Seis

Kylie se despertó con una sensación completamente desconocida para ella. Trataba de procesar y averiguar qué había cambiado. Se sentía… descansada. No la acompañaba la oscuridad de sus pesadillas. Se sentía… a salvo.

Fue entonces cuando reparó en que no estaba sola en la cama. No es que no estuviera sola, sino que había un hombre de cuerpo fuerte que la protegía y que tenía la cabeza apoyada en un hombro muy musculoso.

«Jensen».

Dios mío.

Los recuerdos de la noche anterior —recuerdos humillantes, además— se agolpaban en su mente como en un desprendimiento de tierra. Había quedado como una pazguata. Se había desmoronado delante de él. Por el amor de Dios, si hasta le había esposado a su cama.

—Recuerda la promesa, Kylie.

La suave voz del hombre le vibraba en el pecho, lo que, una vez más, trajo consigo recuerdos de esa promesa que tan rápidamente le había hecho. La promesa de que no se arrepintiera ni se avergonzara, que no se asustara. No tenía muchas esperanzas de mantenerla porque la situación misma la aterraba.

—¿Qué hora es? —preguntó con la voz ronca. Era una pregunta neutra para recordar que tenían asuntos esa mañana que no tenían nada que ver con que estuvieran en una cama… juntos.

—Son solo las seis —respondió él con esa voz tranquila que la sacaba de quicio. Parecía impertérrito pese al hecho de estar ahí juntos como dos tortolitos.

—¿Quieres café? —preguntó ella mientras se incorporaba y salía de la cama para poner distancia.

Él sonrió casi como si supiera lo aterrada que estaba.

—Me encantaría. Me tomaré uno y luego me iré a casa a ducharme y cambiarme. Luego vendré a recogerte.

—No hace falta —se apresuró a decir—, si quieres nos vemos ahí.

—Olvidas que no tienes coche —señaló él—. Además, pensaba que comeríamos después para hablar del resultado de la reunión. Después iremos a por tu coche.

De la manera que lo dijo parecía que no fueran más que negocios, pero sabía que no era así. Notó algo en su tono de voz que había estado ausente hasta entonces. Algo íntimo y… tierno. Él la miraba con tanta ternura que se le partía el corazón. Y le entraban más ganas de poner distancia entre ambos.

Se acercó al borde de la cama, se levantó y se fue derecha al armario a por una bata. El pijama no dejaba nada a la vista, pero aun así se sentía vulnerable y quería —mejor dicho, necesitaba— esa barrera adicional de ropa.

—El café estará listo dentro de unos minutos —murmuró—. Tómate tu tiempo. Ve al lavabo si quieres; todo tuyo.

Se dio la vuelta antes de poder verle la expresión; seguro que esbozaba una sonrisa. Notaba que el mundo se le había inclinado de repente. No sabía qué pensar de este cambio brusco en su relación. ¿Y qué relación? Era su jefe. Bueno, uno de ellos. Ella era su empleada y no su compañera de cama, aunque él hubiera pasado la noche —o parte— esposado al cabecero.

El calor le abrasaba las mejillas. Qué humillante, por Dios. ¿En qué clase de bicho raro se había convertido al esposar a un hombre a su cama? ¿Qué clase de persona debilucha se había vuelto al necesitar sentirse a salvo? Y más que débil, pusilánime, ya que lo había acabado soltando para que pudiera abrazarla.

Jensen Tucker la había abrazado, se había pasado la noche abrazado a ella, y lo malo es que le había encantado. No recordaba cuándo había sido la última vez que había logrado dormir tan tranquila y que se sintió tan segura. Después de aquella primera pesadilla tras la que la acogió entre sus brazos, se quedó completamente dormida y no soñó nada; ninguno de los demonios que solían acosarla perturbó sus sueños. ¿Quién necesitaba terapia? Al parecer, le bastaba con el fuerte abrazo de Jensen Tucker, aunque no lo reconocería en la vida porque eso le daría más poder sobre ella y se había prometido que nunca le daría esa clase de poder a nadie. Jamás.

Empezó a preparar el café para mantenerse ocupada; las ideas se le agolpaban en la cabeza sin ton ni son. Él había propiciado ese desequilibrio. ¿Qué quería de ella? Es como si le reclamara alguna especie de derecho. Seguía intentando descifrar las cosas que le había dicho porque no tenía ni idea de lo que significaban. O tal vez sí lo sabía y le daba demasiado miedo enfrentarse a ellas como una persona adulta.

Pero ¿por qué parecía que se interesaba por ella? ¿Por qué se preocupaba? Era un auténtico desastre. Estaba chiflada y lo peor de todo era que él lo sabía. Lo aceptaba como si fuera lo más normal del mundo. Se había erigido… ¿protector? Al menos, ese parecía el papel que había tomado y de buena gana. Además, había dejado bien clarito que lo suyo era… ¿cómo lo había llamado? ¿Inevitable? Al parecer, él estaba igual de pirado que ella. ¿Dos chiflados de tomo y lomo? Estaban abocados al desastre. Él era fuerte; ella, débil. Estaba claro que no era la receta para una relación de éxito. Era un obseso del control, eso sí lo sabía. Su mundo estaba ordenado meticulosamente. No había ni caos ni desorden, era tan dominante como Dash y Tate, por mucho que le hubiera dicho que no se parecía a ellos. No le había gustado la comparación y lo entendía. Era de los que se inventaba sus propias reglas; no había dos como él. Y mejor, porque con uno había de sobra.

Apareció al cabo de un momento y se le fue la mirada hacia él. Reparó en su aspecto descuidado; llevaba la misma ropa de la noche anterior. Sin embargo, hasta despeinado y con la camisa arrugada era un hombre increíblemente atractivo. Tenía que reconocerlo.

Había pasado la noche con él. No habían hecho el amor, de acuerdo, pero de muchas formas lo que habían vivido era mucho más íntimo que el sexo. Le había ofrecido consuelo, que era lo que más necesitaba. No sería una zorra desconsiderada, aunque esa fuera su reacción instintiva y de autoprotección. Esa reacción ante cualquier cosa que pudiera hacerle daño.

Se conocía a sí misma, sabía lo que veían los demás y lo que veía no le hacía ninguna gracia. Era un milagro que tuviera amigos siquiera porque no había sido una buena amiga. Eso podía empezar a cambiar desde ya. Podía ser más flexible sin romperse. Era hora de empezar a devolver esa ayuda y ese amor incondicional que sus amigos le daban desde que Carson muriera.

Había estado tan sumida en su propia pena y dolor que se había vuelto egoísta. No se gustaba demasiado y si no se gustaba, ¿cómo iba a gustar a los demás? ¿Por qué diantre parecía que le gustaba a Jensen? No se había mostrado receptiva a sus insinuaciones y había devuelto con insolencia sus gestos de amabilidad. Y a pesar de todo había pasado la noche con ella, ofreciéndole un apoyo incondicional. ¿Por qué? ¿Era masoca?

Él se sentó a la barra americana y ella le pasó una taza de café. Se hizo un silencio incómodo, pero ella consiguió armarse de valor y coger el toro por los cuernos.

—Gracias por lo de anoche —dijo en voz baja—. Ha significado… mucho. No era necesario, pero me alegro de que lo hicieras, que… te quedaras. Muchas gracias.

Sus ojos eran cálidos y parecía acariciarle el rostro con la mirada, como si la estuviera tocando con la mano. Casi lo deseaba, quería que la tocara. La piel se le erizó al pensar en la noche anterior. Fue fantástico estar en sus brazos, notar su fuerza y esa promesa de que nada le haría daño mientras estuviera allí.

—De nada. Me alegro de haber estado aquí para que no sufrieras sola como haces muchas otras noches, sospecho.

Ella se ruborizó y ni siquiera trató de negarlo. Él sabría que mentiría.

—¿Tú no tomas café? —le preguntó al darse cuenta de que ella no se había servido.

Kylie negó con la cabeza.

—No, ya estoy lo bastante nerviosa. La cafeína lo empeoraría.

—¿Te pongo nerviosa? —preguntó con tacto—. Después de anoche ya habrás visto que no soy un monstruo.

Notó como el calor delator volvía a subirle por el cuello.

—No, no lo eres —repuso ella—. Esto es… es incómodo para mí, entiéndelo. No permito que otros me vean como me viste anoche. Me molesta. Me hace sentir… vulnerable y odio sentirme así.

Él dejó la taza en la encimera y alargó el brazo para cogerle la mano.

—No quiero que te sientas así, cielo. Quiero que sientas justo lo contrario. Conmigo puedes ser tú misma. Te entiendo mucho más de lo que crees. Todos tenemos nuestros demonios; no estás sola.

Ella ladeó la cabeza, curiosa por ese extraño tono en su voz.

—¿Y cuáles son tus demonios?

A él le cambió la cara y sus ojos se volvieron impenetrables de repente. Se arrepintió inmediatamente de esa pregunta inocente, pero él la había visto en su momento más bajo, ¿no tenía derecho a saber algo? ¿Algo que le volviera vulnerable?

Jensen miró el reloj para evitar su pregunta.

—Tengo que marcharme ya si queremos llegar a tiempo a la reunión. ¿Con media hora te basta para estar lista?

Ella asintió.

Se levantó y, para su sorpresa, se le acercó y la abrazó. La besó suavemente, casi como si fuera un mero roce de sus labios, pero ella notó el calor de la cabeza hasta los pies. Notaba un cosquilleo en todo el cuerpo. Los pechos se le antojaron pesados de repente, y los pezones se le pusieron duros. Suerte que la bata escondía lo que le provocaba ese simple beso.

—Vuelvo en nada —murmuró.

Se dio la vuelta y salió de la cocina; oyó que la puerta se abría y cerraba en un santiamén.

Ella se quedó ahí un buen rato y se tocó los labios, que aún le temblaban. ¿Qué acababa de pasar? ¿Y anoche? ¿Cómo había ido el episodio en sí? ¿Cómo había dado semejante giro su relación?

Regresó de su ensoñación y fue al baño a ducharse y a prepararse para la reunión con S&G. Era importante. Era su oportunidad para demostrar su valía. Jensen creía en ella. Ella también creía, tal vez por primera vez en su vida, y no estaba dispuesta a decepcionarlo a él ni a sí misma.