Sorpresa

—¡Ah, no! ¡Eso no, de ninguna manera! —sacudí la cabeza furiosamente y después lancé una mirada a la sonrisita de suficiencia que mostraba el rostro de mi marido de diecisiete años—. Eso no cuenta. Hace tres días que dejé de cumplir años y tendré dieciocho para siempre.

—Sea como sea —replicó Alice, despreciando mi protesta con un rápido encogimiento de hombros—, vamos a celebrarlo, ¿queda claro?

Suspiré. Rara vez tenía sentido discutir con Alice, cuya sonrisa se agrandó hasta un punto rayano en lo imposible cuando leyó la rendición en mis ojos.

—¿Estás preparada para abrir tu regalo? —canturreó ella.

—Regalos —la corrigió Edward, y sacó otra llave de su bolsillo, más larga y plateada, con un lazo azul menos aparatoso.

Luché por evitar el poner los ojos en blanco. Supe enseguida que ésa debía de ser la llave de mi coche de «después». Me pregunté si tendría que sentirme excitada, porque no parecía que la conversión a vampiro me hubiera suscitado ningún interés repentino por los coches deportivos.

—El mío primero —dijo Alice, y le sacó la lengua, previendo su respuesta—. El mío está más cerca.

—Pero mira cómo va vestida —las palabras de Alice sonaron casi como un gemido—. Estoy sufriendo desde que la vi por la mañana. Está claro que la mía es una cuestión prioritaria.

Alcé las cejas mientras me preguntaba cómo una llave podía proporcionarme ropa nueva. ¿Es que me había comprado un baúl lleno?

—Ya sé qué vamos a hacer… nos lo jugaremos —sugirió Alice—, a piedra, papel o tijeras.

Jasper se echó a reír entre dientes y Edward suspiró.

—¿Por qué no nos dices simplemente quién va a ganar? —inquirió él con ironía.

Alice mostró una sonrisa deslumbrante.

—Yo. Estupendo.

—De todas formas, será mejor que yo espere a mañana —convino Edward, que primero me dedicó una sonrisa esquinada y después asintió hacia Jacob y Seth, que parecía como si se fueran a quedar esa noche a dormir; me pregunté cuánto tiempo llevarían en pie esta vez—. Creo que sería mucho más divertido si Jacob estuviera despierto cuando se produzca la gran revelación, ¿no crees? Quizás así haya alguien que muestre el nivel adecuado de entusiasmo.

Le devolví la sonrisa. Qué bien me conocía.

—Hala —canturreó Alice—. Bella, deja que Rosalie coja a Ness… a Renesmee.

—¿Dónde suele dormir?

Alice se encogió de hombros.

—En los brazos de Rose, en los de Jacob o en los de Esme. Ya te puedes hacer una idea. No creo que se haya acostado en toda su vida. Se va a convertir en la semivampira más malcriada de la historia.

Edward se echó a reír mientras Rosalie cogía a Renesmee con un gesto experto.

—También es la menos mimada de todas las semivampiras del mundo —replicó Rosalie—. Eso es lo bueno de ser única en su especie.

Luego, me dedicó una gran sonrisa. Ese gesto me confirmó que todavía perduraba la camaradería establecida entre nosotras. Había estado completamente segura de que sólo el tiempo en que la vida de Renesmee hubiera dependido de mí, pero quizás habíamos luchado tanto tiempo en el mismo bando que ahora podríamos ser amigas para siempre. Al final, yo había hecho la misma elección que ella si hubiera estado en mi lugar, y eso parecía haber borrado todo su resentimiento por cualquiera de las otras decisiones que yo pudiera haber tomado en el pasado.

Alice puso la emperifollada llave en mi mano y me tomó del codo, empujándome hacia la puerta trasera.

—Vamos, vamos —gorjeó.

—¿Está fuera?

—Algo así —replicó Alice, empujándome hacia el exterior.

—Disfruta de tu regalo —me dijo Rosalie—. Es de todos nosotros, de Esme especialmente.

—¿No venís ninguno conmigo? —me di cuenta de que nadie se había movido.

—Te daremos la ocasión de que lo disfrutes a solas —replicó Rosalie—. Ya nos dirás qué te parece… más tarde.

Emmett soltó una gran risotada. Algo en su risa me hizo sentir el deseo de ruborizarme, aunque no estaba segura del porqué.

Me percaté del sinnúmero de cosas que no habían cambiado ni un ápice, como la profunda aversión a las sorpresas y el disgusto por los regalos en general. Era un alivio y una revelación descubrir cuántos de mis rasgos esenciales habían permanecido conmigo en este cuerpo nuevo.

Continuaba siendo yo misma, algo que no había esperado. Sonreí con verdadera alegría. Alice me empujó el codo, y no pude dejar de sonreír mientras la seguía a través de la noche de color púrpura. Sólo Edward nos acompañaba.

—Ése es el entusiasmo que buscaba —murmuró Alice con aprobación. Entonces soltó mi brazo, dio dos ágiles saltos y aterrizó al otro lado del río—. Venga, Bella —me llamó desde la orilla opuesta.

Edward saltó a la vez que yo, y fue tan divertido como por la tarde. Quizás un poco más, porque la noche transformaba todo, aplicándole nuevos y ricos colores.

Alice salió disparada en dirección norte, y la seguimos. Era más fácil guiarse por el susurro del roce de sus pasos contra el suelo y por el camino que dejaba su fresco aroma que por el atisbo de su silueta entre la densa vegetación.

Ante algo que no pude ver, se dio la vuelta y salió disparada hacia donde me había detenido.

—No me ataques —me previno y saltó sobre mí.

—¿Qué estás haciendo? —le exigí, encogiéndome cuando saltó sobre mi espalda y me puso las manos sobre los ojos. Sentí la necesidad de sacudírmela de encima, pero la controlé.

—Asegurándome de que no puedes ver nada.

—Puedo ocuparme de esto sin tanto teatro —ofreció Edward.

—Tú la dejarías hacer trampas. Cógela de la mano y condúcela hacia delante.

—Alice, yo…

—No fastidies, Bella. Vamos a hacer esto a mi manera.

Sentí cómo los dedos de Edward se entrelazaban con los míos.

—Son sólo unos segundos más, Bella. Después, se largará a maltratar a otro.

Me empujó hacia delante y yo me dejé llevar sin resistencia. No me daba miedo darme un golpe contra un árbol, ya que, en ese caso, sería el árbol quien sufriría las consecuencias.

—Podías ser un poco más agradecido —le recriminó ella—. Al fin y al cabo es tanto para ti como para ella.

—Eso es cierto. Gracias de nuevo, Alice.

—Vale, vale, está bien —la voz de Alice repentinamente se alzó llena de emoción—. Detente aquí. Vuélvela un poco hacia la derecha. Sí, vale, así. Estupendo, ¿estás preparada? —chilló.

—Sí, lo estoy —se percibían en aquel lugar nuevos olores que despertaron mi interés y aumentaron mi curiosidad. No eran aromas propios de lo más profundo de un bosque.

Madreselva, humo, rosas y… ¿serrín? También algo metálico. La riqueza del olor de la tierra fértil, recién cavada y expuesta al aire. Me incliné hacia el misterio.

Alice saltó bajándose de mi espalda, y me apartó las manos de los ojos. Miré fijo hacia la oscuridad violácea. Allí, acurrucada en un pequeño claro del bosque, había una casita de campo hecha de piedra gris lavanda que refulgía a la luz de las estrellas.

El chalé pertenecía a aquel lugar; tanto era así que parecía como si hubiera surgido de la misma roca, como si fuese una formación natural. La madreselva cubría una de las paredes, una celosía subiendo hasta llegar a cubrir las gruesas tejas de madera. Unas rosas tardías de verano florecían en un jardín del tamaño de un pañuelo bajo las oscuras ventanas profundamente incrustadas en la pared. Había un caminito de piedras planas que refulgían en la noche con un reflejo de color amatista. Conducía a la pintoresca puerta de madera en forma de arco.

Cerré la mano en torno a la llave que sostenía, sorprendida.

—¿Qué te parece? —inquirió Alice con una voz suave que encajaba a la perfección con la inigualable serenidad de la escena, como la de un cuento infantil. Abrí la boca, pero no fui capaz de articular palabra.

—Esme pensó que nos gustaría tener un lugar para nosotros solos durante un tiempo, pero no quería que nos fuéramos demasiado lejos —murmuró Edward—. Y ya sabes que le encanta tener cualquier excusa para renovar cosas. Este sitio, tan pequeño, llevaba casi un siglo cayéndose a pedazos.

Continué con la mirada fija, con la boca abierta como si fuera un pez.

—¿Te gusta? —la expresión del rostro de Alice se vino abajo—. Quiero decir que, si quieres, podemos arreglarla de otra manera completamente distinta. Emmett quería que le añadiéramos unos cientos de metros, con un segundo piso, columnas y una torre, pero Esme pensó que la casa te gustaría más si mantenía el mismo aspecto que se suponía debía tener —empezó a alzar la voz y a acelerarse—. Si estaba equivocada, podemos ponernos otra vez manos a la obra, no creo que nos llevara mucho…

—¡Chist! —conseguí exclamar por fin.

Ella apretó los labios y esperó. Me llevó varios segundos recobrarme.

—¿Me estás regalando una casa por mi cumpleaños? —susurré.

—Todos nosotros —me corrigió Edward—. Y no es más que una cabaña. Creo que la palabra «casa» implica algo más de espacio.

—No te metas con mi casa —le susurré.

La sonrisa de Alice relumbró.

—Te gusta.

Sacudí la cabeza.

—¿Te encanta?

Asentí.

—¡No puedo esperar a contárselo a Esme!

—¿Por qué no ha venido ella?

La sonrisa de Alice se desvaneció un poco, torciéndose de un modo que expresaba que mi pregunta era difícil de contestar.

—Bueno, ya sabes… Todos se acuerdan de cómo eres con los regalos. No querían presionarte mucho para que dijeras que te gustaba.

—Pero si me encanta de verdad. ¿Cómo podría no gustarme?

—A ellos sí que les va a gustar —me dio unas palmaditas en el brazo—. De cualquier modo tienes el armario hasta arriba. Úsalo con cabeza, y… creo que esto es todo.

—¿No vas a entrar?

Ella dio un par de zancadas hacia atrás como si lo hiciera de forma casual.

—Edward conoce bien todo esto. Ya me pasaré… más tarde. Llámame si no sabes cómo conjuntar la ropa —me arrojó una mirada dubitativa y después sonrió—. Jazz quiere ir de caza. Nos vemos.

Salió disparada entre los árboles como una grácil bala.

—Qué extraño —comenté en cuanto se hubo desvanecido del todo el sonido de su carrera—. ¿De verdad soy tan mala? No tendrían que haberse quedado atrás. Ahora me siento culpable. Ni siquiera le he dado las gracias de forma adecuada. Vamos a volver, a decirle a Esme…

—Bella, no seas tonta. Nadie piensa que seas tan irrazonable.

—Entonces, qué…

—Su otro regalo es que podamos tener un poco de tiempo para nosotros solos. Alice intentaba sugerirlo de forma sutil.

—Ah.

Eso fue todo lo que hizo falta para que desapareciera la casa. Podríamos haber estado en cualquier otro lugar. No veía ya ni los árboles ni las piedras ni las estrellas. Sólo a Edward.

—Déjame que te enseñe lo que han hecho —me instó, tirándome de la mano.

¿Acaso no se daba cuenta del modo en que una corriente eléctrica parecía recorrer mi cuerpo como si tuviera la sangre llena de adrenalina?

Una vez más sentí que había perdido el equilibrio, y esperé a que mi cuerpo reaccionara de un modo que ya era imposible. En circunstancias normales, mi corazón estaría ahora atronándonos de forma ensordecedora, como si fuera una máquina de vapor a punto de atropellarnos. Y mis mejillas se habrían puesto de un brillante color rojo.

Por otro lado, tendría que haberme sentido agotada. Ése había sido el día más largo de mi vida. Me eché a reír, apenas una pequeña y suave risita de asombro, cuando me di cuenta de que ese día no terminaría nunca.

—¿Qué tal si me cuentas el chiste?

—No es muy bueno que digamos —repliqué, mientras él me conducía hasta la pequeña puerta en arco—. Simplemente estaba pensando que hoy es el primer y último día de la eternidad. Me resulta muy difícil asumir esa idea, incluso con todo el espacio extra que hay en mi mente —me eché a reír de nuevo.

Él también coreó mis risas. Luego, con un gesto de invitación, tendió la mano hacia el picaporte para que yo hiciera los honores de entrar la primera. Metí la llave en la cerradura y le di la vuelta.

—Te lo estás tomando todo con tanta naturalidad, Bella, que a veces se me olvida lo nuevo que debe de resultar todo esto para ti. Me gustaría poder oírlo —se inclinó y me cogió en brazos tan rápido que apenas lo vi venir… y mira que eso era difícil.

—¡Eh!

—Los umbrales son parte de mi trabajo —me recordó—. Tengo curiosidad. Dime qué te ronda por la cabeza en estos momentos.

Abrió la puerta, que chirrió de forma casi inaudible, y dio un paso hacia el interior del pequeño salón de piedra.

—Pues le estoy dando vueltas a todo —contesté—, ya sabes, y todo a la vez. A las cosas buenas, a las preocupantes, a las que son nuevas… y al modo en el que he ido acumulando superlativos en la cabeza. Justo en estos momentos estaba pensando que Esme es una artista, ¡todo ha quedado tan perfecto…!

El salón de la cabaña parecía sacado de un cuento de hadas. El suelo era un desigual edredón de suaves piedras planas. El techo bajo exponía las vigas de modo que alguien tan alto como Jacob seguramente se hubiera dado un golpe. Las paredes eran de cálida madera en algunos lugares y un mosaico de piedras en otros. La chimenea, colocada en una esquina en forma de colmena, mostraba los rescoldos de un llameante fuego lento. Lo que se quemaba era madera de deriva, y por eso las llamas se veían azules y verdes, debido a la sal.

Estaba amueblado de forma ecléctica, con piezas que no conjuntaban entre sí, pero sin perder por ello la armonía: una silla tenía un aspecto vagamente medieval, la baja otomana contigua al hogar era de estilo contemporáneo, y la estantería llena de libros situada junto a la ventana más lejana me recordaba a algunas películas realizadas en Italia. De algún modo, cada pieza encajaba con las otras como si fuera un gran puzle tridimensional. Había unas cuantas pinturas en las paredes que reconocí como algunas de mis favoritas de la casa grande. Eran valiosos originales, sin duda, pero también parecían pertenecer a ese lugar, como todo lo demás.

Cualquiera habría dado por cierta la existencia de la magia en un paraje donde no hubiera sido sorpresa alguna ver a Blancanieves con una manzana en la mano o a un unicornio mordisqueando los rosales.

Edward siempre había pensado que él pertenecía al mundo de los cuentos de terror, pero claro, yo sabía que estaba del todo equivocado. Era obvio que él correspondía a este lugar, un cuento de hadas.

Y ahora yo compartía el cuento con él.

Estaba a punto de aprovechar el hecho de que él no había vuelto a ponerme sobre mis pies, y de que su rostro, enloquecedoramente hermoso, estaba a pocos centímetros del mío, cuando dijo:

—Tenemos suerte de que Esme pensara en añadir una habitación más. Nadie había planeado que apareciera Ness… Renesmee.

Le puse mala cara, y mis pensamientos adquirieron un rumbo mucho menos agradable.

—Tú también… —me quejé.

—Lo siento, mi amor. Ya sabes, lo he estado oyendo en sus pensamientos todo el tiempo. Se me ha pegado.

Suspiré. Mira que ponerle a mi bebé el nombre de una serpiente marina. Quizá ya no tenía remedio. Bueno, de todos modos yo no pensaba rendirme.

—Estoy seguro de que te mueres por ver el armario. O al menos, eso será lo que le diga a Alice para que se sienta bien.

—¿Debería asustarme?

—Más bien aterrorizarte.

Me llevó a lo largo de un estrecho pasillo de piedra con pequeños arcos en el techo, como si estuviéramos en nuestro propio castillo en miniatura.

—Es la habitación de Renesmee —comentó, señalándome con un asentimiento una estancia vacía con un suelo de madera clara—. No han tenido mucho tiempo de decorarlo, porque con todos esos licántropos cabreados…

Me eché a reír entre dientes, asombrada de cómo ahora todo estaba bien, cuando apenas una semana antes había sido como una pesadilla.

Maldito fuera Jacob por hacerlo todo perfecto pero a su manera.

—Aquí está nuestro cuarto. Esme intentó trasladar algo de su isla hasta aquí, supuso que nos traería buenos recuerdos.

La cama era grande y blanca, con nubes vaporosas como telarañas flotando del dosel hasta el suelo. El luminoso suelo de madera armonizaba con el de la otra habitación, y comprendí que imitaba con notable precisión el color de una playa virgen. Las paredes eran del blanco casi azulado de un día brillante y soleado y la pared trasera tenía grandes puertas de cristal que se abrían a un pequeño y recóndito jardín. Había un pequeño estanque redondo, tan liso como un espejo, rodeado de piedras relucientes y rosas que escalaban las paredes. Un diminuto océano en calma sólo para nosotros.

—Oh —fue todo lo que pude decir.

—Lo sé —susurró él.

Estuvimos allí quietos durante un minuto, recordando. Aunque aquellos recuerdos eran humanos y por lo tanto nebulosos, absorbieron mi mente por completo.

Él mostró una amplia y reluciente sonrisa y después rompió en carcajadas.

—El armario está detrás de esas puertas dobles. Te lo aviso… es más grande que esta habitación.

Ni siquiera eché una ojeada a las puertas. En esos momentos no había nada en el mundo más que él, con sus brazos doblados debajo de mí, su dulce aliento en el rostro y sus labios apenas a centímetros de los míos; y tampoco había nada que pudiera distraerme, fuera un vampiro neonato o no.

—Le vamos a decir a Alice que salí disparada a ver los vestidos —le susurré, retorciendo los dedos dentro de su pelo y acercando mi rostro al suyo—, y también que me pasé horas jugando a probármelo todo. Mentiremos.

Él captó mi estado de ánimo al instante, o quizás es que ya estaba de ese humor y que sólo estaba intentando que disfrutara a tope de mi regalo de cumpleaños, como un caballero. Atrajo mi rostro contra el suyo con una repentina fiereza y un bajo gemido en la garganta. Ese sonido lanzó una corriente eléctrica a través de mi cuerpo hasta ponerme casi frenética, como si no pudiera acercarme a él lo suficiente ni lo bastante rápido.

Escuché cómo se desgarraba la tela bajo nuestras manos, y me alegré de que mis ropas, al menos, ya estuvieran destrozadas. Para las suyas fue demasiado tarde. Me pareció casi maleducado ignorar la bonita cama blanca, pero no tuvimos tiempo de llegar hasta allí.

Esta segunda luna de miel no fue como la primera.

El tiempo vivido en la isla había sido el mejor de mi vida humana, el mejor de todos. Había estado dispuesta a alargar mi vida como humana sólo para poder prolongar lo que tenía con él durante un poco más de tiempo, porque sabía que la parte física de nuestra relación no iba a volver a ser igual nunca más.

Debería haber adivinado, después de un día como éste, que iba a ser incluso mejor.

Ahora podía apreciarle de verdad, ver con propiedad cada una de las líneas de su rostro perfecto, cada ángulo y plano de su cuerpo esbelto e impecable con la precisión de mis nuevos ojos. Podía saborear también su puro y vivido olor con la lengua y sentir la increíble sedosidad de su piel marfileña bajo la sensible punta de mis dedos.

También mi piel mostraba la misma sensibilidad bajo sus manos. Era una persona desconocida por completo la que entrelazaba su cuerpo con el mío, con una gracia infinita, en el suelo del color pálido de la arena. Sin precaución, sin restricción alguna. Y también sin miedo, sobre todo, eso. Podíamos hacer el amor juntos, participando ambos activamente. Por fin, como iguales.

Del mismo modo que había sucedido antes con sus besos, su contacto también era ahora mucho mejor que aquel al que me había acostumbrado. Edward se había contenido tanto… No me podía creer todo lo que me había perdido.

Intenté no olvidar que era más fuerte que él, pero resultaba difícil concentrarse con esas sensaciones tan intensas que, a cada segundo, atraían mi atención en un millón de lugares distintos de mi cuerpo. Si le hice daño, él no se quejó.

Una parte muy, muy pequeña de mi mente consideró el interesante acertijo que suponía esta situación. No me iba a sentir cansada jamás, ni él tampoco. No debíamos detenernos para recuperar el aliento, descansar, comer o incluso usar el baño, puesto que no teníamos las mundanas necesidades humanas. Edward tenía el cuerpo más hermoso, más perfecto del mundo y era todo para mí. Y yo no me sentía precisamente como si pudiera llegar el momento en que se me ocurriera pensar, «bueno, ya he tenido bastante por hoy». Siempre iba a querer más y ese día no iba a acabarse jamás. Así, en una situación como ésta, ¿cómo íbamos a parar?

No me molestó en absoluto desconocer la respuesta.

Me di cuenta (o algo así) cuando el cielo comenzó a iluminarse. Nuestro pequeño océano de fuera cambió del negro al gris y una alondra empezó a cantar en algún lugar muy cercano, como si tuviera su nido entre las rosas.

—¿Lo echas de menos? —le pregunté cuando terminó de cantar.

No era la primera vez que habíamos hablado, pero tampoco es que estuviéramos manteniendo una conversación hilada, ni mucho menos.

—¿Echar de menos, qué? —murmuró él.

—Todo eso: el calor, la piel blanda, el olor sabroso… Yo nada añoro, pero me estaba preguntando si no te entristecería a ti el haberlo perdido.

Se echó a reír, un sonido bajo y lleno de dulzura.

—Sería difícil encontrar a alguien menos triste que yo en estos momentos. Te diría que es casi imposible. No hay mucha gente que consiga todo lo que desea, además de otras cosas con las que ni siquiera había soñado, y encima en el mismo día.

—¿Estás evitando la cuestión?

Él presionó su mano contra mi rostro.

—Eres cálida —repuso.

Eso era cierto, al menos en un sentido. Para mí, su mano también resultaba cálida. No era lo mismo que tocar la piel ardiente como una llama de Jacob, pero sí más agradable. Más natural.

Deslizó los dedos muy lentamente por mi rostro, hacia abajo, siguiendo con levedad el contorno de mi mandíbula hasta mi garganta y después más abajo aún hasta llegar a mi cintura. Los ojos casi se me pusieron en blanco otra vez.

—Eres suave.

Sentí sus dedos como satén contra mi piel, de modo que comprendí lo que quería decir.

—Y en cuanto al olor, bueno, yo no diría que lo echo de menos. ¿Recuerdas el olor de aquellos excursionistas cuando salimos de caza?

—Estoy haciendo un gran esfuerzo para no recordarlo.

—Imagínate besando eso.

Mi garganta ardió en llamas como si hubiéramos tirado de la cuerda de un globo de aire caliente.

—Oh.

—Precisamente. Así que la respuesta es no. Estoy lleno de alegría, porque no echo nada de menos. Nadie tiene más que yo ahora.

Estuve a punto de informarle de la única excepción a esta afirmación, pero mis labios estuvieron de nuevo ocupados con rapidez.

Cuando el pequeño estanque adquirió un tono perlado con el amanecer, pensé en hacerle otra pregunta.

—¿Cuánto durará todo esto? Quiero decir, Carlisle y Esme, Em y Rose, Alice y Jasper… no se pasan el día encerrados en sus habitaciones. Tienen una vida pública, vestidos todo el tiempo —me retorcí para pegarme más a él, lo que era algo parecido a un cumplido; en realidad, para dejar bien claro de qué estaba hablando—. ¿Es que esta… ansia se acaba alguna vez?

—Eso es difícil de decir. Todo el mundo es distinto y, bueno, tú eres de lejos la más diferente de todos. El vampiro neonato medio está demasiado obsesionado con la sed para notar alguna otra cosa durante un tiempo. Esto no parece aplicarse a ti. Volviendo a ese vampiro medio, después del primer año, aparecen otras necesidades. En realidad, ni la sed ni cualquier otro deseo desaparecen. Es simplemente cuestión de aprender a equilibrarlos, a priorizarlos y manejarlos…

—¿Cuánto tiempo?

Él sonrió, arrugando un poco la nariz.

—Los peores fueron Rosalie y Emmett. Me llevó una década larga poder soportar acercarme a ellos a menos de un radio de dos kilómetros. Incluso Carlisle y Esme tenían dificultades para digerirlo. De hecho, expulsaban a la pareja feliz de vez en cuando. Esme les construyó una casa también. Era más grande que ésta, ya que Esme sabía lo que le gusta a Rose igual que ha adivinado lo que tú preferirías.

—Así que… ¿unos diez años, entonces? —estaba bastante segura de que Emmett y Rosalie no tenían nada que ver con nosotros, pero podría haber sonado como una chulería por mi parte si pretendía alargar la cosa más de una década—. ¿Después todo el mundo se vuelve normal? ¿Como son ahora?

Edward sonrió de nuevo.

—Bueno, no estoy seguro de lo que consideras normal. Tú has visto a mi familia desenvolverse en una vida que casi podríamos considerar humana, pero te has pasado las noches durmiendo —me guiñó un ojo—. Cuando no tienes que dormir hay una cantidad tremenda de tiempo disponible, lo cual hace bastante fácil… equilibrar tus intereses. Existe un motivo por el cual yo soy el mejor músico de la familia, o por el cual, aparte de Carlisle, soy el que más libros ha leído, o por el que puedo hablar con fluidez la mayoría de los idiomas. Puede que Emmett te haya hecho creer que soy un sabelotodo porque leo la mente, pero la verdad es que he tenido más tiempo libre que el resto.

Nos echamos a reír a la vez, y el movimiento que provocaron nuestras carcajadas tuvo como consecuencia cosas bastante interesantes por el modo en el que nuestros cuerpos estaban conectados. Y dimos por concluida la conversación de forma muy eficaz.