Un financiero
—Veo, señor Snell, que la realidad responde a su fama. Creo que sus amigos de Nueva York no le alabaron en vano y creo, también, que juntos podremos hacer grandes cosas.
Wesley Snell era un hombre de unos cuarenta años, de cabellos que empezaban a grisear en los aladares, perilla afilada, nariz aguileña y ojos extraordinariamente negros. Vestía una bien cortada levita, corbata de plastón, cuello duro, camisa almidonada y chaleco negro. En el suelo, junto a la silla en que se sentaba, se veía un sombrero de copa de cuyo interior asomaban unos guantes blancos. También en el suelo, junto al sombrero, se veía un negro bastón, cuyo puño era una elegante bola de marfil. Aquel bastón era famoso en la calle Wall, de Nueva York.
—Gracias por la excelente opinión que ya tiene usted de mí, señor Bailey —replicó Wesley—. Aunque tal vez le parezca que quiero corresponder a su bondad, le diré que también yo creo que podemos hacer grandes cosas en San Francisco. Me parece que la gente de California es más ingenua que la de Nueva York.
Snell recostóse contra el respaldo del sillón y contempló una vez más a Russell Bailey. Éste era un hombre de más de cincuenta años; pero fuerte, robusto, de cutis sonrosado. Se advertía que estaba habituado a no privarse de ninguno de los placeres de la vida a los que tenía acceso por su privilegiada posición tanto en la administración de la ciudad como en el comercio y las finanzas. Citar a Bailey, de San Francisco, era nombrar al dueño de varios millones y a una de las figuras más populares de la famosa ciudad.
—El público es ingenuo en todas partes —replicó Bailey al comentario de Snell—. Yo, realmente, preferiría trabajar en Nueva York. Allí la gente es menos desconfiada. Aquí abunda el elemento campesino, que es el más suspicaz del mundo. En cambio, en Nueva York todos están más habituados a las finanzas y no es necesario luchar tanto para convencerles de que un papel impreso representa el mismo valor que cien dólares en oro. No hace mucho conseguí colocar mil acciones del ferrocarril Maine, que no valían ni el papel en que estaban extendidas; pero me costó casi un mes de trabajo antes de lograr que aquel hombre las comprase. Por fortuna, al fin me salí con la mía de una manera muy sencilla. Un día en que estaba tratando de convencerle de que las acciones de Maine subirían a trescientos o cuatrocientos dólares en cuanto el ferrocarril estuviera terminado, entró uno de mis empleados para pedirme las acciones que yo guardaba del Maine. Yo le había dicho que entrase para pulsar el último resorte. Le contesté que de momento las necesitaba; pero él insistió en cortar los cupones que vencían aquel mes a fin de cobrarlos junto con los otros de la misma compañía. Entonces, volviéndome hacia Lamas, o sea mi cliente, le dije: «Lamento que no se haya decidido usted aún. De haber comprado estas acciones, ahora cobraría unos cuatro mil dólares de intereses, que corresponden al actual vencimiento». Eso le decidió. En cuanto supo que en vez de pagar cien mil dólares sólo tendría que pagar noventa y seis mil, se dio por vencido. Una hora después yo tenía noventa y seis mil dólares y él mil acciones que le habrán servido para empapelar las paredes de su casa.
—Buen golpe —sonrió Snell—. Aunque le llevara un mes, no es mucho.
—Algunos meses gano bastante más —sonrió, complacido, Bailey—. Lo que da también mucho es el Ayuntamiento de San Francisco. El alcalde es un viejo medio loco, que todo lo encuentra bien y que firma lo que se le presenta. Vive casi miserablemente, pues no quiere aceptar ni un centavo, y el pobre tiene la idea de que si él es honrado, los demás también tenemos que serlo. Estoy seguro de que si le dijesen que el único que no saca ningún beneficio del Ayuntamiento es él, se quedaría tan asombrado que al fin declararía que estaban acusando falsamente a sus colaboradores.
—¿Es posible que exista un hombre así? —preguntó Snell.
—Es posible. Louis Sullivan es honrado; pertenece a la raza de los políticos a quienes, después de muertos, se les levantan monumentos. En cambio, yo soy de esos políticos que prefieren levantarse ellos mismos palacios, y que si desean algún monumento se lo hacen esculpir por un buen escultor y lo colocan en su jardín, donde nadie pueda ensuciarlo.
Russell Bailey coreó estas palabras con una estruendosa carcajada. Casi al momento se abrió la puerta dando paso a un empleado que anunció:
—El señor Slatter.
—¡Oh! —Russell miró nerviosamente a su visitante—. ¿Me permite un momento? —preguntó.
—Si quiere, volveré mañana —ofreció Wesley Snell.
—No, no es necesario —replicó Bailey. Y dirigiéndose al empleado, ordenó—: Dígale al señor Slatter que… Bueno, ya se lo diré yo. Vuelvo en seguida, señor Snell.
Bailey salió de la oficina y durante unos segundos Wesley Snell permaneció inmóvil, escuchando atentamente; luego se puso en pie y acercóse a una moderna caja de caudales que ocupaba un rincón del despacho. Tras unos cuantos esfuerzos con unas extrañas varillas de acero logró abrir la caja y, sacando del bolsillo una libreta, comenzó a tomar notas. De unos archivadores de cartón retiró diez o doce documentos, que guardó cuidadosamente; luego sacó un libro de caja y lo estuvo estudiando sin ninguna prisa aparente. De cuando en cuando tomaba alguna nota en la libreta, escribiendo rápidamente mediante una escritura taquigráfica. Por fin guardó el libro, cerró la caja, abrió los cajones de la mesa, estudió su contenido, tomó otras notas, cerró los cajones, volvió a su sillón, tomó un puro de los que guardaba Bailey en una caja de cedro y después de encenderlo procedió a fumarlo rápidamente, sin reposar ni un segundo en la tarea de convertir en humo el habano. Cuando hubo terminado con la mayor parte del cigarro, cogió otro y lo encendió, dedicándose a fumarlo más pausadamente. Cuando Bailey regresó al despacho, advirtió en seguida la densa y aromática nube de humo que lo llenaba, y dirigió una mirada a Snell, que acababa de levantarse, dejando su cigarro en el cenicero, junto a los restos del anterior.
—Buen tabaco —comentó Wesley.
—Me alegro de que le guste. ¿Quiere llevarse algunos?
—Muchas gracias; pero ya he anotado la marca. No me gusta abusar de los amigos.
—Al anunciarme su visita supuse que traería usted unos miles de acciones del Baltimore Special…
—¿Quiere ver una muestra? —preguntó Snell, sacando de un bolsillo interior un documento doblado rectangularmente que tendió a Bailey.
Éste lo tomó y lo extendió sobre la mesa. Era una acción primorosamente impresa en tonalidades verdosas, en cuya parte superior central se veía una humeante locomotora.
—Acciones de ferrocarriles —sonrió Bailey—. Es lo que hoy priva. Nadie quiere acciones que no sean de ferrocarriles. ¿Cuántas de éstas ha traído?
Snell reflexionó un momento y al fin contestó:
—Veinte mil.
—¿Cuánto quiere por ellas?
—No había pensado en venderlas así. Me gustaría obtener el máximo, o sea unos setenta y cinco dólares por cada una.
—Desista de esa idea —rió Bailey—. Aquí usted no podrá trabajar si no se alía conmigo. Carece de nombre y nadie confiaría en usted. Ya le dije que los californianos son suspicaces. Veinticinco dólares por cada acción sería un buen beneficio para usted. Le compensarían el viaje.
—Pero usted obtendría un beneficio de casi setenta dólares por cada acción.
—Nada de eso. Pienso venderlas a ciento veinticinco o a ciento treinta. Son acciones en alza. ¿No lo sabía usted?
—Cincuenta dólares por cada una y son suyas las veinte mil.
—Oiga, Snell —sonrío Bailey—. Cincuenta dólares por acción significan un millón de dólares por las veinte mil. Sé que usted ha pagado un dólar por cada una de esas acciones. Me lo dijeron mis amigos de Nueva York. El que se las vendió ganó medio dólar por cada una, pues medio dólar es lo que hace pagar un buen impresor y grabador por ellas. Cuatrocientos ochenta mil dólares son un buen pico; pero le daré seiscientos mil y así obtendrá medio millón neto y el resto de los cien mil podrá invertirlo en cubrir los gastos de compra, viajes y estancia en San Francisco.
—¿Es su última palabra? —preguntó Snell, fumando pausadamente.
—La última, sí.
—¿Y si no aceptase? —preguntó Snell.
—Pues entonces… —Russell Bailey alcanzó un cigarro y durante más de un minuto se interrumpió para tocarlo, quitarle la faja, cortar la punta y encenderlo cuidadosamente. Por fin, lanzando hacia el techo una larga columna de humo, siguió—: Creo que antes de que pudiera usted llegar a su hotel, el Frisco, ¿no? Sí el Frisco. Pues, como decía, antes de que usted pudiese llegar a su hotel, la policía registraría sus habitaciones, comprobaría que guardaba usted en ellas acciones falsas y… No quiero imaginar lo que harían con usted. Opino que seiscientos mil es un excelente precio.
—Si presenta las cosas así, creo que tiene razón en lo del precio excelente; pero ¿por qué no hace usted un viaje a Nueva York o Philadelphia y encarga allí unas acciones cualesquiera…? Le saldrían mucho más baratas.
—Ya sé, señor Snell, que dice usted eso para hacerme hablar y que de antemano sabe lo que voy a contestar. Pues bien, le contestaré. Cuando ha llovido mucho y la calle está convertida en un barrizal, yo pago gustoso medio dólar al hombre que se presta a pasarme al otro lado llevándome sobre su espalda. ¿Sabe por qué pago ese medio dólar en lugar de guardarlo para mí? Pues le pago para que sea él quien se manche y nadie pueda imaginar que yo he cruzado una calle cubierta por medio metro de fango.
—O sea que si usted fuese a Nueva York y encargara una falsificación de acciones, dicha falsificación podría descubrirse y recaer sobre usted todas las culpas. En cambio, si son otros los que cruzan el barro…
—Ellos son los que se enfangan. Por eso pago más que nadie.
—Supongo que tendré que aceptar lo que ofrece.
—Creo que eso es lo que debe hacer. Dentro de unas tres o cuatro horas, un hombre irá a buscar los papeles.
—¿Y el dinero? —preguntó Snell.
—Tendrá que confiar en mí y venir a recogerlo dentro de tres días.
—¿Por qué?
—Porque no puedo pagarle por anticipado ni me atrevo a entregar una cantidad semejante al hombre que irá a buscar las acciones. Lo mejor es que usted venga a cobrar dentro de tres días.
—¿Y si entonces el señor Bailey se ha olvidado de que me compró ciertas acciones? —preguntó, irónicamente, Snell.
—El señor Bailey tiene muy buena memoria. Sin embargo, si el negocio no le convence…
—Me convence. Envíe a su hombre a buscar las acciones.
Wesley Snell se puso en pie y, en aquel mismo instante, abrióse la puerta del despacho y un joven entró precipitadamente.
—Papá —dijo, dirigiéndose a Bailey, como si no viese a su visitante—. Ha vuelto la señorita Lamas…
—Un momento, King —interrumpió Russell—. Tengo visita. Dile a la señorita Lamas que aguarde.
—¡Es que tenemos que hacer algo por ella! —Gritó King Bailey, el hijo de Russell—. No podemos dejar que…
—Luego hablaremos de eso —interrumpió, de nuevo, Russell—. Ahora he de despedir a mi amigo, el señor Wesley Snell. Señor Snell, mi hijo King.
Snell estrechó la mano de King Bailey, muchacho de rostro enérgico, ojos de franco mirar, cabello castaño claro, que le devolvió reciamente el apretón.
—Encantado de conocerle —dijo Snell.
—El gusto ha sido mío —replicó, distraído, King.
Llegó el empleado que antes entrara y Russell Bailey le pidió que acompañara al señor Snell hasta la puerta.
Mientras se dirigían los dos hacia la salida, Snell retrasóse un poco y, sacando del bolsillo un sobrecito cerrado, en cuya superficie se leía «Para el señor Russell Bailey», lo atravesó con un alfiler y al llegar junto a la puerta hizo como si tropezara con el empleado y tuvo que apoyar la mano derecha en su espalda. Cuando la retiró, el sobre había quedado prendido en la chaqueta del oficinista.
Al quedar solos, padre e hijo cambiaron una mirada de irritación.
—¿Por qué no has despedido a esa…?
—Porque tiene toda la razón del mundo, papá —replicó King—. No es justo lo que se ha hecho con ella. Tienes que recibirla y buscar una solución.
—Hazla pasar y déjanos solos.
King Bailey dirigió una suspicaz mirada a su padre. Al fin decidióse a aceptar la proposición y regresando al saloncito de espera, donde aguardaba Rosario Lamas, dijo, mirando con interés algo más que financiero a la linda joven de cabellos y ojos negrísimos, cuyo armonioso cuerpo no era disimulado por el traje que vestía:
—Mi padre la recibirá ahora, señorita Lamas. Estoy seguro de que todo se arreglará.
—Ha sido usted muy bueno —dijo, con musical acento, la joven, dejándose llevar suavemente cogida del brazo por aquel norteamericano que era tan distinto de los desagradables yanquis que llenaban ya California.
—Por usted hubiera hecho cualquier cosa y sólo lamento que ésta no haya sido más difícil.
Cuando entraron en el despacho de Russell, éste se encontraba de espaldas a ellos, mirando a través del cristal de la amplia ventana. Al oírles, el financiero se volvió y yendo al encuentro de la joven, declaró:
—Le aseguro, señorita Lamas, que lamento muchísimo lo de su padre. Cuando supe la noticia de su muerte sentí un profundo pesar. Éramos buenos amigos… King, seguramente te deben de necesitar en la oficina. Ya te avisaré a tiempo para acompañar a la señorita Lamas. Señorita, tenga la bondad de sentarse…
Tras una breve vacilación, King salió del despacho, dejando en él a su padre y a Rosario.
—Debe de venir usted por lo de las acciones del Maine, ¿verdad?
—Sí, señor. Al intentar obtener un préstamo sobre ellas, el señor Echagüe me dijo que no valían nada.
—¿Quién es el señor Echagüe?
—El principal propietario de Los Ángeles.
—¿Don César de Echagüe?
—Sí. Al morir, mi padre me dijo que me había asegurado el porvenir con unas mil acciones de un ferrocarril. Su renta bastaría para mantenerme. Pero como hubo que pagar muchos gastos, terminé lo poco que quedaba en casa y pensé que el señor Echagüe me prestaría algún dinero si le dejaba en garantía unas cuantas acciones del ferrocarril. Fui a su casa y entonces supe que aquellas acciones no valían ni un dólar.
—Desde luego, no son acciones que se coticen. Tal vez algún día alcancen algún valor.
—Pero… esas acciones hace ya tiempo que no se cotizan.
—Sí, hace bastante tiempo. Ya se lo advertí a su señor padre; pero él se había encaprichado de ellas.
—¿Cómo? ¿No fue usted quien le recomendó que las comprara?
—¿Yo? ¡Por Dios, señorita Lamas! Yo soy incapaz de aconsejar a un cliente que adquiera unos valores depreciados.
—Pero… ¡si papá me dijo que usted había insistido tantísimo en hacerle comprar esas acciones…!
Russell Bailey sonrió tristemente.
—Señorita Lamas: hace infinidad de años que me dedico a los negocios y, entre otras muchísimas cosas, he aprendido que cuando un hombre comete una locura, siempre trata de ocultar que la ha cometido por sí solo.
—¿Quiere decir que mi padre mintió? —preguntó, orgullosamente, Rosario Lamas.
—Si su padre le dijo que yo le aconsejé que comprara Maines, debo declarar que su padre no dijo la verdad. Sin duda la disimuló para que usted no se enterase de su error.
—No comprendo nada…
—Escúcheme con atención. Su padre vino a verme hace unas semanas. Me dijo que deseaba invertir cien mil dólares en unas acciones seguras para que usted, o sea su hija, tuviera garantizado el porvenir y disfrutase de una renta suficiente. Le propuse diversas acciones. El ferrocarril Unión Pacific, que acaba de completarse, ofrece las máximas seguridades; pero sus acciones de cien dólares se cotizan a casi trescientos. Su padre no supo ver las ventajas que ofrecen tales acciones y me dijo que reflexionaría. Al cabo de una semana regresó para preguntarme qué opinión me merecían las acciones del ferrocarril de Maine. Mi respuesta fue enseñarle esta misma tabla de cotizaciones —Bailey tendió a la joven un cartón en que estaba pegada una hoja llena de números. Señalando un punto, dijo—: Como ve, aquí aparecen las acciones del Maine y están sin cotización. Hace meses que no se cotizan, y lo último que se supo de ellas era que se vendían a un dólar.
—¿Y sabiendo eso compró mi padre tantas acciones a tan alto precio?
—Así es, señorita. Cuando yo le dije que dichas acciones no valían ni un dólar, me contestó burlonamente: «Yo le compro a diez dólares tantas como me proporcione».
—¿Y usted le proporcionó…?
—No. Aunque hubiese querido venderle unos miles de acciones del Maine, no las hubiese encontrado en San Francisco; por lo tanto, le dije que no se las podría adquirir. Él se echó a reír y me aconsejó que comprara todas las «Maines» que pudiese, pues dentro de poco nos íbamos a llevar una sorpresa, ya que las obras de construcción del Maine iban a ser reemprendidas. Yo le dije que todo eso eran historias fantásticas para engañar a los poco entendidos; pero él no me hizo caso y compró mil «Maines» a un precio exorbitante. Me pidió que le legalizara la documentación y así lo hice; pero mi intervención en ese asunto no fue más allá.
—Sin embargo, papá me dijo que había comprado aconsejado por usted.
—Tal vez se dio cuenta de su fallo y no quiso reconocer su culpa. ¿Cómo iba yo a aconsejarle que comprara unos papeles que yo sabía que no tenían ningún valor? Le aseguro que todo ocurrió tal como le he explicado. Alguien engañó a su padre y él, queriéndole asegurar su porvenir, en realidad la ha dejado en la miseria. Aunque su padre esté muerto, debo decir que fue muy imprudente.
—No hable más de mi padre, señor Bailey. Sé que él pensó hacerme un bien. Si en el mundo todos fueran tan decentes como fue él…
—Desgraciadamente, los hombres honrados estamos en minoría —suspiró Russell Bailey—. Es horrible esa obligación en que nos vemos de tener que desconfiar de todos cuantos nos rodean. Sin embargo, hoy el hombre que quiere triunfar en la vida y abrirse camino por ella, debe confiar sólo en sus propias fuerzas y desconfiar de todos los demás.
—Mi padre creía en la honradez y en la caballerosidad —sollozó Rosario Lamas, llevándose un pañuelito a los ojos.
Con voz que parecía enronquecida por la emoción, Russell Bailey declaró:
—Señorita Lamas…, si necesita usted algún dinero, será un honor para mí prestárselo. No debe apurarla el que no me lo pueda devolver en seguida. Le enviaré quinientos dólares a su casa…
—No, no. Muchas gracias. No se los podría devolver. Estoy segura de que lograré resolver yo misma mi problema. Además… hay alguien que me ayuda. Alguien que ayuda a todos los que se encuentran en un apuro. Él fue quien me proporcionó el dinero para venir a Sari Francisco. Lo encontré sobre mi mesita de noche cuando volví de acompañar a mi padre en su último paseo por este mundo. Eran mil dólares. Con ellos pude pagar los gastos más urgentes.
—¿Tiene usted un protector? —preguntó Russell Bailey.
Y estuvo a punto de agregar que a una muchacha tan linda como ella no podían faltarle hombres dispuestos a ayudarla materialmente. Luego pensó que debería decirle a su hijo que no se preocupara más por la señorita Lamas, pues ya había encontrado en Los Ángeles un hombre dispuesto a sacarla de todos los apuros, aunque también —y aquí el señor Bailey rió interiormente— dispuesto a meterla en otros.
—Sí —contestó, al cabo de un momento, Rosario Lamas—. Es un hombre valiente, heroico. Siempre le he adorado; pero nunca pensé que pudiera molestarse por mí.
—¿Es… su novio? —preguntó Bailey.
Rosario le miró, sorprendida.
—No… Claro que no.
—¡Ah! —sonrió Bailey.
—No, señor Bailey, no es lo que usted se figura —dijo, muy sofocada, Rosario—. Ese hombre es un amigo de todos los californianos. Es El Coyote.
—¿Y quién es El Coyote? —preguntó Bailey.
—¿No ha oído usted hablar de él? —preguntó, extrañada, Rosario.
—¿El Coyote? —Bailey reflexionó unos instantes. Al fin, replicó—. Creo que el nombre me es familiar. ¿Es…? ¡Ah, sí! Un famoso bandido, ¿no?
—No. El Coyote no es ningún bandido. Es un hombre que defiende la justicia y lo hace sin vacilaciones. Nadie le conoce; pero todos sabemos que hace pagar un precio muy elevado a los que se burlan de la ley.
—¿Y fue El Coyote quien le entregó el dinero?
—Lo dejó en mi cuarto. Cuando volví a casa lo encontré al lado de un mensaje del Coyote. En aquel mensaje me decía que viniera a San Francisco, que hablase con usted y que tuviera la seguridad de que usted encontraría el medio de hacerme recobrar lo perdido.
—Temo que El Coyote haya cometido el mismo error que usted, imaginando que yo tenía algo que ver con la adquisición que su padre hizo de las acciones de la Maine.
—Tal vez —añadió Rosario—; pero estoy segura de que él hallará el medio de ayudarme.
—San Francisco no es Los Ángeles —dijo Bailey—. Esto ya es una gran ciudad, y en cambio Los Ángeles no es más que un pueblo con unos pocos miles de habitantes. Allí se concibe la actuación del Coyote, en cambio, aquí, no podría hacer nada.
—Sin embargo, yo tengo fe en él —insistió Rosario—. Y desde que usted me ha convencido de que no puedo obtener nada de las acciones que me legó mi padre, toda mi esperanza se centra en El Coyote.
—Ojalá él pueda ayudarla más que yo —dijo Bailey—. Y le pido perdón por no haberla podido recibir en las anteriores ocasiones en que vino a verme. Mis ocupaciones…
—Ya comprendo —sonrió tristemente Rosario—. No tiene de qué excusarse. Adiós, señor Bailey. Espero no tener que molestarle nunca más.
—Su visita no será nunca una molestia. Si algún día vuelve a San Francisco, no deje de visitarme. Me interesará mucho averiguar qué ha sido de su vida.
—Le prometo que algún día volveré a verle. Adiós, señor Bailey. Le ruego que dé las gracias a su hijo por lo amable que ha sido conmigo.
Cuando salían del despacho, King Bailey fue a su encuentro.
—¿Se ha solucionado el problema? —preguntó.
—Por lo menos, lo hemos aclarado —replicó su padre—. Se trata de un suceso verdaderamente lamentable; pero del que ninguna culpa me alcanza.
Mientras hablaba, la mirada de Russell se fijó en la espalda de Gogarty, su empleado. Por un momento pensó en acercarse a él; pero como Rosario Lamas se dirigía ya hacia la puerta, desistió de ello, dejándolo para después, y acompañó a la joven y a su hijo.
—¿No puedes hacer nada, papá? —preguntó King.
—Se trata de valores que ni siquiera se cotizan —dijo Russell—. Si existiera la menor posibilidad de un alza, los adquiriría, aunque sólo fuese por hacer un favor a tan simpática señorita.
—Le aseguro, señorita Lamas, que hubiera querido que se arreglara su situación —dijo King, abriendo la puerta para dejar paso a la enlutada joven.
—Muchas gracias, señor Bailey. Han sido ustedes muy amables.
Cuando Rosario se hubo marchado, King se volvió hacia su padre. Con duro acento preguntó:
—¿De veras no has podido hacer nada por ella?
Russell Bailey miró, burlonamente, a su hijo.
—De veras —respondió—. Y si quieres llegar a ser algo en la vida, no olvides que es peligroso mezclar el corazón con los negocios. Si se hace eso padece el corazón y sufren los negocios.
—Eso quiere decir que hubieses podido ayudarla.
—Podría haber hecho limosna.
—Ella no lo hubiese aceptado.
—Ya lo sé; por eso no se lo propuse. Le ofrecí unos cientos de dólares y los rechazó…
Russell Bailey se interrumpió e, inclinándose hacia la espalda de Gogarty, que estaba anotando números en un grueso libro, le retiró un sobre que tenía prendido en la chaqueta.
—¿Qué ocurre? —preguntó el empleado, volviéndose hacia su jefe.
—Tenía usted esto en la espalda —replicó Bailey, mostrándole el sobre y el alfiler con el cual había sido sujetado.
—Va dirigido a ti, papá —dijo King.
—Ya lo he advertido. Por lo visto, ésta es una nueva forma de enviar la correspondencia.
Colocándose de manera que la luz diese de lleno en el sobre, Russell Bailey leyó:
A Russell Bailey. Particular.
—Bien —sonrió.
Abrió el sobre y de su interior sacó una cartulina en la que se veía la siguiente inscripción y la extraña firma que iba al pie de ella:
Empiece a cambiar de vida, Russell Bailey. No es un consejo. Es una orden.
—¿Qué significa esto? —Preguntó Russell Bailey—. ¿Quién le ha colgado esto en la chaqueta, Gogarty?
—¿A mí? No sé nada, señor…
—¡No sabe nada! Supongo que no habrá caído del cielo. ¿Y esta cabeza de animal? ¿Qué significa?
—Es la firma del Coyote, papá —dijo, muy serio, King Bailey—. Y, si pudiese aconsejarte, yo te diría que le hicieras caso.
—¡Otra vez El Coyote! ¿Es que te has puesto de acuerdo con esa chica?
—¿Qué chica?
—La que ha venido antes. También ella me ha hablado del Coyote. Me ha dicho que la protegía, y ahora me encuentro con esto que tú dices es del Coyote y, la verdad, me parece demasiada coincidencia. Demasiada coincidencia. ¡Sí!
—Si crees que se trata de una broma, cometes un grave error, papá —dijo King—. No conozco tus negocios, ni sé cómo has llegado a ser lo que eres; pero temo que no lo hayas logrado honradamente.
—La honradez es una de las cosas más relativas que existen.
—Sólo se es honrado de una manera.
—¡Eres un imbécil, King!
—¡Papá!
—Perdona; estoy nervioso. Estas bromas…
—Papá: no son bromas. El Coyote existe y te ha mandado un aviso. Y es un aviso muy claro. No quieras ignorarlo. Ten en cuenta que si te ha amenazado no lo ha hecho por burlarse de ti. Te expones…
—¿A qué? —preguntó, rabioso, Russell Bailey.
—A que te mate.
—¡Bah! Me gustaría ver si ese Coyote se atreve a atacarme…
—Ya se ha atrevido a entrar aquí, papá.
En aquel momento se abrió la puerta de la oficina y un muchacho entró trayendo en la mano un sobre.
—¿El señor Russell Bailey? —preguntó.
—Yo soy. ¿Qué quieres? —replicó el financiero.
—Traigo una carta para usted.
—¿De quién?… —empezó Baile.
—Del señor Snell —respondió el muchacho.
Respirando más aliviado, Bailey tomó la carta y rasgó el sobre. Al desdoblar el pliego que iba dentro, su mirada se fijó en la firma y una ahogada imprecación brotó de sus labios:
—¡Otra vez El Coyote!