Uno

Vaya careto llevas —dijo Jensen Tucker cortante en el umbral del despacho de Kylie Breckenridge.

Kylie le lanzó una mirada con la que hubiera fulminado a cualquier otro hombre, pero a Jensen le afectaba bien poco su frialdad. Fingía que no tenía ni idea de lo que la exasperaba tanto. Pero no, ella imaginaba que sabía muy bien lo mucho que la molestaba y que optaba por no hacerle caso. Era un hombre testarudo, insufrible y tremendamente controlador. Era precisamente la clase de tío que solía evitar a toda costa.

Solo que era su jefe. Eso le hizo torcer el gesto aún más. Carson había sido su jefe; él y Dash. Cuando su hermano murió hacía ya tres años, Dash pasó a ser su único jefe y para ella ya era suficiente.

Jensen, el nuevo socio, debería contratar a su asistente personal de una vez por todas, pero no, se contentaba con cargarle todo el trabajo a ella, y cabrearla a la vez.

—Vaya, gracias —dijo ella en un tono que hacía juego con la mirada asesina—. Me alegra saber que he pasado el proceso de selección para trabajar aquí.

Jensen entró en su despacho sin que le invitara a pasar. Claro que nunca hubiera entrado si esperara que le diera permiso. Ella ya le había dejado muy claro que no lo quería cerca. Otra cosa que él optaba por ignorar.

Se sentó en una de las sillas frente a su mesa y Kylie tomó nota mental para deshacerse de ellas. No le hacían falta. Jensen y Dash eran los que se reunían con los clientes. En realidad no hacía falta que nadie entrara en su despacho. Hacía su trabajo tranquila y eficientemente, y nunca quería llamar la atención. Por algún motivo que desconocía, Jensen parecía decidido a invadir su espacio personal. Algo que la frustraba cada vez más desde que el nuevo socio entrara a trabajar en la consultoría unas semanas atrás.

—No duermes —le dijo con el mismo tono sincero con el que le había dicho que tenía mala cara.

La miraba intensamente mientras repasaba sus facciones y sabía qué veía. Lo que ella misma veía en el espejo cada mañana: una mirada atormentada por los fantasmas del pasado y unas ojeras que parecían marcadas para siempre. Sabía qué aspecto tenía. No hacía falta que viniera ningún gilipollas a recordárselo.

—No era consciente de que mi aspecto o mis hábitos de sueño interfiriesen con mis obligaciones laborales.

Jensen hizo caso omiso de su sarcasmo básicamente porque pasaba de todo en general. No le había visto expresar ningún tipo de emoción ni una sola vez. No se alteraba ni se enfadaba, pero tampoco le había visto contento o animado por nada. Solo tenía esa mirada escrutadora que lo veía todo. Era como si le quitara capas de piel… y de la mente. Le molestaba muchísimo. Se sentía vigilada, como si la mirase con lupa. No le extrañaría que supiera incluso cuántas veces iba al servicio.

Nunca se le escapaba nada. Era un hombre callado y observador. Se limitaba a estudiar a los demás. Para su trabajo era ideal, pero a ella la ponía de los nervios. Ya podría dejar esos escrutinios para los asuntos de consultoría en los que trabajaban Dash y él. Esas empresas necesitaban su mirada sagaz e imparcial; ella ni la necesitaba ni la quería.

—Haces un trabajo estupendo, Kylie. Creo que nunca te he dado motivos para que dudes de lo mucho que confío en tus habilidades. De no ser así, discúlpame. No sé qué haríamos Dash y yo sin ti.

Ella parpadeó, sorprendida por la gratuidad de su cumplido. Muy a su pesar, se ruborizó y empezó a notar calor en las mejillas. No quería que se diera cuenta de lo mucho que le agradaba el halago que acababa de hacerle.

—¿Cuándo ha sido la última vez que has dormido? —le preguntó con énfasis y sin dejar de mirarla atentamente.

—Anoche —respondió ella en voz baja—, como cada noche.

—Y una mierda.

Puso los ojos como platos al oírle tan tajante.

—Me sorprendería que durmieras un par de horas seguidas. ¿Por qué no te tomas unos días libres? Vete a algún sitio. Relájate. Tómate unas vacaciones. Dash me dijo que no te habías tomado ni un solo día de fiesta. Bueno, solo cuando murió Carson.

Kylie se encogió de pena, incapaz de controlar el dolor que le perforaba el pecho.

—Puedes decirlo —prosiguió Jensen en un tono casi brutal—. Está muerto, Kylie. Joss ha seguido adelante. ¿Por qué no puedes hacer tú lo mismo?

Ella golpeó la mesa con ambas manos y se incorporó, fulminándolo con la mirada, pero sin moverse ni un ápice.

—Era mi familia —le espetó—. Era la única familia. Lo único que me quedaba en el mundo. Era el único que me quería, que me protegía, y ahora ya no está.

—Bueno, por fin muestras algo de emoción, Kylie, aunque sea echando humo. Al menos no te comportas como un dichoso robot con el piloto automático puesto. ¿Tanto te cuesta ser humana como los demás? Estas cosas pasan. Tienes que afrontarlas, recoger las piezas y seguir adelante, como todo el mundo. No eres especial. No eres la única con un pasado de mierda que ha perdido a un ser querido.

La rabia le nublaba la vista; empezaba a ver el despacho borroso. La ira le endurecía las facciones y por un momento se quedó paralizada, incapaz de hablar por el nudo que tenía en la garganta.

—¿Cómo te atreves? —le increpó—. ¿Quién narices te crees que eres para juzgarme? No sabes una mierda de mí. Sal de mi despacho ahora mismo y no vuelvas. Si quieres o necesitas lo que sea, me envías un correo electrónico, me llamas o me envías un mensaje, pero no vuelvas a entrar.

Él no reaccionó al rapapolvo. Para su asombro, una ligera sonrisa se asomó a sus labios.

—Sé mucho más de ti de lo que te crees, pero tienes razón: no lo sé todo. Sin embargo, pienso ponerle remedio ahora mismo. Tú y yo trabajaremos codo con codo durante las próximas semanas porque Dash y Joss se van de luna de miel. Queremos firmar un contrato con Simpson & Gerrick Oil y es un buen pellizco. Están recortando la plantilla y quieren deshacerse de lo superfluo. Librarse de los trabajadores improductivos y reorganizar las tareas: decidir quién se va y quién se queda. Y eso recaerá en ti y en mí.

Kylie puso los ojos como platos.

—No tengo experiencia en estas cuestiones. Lo mío es un trabajo de fondo, Jensen, ya lo sabes. Yo llevo los temas de oficina; Dash y tú sois los asesinos despiadados.

—¿Y no te ves con el valor suficiente?

Ella se ruborizó. Reconocer sus puntos débiles no estaba en su lista de cosas que quería revelar.

—Vas de borde. Eres de trato áspero, hasta con la gente que te quiere. Me pregunto por qué puede ser. ¿Tanto miedo tienes de amar a alguien, de acercarte a esa persona y perderla igual que a Carson? Porque a mí no me engañas, Kylie. No me engañas lo más mínimo. Debajo de ese exterior de piedra hay una mujer vulnerable y de gran corazón, y esa mujer es la que quiero descubrir. Y lo haré. Quien avisa no es traidor, cariño. Tú y yo nos vamos a ver muchísimo más, así que ya puedes ir acostumbrándote.

—Vete —dijo ella apretando los dientes—. No tengo por qué aguantar esto en mi propio despacho.

Él se encogió de hombros.

—Da igual dónde te lo diga porque la cosa no va a cambiar. Tú y yo, juntos. Siempre lucho por lo que quiero y nunca fallo. Nunca.

Ella resopló; notaba cómo le subía la tensión y se le cortaba la respiración. Sus palabras la aterraban, pero, al mismo tiempo, captaba algo en ellas que le aceleraba el pulso.

Jensen Tucker era todo lo que no quería en un hombre, aunque tampoco quería ninguno ni regalado. Y aún menos un macho alfa, dominante y autoritario. No estaba dispuesta a volver a adoptar una postura de vulnerabilidad y estaba claro que con Jensen sería vulnerable. Joder, si hasta se la comería viva. La masticaría y la escupiría en cuestión de segundos.

—No te hagas ilusiones —dijo ella en un tono cortante—. No pasará en la vida. Y como vuelvas a insinuármelo siquiera te vas a llevar tal denuncia por acoso que ni te la esperas.

Él sonrió y la dejó patidifusa. Se la quedó mirando de forma inexpresiva, repasándola de arriba abajo como si quisiera darle la sensación de que la desnudaba con la mirada.

—Mira, tienes que saber algo más de mí, cariño. Me encantan los retos. Decirme que no es como ondear un capote rojo delante de un toro cabreado.

—No me llames cariño. Eso resérvatelo para una mujer a quien le importe, porque a mí me importa una mierda.

Él sonrió aún más y juró que era la primera vez que le veía reír de verdad. Siempre estaba muy callado y taciturno. No fruncía el ceño, pero tampoco solía sonreír. Llevaba una especie de expresión inescrutable que la ponía de los nervios porque no sabía en qué puñetas estaba pensando.

No obstante, tenía la impresión de que había estado pensando en ella. Y mucho, además.

Repasó mentalmente la colección entera de insultos que tenía en su acervo y le añadió unos cuantos más por si acaso.

—Te lo dejaré clarito ya que te gustan los retos. Yo no soy ningún reto, Jensen. Nunca lo seré porque no tienes ninguna posibilidad conmigo. Además, estás loco. ¿Qué vería un hombre como tú en una chica como yo? Según tú, tengo miedo hasta de mi sombra. Al parecer también soy tímida, tengo un aspecto horrible y tengo más problemas que un libro de matemáticas.

Él se incorporó, haciendo caso omiso de su arrebato, lo que aún la cabreaba más. Jensen ni se inmutó ante sus comentarios. Entonces se apoyó en su mesa hasta que quedaron cara a cara, casi nariz con nariz. Para su sorpresa, él le acarició ligeramente las ojeras oscuras.

—Necesitas ayuda, Kylie —dijo en voz baja—. Ve a un médico y que te dé algo que te ayude a dormir. Consulta a un loquero si hace falta, pero no puedes seguir así. Tarde o temprano te vendrás abajo. Y entonces te desmoronarás y estallarás. Si no quieres hacerlo por ti, hazlo por las personas que te quieren y que están preocupadas por ti.

Y antes de que tuviera tiempo para responder a esa tontería, él se dio la vuelta, salió del despacho y cerró la puerta.

Ella se recostó en la silla y hundió la cara entre las manos; de repente se sentía tan cansada que ni siquiera lograba sostener la cabeza.

Tenía razón. Eso la cabreaba aún más. Estaba pisando una línea muy difusa entre la locura y la cordura. No dormía bien porque las pesadillas la despertaban cada dos por tres. Pesadillas del pasado. Los demonios de su pasado que seguían controlando su presente.

Pero de ahí a ir al loquero o pedirle pastillas al médico iba un trecho. Eso sería como admitir la derrota y ella no era ninguna rajada. No, ella no era así. Había sobrevivido a un infierno y ya lo había superado. O tal vez no.

Tal vez seguía siendo igual de prisionera que de niña. Los abusos sexuales de su padre estaban demasiado frescos porque no podía olvidarlos. No podía superar algo así. No podía hacer las paces con su pasado.

Cerró los ojos cuando notó que la invadía otra oleada de fatiga. Dormir. Necesitaba una sola noche sin las pesadillas que la acosaban. Quizá podría pararse en una farmacia de camino a casa por si tuvieran algo para dormir sin necesidad de receta. Así no tendría que pasar la vergüenza de ir al médico o aún menos, al loquero, donde tendría que tumbarse en un diván y desnudar el alma.

Que no. Se moriría antes de dejar que nadie conociera su vergüenza y su tormento.

¿Qué tenía esa mujer que lo llevaba al borde de la locura? Jensen volvía a su despacho, absorto en sus pensamientos. Tenía una montaña de papeles en la mesa, contratos que revisar y firmar, en el caso de que no hicieran falta cambios. En las próximas dos semanas, estaría al timón de la empresa mientras Dash se llevaba a Joss de luna de miel.

Dash era tan feliz que daba asco. Ahora que había enmendado esa cagada de proporciones épicas, claro. Joss era una buena mujer. La mejor. Era un cabrón con suerte por haber conseguido ganarse su corazón. Era una mujer hermosa y sumisa que hacía siempre lo que él quería. Su confianza, su amor y su entrega incondicional.

Dicho de otro modo, todo lo contrario que la mujer que habitaba en su pensamiento últimamente.

Kylie Breckenridge era muy borde, pero cada vez que lo fulminaba con la mirada, se le ponía dura como una piedra. La deseaba tanto que se le cortaba la respiración a su lado. Eso lo cabreaba.

Esa mujer era terreno vedado, la antítesis perfecta de las mujeres con las que le gustaba follar. Y sí, decía «follar» porque era exactamente eso. Nunca abría su corazón. Su necesidad de control descartaba cualquier noción de amor o cariño.

Tampoco es que fuera un cabronazo con las mujeres a las que dominaba. Se aseguraba de que se sintieran protegidas, cuidadas y que quedaran sexualmente satisfechas.

¿Pero Kylie?

Joder. Lo último que esa mujer necesitaba era un macho alfa dominante, si es que necesitaba un hombre, claro estaba. No podía culparla. Dash le había contado la dura infancia que había tenido. Le enfurecía que hubieran abusado tanto de ella, que la hubiera humillado la única persona en su vida en la que debería haber podido confiar su protección: su padre.

Pero cuando la miraba, veía más allá de esa fachada y reparaba en algo que le ablandaba el corazón de tal forma que hasta le dolía. Le entraban ganas de abrazarla, quererla y enseñarle cómo podría ser su vida con un hombre que siempre tuviera presentes sus intereses. Un hombre que se preocupara por ella.

Pero ¿así era? Esa era la pregunta del millón. Se preocupaba, sí, ¿pero cuánto? ¿Acaso era —como él mismo había dicho antes— un simple reto, algo que conseguir antes de pasar a otra cosa? Le encantaban los retos. Eso era lo que le había ayudado a alcanzar el éxito a una edad tan temprana. Así pues, ¿cuánto se preocupaba por Kylie Breckenridge? No era una mujer con la que jugar. Ya albergaba dolor suficiente para dos vidas y tenía muy claro que no quería ser otro hombre que la destrozara.

No se engañaba pensando que podía «arreglarla». Nadie podía conseguirlo salvo ella. Sin embargo, tenía que quererlo y de momento no daba señales de hacerlo ella misma, con lo que aún le entraban más ganas de pasar a la acción y empujarla un poco.

Las ganas de dominarla eran abrumadoras. Le latían como si fueran el pulso mismo de solo pensarlo, aunque sabía que Kylie no era una mujer que dominar. No era de las que se entregarían. Nunca. Físicamente no, al menos. No obstante, la dominación iba mucho más allá de toda la pompa que acompañaba una relación así. La entrega emocional era mucho más fuerte, y, tal vez era lo que anhelaba cuando miraba a esos ojos apesadumbrados.

Ella necesitaba un hombre que la amara, que la protegiera de cualquier daño, que le diera abrigo, un lugar donde refugiarse del resto del mundo. Necesitaba un hombre al que acudir, alguien a quien confiarle su protección ante cualquier amenaza. Una amenaza no solo física sino emocional, porque esta última era muchísimo peor que la física.

Era infinitamente frágil. Muy vulnerable. La observaba, la miraba mucho, y cuando creía que nadie la veía, perdía esa fachada de frialdad y salía esa muchacha asustada que se escondía tras ese férreo exterior.

Era muy compleja, como un misterio que él estaba dispuesto a resolver. Pero ¿cómo?

Su modus operandi no funcionaría con ella. No podía acercarse, tomar el control y dictarle las normas según las cuales todo tenía que ir. Ya había tratado de hacer precisamente eso hacía unos minutos y había sido como rebotar contra una pared.

Le cortaría los testículos con un cuchillo oxidado si volvía a presionarla de ese modo y, bueno, tampoco podía culparla.

Ella no tenía ningún motivo para confiar en él, pero ardía en deseos de ver el otro lado de las barreras que ella había erigido con tanto esmero. Solo era con los más cercanos a ella con los que bajaba la guardia y podía atisbar a la auténtica Kylie.

Suave. Dulce. Tremendamente leal y protectora con sus seres queridos.

Él quería enseñarle que no todos los hombres eran unos cabronazos de mierda. Quería demostrarle que la dominación no equivalía a dolor o a humillación; que la dominación era algo más. Que la entrega emocional era la más fuerte de todas, pero que también volvía vulnerables a las personas. Y eso la aterraría tanto como los aspectos más físicos de la dominación y la sumisión.

Con esta mujer tenía que ir con pies de plomo. Su forma de acercamiento habitual no le servía y tendría que sacarse algo nuevo de la manga. Como ya había dicho, era un reto. Un desafío que estaba dispuesto a superar. No se le había ocurrido el cómo. Todavía. Pero no era ningún rajado. Lo decía muy en serio cuando le había contado que siempre iba a por lo que quería y nunca fracasaba. Nunca.

Siempre había una primera vez para todo, o eso rezaba el dicho. No iba a permitir que su primer fracaso fuera Kylie Breckenridge.