizo montañoso se encontraban algunos ranchos solitarios y hacia uno de ellos se dirigía en aquel momento un coche que si para los campesinos que lo veían resultaba extraño, en cambio era muy familiar para los habitantes de San Francisco. El coche pertenecía a la funeraria «Buen Reposo» y marchaba rápidamente, tirado por un par de buenos caballos. Delante de aquel carruaje, y como señalando el camino, avanzaba otro carricoche en el que iban una mujer y un hombre.

—Ve de prisa, Matías —ordenaba la mujer, de cuando en cuando.

Habían abandonado ya la carretera de Monterrey y en aquel momento avanzaban por entre los árboles de un espeso bosque en dirección a un viejo edificio que se veía a veces entre los pinos.

Cuando llegaron a aquel punto, Matías descendió del carricoche y abrió la larga puerta que cerraba el paso. Mientras tanto, Lupe tomó las riendas y guió al caballo hasta la puerta de la casa, que era una construcción de una sola planta que, en el 1780, cinco años después de la llegada del teniente Ayala a San Francisco, levantaron los franciscanos para dedicar aquel terreno a granja experimental en favor de los indígenas. Destruida por el gobierno que sustituyó a España en el dominio de aquellas tierras, la magnífica obra de las misiones, aquella granja o rancho llamado de San Francisco Solano, sufrió la misma decadencia que el resto de las misiones, y pronto, abandonado por religiosos e indios, entró en ruina, siendo salvado poco después de la invasión norteamericana por don César de Echagüe, que lo adquirió por escaso precio, lo reformó en lo posible y lo dejó al cuidado de uno de sus hombres de confianza.

En aquellos momentos las tierras del rancho estaban desiertas, pues los peones habían marchado a San José y no regresarían en dos días. Tan sólo los perros guardianes andaban sueltos, defendiendo eficazmente la posesión.

Detrás del coche en que iba Lupe, entró el carruaje de la funeraria, y su conductor, ayudado por Matías, sacó del interior del vehículo la larga cesta de mimbre y la entró en el edificio, cuando Guadalupe Martínez hubo abierto la puerta. La cesta fue conducida a una habitación interior y depositada en el suelo.

—¿Cuándo…? —empezó el empleado de la funeraria.

Guadalupe le interrumpió con un ademán y le indicó que la siguiera a otra habitación.

—¿Qué ibas a decir? —preguntó, después de cerrar la puerta que comunicaba con la estancia donde había sido depositado el cadáver.

—Iba a preguntarle que cuándo quiere que traigamos el ataúd y nos llevemos la cesta.

Guadalupe sacó, de un bolsillo de la chaqueta que llevaba sobre el traje, un portamonedas y de éste un billete de quinientos dólares.

—Tú sabes dónde hacen esas cestas, ¿verdad? —preguntó.

—Claro… Pero…

—¿Cuánto cuesta una cesta?

—Pues… unos treinta…

—¿La vendes por quinientos dólares?

—¡Oh! —El conductor tuvo dificultad para encontrar las palabras—. Pues… sí, desde luego. Me costará un poco justificar…

—Escucha. Has sido contratado para llevar el cadáver hasta Monterrey. Como no vas a pasar de aquí, tienes tiempo de sobra para dejar el coche en cualquier posada y dirigirte al sitio donde hacen las cestas y encargar una para tenerla dentro de tres días. ¿Estás conforme?

—Sí, sí. En lugar de volver a San Francisco, dejaré el coche en la posada de un amigo mío e iré a encargar la cesta. Pero me gustaría saber…

—Tu silencio vale también quinientos dólares, y como vas a firmar un recibo, reconociendo que has vendido la cesta, si hablas demasiado, el presidente de la funeraria recibirá la prueba de lo que tú eres. En cambio, si callas, dentro de un mes o dos recibirás otros quinientos dólares.

—¿Y el recibo?

—No, el recibo lo guardaré para evitarte las tentaciones que pudiesen molestarme…

Guadalupe acercóse a la mesa y extendió un recibo según el cual Philip Crane reconocía haber recibido quinientos dólares por la venta de una de las cestas de mimbres que la funeraria «Buen Reposo» utilizaba para trasladar los cadáveres hasta el sitio donde les aguardaba su ataúd. Crane firmó el documento, guardó los quinientos dólares y se fue en el vehículo que había guiado hasta allí.

Don César de Echagüe, que le vio llegar, apartóse a tiempo y, oculto entre los árboles del bosque, esperó a que el coche se perdiera de vista; entonces, volvió al camino y continuó el galope hacia el rancho de San Francisco Solano.

* * *

Wesley Snell había tenido mucho tiempo para repasar mentalmente el sinfín de extraordinarios sucesos que le habían acaecido desde que descendió del tren en la estación terminal y dirigióse al hotel Frisco, que le había sido recomendado como el mejor y más seguro de la peligrosa ciudad nacida del oro.

Debido a una interrupción de la vía a causa de una manada de búfalos que detuvo al tren durante dos horas, Snell había llegado a San Francisco mucho más tarde de lo previsto, y al presentarse en el hotel sólo encontró al conserje nocturno, que le anotó en el libro de registro y le acompañó hasta la habitación 102, que le había sido asignada.

En aquella habitación pasó la noche. A la mañana siguiente, cuando se disponía a levantarse, se encontró frente a la desagradabilísima presencia de un hombre enmascarado, vestido a la mejicana, que le encañonaba con un largo revólver, compañero de otro que descansaba en la funda izquierda que pendía de un bien provisto cinturón canana.

—¿Quién es usted? —preguntó, casi sin voz.

Sonriendo, el enmascarado replicó:

—Viene usted de demasiado lejos para que mi nombre signifique algo para usted. Sólo quiero decirle que si intenta hacer alguna resistencia, le mataré sin ninguna vacilación.

Snell había sido muy prevenido en Nueva York, por su buen amigo Martins, de los peligros que podría correr en San Francisco. Una de las cosas que dijo Martins fue:

«No me extrañaría que un día, al despertarte, te encontrases frente a un revólver de seis tiros».

La profecía se acababa de realizar con mucha más exactitud de la que había imaginado el que la hizo, y, apenas llegado a San Francisco, Snell estaba ya ante un cruel californiano dispuesto a matarle por el dinero que tenía en su poder.

—Sólo traigo mil dólares —dijo Snell—. Están en mi chaqueta…

—Ya los he visto —replicó, indiferente, el desconocido—. Pero hay otras cosas que me interesan. ¿Para quién son las acciones del Baltimore Special que tiene usted en su maleta?

Snell quedóse sin aliento. Al fin, tras un esfuerzo, pudo decir:

—Eso no tiene ningún valor para usted, señor. Se lo aseguro…

—Permítame que sea yo quien decida eso —replicó el mejicano, haciendo girar el revólver en tomo a su dedo índice y deteniéndolo, bruscamente, ante los ojos de Snell, que dio un salto atrás, a pesar de hallarse sentado en la cama—. ¿Para qué las quiere?

—¡Oh! —Gimió Snell—. Es que… usted no comprenderá… Son unas acciones…

—Ya sé que son unas acciones falsas —interrumpió el enmascarado.

—¡Oh! —Volvió a gemir Snell—. Sabe usted… mucho…

—Pero no lo sé todo, y lo voy a saber por usted, a menos que me obligue a matarle. ¿Para quién son?

—Para… ¡Oh, no se lo puedo decir!

—Entonces le diré que son para el señor Russell Bailey, secretario del alcalde de San Francisco, ¿no es así?

—¡Oh!

—Déjese de tantos ¡ohs!, porque aún tendrá ocasión de lanzar unos cuantos más. El señor Martins le recomienda a Bailey.

Al llegar aquí, el enmascarado sacó del bolsillo un sobre y lo agitó ante los ojos de Snell, que lanzó un nuevo gemido y contuvo otro ¡oh!, que iba a brotar de su garganta.

—Quiero saber las relaciones que existen entre usted y Bailey. ¿Cuánto hace que no le ha visto?

—No le he visto nunca, señor. Esa carta ya le dice que…

—Empiece a contarme su vida, sus relaciones con Martins y el motivo de su visita.

Era tan firme la mirada del enmascarado, que Snell comprendió que si quería conservar la vida tendría que hablar claro. Durante unos quince minutos estuvo contando su vida, sus hazañas como falsificador y sus relaciones con Martins, de Nueva York. Cuando hubo terminado, el mejicano declaró:

—Veo que es usted menos loco de lo que yo temía. Ahora le amordazaré, le ataré a esta cama y durante unas horas tendrá que estar solo. Después le llevaré a un sitio donde estará muy cómodo, y si no comete tonterías, pronto podrá volver a sus quehaceres.

Casi antes de que el enmascarado terminase de hablar, Snell encontróse fuera de la cama.

—Vístase —ordenó el enmascarado.

Snell se vistió a toda prisa.

—Ahora haga la cama —siguió ordenando el hombre.

Snell obedeció, y apenas hubo terminado, aquel peligroso sujeto le hizo volverse de espaldas y le ató las manos con una violencia muy inquietante; luego de un empujón, le tiró sobre la cama, le ató los pies, le amordazó, le ató al lecho y, saliendo de la alcoba en que le había dejado, no reapareció hasta media hora después. Entonces Snell vio ante él a un hombre vestido con un traje que se parecía mucho al que él vestía y cuya cara resultaba casi una imagen exacta de la suya, sobre todo para quien sólo le conociera de vista.

—Voy a visitar a un amigo suyo —dijo—. No tardaré en volver.

Snell oyó cerrarse la puerta, y al cabo de un rato, comenzó a luchar por soltarse. No consiguió otra cosa que agotarse en el esfuerzo y al fin, bañado en sudor, desistió de librarse. Tras una eternidad, vio reaparecer a su doble, tan inesperadamente, que casi le asaltó la sospecha de que no se había movido de la habitación. Le oyó luego rasgar papeles y, de pronto, sonó una llamada a la puerta que le llenó a la vez de esperanza y el temor, pues si podía tratarse de alguien que acudía en su socorro, también podía ser la señal para que el criminal —pues sin duda aquel hombre era un criminal— le matase para cerrar su boca; pero en vez de ocurrir nada de eso, el hombre fue tranquilamente a la puerta, hizo pasar por debajo de ella una carta y regresando junto a él le colocó una venda en los ojos, prometiéndole:

—Si se le ocurre hacer alguna tontería, no olvide que será la última de su vida, señor Snell.

Cortando con un cuchillo las cuerdas que le sujetaban las piernas, el hombre aquel le obligó a bajar de la cama y llevándole del brazo lo sacó de la alcoba y luego de la habitación. Una vez en el pasillo, le hizo dar varías vueltas en redondo y después de obligarle a caminar en zigzag unos minutos, lo condujo hasta otra habitación, aunque sin quitarle la venda que le tapaba los ojos.

Durante unos minutos Snell había permanecido inmóvil, oyendo a su alrededor unos cuchicheos que aumentaron su ya muy grande inquietud; después unas fuertes manos le levantaron en vilo y antes de que pudiese hacer la menor resistencia se encontró dentro de una caja que crujía como un sillón de mimbres. Notó que le ataban otra vez las piernas y que le sujetaban con unas cuerdas, que le imposibilitaban para hacer el menor movimiento. Al cabo de un buen rato sintió que la caja, o lo que fuera, en que estaba, era levantada, y por la inclinación de su jaula, comprendió que le estaban conduciendo escalera abajo. Oyóse luego colocar en un carruaje y más tarde comprobó que le llevaban hacia otro nuevo punto de cautiverio.

Cuando se notó sacar del carruaje y meter en una casa supuso que había llegado a su cárcel, y al sentir que le dejaban en el suelo, no con excesivo cuidado, esperó que no tardarían en sacarle de allí.

No obstante, pasó tal vez una hora antes de que la cesta fuese abierta y sus ligaduras cortadas. Medio ahogado, experimentó un supremo alivio al serle quitada la mordaza. Por último le fue retirado el pañuelo o trapo que le tapaba los ojos.

Pero si esperaba ver algo llevóse una decepción, porque apenas se encontró con los ojos libres de la venda, tuvo que cerrarlos ante la luz que los hería.

—Siéntese —ordenó aquella voz que tan bien conocía y a la que temía tanto—. Detrás tiene una silla.

Siempre con los ojos cerrados, Snell sentóse y aguardó. De cuando en cuando entreabría los ojos, pero sus pupilas eran heridas por el reflejo de dos lámparas de petróleo colocadas ante dos pantallas de proyector, que dirigían toda su luz hacia él. Entre aquellas dos lámparas sonaba la voz. A poca distancia de él, a su derecha, se encontraba un hombre al que podía ver perfectamente, pero de cuya identidad no podía saber nada, ya que llevaba el rostro cubierto con un capuchón.

Una cosa le tranquilizó, aunque no mucho, y era la suposición de que si aquella gente tomaba tantas precauciones para no ser reconocida, era porque no pensaba matarle y se prevenía para que, al ser puesto en libertad, él no pudiese hacer ninguna denuncia concreta. Pero también podía tratarse de una medida para prevenir que si escapaba antes de morir no pudiera publicar lo ocurrido.

—No se alarme, Snell —siguió la voz—. Nada me complacerá tanto como verle salir de aquí con vida; pero le advierto que si no obedece mis órdenes no volverá a ver la luz del día.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Snell.

—Puede decirme muchas cosas. No sobre usted, sino acerca de Russell Bailey. Quiero conocer algunas de sus hazañas. Ya sé que se dedica a vender, como buenas, acciones y valores que sólo se podrían cotizar por el precio del papel en que están impresas. Poseo ya una serie de abundantes datos acerca de él. Mi oferta es la siguiente: cinco mil dólares para usted si me dice algo nuevo que me pueda ser útil.

—Sé muy poco —gimió Snell—. Ya le dije…

—Ya sé lo que me dijo; pero ahora quiero saber algo más. Russell Bailey forma parte del Ayuntamiento de San Francisco. Todos creen que su cargo sólo le interesa por los honores y como escalón político. Yo sé que le interesa por algo más. Quiero conocer algunas de sus trampas.

—Le aseguro, señor, que no sé nada.

—Le aseguro que si no me lo dice ahora, me lo dirá luego, Snell. Puedo esperar, pero usted no ha comido nada desde ayer, ¿se acuerda?

—Sí.

—Y no comerá ni beberá nada hasta que me diga lo que quiero saber.

Hasta aquel momento, Wesley Snell había estado demasiado asustado para poder acordarse de que necesitaba comer, pero, de pronto, las palabras del hombre que estaba detrás de los reflectores le hicieron sentir un hambre devoradora, así como una sed terrible.

—¿Me va a dejar morir de hambre? —preguntó, con voz débil.

—El comer o el no comer depende de usted. Puedo ofrecerle una excelente comida si sus informes son buenos. Si son malos, no habrá comida.

—Es que yo no sé… No sé nada del señor Bailey.

—Lo siento por usted, Snell. Por no haberse informado de la persona con quien iba a tratar, se va a morir de hambre. Creo que una noche en ayunas le sentará muy bien.

Snell sentía ya un hambre devoradora; pero decidió resistir. Su carcelero soltó una carcajada. Y como si hubiera leído en su rostro la decisión a que había llegado, declaró:

—Hace muy mal en mantener una resistencia que no puede durar. Si no habla hoy, hablará mañana; y si mañana aún no hablase, tenga por seguro que por un vaso de agua nos daría una fortuna. ¿Quiere hablar?

Snell no respondió.

—Bien, como usted desee. Atadle y que pase la noche dentro de la cesta. Así tendrá tiempo para reflexionar.

Cuando el enmascarado que estaba junto a él se acercó, Snell dióse por vencido.

—Está bien, hablaré —dijo—. Pero ¿me darán algo de comer?

—Sí.

—¿Y si luego me dicen que no?

—¿Le queda otra posibilidad? Creo que deberá correr el riesgo de que le engañemos.

—Está bien; pero no sé gran cosa. En San Francisco existen veinte escuelas en realidad; pero nominalmente, existen veinticinco. El señor Bailey es el encargado de pagar a los maestros y de abonar los gastos de esas escuelas. Él paga a los maestros que existen y se guarda lo que debieran cobrar, si existieran, los otros maestros, así como los gastos de esas cinco escuelas ficticias.

—Creo que eso vale un vaso de agua —comentó la voz—. Dígame qué más hace Bailey.

—Él paga a los policías. No sé cuántos hay en realidad; pero unos treinta que figuran en el Cuerpo y que cobran mensualmente sesenta dólares por cabeza, no han existido nunca.

—¿Qué más?

—El cuerpo de bomberos está en idénticas condiciones. Unos diez bomberos sólo aparecen en los libros. Y con los barrenderos públicos sucede exactamente lo mismo: unos diez o doce son nominales, y sus sueldos van a parar a los bolsillos de Bailey.

Snell calló un momento y luego, respirando con dificultad, declaró:

—Es todo cuanto sé y que no había contado. Si quiere dejarme morir de hambre, puede hacerlo. Ya no podría contarle más que mentiras.

—Está bien; supondré que ha dicho la verdad. Lo comprobaré y, entretanto, podrá ir viviendo.

El que estaba al lado de Snell le hizo volverse de espaldas a la luz, y el cautivo oyó unos pasos que se alejaban hasta salir de la estancia.

Cuando la puerta se hubo cerrado tras ellos, Guadalupe preguntó a César.

—¿Qué va usted a hacer?[2].

—Atacar a Bailey. Hasta ahora El Coyote sólo ha amenazado; de ahora en adelante, El Coyote atacará.

—Se expone demasiado por ayudar a una muchacha que no le agradecerá nunca lo que hace.

—A mí, no; pero se lo agradecerá al Coyote —sonrió don César—. También tú, Lupita, te arriesgas mucho.

—Yo lo hago por usted. Sé que si yo no le ayudase, usted se expondría mucho más.

—Tal vez tengas razón en lo que piensas —murmuró César, yendo hacia uno de los amplios sillones del salón en que habían entrado.

—No he dicho mis pensamientos.

—Pero los he leído. Puede que en el mundo ningún ser humano merezca que otro se juegue la vida para ayudarle; pero si Dios bajó a la tierra para redimirnos, al hacerlo nos ofreció un ejemplo que debemos seguir. Yo lo estoy siguiendo sin preocuparme de si el que se beneficia de mi ayuda la merece o no. Opino que eso es lo que menos importancia tiene.

—¿Vuelve a San Francisco?

—Sí, quiero empezar a investigar en seguida lo que ha dicho Snell. Si es verdad, Bailey se va a llevar una sorpresa. Me gustaría verle cuando se realice lo que pretendo hacer.

—¿Puede decirme qué es?

—Dar vida a unos fantasmas. Adiós, Lupita. Perdona que te haya metido en esto. Espero que todo se resolverá favorablemente.

Cesar marchó hacia la puerta, y desde allí, saludó con un ademán a Guadalupe en el mismo instante en que Matías Alberes, cuyo fallecimiento había certificado el doctor Muñoz, y cuyo cadáver, se suponía, había salido del hotel Frisco en la caja de la empresa de pompas fúnebres, aparecía para anunciar por señas que el prisionero estaba atado y pronto podría comer.

Lupe vio salir a don César y luego volvióse hacia Alberes, murmurando:

—A veces yo también quisiera no tener lengua, Matías. Entonces me costaría menos callar lo que siempre trata de salir de mis labios.

El criado inclinó la cabeza. No sabía leer, no sabía escribir, no podía hablar. No era peligroso que conociese la identidad del Coyote.