Capítulo II

El Coyote interviene

La carta del Coyote era más extensa que su primera comunicación. Decía así:

Russell Bailey: El señor Lamas fue engañado. Usted y yo sabemos por quién. El engaño de que fue víctima le costó toda su pequeña fortuna, y al perderla arruinó a su hija. Si la ruina de Lamas sólo hubiera sido culpa de él, yo no intervendría; pero su buena fe fue sorprendida. Fue engañado porque confió en la honradez de los demás, y creyó que una palabra de honor era de honor aunque partiese de los labios de un financiero. Quiero concederle una oportunidad antes de atacarle. Rosario Lamas tiene derecho a noventa y siete mil dólares. Si usted se los entrega, me olvidaré de que en el mundo existe Russell Bailey. Si no lo hace…, entonces me acordaré mucho de usted. Mucho más de lo que a usted le agradará y convendrá.

Formato inválido

—¡Es una vergüenza que una primera autoridad como yo pueda recibir cartas semejantes! —gruñó Bailey.

Pero cuando su hijo quiso leerla, la guardó cuidadosamente en un bolsillo. En seguida, volviéndose hacia el muchacho que había traído el mensaje, le preguntó:

—¿De dónde viene esta carta?…

Antes de que el mensajero pudiera contestar, Bailey recordó que había recibido ya aquella información.

—¿Del señor Snell? —preguntó en voz alta.

—Sí, señor —contestó el otro.

Bailey sacó de nuevo la carta y vio que en el papel aparecía el membrete del Hotel Frisco. ¡El hotel en que se hospedaba Wesley Snell!

—¿Te entregó él personalmente la carta? —preguntó Bailey.

—Sí, señor —respondió el muchacho. Y agregó—: Yo trabajo en el hotel para llevar recados.

Sacando de un bolsillo una moneda de cinco dólares, Bailey se la mostró al mensajero, preguntando:

—¿Quieres ganártela?

—Claro, señor —replicó, desenfadadamente, el otro.

—Entonces… cuéntame todo lo que sepas de esta carta y del señor Snell. ¿Cuándo le viste por última vez?

—Cuando volvió al hotel. Me dijo que diez minutos después subiese a su habitación a recoger una carta que debería llevar a la dirección que figurase en el sobre. Me dio cinco dólares y subió a su cuarto. Cuando pasaron los diez minutos subí a la habitación y llamé a la puerta. El señor Snell me preguntó quién era y yo le dije que iba a recoger la carta. Él me la hizo llegar por debajo de la puerta.

—Entonces, no te la entregó personalmente.

—Como si lo hubiera hecho. Oí su voz y recibí la carta.

—Claro… ¿Y quién es el señor Snell?

—Eso yo no lo sé. Llegó hace un par de días al hotel y subió a su habitación, me dio veinticinco centavos de propina y apenas pronunció tres palabras. No come en el hotel. Dice, que viene de Nueva York.

—Bien, no es mucho por cinco dólares; pero ahí van.

El mensajero alcanzó los cinco dólares que Bailey le tiraba y después de saludar militarmente, salió casi corriendo, tarareando una alegre canción.

—¿De veras es del Coyote? —preguntó King a su padre.

—Sí. Por lo menos la firma es de él, y… no creo que la hayas escrito tú.

—¿No se llamaba Snell el hombre que te visitó antes?

—Sí… Y él pudo dejar la nota que…

—¡Cierto, señor Bailey! —Exclamó Gogarty—. Ahora recuerdo que el señor Snell tropezó conmigo y se apoyó en mi espalda. Entonces pudo dejar la nota. Nadie más se ha acercado a mí; pero no pensé…

—No es posible que sea él —murmuró Bailey—. Porque si fuese…

Bailey sintió que la frente se le bañaba de sudor al recordar lo que había dicho a Snell. Si éste era El Coyote o un enemigo suyo, poseía informes y sabía secretos que podían arruinarle.

—Voy al hotel —dijo, de pronto—. Quiero aclarar este misterio.

—Te acompañaré, papá —dijo King.

—No. Este asunto quiero resolverlo solo.

—Papa, creo que ya no es tiempo de ocultarme la verdad. Si ese hombre te ataca, te ayudaré a defenderte; pero no trates de disimular conmigo…

—¡Cállate! —ordenó Bailey a su hijo, mirando significativamente a Gogarty.

King comprendió; pero cuando su padre salió de su oficina particular, King le acompañaba.

—Te he dicho que no vengas conmigo —insistió Rusell Bailey, aunque en su voz faltaba el acento de firmeza que antes había tenido.

—Papá, aunque tengas toda la culpa, en esta lucha yo estaré de tu parte.

—Para vencer a mis enemigos, no necesito ayuda. Ya verás cómo todo ha sido una broma de mal gusto de ese Snell.

Caminaban rápidamente, calle adelante, por entre el numeroso gentío que llenaba las aceras. San Francisco crecía demasiado de prisa para que le fuera posible al Ayuntamiento conservar las calles limpias o, siquiera, adoquinadas. La mayoría de las casas eran de madera, y los leñadores estaban destrozando los inmensos bosques milenarios de los alrededores para ayudar a la construcción de aquella ciudad que estaban levantando el oro y el vicio. Medio siglo más tarde, el mundo lloraría la destrucción de aquellos gigantescos árboles (sequoias), que ya eran milenarios cuando Cristo predicaba su doctrina en Judea.

En unos diez minutos los dos Bailey llegaron a la puerta del hotel Frisco, en el mismo instante en que por una puerta trasera era sacada una enorme caja de mimbre y colocada dentro del furgón de una conocida empresa de pompas fúnebres.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó King al portero.

—Ha muerto un criado de la señorita Martínez —explicó el portero—. Se lo llevan hasta un coche que ha de conducirlo a Los Ángeles.

—¿Y el señor Snell?

—Debe de estar en su habitación. Por lo menos yo no le he visto salir.

En aquel momento una mujer cuyo rostro quedaba oculto tras un espeso velo pasó ante ellos.

—Buenos días, señorita Martínez —saludó el portero—. Lamento mucho lo de su criado.

—Gracias —replicó la mujer—. Los criados tienen el vicio de morirse cuando menos conviene que lo hagan. Adiós. Tengo que volver a Los Ángeles.

La mujer siguió su camino y Russell Bailey y su hijo entraron en el hotel. Después de aguardar unos minutos ante el despacho, consiguieron obtener la información que deseaban, o sea la de que el señor Snell ocupaba la habitación número 102, situada en el segundo piso. A otra pregunta, el empleado replicó que el señor Snell debía de encontrarse en su habitación, pues no se le había visto salir.

Subieron apresuradamente la escalera, cruzándose con los clientes que bajaban, y llegaron, por fin, a la habitación 102. Russell llamó con los nudillos y a su llamada a la puerta se entreabrió. El financiero empujó con más fuerza y entró en la estancia.

—Está vacía —dijo volviéndose a su hijo.

—Y la puerta estaba abierta —comentó King.

Pasaron a una alcoba adyacente, que se hallaba igualmente vacía; pero Russell observó que en el centro de la cama se veía una ligera depresión formada como por un cuerpo que hubiera estado tendido allí algún tiempo. Esta sospecha fue confirmada al encontrarse en la colcha, hacia la parte que correspondía a los pies, unas huellas de barro seco y de tierra.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó King a su padre.

Éste movió la cabeza, murmurando:

—No sé… No comprendo nada. Bajemos a esperar a Snell.

Al salir de la alcoba, Bailey miró a su alrededor y viendo en un rincón unas maletas fue hacia ellas y las abrió una tras otra, hasta encontrar lo que buscaba: una maletita llena de unos documentos impresos en una tinta verdosa.

—Las Baltimores… —murmuró Russell.

Pero al ir a coger una de ellas lanzó una exclamación de rabia, pues la acción estaba cortada en dos partes e inutilizada. En un momento examinó las otras acciones, encontrándose con que todas estaban igualmente destruidas. Cuando iba a volverse hacia su hijo, Russell Bailey vio que en la parte interior de la tapa de la maleta estaba clavada con un alfiler una cartulina. Arrancándola rabiosamente, se la tendió a su hijo, gruñendo:

—¡Otra vez El Coyote!

—Sí, otra vez —admitió King tomando la cartulina, en la que se veía tan sólo este dibujo:

Formato inválido

—Ese hombre trata de obligarme a que replique con el ataque a sus ataques —dijo Russell.

—Ríndete, papá —pidió King—. Contra él no podrás.

—Ya lo veremos. Por ahora no he perdido aún nada. Me ha estropeado un negocio. Pero te juro que me pagará con creces todo cuanto me ha hecho perder.

—¿Es que piensas, de veras, presentar batalla?

—Sí.

—Entonces…

King fue interrumpido por una llamada a la puerta.

Fue a abrir y vio ante él a un muchacho que traía dos cartas en la mano.

—¿El señor Russell Bailey? —preguntó.

—¿Qué quieres?… —preguntó King.

—Usted no es el señor Bailey —dijo el muchacho.

—No, soy…

—¿Qué sucede? —interrumpió Bailey, acercándose.

—¿Es usted el señor Bailey a quien yo busco? —preguntó el muchacho.

—Sí… ¿Traes alguna carta para mí?

—Sí, señor. Traigo dos; pero sólo debo darle una.

—¿Por qué?

—Porque así me lo han ordenado.

—¿Cuál me has de dar?

—Depende de su contestación —contestó el muchacho—. Tiene que decirme si se rinde o no.

—¿Por qué he de rendirme o no rendirme?

—Eso yo no lo sé; pero usted debe decirme «Sí» o «No». Si me dice sí, le daré una carta; si me dice que no, le daré otra.

—¿Y que más has de hacer? —preguntó King.

—Llevar la respuesta a quien la espera —contestó el mensajero.

—¿Y quién la espera?

—No lo sé.

—¿Cómo?

—No, señor. Me dieron la carta y una propina sin que yo viese quién me la daba. Me dijeron que la trajese sin perder un minuto a esta habitación de este hotel y que esperase la respuesta acerca de si el señor Bailey quiere seguir peleando. Luego, cuando salga de aquí, debo dar la contestación a quien me la pida.

—Está bien; dame la carta de no rendición —pidió Russell.

El muchacho le tendió uno de los sobres, que Bailey abrió violentamente.

Dentro había una hoja de papel doblada, y tras algunos esfuerzos inútiles por abrirla, el financiero tuvo que humedecerse los dedos, logrando, por fin, separar los pegados bordes de la carta. Dentro sólo había estas palabras:

Ha hecho muy mal, señor Bailey. Ahora tiéndase en la cama en que estuvo acostado Snell, porque si no lo hace caerá al suelo antes de dos minutos y veinte segundos.

Formato inválido

—¿Qué dice, papá? —preguntó King, acercándose a su padre.

—No sé. No entiendo. Una tontería. Dice que he hecho mal y que debo tenderme en la cama antes de dos minutos y veinte segundos.

King arrancó la carta del Coyote y la leyó rápidamente. En el momento en que terminaba oyó que su padre le decía, con voz muy débil:

—No sé lo que me ocurre. Estoy mareado…

Russell Bailey no pudo terminar. De no haberle sostenido su hijo, hubiera caído al suelo. Una gran palidez llenaba sus facciones y las manos se le helaron.

King lo levantó en brazos y lo llevó hasta la alcoba, tendiéndolo en la cama. Cuando regresó al salón, el mensajero había desaparecido; pero el joven no pensaba en él, ni se preocupó por su ausencia. De un jarro de agua de encima de la mesa llenó un vaso y regresando junto a su padre le humedeció las sienes y la frente con un pañuelo, sin que el financiero recobrara el conocimiento.

Estaba el muchacho ocupado en esta tarea, cuando oyó nuevamente llamar a la puerta. Corriendo a ella encontróse frente a un hombre vestido con una levita negra, pantalón negro y chaleco del mismo color. De su mano derecha colgaba un pequeño maletín igualmente negro. En cambio, el rostro era pálido y la cabellera y perilla, blancos.

—Soy el doctor Muñoz —explicó el recién llegado—. Acabo de recibir un aviso para que viniese aquí a atender a un enfermo que ha tomado una dosis excesiva de soporífero…

Apartando al sorprendido King, el médico entró en el cuarto y una vez en la alcoba tomó el vaso de agua que estaba sobre la mesita de noche, olió su contenido, vertió, sin vacilar, una parte del líquido en el suelo y sacando del maletín un frasco de cristal ambarino, contó veintisiete gotas que tiñeron de rojo el agua. Levantando al inconsciente Bailey, el doctor le acercó a los labios el vaso y le hizo tragar la mitad del líquido. Al cabo de un par de minutos le obligó a beber el resto.

—Dentro de unos instantes estará bien, como si no le hubiese ocurrido nada. Su padre debiera tener más cuidado con lo que toma. Encantado de conocerle, señor. Buenos días. Hoy tengo mucho trabajo.

El doctor Muñoz abandonó la estancia antes de que el desconcertado King pudiera decirle nada, ni preguntarle quién le había avisado. Cuando empezaba a darse cuenta no sólo de lo extraño de la oportuna aparición del médico, sino también de lo rápidamente que había desaparecido el mensajero, Russell Bailey comenzó a moverse y, con voz apenas perceptible, preguntó:

—¿Qué ha sucedido?

King corrió a su lado y le ayudó a sentarse en el lecho. Por la expresión de su padre comprendió que los efectos del narcótico o de lo que fuera comenzaban a pasar.

—Debo de haberme mareado —siguió diciendo el financiero.

En aquel momento su mirada se posó en la mesita de noche.

—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Otra carta?

King volvióse y vio que en el mármol de la mesita descansaba un sobre cerrado. Cogiéndolo, lo abrió y sacó de su interior un papel escrito. En voz alta leyó:

El papel de la carta anterior estaba saturado de un narcótico muy fuerte, cuyos efectos ya ha comprobado, y de los cuales le he librado yo mismo; pero no olvide que en vez de un narcótico pudo haber sido un veneno lo que usted se hubiese llevado a los labios con los dedos, al humedecerlos después de haber tocado los bordes con las manos. Le aconsejo que se las lave en seguida, si no quiere exponerse a otro ataque de sueño del que no me molestaría en librarle. Creo que ahora rectificará su respuesta. Acepte mis condiciones. Sólo quiero que devuelva lo que ha robado. Aún le quedará lo suficiente para vivir. Si llegara a ser un hombre honrado y un buen político, podría alcanzar, incluso, el puesto de alcalde de San Francisco. Pero si insiste en vivir al margen de la Ley, aunque aparentemente no se aparte de ella, yo me encargaré de que tenga muchos disgustos semejantes a éste. Le saluda y le amenaza.

Formato inválido

—¡Otra vez El Coyote! —suspiró Bailey. Y volviéndose hacia su hijo, le preguntó—: ¿De veras ha sido él quien me ha curado?

—Dijo que se llamaba Muñoz —replicó King—. Parece mejicano o californiano antiguo; pero debía de ser El Coyote disfrazado.

Por tercera vez llamaron a la puerta, y tanto Bailey como su hijo lanzaron la misma exclamación:

—¡El Coyote!

Pero cuando King, empuñando una pistola de dos cañones debidamente amartillada, acudió a abrir, se encontró con que el visitante no era de la clase temida, sino de otra muy distinta.

—¡Oh, señor Slatter! —exclamó—. ¿Cómo ha sabido que estábamos aquí?

Samuel Slatter era un hombre alto, delgado, de rostro impasible y expresión fría. Antes de contestar a la pregunta de King, miró a su alrededor y por fin descubrió a Russell.

—¡Hola! —Saludó—. ¿Qué hacen aquí?

Russell Bailey fue hacia él y estrechándole fuertemente la mano, en vez de responder, volvióse hacia su hijo y le pidió:

—Vuelve a casa, King. Necesito hablar con el señor Slatter. Ya me encuentro bien. Completamente bien.

Había tanta ansiedad en la voz de su padre, que King se limitó a replicar.

—Está bien, papá; pero no olvides lo que ha ocurrido.

—No… no lo olvidaré —respondió Bailey.

Acompañó al joven hasta la puerta y durante todo el rato Samuel Slatter se mantuvo en curiosa expectación. Cuando Bailey se volvió hacia él, Slatter pidió:

—Supongo que ahora me querrás explicar lo que está sucediendo.

—Algo horrible, Sam —murmuró Bailey—. Desde que nos separamos hace un rato, han ocurrido un sin fin de cosas terribles. Tenemos enfrente al peor enemigo que se nos podía presentar.

—¿A quién te refieres?

—Al Coyote.

—¡Bah! —Sonrió Slatter—. El Coyote es una fantasía muy propia de los cerebros indígenas; pero impropia de un financiero…

—¿Crees que El Coyote no existe?

—Estoy seguro de que no ha existido nunca.

—Yo pensaba lo mismo; pero en unas horas me he tenido que convencer. Toma, aquí tienes las cartas que he ido recibiendo desde que nos separamos; pero en cuanto las hayas leído, ve a lavarte las manos, porque si no lo haces te expones a pasarte varias horas durmiendo.

Reflejando en su rostro una sombra de interés, Samuel Slatter tomó las cartas y tarjetas del Coyote y comenzó a examinarlas.