Sobre la pista del Coyote
Slatter había terminado ya de leer los mensajes del Coyote y de escuchar la detallada explicación que Bailey le hizo de cuanto había sucedido. Cuando el financiero terminó, Slatter le miró unos instantes en silencio y, por fin, preguntó, sin que en su voz se advirtiera la menor emoción:
—¿Qué piensas hacer?
—No sé —contestó Bailey—. Estoy asustado. Lo confieso.
—¿Asustado? Tal vez sea natural; pero tal vez sea, también, lo que El Coyote desea.
—¿Supones que le interesa tenerme asustado?
—Estoy seguro. Por lo que has dicho, El Coyote, o quien sea que se encubra bajo esa máscara, quiere asustarte. Porque si deseara hacerte algún daño, tú mismo reconoces que hubiese podido hacerlo.
—No te entiendo.
—Pudo haberte envenenado en lugar de dormirte.
—¿Y crees que eso puede ser tranquilizador para mí?
—Siempre es tranquilizador saber que un enemigo nuestro no desea matarnos.
—¿Y cómo puedo yo saber que El Coyote no quiere matarme?
—Ya te lo he dicho. Pudo haberte matado. No lo hizo. ¿Por qué?
—No sé. Tal vez porque quiere darme una oportunidad de ser… honrado.
—¡Bah! Eso no me convence lo más mínimo. Estoy seguro de que tu enemigo te necesita vivo. Quiere obligarte a hacer algo que sólo puedes hacer si vives. En tu lugar, yo no me asustaría.
—Tampoco yo me asustaría si tú estuvieses en mi lugar —replicó Bailey—. Pero quien está en mi lugar soy yo, y a mí es a quien está acorralando El Coyote.
—Ya sabes que mi interés por ti es grande —sonrió Slatter—. Los dos hemos hecho muy buenos negocios y hubiésemos hecho uno mejor si ese tipo no nos hubiera estropeado las acciones; pero si quería perjudicarnos, o mejor dicho, perjudicarte, lo lógico es que hubiera dejado intactas las Baltimore.
—¿Porqué?
—Porque si la Justicia te hubiera sorprendido con ellas en tu poder y en el acto de hacerlas pasar por buenas, mi querido Rus, te hubieses visto muy apurado para demostrar que no sabías que fueran falsas. ¿Por qué no lo ha hecho?
—Haciéndonos preguntas no vamos a ninguna parte ni adelantaremos nada —dijo Russell.
—Ya lo sé; pero, en cambio, sí adelantamos mucho respondiendo a nuestras preguntas. El Coyote no te quiere comprometer.
—Si estuviera seguro de eso…
—Puedes estarlo, porque nada hay más claro. Ignoro los motivos, pero conozco los efectos. Dispongámonos a contraatacar.
—¿A quién? —preguntó Bailey.
—A ese que se hace llamar El Coyote.
—¿Cómo podemos atacarle, si ignoramos quién es y dónde está?
—Admito que tiene una ventaja sobre nosotros. Él nos conoce y nosotros no le conocemos ni sabemos dónde se encuentra; pero tenemos abundantes pistas. Y antes de que me preguntes qué pistas son ésas, te las indicaré. Primera: la desaparición de Wesley Snell. ¿Es él El Coyote? Lo ignoramos; pero en cambio sabemos que fue a tu oficina un hombre que se hacía pasar por Snell, o que era Snell, y que dejó el primer mensaje que recibiste. Según dices, Snell no ha salido de este hotel; por lo tanto, tiene que estar aún en él, a menos que haya salido disfrazado; pero tú afirmas que en esa cama había huellas de pies. ¿No es cierto?
—Sí.
—Por consiguiente, el verdadero Snell puede existir y no ser El Coyote. En tal caso, hay que suponer que se encuentra encerrado en otra habitación del hotel, en compañía del Coyote. ¿Qué sabía Snell de ti?…
—No sé; pero debía de saber bastantes cosas. Formaba parte del grupo que hemos organizado en todo el país. Además, yo le dije algunas cosas…
—Siempre has hablado demasiado. Pero eso ya no se puede evitar. Supongo que, en adelante, antes de pronunciar una palabra, la reflexionarás bien y acabarás no pronunciándola. Se impone, ante todo, encontrar a Snell; pero como no podemos dar con él preguntando a unos y a otros, buscaremos otra pista, es decir, la segunda.
—¿Qué pista es ésa?
—La del doctor Muñoz, que te ha hecho recobrar el conocimiento y ha dejado un mensaje de su jefe, a menos que el tal Muñoz sea El Coyote.
—¿Y cómo lo sabremos?
—Buscándolo. Bajemos y preguntemos por él. Si existe un doctor Muñoz, le habrán visto entrar en el hotel. Supongo que al muchacho que te entregó la carta narcotizada nadie le reconocerá. Empecemos a preguntar por el doctor Muñoz. Vamos.
Salieron los dos hombres del cuarto y descendieron a la planta baja. Bailey aún se resentía un poco de los efectos del narcótico, y tenía que apoyarse en el brazo de su compañero.
Cuando llegaron al vestíbulo del hotel, la mirada de Bailey se posó en Rosario Lamas, que en aquel momento estaba hablando con un hombre alto, vestido con una elegancia excesiva y que, desde luego, contrastaba con el vestir de la mayoría de los que allí se encontraban. Rosario saludó con una seca inclinación de cabeza, y su compañero miró distraídamente a Bailey. Rosario pareció decirle algo y de nuevo la mirada del hombre se posó, impertinente, en Bailey. Éste pensó por un momento acercarse a la joven; pero desistió de ello cuando Slatter le empujó hacia el despacho de recepción, dirigiéndose al empleado que lo atendía.
—¿Puede decirme si existe en San Francisco un doctor llamado Muñoz? —preguntó Slatter.
—Sí, existe uno. José Muñoz. Precisamente esta mañana ha estado aquí.
—¿Se encuentra aún en el hotel? —preguntó Bailey.
—No, no. Salió hace un par o tres de horas.
—¿Cuánto? —preguntó Bailey.
—Tal vez no haga tanto —replicó el empleado—. Vino a certificar la defunción del criado de la señorita Martínez. Ella lo hizo llamar. Se marchó un momento después.
—¿No ha estado en el hotel hace… una media hora o menos? —preguntó Slatter.
—No, señor.
—¿Está usted seguro? —insistió Bailey.
—Todo lo seguro que se puede estar en esta vida de que no se ha visto a una persona en un sitio donde hay tantas —sonrió el empleado—; pero si desean saberlo con más certeza, pregunten al conserje. Él ha tenido que verle salir y, sin duda, le habrá visto entrar, si ha regresado.
—Muchas gracias —dijo Bailey.
—¿Encontraron al señor Snell? —preguntó el empleado.
—No, no. No estaba en su habitación. Debió de salir.
—No lo creo —contestó el hombre—. Hay varios empleados al tanto de quienes salen y entran, y si el señor Snell hubiera salido me lo habrían comunicado en seguida, porque me interesa mucho saber si nuestros clientes se encuentran o no en el hotel.
—Preguntaremos al conserje —dijo Slatter—. Tal vez él pueda recordar con más certidumbre si el señor Snell salió o no.
Pero el conserje insistió en que no había visto salir a Snell y también en que desde que había salido del hotel, unas dos horas y media antes, el doctor Muñoz no había vuelto a entrar.
—Estoy seguro —declaró—. Conozco al doctor Muñoz y no hubiera dejado de reconocerle.
Sacando una moneda de cinco dólares, Bailey la depositó en la mano del portero, preguntándole:
—¿Está seguro de no poder recordar si vio salir al señor Muñoz o al señor Snell?
—Estoy seguro —insistió el hombre, guardando la moneda de oro.
—¿Y cuántas como ésa necesitaría para cambiar de opinión? —preguntó Slatter.
El portero respiró con dificultad, y al fin musitó:
—Lo lamento infinito, señores; pero si quiero decirles la verdad, tengo que repetir que no he visto salir hace poco ni a uno ni a otro señor.
—¿Ni por mil dólares? —preguntó Bailey.
—Ni por mil dólares. ¡Y bien sabe Dios que me vendrían muy bien y que casi siento tentaciones de decirles que… de decirles una mentira!
Bailey sacó otra moneda como la anterior, y entregándosela al portero, le pidió:
—Bien, gánese otros cinco dólares y vea si puede decirnos dos cosas: ¿Dónde vive el doctor Muñoz?
—En la calle del Monte, número 56 —respondió el hombre—. ¿Qué más desea?
—¿Conoce a la señorita Rosario Lamas?
—Claro. La estoy viendo…
—¿Y conoce al hombre que está con ella?
El conserje sonrió ampliamente.
—¡Ya lo creo! Es el señor Echagüe; un potentado de Los Ángeles. Acaba de llegar de allí. Es un tipo muy cómico. Un lechuguino que no sabe más que vestir con elegancia…
—Gracias… —interrumpió Bailey—. Ya me figuraba que era él. Adiós. Si ve a Snell dígale que vaya a visitarme en seguida.
—Se lo diré, señor Bailey.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Russell.
—¿Podemos ir a otro sitio que a casa del doctor Muñoz? —preguntó Slatter.
—Tomemos un coche. Llegaremos antes.
—Prefiero ir a pie —dijo Slatter—. Así hablaremos con más tranquilidad ¿Qué tiene que ver Rosario Lamas con todo esto?
—Ya te dije. Quiere recuperar su dinero; pero ya la he convencido de que todo fue una locura de su padre en la que yo no tuve arte ni parte. A poco de marcharte del despacho, llegó ella. O ya estaba allí, hablando con mi hijo.
—¿Y ese César de Echagüe?
—No creo que tenga nada que ver. Es un viudo riquísimo por el que andan medio locas todas las muchachas casaderas. Supongo que él debe de estar encaprichado por la chica y quiere protegerla. Se habrá alegrado mucho de que yo no le haya devuelto el dinero; así él podrá ayudarla, y si no se casa con ella, al menos la tendrá de…
—Déjate de chismes. Continuemos con lo que decíamos antes. Es preciso descubrir qué mano mueve a ese real o falso Coyote. Cuando lo sepamos, tendremos mucho ganado.
—Lo tendremos todo; pero quizá entonces nos encontremos con un enemigo aún más peligroso. Estoy temiendo que pase de las amenazas a la acción.
Estaban ya en la calle del Monte —llamada así por lo empinada—, a ambos lados de la cual se levantaban numerosas casitas de madera, pintadas de blanco y en las que habitaba lo más selecto de la ciudad. No les fue preciso buscar el número, pues el nombre del doctor Muñoz aparecía en la puerta de una de ellas, escrito con tan grandes letras, que podía verse casi desde la entrada de la calle.
Una criada que hablaba bien el español y mal el inglés, declaró que el doctor estaba en casa, y poco después los dos hombres se encontraban frente a un caballero de blancos cabellos y barba, vestido de negro y que les miraba escrutadoramente a través de los cristales de unos lentes que cabalgaban sobre su descarnada nariz.
—¿Qué desea, señor Bailey? —preguntó, dirigiéndose al financiero y político.
—No vengo a solicitar sus servicios médicos, doctor —replicó Bailey—; pero, de todas formas, le abonaré el importe del tiempo que le hagamos perder.
El doctor Muñoz echó hacia atrás ligeramente la cabeza y adoptó por un breve momento la expresión de quien ha sido ofendido.
—Sólo admito dinero de mis pacientes —dijo, muy seco—. Y aun sólo de aquellos que pueden pagar mis servicios. Los que no pueden hacerlo, no pagan. ¿Qué desean saber?
—Es que yo le debo algo por haberme atendido, doctor —dijo Bailey.
El médico le miró, desconcertado.
—No recuerdo que figure usted entre mis clientes —dijo.
—¿No me atendió usted hace una hora y media o menos?
—No. Veo que sufre usted los efectos de un potente narcótico. Se advierte por el aspecto de sus ojos; pero yo no le he curado de ese daño.
—Sin embargo, mientras yo estaba bajo los efectos del narcótico, que ingerí inadvertidamente, un doctor llamado Muñoz me atendió y se marchó sin cobrar sus honorarios.
—Debe de tratarse de un error. Yo no he salido de casa desde que volví a ella al regresar del hotel Frisco.
—¿Puedo preguntarle a qué fue allí, doctor? Precisamente fue en el hotel Frisco donde sufrí el accidente.
—Fui esta mañana para certificar la defunción de Matías Alberes, el criado de una antigua amistad mía. Regresé en seguida, sin ver a nadie más. Tal vez le asistió otro médico y los empleados del hotel, que me vieron esta mañana, pensaron que había sido yo quien le curó.
—Es que fue el mismo medico quien le dijo a mi hijo que era el doctor Muñoz, y la descripción que se me hizo concuerda en todo con la de usted.
—Eso sería lo menos extraño, ya que no soy el único médico con barba y cabellos blancos, y en cuanto al traje, todos lo usamos por el mismo estilo. Creo que si quiere pagar sus honorarios a ese médico que le atendió, tendrá que llamar a su hijo y visitar con él a todos mis colegas de San Francisco, hasta dar con el que busca.
—Sin duda se trata de un error, doctor Muñoz —dijo Bailey, levantándose—. Le ruego nos perdone por haberle venido a molestar.
—Están ustedes perdonados. Lamento no poderles ser de mayor utilidad.
Cuando llegaron a la calle, Bailey y Slatter cambiaron una mirada.
—No fue el doctor Muñoz —dijo Slatter—. Estoy seguro. No es un buen comediante y no habría sabido fingir tan bien.
—Entonces no hemos adelantado nada.
—Nada. La única pista se nos ha cerrado; pero tenemos una seguridad: la de que El Coyote, o quien sea tu nuevo enemigo, te atacará dentro de poco. Si estamos prevenidos, rechazaremos el ataque tan pronto como se produzca, y entonces sabremos a qué atenernos acerca de las intenciones de ese hombre.
—Creo que acerca de sus intenciones sabemos ya bastante —suspiró Bailey—. ¿No sería buena cosa pagarle a esa Rosario Lamas lo que pide?
—¿Noventa y siete mil dólares? —Rió Slatter—. ¿Desde cuándo estás en condiciones de tirar por la ventana una cantidad así?
—Ya sabes que tengo dinero de sobra.
—Dinero es lo único que nunca sobra —replicó Slatter—. Vuelve al Ayuntamiento y atiende un poco tu trabajo. Tienes que preparar los pagos para el fin de mes. Es asombroso que el alcalde no se haya dado cuenta aún de que existen demasiados policías, bomberos, maestros y barrenderos públicos.
—Estoy deseando terminar con ese pequeño negocio. Son unos cinco mil dólares mensuales y si llegara a descubrirse la verdad, perdería mucho más.
—Es una renta que te permite pagar tus gastos de representación.
—Voy a empezar cerrando las dos escuelas; luego despediré a algunos policías, bomberos y barrenderos.
—Eres un tonto. Pero haz lo que te parezca. Al fin y al cabo tienes razón: ésos eran buenos negocios cuando empezaste; ahora son granos de anís.
—Que podrían atragantarse y convertirse entonces en montañas.
—Sobre todo si alguien se enterase —comentó Slatter.
En aquel momento, Bailey volvióse hacia él y cogiéndole del brazo, exclamó:
—Aunque no hablé de eso con él, Snell tiene que saber algo, porque Martins, de Nueva York, estaba aquí cuando empecé. Si Wesley Snell era de toda su confianza, debió de decírselo…
—¿Y qué?
—Sabiéndolo Snell puede saberlo El Coyote.
—¡Bah! No se le ocurriría preguntárselo. Y aunque lo supiera… ¿Qué podría hacerte?
Eran muchas las cosas que El Coyote podía hacer, y tanto Bailey como Slatter iban a comprobarlo muy pronto.