Diez

Kylie se frotó las manos en los vaqueros para secárselas. Miró su reflejo en el espejo para ver cómo estaba. Qué tontería. Era ridículo que una cita la pusiera tan nerviosa.

Las mujeres tenían citas. La gente en general también. Ahora parecía que tenía una y era algo normal en el mundo, salvo que su mundo y el resto del mundo eran dos cosas completamente distintas. En su mundo ella no salía con chicos. No buscaba una relación ni la atención de los hombres.

Sin embargo, ahora parecía que sí salía y sí intentaba captar la atención de Jensen.

No sabía si ese giro en su universo la molestaba o le gustaba más. Por un lado, tenía muchas ganas de pasar esa velada con Jensen. Le encantaba su compañía y lo cómoda y segura que se sentía con él. ¿Quizá lo usaba porque solo le daba seguridad? ¿Se acobardaría en cuanto las cosas se volvieran más íntimas?

Porque dudaba muy sinceramente que él solo quisiera ser una fuente de seguridad y sosiego. Era un hombre. Un hombre increíblemente atractivo. Pues claro que querría sexo en algún momento. Algo le había dejado caer. La cuestión sería ver lo paciente que era.

Ella no se oponía, en teoría, a la idea de acostarse con él. Le gustaba la idea, pero más aún el hecho de ser capaz de tener una relación física con él. Ser capaz de superar el pánico que le provocaba semejante idea.

Así que, de hecho, sí significaba que lo estaba usando y por los motivos equivocados.

Cerró los ojos, deseando no ser tan analítica. ¿Importaba por qué lo quería a su lado? ¿Importaban los motivos si al final acababan en la cama? Para la mayoría de los hombres, los motivos estarían al final de su lista. Querían sexo. Por lo menos la mayoría de los hombres del planeta. Eran las mujeres las que se ponían quisquillosas y analíticas por los motivos.

Jensen la deseaba y eso se lo había dejado claro. ¿Pero qué quería exactamente? ¿Cuánto? ¿Se contentaría con ese alivio físico? ¿Con sexo y ya está? ¿O tal vez querría más, algo que no pudiera darle?

La cabeza le daba vueltas y se estaba volviendo tarumba por una simple cita. Se había cambiado cuatro veces de ropa, y cada vez le parecía más descarada, como si buscara su aprobación. ¿Pero qué mujer no querría estar guapa para una cita? Sobre todo para un hombre como Jensen que desbordaba sensualidad solo con respirar.

Al final, se había decantado por unos vaqueros y una camiseta cómoda. Algo normal y no muy desesperado. Quería que pareciera como si estuviera cómoda con él, lo que no sería ninguna mentira porque se sentía así con él ahora, aunque no lo hiciera al principio. Sin embargo, todo eso cambió la noche que pasaron juntos.

La confianza, algo que no le daba a cualquiera, se forjó la noche que la tuvo abrazada durante sus pesadillas y le ofreció su calor. En parte, reconocía que este hombre no le haría daño. Su mente protestaba, acostumbrada al instinto de supervivencia. Su corazón, por otro lado, le había brindado rápidamente su confianza, de modo que le tocaba a su cerebro determinar si había perdido la poca cordura que le quedaba.

Sonó el timbre que la hizo entrar en acción. Se miró nerviosamente en el espejo por última vez, satisfecha por parecer… normal. Y entonces fue a abrir.

Jensen ocupó todo el umbral en cuanto abrió la puerta. Se le antojaba enorme: alto, musculoso y fuerte. Para su alivio, él también vestía de un modo informal. Llevaba unos vaqueros desgastados que se le pegaban al cuerpo; inmediatamente le dieron ganas de echarle un vistazo al culo para ver cómo le quedaban. Y se había puesto una camiseta que se le ceñía a los músculos del brazo y del pecho.

Si ya pensaba que estaba muy atractivo con traje, verlo con tejanos y camiseta era enloquecedor. ¿En serio estaba babeando por él? No se creía capaz de sentir atracción física por un hombre. Y ahí estaba ella, comiéndoselo con los ojos y teniendo pensamientos lascivos.

No sabía que podía sentir algo así.

En lugar de tener miedo, se vio embargada por una sensación desconocida de… optimismo. Le ofreció la mejor de sus sonrisas y le hizo un gesto para que entrara. Llevaba dos bolsas de la compra y una botella de vino debajo del brazo.

—Deja que te ayude —se ofreció ella.

—No. Lo dejaré en la cocina y me pondré manos a la obra. Eso sí, me encantaría que me hicieras compañía.

Kylie lo siguió y se sentó en uno de los taburetes altos mientras él sacaba las cosas de las bolsas.

—¿Qué tenemos en el menú? —preguntó algo tímidamente.

—Pollo a la australiana —contestó—. ¿Has oído hablar de él?

Ella negó con la cabeza.

—Entonces te llevarás una grata sorpresa. Básicamente, es pechuga de pollo al horno con una salsa de miel casera y con beicon, setas y queso. Nada puede fallar con esa combinación.

Contempló su hermosa sonrisa y la absorbió como el adicto que consigue su droga. Tenía ese efecto desconcertante sobre ella. Le preocupaba acabar demasiado dependiente de él, de necesitarlo demasiado. Nunca se había considerado una persona pegajosa, todo lo contrario. Evitaba las relaciones y cualquier vínculo con alguien que no fuera de su círculo inmediato de amigos. Pero empezaba a darse cuenta de lo dependiente que podría volverse de Jensen y eso la asustaba. No quería que nadie más salvo ella tuviera control sobre su felicidad.

¿Pero era realmente feliz?

Hasta ella se sabía la respuesta. No era infeliz, aunque tampoco era feliz. Simplemente… existía. Repetía las acciones y los movimientos. Era como si viviera con el piloto automático. ¿No era hora de que despertara y empezara a vivir? ¿A vivir de verdad?

—Pues suena delicioso —dijo con voz áspera.

Él volvió a sonreír y a ella se le cortó la respiración. Ay, Dios, estaba ahí como una boba, deseándolo. ¡Ella! Respiró hondo, saboreando la novedad de esas sobrecogedoras emociones. Emociones que había refrenado toda la vida. ¿Pero qué le pasaba? ¿Lo había estado esperando? ¿Era él quien lograría traspasar sus barreras y conseguir que superara sus miedos?

—¿Cómo fue la cena con Chessy? —preguntó mientras se preparaba para cocinar.

Jensen sirvió dos copas y le pasó una. Ella la cogió y se la acercó a los labios, inhalando el olor. Apenas bebía y cuando lo hacía era con sus amigos. El alcohol la incomodaba porque estaba demasiado familiarizada con su lado oscuro. Siempre que podía, evitaba a la gente que bebía demasiado.

—Fue bien —dijo después de darle un sorbito—. Está sola. Tate está demasiado ocupado con el trabajo.

Él levantó la vista y la miró con los ojos escrutadores.

—¿No es feliz?

Ella hizo una mueca. No tendría que haber dicho nada. Se sentía la peor amiga del mundo al traicionar la confianza de Chessy, pero algo en su expresión la pilló por sorpresa e hizo que se relajara. Sin embargo, parecía que se le desataba la lengua cerca de él y que le contaba cosas que nunca le diría a nadie.

—No voy a traicionar tu confianza, Kylie —dijo en voz baja—. Solo estamos hablando. Nada más. No tienes que preocuparte, no me meteré en la relación de nadie. Además, Tate y yo somos conocidos, solo nos unen las circunstancias más que una amistad real. Sin embargo, me caen bien él y Chessy y me sabe mal que sea infeliz.

—Soy yo la que la traiciona —murmuró ella—. Por algún motivo que desconozco, te estoy soltando todo esto.

—Eso no es malo —observó él, mirándola pensativamente. Si hubiera visto un destello de triunfo en sus ojos le hubiera molestado, pero solo era consideración—. Me gustaría que te sintieras capaz de contarme lo que fuera —prosiguió.

Ella suspiró.

—Tate está muy ocupado y Chessy se siente sola. Comprendo esa sensación, pero a diferencia de mí, ella no está acostumbrada. Es extrovertida y vital. Necesita estar rodeada de gente y necesita pasar más tiempo con Tate del que pasa ahora.

—¿Y él sabe cómo se siente? —preguntó—. Por lo que he observado las pocas veces que he estado con ellos, diría que el hombre besa el suelo por donde ella pisa. La mayoría de los hombres, al saber que su mujer es infeliz, removerían cielo y tierra para corregir el problema. Pero si no lo sabe…

—No lo sabe —dijo ella—. Ella no se lo ha dicho directamente, vaya. Está en una postura delicada porque cree que, de decirle que es infeliz, él sentiría que le ha fallado. Hace un tiempo comentamos que quizá le estaba siendo infiel, pero no quiso decírselo porque sabía que si le contaba esas dudas se abriría una brecha en su relación que sería difícil de salvar. No quería darle motivos para pensar que no confiaba en él. Solo quiero que sea feliz. Me duele verla tan triste. Me entran ganas de darle un pescozón a Tate y preguntarle si se da cuenta de lo que le está haciendo a su esposa.

Jensen hizo una mueca.

—Eso no parece una situación muy agradable. Estar preocupada y no poder contar sus miedos. Yo prefiero una comunicación más abierta. No querría que ninguna mujer tuviera miedo de contarme las cosas.

Había algo entre líneas que iba dirigido a ella. Lo sabía. No estaba hablando de Chessy y Tate. Hablaba de ellos dos. Le estaba diciendo que no tuviera miedo de contarle nada.

—Por algún motivo a mí no me pasa eso contigo —dijo, algo azorada—. De hecho, diría que me pasa lo contrario. Se ve que no puedo dejar de parlotear. No suelo ser tan chismosa.

—Entonces me lo tomaré como un cumplido —dijo él con una expresión sincera—. Me gusta la idea de que estás lo bastante cómoda conmigo para decir lo que piensas. Espero que eso sea el principio de la confianza entre los dos.

—Confío en ti —susurró ella—. No tengo idea de por qué. Dios sabe que no confío en nadie. Pero por algún motivo me siento a salvo contigo y eso me asusta un poco.

Él dejó de hacer lo que estaba haciendo, rodeó la barra y se acercó a ella. Le dio la vuelta al taburete hasta que la tuvo enfrente y le tomó la cara con ambas manos. Los ojos de ella brillaban intensos mientras la miraba. Pensó que iba a besarla y eso hizo, aunque no dónde ella esperaba.

Le acercó los labios a la frente y ella cerró los ojos de puro placer ante ese gesto tan sencillo.

—Estás a salvo conmigo, Kylie —dijo mientras se apartaba, pero sin dejar de tocarla.

Con el pulgar le rozó los labios, labios que ella creía que le besaría.

—Puede que no te creas otra cosa, pero créete esto. Estás absolutamente a salvo conmigo y no solo me refiero físicamente. Estás a salvo en todo porque pienso protegerte de cualquier cosa que pudiera hacerte daño.

—¿Por qué yo? —espetó—. No lo entiendo. Y no lo digo para que me halagues, Jensen. Es una pregunta sincera. No te hace falta buscar mucho para encontrar compañía femenina. Podrías tener a cualquier mujer que quisieras. ¿Por qué te intereso yo? ¿Tienes idea de en lo que te estás metiendo?

Su sonrisa era tan tierna que hizo que el corazón le diera un brinco y se acelerara.

—Sé exactamente en lo que me meto —murmuró—. Y en cuanto a por qué tú, no sabría responderte. Algunas cosas simplemente pasan. Y para mí, esa eres tú. Veo más allá de la imagen que transmites al mundo, veo a la mujer que hay debajo: esa es la que yo quiero.

—Somos muy distintos —añadió, inquieta—. Aunque tú eres igual de controlador que yo. No tengo ningún trastorno obsesivo-compulsivo, pero me gusta que las cosas estén de una determinada manera. Las necesito de cierta forma. Con dos controladores en una relación, esta está abocada al fracaso.

Él siguió sonriendo con una mirada cálida. No parecía desalentado por su preocupación.

—Te entiendo más de lo que crees —dijo en voz baja—. No soy una amenaza para ti. Por la mujer adecuada, no tengo ningún problema en renunciar al control. Lo que quiero no tiene nada que ver con la sumisión física.

Esas palabras la desconcertaron. Hablaba como si fuera un dominante igual que Dash y Tate. Y tal vez lo fuera, con lo que el interés que sentía por ella era más difícil aún de explicar.

—¿Eres dominante? —susurró—. No me lo respondiste cuando te pregunté hace unos días si eras como Tate y Dash. Me dijiste que tú eras tú, y no ellos, pero eso no era lo que quería saber. ¿Te gustan las mujeres sumisas? ¿Te gusta dominarlas?

—Prefiero a las sumisas, sí —contestó con tranquilidad—. Hasta que te conocí, diría que era el único tipo de relación que me satisfacía.

Se le aceleró el corazón, que le latía con fuerza en el pecho.

—Has dicho que lo que querías no tiene nada que ver con la sumisión física. ¿Eso qué quiere decir?

Le pasó la mano por el pelo y luego volvió a acariciarle el rostro.

—Quiere decir que nunca usaría los aspectos más físicos de la dominación y la sumisión contigo —contestó—. ¿Lo he hecho alguna vez? Sí, he estado en relaciones de dominación y sumisión con algunas mujeres donde he empleado los componentes físicos que a veces acompañan ese estilo de vida. Pero nunca te pediría algo que no puedas dar. Así pues, cuando digo que lo que quiero no tiene nada que ver con la sumisión física, lo que quiero en realidad es tu entrega emocional.

—No sé qué significa —dijo en voz baja—, pero da miedo. Tal vez mucho más que la entrega física.

Él asintió con solemnidad.

—Es mucho más fuerte. Una mujer puede dar su cuerpo, pero no compartir nunca su alma o corazón. Eso es una victoria bastante vacía. Sin embargo, una mujer que se entrega emocionalmente al hombre que tiene su bienestar en sus manos es algo valiosísimo. Y eso es lo que quiero de ti, Kylie. Tu entrega emocional. Tu confianza, tu corazón. Tu alma.

—Vaya —susurró ella—. Qué poco pides.

Él soltó una carcajada; un sonido que retumbaba desde su pecho. Entonces volvió a besarla en la frente.

—Ya llegarás ahí, cielo. Solo respira. No lo analices tanto. Respira, déjate llevar y solo piensa que estás conmigo.

Casi se cayó del taburete cuando la soltó para seguir cocinando. Tenía el pulso acelerado y estaba algo mareada. La embargaba una sensación de euforia que acabó con todas sus preocupaciones.

Tomó un reconfortante sorbo de vino e intentó que no se le notara lo nerviosa que estaba.

Al cabo de unos minutos, Jensen abrió el horno e introdujo la cazuela. Puso el temporizador y se dio la vuelta.

—Tomemos otra copita de vino en el salón mientras esperamos a que acabe de hacerse la cena.

Ella saltó del taburete con cuidado para no caer de cara. Se notaba algo tonta a su lado, como una adolescente que se pirra por el quarterback. Claro que, ¿qué sabía ella de esos sentimientos? Nunca los había experimentado antes porque no se lo había permitido.

Él la esperaba al final de la barra con la mano extendida. Sus dedos se entrelazaron; a Kylie le encantó la firmeza de su tacto. Entraron al salón y se detuvieron ahí con las manos aún entrelazadas.

Al rato, él levantó la mano para darle un beso en la cara interna de la muñeca y luego bajó las manos, todavía unidas.

—La cena estará lista en media hora. ¿Quieres que empecemos a ver la película ahora o nos esperamos y la vemos entera después de cenar?

—Podemos esperar —contestó ella con la voz entrecortada—. Nos sentamos un rato tranquilos y esperamos.

—Me parece bien —dijo él reposadamente.

La acompañó al sofá y al sentarse tiró suavemente de ella para que se sentara a su lado.

Estaba fuera de su elemento y lo sabía. No tenía ni idea de mantener conversaciones almibaradas. ¿Qué tenía que decir? ¿O se pasarían el rato mirándose en silencio?

Ella lo miró de reojo, en busca de alguna pista, pero parecía contento de estar simplemente a su lado en silencio. Pasaron unos minutos que se le antojaron interminables; cada segundo se volvía todo más incómodo.

—Quizá deberíamos esperar en la cocina —dijo ella a modo de evasiva, incómoda con el silencio que reinaba.

Él la miró con una mirada indescifrable. No era cálida como a las que estaba acostumbrada. Era escrutadora sin más. ¿Había metido la pata sin saberlo? Odiaba todo eso. Seguro que había reglas o algo así.

—Mira, eh, deberías saber que esto se me da fatal —dijo ella débilmente.

A él se le iluminó la mirada.

—Respira, Kylie. Como te he dicho antes, no pasa nada. Podemos volver a la cocina si vas a estar más cómoda. ¿Por qué no pones la mesa y yo le echo un vistazo al horno?

Aliviada por tener algo con lo que acabar con la incomodidad, se levantó y fue a la cocina. Jensen le puso una mano en el hombro para detenerla justo al llegar a la encimera.

—Relájate, ¿de acuerdo?

Su voz era amable y tan suave como su tacto. Dejó caer los hombros y se dio la vuelta.

—Lo siento —murmuró—. Ya te he dicho que esto se me da muy mal. No sé qué es lo que tengo que hacer. No suelo salir con nadie y no sé cómo funciona esto.

Él le puso otra mano en el hombro y la acercó para abrazarla. Acomodó su cabeza bajo la barbilla y se quedó un buen rato abrazándola. La desconcertaba que una cosa tan mundana como un abrazo de este hombre tuviera el poder de tranquilizarla.

—Funciona como nosotros queramos que funcione —le dijo con calma—. No tienes que cumplir ninguna expectativa, Kylie. Solo quiero pasar tiempo contigo, comer y disfrutar de tu compañía. Y ya está. Nada más.

Ella gimió.

—Soy idiota. Puedes decirlo.

Él se echó a reír y le dio una palmadita en el trasero.

—Ve a poner la mesa, anda, y deja que termine mi obra maestra.

Empezó a sacar platos y cubiertos, cogió otras copas de vino y puso la botella abierta encima de la mesa mientras Jensen sacaba la cazuela del horno.

Olía que era una maravilla y el queso deshecho formaba deliciosas burbujas encima del beicon y el pollo. Le rugió el estómago al ver cómo lo colocaba encima de la mesa.

—Tiene una pinta estupenda. ¿Hay algo que no sepas hacer? Eres como Superman o algo. Seguro que no hay nada que se te resista.

Él fingió pensar en lo que acababa de decirle y luego sonrió de oreja a oreja.

—Imagino que te tocará a ti encontrarme los fallos. Y créeme, la lista es larga, como ya habrás podido suponer durante este tiempo que nos conocemos.

Kylie se maravillaba por lo distinto que parecía con ella. Más relajado y no tan… reflexivo. Ya lo creía antes, pero ahora se había cerciorado. Era bueno para ella, sin duda. Demasiado, ¿quizá? Pensarlo la hacía sentir mejor.

—Creo que no empezamos con buen pie —reconoció ella con cierto pesar—. Debo reconocer que me equivocaba contigo. No eres tan ogro como pensaba.

Él arqueó una ceja mientras servía los platos.

—¿Tan ogro? ¿Aún hay sitio para algo de ogro según tu análisis?

Ella sonrió por el tono serio con el que se lo había preguntado.

—Eso está por ver, pero te concederé el beneficio de la duda.

—Vaya qué generosa es esta mujer para la que estoy cocinando.

Kylie sonrió aún más; la incomodidad de antes había desaparecido. Ya empezaba a parecer una cita de verdad. Dos personas flirteando y a punto de comenzar algo nuevo. Ay, madre, una relación, incluso.

Bueno, tenía que dejar de pensar en eso o le entraría otro ataque de pánico. Se centró en el plato que tenía delante y que olía increíblemente bien, y le metió mano con cuchillo y tenedor.

El primer bocado fue un placer para las papilas gustativas. Estaba condimentado a la perfección, estaba muy tierno, la mostaza casera de miel era maravillosa y ¿qué decir del beicon y el queso? Es bien sabido que ponerle beicon y queso a la comida es garantía de éxito.

—Esto está increíble —dijo al tiempo que tragaba el segundo bocado—. Un hombre con tu aspecto y que sabe cocinar… No concibo que todavía estés soltero.

Captó el rápido destello en sus ojos antes de que desapareciera. Ahí había habido algo. Una sombra. Un recuerdo. Un punto débil, seguro, a juzgar por ese brillo delator. Pero se esfumó casi de inmediato y lo reemplazó esa cálida sonrisa que tanto le gustaba.

—Quizá es que estoy esperando a la mujer adecuada para sentar la cabeza —repuso él con picardía—. Hay que ser quisquilloso cuando se trata de escoger a la persona con la que uno quiere pasar el resto de su vida.

—Qué gran verdad —murmuró—. No podría estar más de acuerdo. O, en mi caso, sería mejor decir que no tengo deseos de escoger a esa persona.

Él se la quedó mirando un momento y dejó de comer. Esa mirada intensa y penetrante le decía que estaba llegando a su corazón, como si pudiera leerle la mente y extraerle hasta el último secreto. Ese escrutinio la hacía sentir vulnerable y no le gustaba nada. Sobre todo porque le había reconocido lo segura que se sentía con él cerca.

—¿Entonces no quieres encontrar a tu hombre? Sentar la cabeza, tener una familia, enamorarte. Y no necesariamente en ese orden, eh. El amor suele llegar antes y luego el resto, pero los tiempos han cambiado. Esto de las relaciones ha perdido un poco el sentido.

—Parece que estemos en un talk show de esos —dijo con una mueca.

Él se rio.

—Y vuelves a evitar la pregunta. Siento ponerme tan filosófico, pero me fascinas y me he propuesto como objetivo conocerte. Saber qué te gusta, qué te hace feliz. O, mejor dicho, qué hace falta para que seas feliz.

Ella parpadeó, sorprendida.

—¿Y por qué te preocupa eso? Técnicamente es nuestra primera cita. No creo que pienses aún en todas esas cosas.

Jensen se encogió de hombros.

—Nunca se sabe cuándo aparecerá la mujer de tu vida. Hay que estar preparado. Además, como ya te he dicho, me fascinas. Eres una incógnita que aún no he logrado despejar.

Ella suspiró.

—No hace falta ser un genio para darse cuenta de que tengo más problemas que un libro de matemáticas. Ya conoces mi historia, o al menos los puntos principales. Los detalles sórdidos no hacen falta. Estoy segura de que entenderás por qué no tengo una cola de pretendientes y por qué no me como la cabeza por no haber encontrado a mi alma gemela a la tierna edad de veinticinco años. Supongo que si ocurre alguna vez, ya tendré tiempo para entenderlo todo. De momento me concentro en vivir. Sobrevivir. Ir día a día. Gracias a esto he podido llegar hasta aquí. Si algo no está roto, no lo toques.

—Tanto cinismo y pragmatismo en alguien tan joven es asombroso —observó—. Lo dices como si tal cosa, como si no te molestara, pero hay algo ahí… Tal vez, los demás no lo vean, pero yo sí. Quieres esas cosas, Kylie, solo que no has reunido el valor suficiente para ir a por ellas. Tampoco te reconoces a ti misma que tienes necesidades, como todo el mundo.

—¿Tienes una carrera en psicología o algo? —le preguntó con los ojos entrecerrados—. Porque te juro que ahora mismo pareces un loquero.

Él soltó una carcajada y levantó las manos como si se rindiera.

—No, no. Son observaciones de mi vida y de mis experiencias con la gente.

—Con las mujeres, querrás decir —murmuró.

—Eso también —dijo, sin inmutarse por su corrección.

—¿Y con cuántas has estado? —le espetó. Vaya, otra vez. Había vuelto a soltarle lo primero que se le había pasado por la cabeza y eso la hacía quedar como una arpía celosa. Para subsanar la metedura de pata, se apresuró a corregir la frase—. Me refiero a mujeres sumisas. ¿Todas tus relaciones han sido con el estilo de vida del dominante sumiso?

—No llevo la cuenta —dijo secamente—. Tampoco tantas como para necesitar un catálogo. Ya te he dicho alguna vez que no voy acostándome con la primera que se me pone a tiro ni me he tirado a mil. No soy tan cabrón. Ha habido sexo sin compromiso, sí. He tenido relaciones también. Más de cinco, pero menos de doce.

Ella parpadeó, asombrada.

—¿Y cuántos años tienes?

—Treinta y cinco. Pareces sorprendida. ¿Por qué?

Ella negó con la cabeza.

—La mayoría de solteros de treinta y cinco han estado con muchas más de doce. Me ha sorprendido, ya está. No te estoy juzgando ni criticando ni nada. Tenía curiosidad por tus parejas. Si te gusta salir con mujeres sumisas, ¿por qué terminaron esas relaciones?

—No eran mi media naranja —dijo sin más.

Esa respuesta la dejó perpleja.

—¿Y cómo lo sabrás cuando la encuentres?

Entonces él sonrió y su mirada volvió a adquirir ese calor característico; le infundía placer cada vez que la miraba así.

—Lo sabré.

Ella resopló con cierta exasperación. Este hombre la volvería loca. Más de lo que ya estaba. Era poco claro; sus palabras siempre iban cargadas de dobles sentidos. Como si se estuviera perdiendo alguna insinuación. Tal vez, fuera capaz de leer entre líneas, pero era demasiado cobarde para reconocerlo.

—¿Entonces crees en el amor y todo lo que conlleva? ¿Lo de la confianza, la fidelidad y la lealtad eterna?

—Pues claro. ¿Tú no?

Parecía verdaderamente confundido al oírla hablar de un tema tan importante con tanta despreocupación. Kylie suponía que era importante para las demás, pero no para ella. En su opinión, el amor era una palabra de cuatro letras y no necesariamente buena. Había visto las muchas manifestaciones del amor en su vida y no le convencía el concepto, ni aunque sus dos mejores amigas estuvieran tan felices que daban asco y enamoradas hasta las trancas de sus maridos. Veía la infelicidad de Chessy y sabía que el amor no era la panacea y que, de hecho, era una complicación. No era algo que quisiera sufrir.

Querer significaba renunciar a la parte esencial de sí misma: su confianza. Algo así no se daba a la ligera. Amar a alguien significaba volverse vulnerable. Era poner el bienestar de uno en manos de otro. Gracias, pero no. Había visto lo mal que lo pasó Joss cuando Dash y ella lo estaban pasando mal en su relación. Veía los estragos del amor en los ojos de Chessy. Había visto el dolor que causaba la palabreja. Amor.

Al darse cuenta de que Jensen esperaba una respuesta a su pregunta, negó con la cabeza.

—No digo que no crea en el amor. Está claro que Joss ama a Dash y a la inversa. Quería a Carson y Carson también la quiso. Y aunque sé que ahora Chessy es infeliz, soy consciente de que ama a Tate y que él la quiere a ella. Pero el amor es caótico y complicado. Parece mucho más fácil y seguro evitar ese tipo de implicación emocional.

—Eres una cínica de tomo y lomo —murmuró—. Hasta ahora no me había dado cuenta. Vas a ser un hueso duro de roer, cielo, pero estoy preparado. Nunca me he echado atrás y no pienso hacerlo ahora.

Ella lo miró con incredulidad. Lo que ella acababa de decirle había conseguido que salieran pitando los demás hombres con los que tenía la intención de salir. Pero a Jensen no le disuadían sus problemas. Al contrario, se le veía más dispuesto aún a romper ese muro que ella se había construido. Un muro que llevaba allí toda su vida adulta y gran parte de su infancia.

Había aprendido a una edad muy temprana a proteger su mente, su cordura. A bloquear el mundo que la rodeaba y permanecer en modo supervivencia. Hasta ahora le había ido bien, pero también le había impedido tener relaciones porque ¿quién quiere salir con semejante chiflada y aún menos comprometerse con ella?

Kylie bajó la vista al plato, sorprendida de verlo vacío, y luego miró a Jensen, que también se lo había comido todo. ¿Y ahora qué? Volvía a sentir la incomodidad de no saber qué pasaría a continuación.

La película. Había traído una película. El plan era cenar y ver una peli. Fácil. Podía con eso.

—¿Listo para la película? —preguntó, orgullosa de tomar la iniciativa—. Pondré los platos en el fregadero y los lavaré después. ¿Por qué no vas poniendo la peli y yo traigo unas copitas de vino? A menos que prefieras otra cosa…

—El vino va bien. Tu compañía es lo que prefiero. Todo lo demás es un extra.

Maldita sea. ¿Qué puede contestar una a eso? La seducía con sus palabras y esa sonrisa sincera, amable y capaz de derretir el más frío de los corazones, que tan a menudo le dedicaba. Ni siquiera había intentado meterse debajo de sus faldas, que ella misma se las estaba levantando ya.

Asqueada por sus hormonas desbocadas —¿por qué habían escogido ahora para asomar su fea cabecita?—, recogió los platos y les dio un agua antes de dejarlos en el fregadero para después.

Se tomó un ratito para recobrar la compostura y tranquilizarse un poco. Solo era una película. «Nena, por favor, controla esos nervios».

Sirvió dos copas de vino, aunque no tenía intención de beberse la suya. Ya había llegado a su límite y lo último que quería era tener la cabeza embotada. Jensen lo conseguía solo. No hacía falta alcohol, aunque el coraje que daban las bebidas espirituosas le resultaba tentador.

Cuando entró en el salón, Jensen estaba recostado en el sofá, tan cómodo como si estuviera en su casa. Tenía el mando a distancia en la mano y había pausado la película al principio. Ni siquiera sabía qué iban a ver. ¿Importaba? Dudaba de que recordara gran cosa después.

Él le tendió la mano, no por el vino, sino para cogérsela cuando dejara las copas en la mesita de centro. Ella dejó que sus dedos se entrelazaran con los suyos y la acomodara a su lado en el sofá.

—Muy bien. Mucho mejor —murmuró él—. Ahora, ya puede empezar la noche.

—¿Qué vamos a ver? —preguntó.

—Una peli de esas de apocalipsis zombi —dijo con una mueca—. En su momento, me pareció una buena idea. Tuve que ir con cuidado a la hora de elegir para que no te hicieras ninguna idea por la elección o de mis intenciones.

—¿Entonces debería preocuparme de que me muerdas y me infectes con una cepa virulenta de un virus letal? —preguntó con sequedad.

Él soltó una carcajada.

—Me gusta tu sentido del humor. Encaja bien con el mío. Aunque algunos dirían que ninguno de los dos tiene sentido del humor. Creo que nos complementamos bien.

Se le encendieron las mejillas porque no, nadie le había dicho que tuviera sentido del humor, fuera retorcido o no.

Jensen apoyó un brazo en el respaldo del sofá, una invitación para que se acercara más a él. Kylie dudó al principio, no quería que se le notaran las ganas, pero sin querer se sentía atraída por la calidez y la fuerza de su cuerpo.

Pronto estuvo acurrucada a su lado; él tenía un brazo encima de sus hombros y la acariciaba de tal forma que se le ponía la carne de gallina. Su tacto era puro fuego incluso a través de la ropa. Intentó centrarse en la película, pero la distraía lo cerca que estaban el uno del otro.

En un momento, ella se volvió para mirarle y lo sorprendió observándola con unos ojos brillantes, cálidos y tranquilizadores. Se acercó a él, sin darse cuenta siquiera de lo que hacía. Él hizo lo mismo y sus labios se rozaron.

Kylie notó como si le pasara la corriente. Se estremeció incontrolablemente y luego él intensificó el beso; le acarició los labios con la lengua.

Sabía al vino que acababan de beber. A vino y a algo distinto, algo embriagador, masculino. No lograba identificarlo pero le gustaba. Y mucho.

Suspiró mientras él la abrazaba y la hacía girar mejor para que la postura fuera más cómoda sin dejar de besarla. Su boca, hambrienta, la devoraba sin cesar.

Se perdió en una cascada de sensaciones que la abrumaba; era algo placentero, cálido y tranquilizador al mismo tiempo. Le dolían los pechos, apretados contra su torso. Se le endurecieron los pezones, que le sobresalían como si reclamaran su atención. Y su boca.

Estupefacta por haber tenido semejante pensamiento, se quedó inmóvil; el fuerte latido del corazón de Jensen le repiqueteaba en el pecho. Respiraba rápidamente; su aliento le acariciaba la boca y el rostro entero.

Entonces él la recostó en el sofá y se puso encima, ejerciendo cierta presión. Al momento entró en pánico; empezaban a resurgir los recuerdos oscuros de su pasado, abriéndose paso hasta el presente.

Perdió todo sentido y razón. Perdió la consciencia de quién era y con quién estaba. Lo único que sabía era que estaba en peligro inminente. Su fuerza la abrumaba. Se sentía indefensa, débil e incapaz de evitar lo que fuera que iba a hacerle.

La oscuridad la engulló, arrebatándole toda sensación de euforia y de seguridad. El pecho le prendió fuego mientras intentaba respirar desesperadamente, pero no encontraba aire. Quiso gritar pero tenía un nudo en la garganta. Quería rogarle que parara, que tuviera piedad, que no le hiciera daño.

Entonces, apareció su instinto de supervivencia y empezó a luchar. Enloqueció bajo su depredador; solo quería escapar del daño que iba a hacerle. Empezó a arañarle, a dar patadas y por fin consiguió recobrar el aliento y gritó.

La histeria se apoderó de ella. No era consciente de las manos que le sujetaban las muñecas para inmovilizarla y que no le hiciera daño a él o a sí misma. De la voz que la llamaba y que le decía que no pasaba nada, que todo iba bien.

A duras penas era consciente de esas cosas, le parecían muy lejanas. Solo pensaba en sobrevivir y en no volver a soportar lo que ya había tenido que soportar antes.

Las lágrimas le empapaban la cara. Fue consciente entonces de un lamento agudo. Dios, era ella quien profería ese ruido tan horrible. ¿Por qué no podía parar?

—¡Kylie! ¡Kylie! Escúchame. Soy yo, Jensen. Estás a salvo, cielo. Por favor, vuelve en ti. No te haré daño, nunca te haría daño.

El salón daba vueltas como si estuviera en un tiovivo. Tenía unas fuertes náuseas. Se incorporó de repente y notó que ya no tenía las muñecas inmovilizadas.

Luego, se hizo un ovillo para protegerse las partes más vulnerables: las costillas, el estómago, zonas en las que podría sufrir lesiones más fácilmente. Se notaba las mangas de la camisa mojadas y se dio cuenta de que estaba sollozando. Eran unos sollozos enormes y silenciosos que salían de lo más profundo de su ser.

A tientas, una mano le tocó el hombro y ella se dio la vuelta, decidida a protegerse de un posible ataque.

—Kylie, por favor, soy yo. Venga, mírame. Mírame.

El tono preocupado y suplicante de Jensen atravesó la neblina. El pánico se fue disipando y al final se quedó con una sensación de humillación y de desesperación miserables. Se sentía rota. Rota. Incapaz de arreglarse a sí misma. Nada volvería a estar bien. No para ella. Nunca.

Hundió el rostro entre sus brazos y se balanceó hacia delante y hacia atrás, demasiado avergonzada para mirarle siquiera. Pensaría que estaba muy loca. Lo sabía, mejor dicho.

—Vete, por favor —le rogó con la voz amortiguada por los brazos—. No puedo soportarlo. Lo siento. Vete, por favor. Lo siento.

—Joder, no lo sientas. No te disculpes por esto —le espetó él, furioso.

La rabia de su voz la hizo recelar de nuevo, pero se arriesgó a echarle un vistazo rápido para calibrar su humor y prepararse para la violencia que estaba a punto de llegar.

Sin embargo, él estaba sentado algo más lejos, casi como si quisiera poner una barrera entre ambos. Una barrera que ella misma había construido. Mierda, ¿cuándo dejaría de asustarse así? ¿Alguna vez tendría una vida normal? ¿Acaso era pedir demasiado?

Volvió a sollozar; las lágrimas se desbordaban y caían a mares por las mejillas.

—Dime qué puedo hacer para ayudarte, cielo —le imploró. Parecía desesperado y tan desolado como ella.

—No es culpa tuya —dijo ella entrecortadamente—. Soy yo. Lo siento, soy yo. Tú no has hecho nada malo.

—Claro que sí —le espetó—. Lo que he hecho ha sido una estupidez. Me he dejado llevar. Eso ha sido culpa mía y no tuya. Joder, Kylie, lo siento muchísimo.

Ella levantó la cabeza y empezó a sacudirla casi violentamente; las lágrimas seguían resbalándole por la cara.

—No —dijo casi sin aliento—. No es culpa tuya. Vete, por favor. Quiero estar sola.

Jensen parecía indeciso. Estaba claro que no quería dejarla en ese estado, pero tampoco quería que se alterara más.

—Estaré bien —dijo ella en un intento de tranquilizarlo—. Estaré bien. Vete. Lo he fastidiado todo.

—No quiero dejarte así —dijo con una voz cargada de rabia—. Yo te he hecho esto. Te he recordado a él y antes prefiero morir a hacer que te sientas así conmigo. No lo concibo.

Kylie agachó la cabeza, que apoyó en sus brazos otra vez; la tristeza la consumía. Jensen había sido amable y gentil con ella. Había sido muy comprensivo. Y ella se lo había pagado haciéndolo sentir como si fuera un capullo y un maltratador. Como si fuera su padre. Mierda, ¿por qué no podía controlar sus reacciones? ¿Por qué tenía que asustarse en cuanto las cosas pasaban a otro nivel?

—¿Kylie? —tanteó en un tono vacilante, inseguro.

No podía mirarlo. No, sabiendo lo que le había hecho sentir. Negó con la cabeza.

—Jensen, vete, por favor. —Las palabras salieron de sus labios con tristeza—. Eso es lo que puedes hacer por mí. Y, por favor, no te culpes por lo que ha pasado. No es por ti. Tú has sido amable y paciente conmigo. Me muero de vergüenza y solo quiero estar sola.

—Eso es lo último que necesitas —dijo él resoplando de la frustración.

Levantó la vista y lo vio pasándose una mano por el pelo, nervioso. Parecía indeciso, un estado que nunca asociaría con él. Era un hombre muy seguro de sí mismo.

—Por favor —susurró ella—. Vete. Estaré bien. Ya he lidiado con esto antes.

Esa frase aún lo cabreó más.

—No tienes por qué lidiar con esto sola. Pero si lo estoy empeorando, me iré. No es lo que quiero, pero, por ti, lo haré. Eso no quiere decir que me guste o que esté de acuerdo.

Con los ojos vidriosos, ella consiguió esbozar una sonrisa temblorosa.

Jensen dudó, como si no supiera si tocarla o limitarse a decirle adiós. Al final se levantó del sofá con la derrota escrita en la mirada. Le dolía haberle hecho eso, haberle hundido en su miseria.

Eso debería servirle de lección. Una muy dura, pero muy buena a la vez. No era capaz de mantener una relación normal y sana con nadie. Era idiota por haber soñado, aunque fuera un instante, que era posible.