La primera caza

—¿Por la ventana? —inquirí mientras miraba hacia abajo desde una elevación de dos pisos.

Nunca me había asustado la altura, pero poder ver todos los detalles con tanta claridad hacía que la perspectiva fuera bastante menos atractiva. Los ángulos de las rocas que se extendían abajo tenían un aspecto más agudo de como me los había imaginado.

Edward sonrió.

—Es la salida más conveniente. Si tienes miedo, puedo llevarte.

—¿Tenemos toda la eternidad por delante y a ti te preocupa el tiempo que perderemos si salimos por la puerta de atrás?

Él frunció un poco el ceño.

—Renesmee y Jacob están en el piso de abajo…

—Oh.

Claro, ahora yo era el monstruo. Tenía que mantenerme lejos de los olores que podrían disparar mi lado salvaje, en especial, de la gente que amaba, incluyendo a aquellos que aún no conocía.

—¿Renesmee está… bien… con Jacob ahí abajo? —susurré. Me di cuenta algo tarde de que debía de ser el corazón de Jacob el que había escuchado allí abajo. Puse ahora toda mi atención, pero sólo se distinguía un pulso rápido—. No creo que ella le guste demasiado.

Los labios de Edward se tensaron de una manera extraña.

—Confía en mí, ella está completamente a salvo. Sé con detalle lo que Jacob está pensando.

—Claro —murmuré y miré de nuevo hacia el suelo.

—¿Estás agobiada?

—Un poco. No sé cómo…

Era muy consciente de toda la familia allí a mis espaldas, observando en silencio. O casi en silencio. Emmett ya había empezado a reírse entre dientes. Si cometía un solo error, se revolcaría por el suelo. Y entonces comenzarían los chistes sobre el único vampiro patoso del mundo…

Por otra parte, Alice se había aprovechado de mi inconsciencia, durante la quemazón, para ponerme aquel vestido: no era lo que una se habría puesto para saltar o cazar. ¿Una cosa de seda azul hielo ajustada al cuerpo? ¿Para qué pensaba ella que iba a necesitar esto? ¿Acaso había luego una fiesta de cóctel?

—Observa cómo lo hago —dijo Edward y entonces, sin esfuerzo aparente, dio un paso hacia delante desde la alta ventana abierta y saltó.

Atendí cuidadosamente, analizando el ángulo de sus rodillas al doblarse para absorber el impacto. El sonido de su aterrizaje fue muy bajo, un golpe sordo que podía haber sido igual que el de una puerta que se cierra despacio o un libro que se deja en una mesa con suavidad.

No parecía difícil.

Apreté los dientes mientras me concentraba e intenté copiar su paso casual hacia el vacío. ¡Ja! El suelo pareció moverse en mi dirección tan despacio que no tuve problema alguno en posicionar bien los pies. Y entonces me percaté… Pero ¿qué zapatos me había puesto Alice? ¿Cómo es posible que se le hubiera ocurrido elegir unos con tacón de aguja? A esta mujer se le había ido la cabeza. El único problema a la hora de contactar con el suelo fue colocar estúpidos zapatos de una forma tal que el aterrizaje no fuera diferente de lo que es avanzar un paso en una superficie plana.

Absorbí el impacto del golpe con los talones, porque no quería romper los finos tacones. Llegué al suelo tan suavemente como Edward. Le sonreí con ganas.

—Muy bien. Qué fácil.

Él me devolvió la sonrisa.

—¿Bella?

—¿Sí?

—Lo has hecho con mucha gracilidad, incluso para un vampiro.

Reflexioné sobre ello durante un momento, y después sonreí abiertamente. Si sólo lo hubiera dicho por decirlo, Emmett estaría rugiendo de risa. Pero nadie encontró gracioso su comentario, así que debía de ser cierto. Era la primera vez que nadie me aplicaba la palabra «gracilidad» en toda mi vida… o bueno, a lo largo de mi existencia.

—Gracias —le contesté.

Y entonces me quité los zapatos de satén plateado, uno detrás de otro, y los lancé hacia lo alto a través de la ventana abierta. Quizá con un poco más de fuerza de la necesaria, pero oí que alguien los recogía antes de que pudieran estropear los paneles del suelo.

Alice gruñía.

—Su sentido de la moda no parece haber mejorado a la par que su equilibrio.

Edward me cogió de la mano y yo no pude menos que maravillarme de la suavidad y la agradable temperatura de su piel. Después nos lanzamos a través del patio trasero hacia la orilla del río. Yo le seguí el ritmo sin tener que hacer grandes esfuerzos.

El aspecto físico de todo esto estaba resultando de lo más fácil.

—¿Vamos a nadar? —le pregunté cuando nos detuvimos al lado del agua.

—¿Y estropear ese vestido tan bonito? No. Saltaremos.

Yo apreté los labios, considerando la idea. La otra orilla del río estaba casi a cuarenta metros de distancia.

—Tú primero —le dije.

Él me tocó la mejilla y dio dos rápidos pasos hacia atrás; después corrió ese espacio tomando impulso y saltando sobre una piedra plana firmemente anclada en el talud de la orilla. Estudié el movimiento, rápido como un rayo, del arco que trazó sobre el agua. Lo remató con una voltereta antes de desaparecer entre los grandes árboles que había al otro lado del río.

—Pero qué fanfarrón —mascullé, y escuché su risa invisible.

Me retrasé unos cinco pasos, sólo por si acaso, y tomé una gran cantidad de aire.

De repente, volví a sentir una gran ansiedad. No por caerme o hacerme daño, sino por si le hacía algo al bosque.

Había ido llegando con lentitud, pero ahora podía sentirla por completo: la cruda fuerza titánica que hacía estremecer mis miembros. De pronto, estuve segura de que si quería hacer un túnel bajo el río, abriéndome camino con las garras o a mordiscos a través de la roca del lecho del río, no me llevaría mucho esfuerzo. Los objetos que me rodeaban, los árboles, los arbustos, las rocas… la misma casa, empezaban a parecerme muy frágiles Confiando en que Esme no le tuviera especial cariño a ninguno de los árboles que bordeaban el río, comencé mi primera zancada. Y entonces me topé con la abertura del ajustado traje de satén a unos doce centímetros de la rodilla. ¡Alice!

Bueno, Alice solía tratar las ropas como si fueran de usar y tirar, ¡no fuera a ponérselas nadie más de una vez!, así que seguro que no le importaría esto. Me incliné para coger con cuidado el dobladillo por la costura del lado derecho, aún entera, y ejerciendo la más pequeña cantidad de presión posible, desgarré el vestido hasta la parte superior del muslo. Y luego hice lo mismo con el otro lado.

Mucho mejor.

Pude escuchar las risas sofocadas en alguna parte de la casa e incluso el sonido de alguien que hacía chirriar los dientes. Las carcajadas venían tanto del piso superior como del inferior y reconocí muy fácilmente las risitas rudas, guturales del primer piso, tan distintas a las otras. ¿Jacob también estaba observando? No me podía imaginar lo que él estaba pensando ahora ni qué rayos hacía aquí. Era capaz de representar en mi mente nuestra reunión, si es que algún día llegaba a perdonarme, en un futuro muy lejano, cuando yo estuviera más estable y el tiempo hubiera cerrado las heridas que le había infligido a su corazón.

No me volví para mirarle ahora, preocupada por mis cambios de humor. No sería nada bueno si dejaba que una emoción cualquiera se adueñara por completo de mi estado de ánimo. Los miedos de Jasper también me habían puesto nerviosa a mí. Debía ir de caza antes de poder vérmelas con nada más. Intenté olvidarme de todo de modo que pudiera concentrarme.

—¿Bella? —me llamó Edward de entre los árboles, mientras su voz se acercaba más—. ¿Quieres verlo de nuevo?

Lo recordaba todo perfectamente, claro, y no quería darle a Emmett nuevos motivos para que se divirtiera a mi costa. Esto era algo físico, y seguro que era instintivo. Así que volví a inhalar un gran trago de aire y corrí hacia el río.

Sin el estorbo de la falda, me bastó un salto largo para alcanzar la orilla del río. En una milésima de segundo. Y aún me sobró tiempo, ya que mis ojos y mi mente se movieron con tanta rapidez que sólo necesité un paso. Me resultó muy sencillo apoyar el pie derecho sobre la piedra plana y ejercer la presión necesaria para enviar mi cuerpo impulsado por el aire, pero le había prestado más atención a la dirección que a la fuerza, no calculé bien esta última y empleé demasiada potencia. Al menos no me pasó al contrario, lo que me hubiera dejado chorreando. La distancia de cuarenta metros me pareció demasiado corta…

Fue algo extraño, electrizante, vertiginoso, pero muy breve. Me quedaba aún un segundo entero y ya había cruzado el río.

Temía que los árboles situados tan juntos fueran un problema, pero por el contrario resultaron de gran ayuda. Fue sólo cuestión de adelantar una mano con seguridad, agarrarme de la primera rama que encontré y dirigirme hacia la tierra en la parte más densa del bosque. Me balanceé en la rama y después aterricé sobre las puntas de los dedos de mis pies, todavía a unos cinco metros del suelo, en otra amplia rama que pertenecía a un abeto de Sitka.

Fue fabuloso.

Escuché el sonido de la carrera de Edward aproximándose a mí por encima del repique de campanas de mis carcajadas de alegría. Mi salto había doblado la longitud del suyo. Cuando alcanzó al lado del árbol, tenía los ojos abiertos como platos. Me bajé con habilidad desde la rama hasta su lado, aterrizando sin ruido sobre los talones.

—¿Me ha salido bien? —le pregunté, con la respiración acelerada por la excitación.

—Muy bien —la sonrisa aprobatoria y el tono ligero de su respuesta no acompañaban a la expresión sorprendida de sus ojos.

—¿Podemos hacerlo de nuevo?

—Céntrate, Bella… Estamos en una expedición de caza.

—Ah, vale —asentí—. Caza, sí.

—Sígueme…, si puedes.

Sonrió con verdaderas ganas y su expresión fue repentinamente provocadora, y echó a correr. Él era más rápido. No me entraba en la cabeza cómo podía mover las piernas con esa cegadora velocidad, estaba más allá de mi capacidad de comprensión. Sin embargo, yo era más fuerte, y cada una de mis zancadas equivalía a tres de las suyas. Así que ambos volamos a través de aquella red verde llena de seres vivientes, el uno al lado del otro, sin que esta vez tuviera que seguirle. Mientras corría no pude evitar el echarme a reír por la emoción, pero las carcajadas ni me hicieron perder velocidad ni me descentraron.

Finalmente pude comprender por qué Edward nunca se golpeaba contra los árboles cuando corría, una cuestión que siempre había sido un misterio para mí. Era una sensación peculiar, la del equilibrio entre la velocidad y la claridad en la percepción de las cosas. Porque aunque atravesábamos aquella densa masa de color jade a la velocidad de un cohete, y eso debería haber convertido todo lo que nos rodeaba en un irregular manchurrón verde, podía ver con toda claridad cada hoja diminuta de todas las pequeñas ramas de cada uno de los insignificantes arbustos a cuyo lado pasaba.

El viento provocado por mi velocidad hacía que mis cabellos y el vestido roto se agitaran detrás de mí; aunque yo sabía que no debería ser así, lo sentía cálido contra mi piel. Del mismo modo que tampoco hubiera debido percibir el suelo áspero del bosque como terciopelo bajo las plantas desnudas de los pies ni los brazos que agitaba a ambos lados de mi cuerpo como látigos, como plumas acariciadoras.

El bosque estaba mucho más vivo de lo que siempre supuse, lleno de pequeñas criaturas cuya existencia nunca habría adivinado y que abarrotaban las plantas que había a mi alrededor.

Todos se quedaron en silencio tras nuestro paso, con el aliento contenido por el miedo. Los animales tenían una reacción mucho más sabia a nuestro olor que los humanos. Ciertamente, había tenido el efecto contrario en mi caso. Creía que, en cualquier momento, me quedaría sin aliento, pero éste salía y entraba sin esfuerzo. También supuse que sentiría cómo me ardían los músculos, pero mi fuerza parecía incrementarse mientras me acostumbraba a mi propia zancada. Ésta se fue haciendo cada vez más larga, hasta que, muy pronto, Edward se vio obligado a esforzarse para mantener mi paso.

Me eché a reír de nuevo, exultante, cuando le oí retrasarse. Mis pies descalzos tocaban el suelo ya de forma tan poco frecuente que me sentía más como si estuviera volando que corriendo.

—Bella —me llamó con sequedad.

La voz de mi marido sonaba monótona, incluso perezosa. No escuché nada más, se había detenido. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de un motín, pero luego, con un suspiro, me giré y fui dando saltos ligeros hasta situarme a su lado, a unos cien metros atrás. Le miré expectante. Estaba sonriendo, con una ceja alzada. Estaba tan hermoso que no podía quitarle los ojos de encima.

—¿Quieres quedarte en este país? —me preguntó, divertido—. ¿O planeas continuar hasta Canadá esta misma tarde?

—Está bien —admití, concentrándome menos en lo que estaba diciendo que en la manera hipnótica en la que se movían sus labios cuando hablaba. Era difícil no distraerse con tantas cosas nuevas que se ofrecían a mis nuevos y eficaces ojos—. ¿Qué vamos a cazar?

—Alces. Estaba pensando en algo fácil por ser tu primera vez…

Su voz se desvaneció cuando mis ojos se entrecerraron a la mención de la palabra «fácil», pero no me iba a poner a discutir, estaba demasiado sedienta. Tan pronto como comencé a pensar en la reseca quemazón de mi garganta, se convirtió en lo único en lo que podía pensar, y cada vez se ponía peor. Tenía la boca como si fueran las cuatro de la tarde en pleno junio en el Valle de la Muerte.

—¿Dónde? —le pregunté, examinando los árboles con impaciencia. Ahora que le había otorgado mi atención a la sed, parecía contaminar cualquier otro pensamiento que me pasara por la cabeza, filtrándose dentro de los pensamientos más agradables como correr, los labios de Edward, sus besos… y la sed abrasadora. No podía huir de ella.

—Estate quieta un minuto —me dijo él, poniéndome las manos suavemente sobre los hombros.

La urgencia de la sed cedió al momento ante su contacto.

—Ahora cierra los ojos —murmuró.

Cuando le obedecí, alzó las manos hasta mi rostro, acariciándome los pómulos. Sentí cómo se me aceleraba la respiración y esperé durante un momento a que se produjera el rubor que no se produciría.

—Escucha —me instruyó Edward—. ¿Qué oyes?

Me dieron ganas de contestarle «todo». Su voz perfecta, su aliento, el roce de sus labios entre sí cuando hablaba, el susurro de los pájaros atusándose las plumas en las copas de los árboles, sus corazoncillos aleteantes, la caída de las hojas de los arces, el chasquido ligero de las hormigas siguiéndose unas a otras en una larga línea mientras subían por la corteza del árbol más cercano… Pero yo sabía que se refería a algo específico, de modo que dejé que mis oídos se extendieran a todo mi alrededor, buscando cualquier cosa distinta al pequeño zumbido de la vida que me envolvía. Había un espacio abierto cerca de nosotros, y podía percibirlo porque el viento sonaba de forma diferente al cruzar la hierba expuesta al aire, y un pequeño arroyo de lecho rocoso. Y allí, cerca del ruido del agua, se oía el chasquido que producían unos animales bebiendo a lengüetazos y el alto batir sonoro de sus pesados corazones, impulsando densas corrientes de sangre…

Sentí como si se me hincharan las paredes de la garganta.

—¿Al lado del arroyo, hacia el noreste? —le pregunté, con los ojos todavía cerrados.

—Sí —su tono era de aprobación—. Ahora… espera que te llegue otra vez la brisa y… ¿qué hueles?

Le olía sobre todo a él… ese extraño perfume mezcla de miel, lilas y luz del sol, pero también el aroma rico de la tierra, de la putrefacción y del musgo, de la resina de los árboles perennes, el cálido efluvio como a nueces de los pequeños roedores guarecidos debajo de las raíces, y después, al extender de nuevo el radio de percepción, el olor limpio del agua, que me resultaba sorprendentemente poco apetecible a pesar de mi sed. Me centré en el agua y encontré el olor que me había pasado desapercibido con el sonido de los lengüetazos y del latir de los corazones. Había otro olor cálido, rico y penetrante, más fuerte que todo lo demás, pero tan poco atrayente como el mismo arroyo. Arrugué la nariz.

Él se echó a reír entre dientes.

—Ya lo sé, cuesta un poco acostumbrarse.

—¿Tres? —intenté adivinar.

—Cinco. Hay dos más en los árboles que tienen detrás.

—¿Y qué hacemos ahora?

Su voz sonaba como si estuviera sonriendo.

—¿Tú qué sientes que hay que hacer?

Pensé en el asunto, con los ojos aún cerrados, mientras escuchaba y aspiraba el olor. Otro ataque de sed ardiente se inmiscuyó en mi conciencia y, de repente, el hedor cálido y penetrante se me antojó menos desagradable. Al menos podría llevarme algo caliente y húmedo a mi boca reseca.

Se me abrieron los ojos de golpe.

—No lo pienses —me aconsejó, mientras alzaba las manos de mi rostro y daba un paso hacia atrás—. Simplemente, sigue tus instintos.

Me dejé llevar a la deriva por el olor, sin ser apenas consciente de mis movimientos, y me deslicé como un fantasma por la pendiente inclinada hacia el estrecho prado donde fluía la corriente. Mi cuerpo cambió su postura de forma automática hasta agazaparme, muy pegada al suelo, mientras dudaba en el límite del bosque cubierto por los helechos. Pude ver un gran ciervo macho con dos docenas de puntas en la cornamenta que coronaba su cabeza justo al borde de la corriente, y los contornos punteados por las sombras de otros cuatro que se dirigían hacia el interior del bosque, en dirección este, a paso lento.

Me centré en el olor del macho, en aquel punto caliente de su cuello peludo donde el pulso cálido latía con más fuerza. Eran sólo unos treinta metros, dos o tres brincos, lo que había entre nosotros. Me tensé para dar el primer salto.

Pero el viento cambió cuando contraje los músculos para prepararme y sopló desde el sur con más fuerza. No me paré a pensar, sino que pasé volando por un camino perpendicular a mi plan original, asustando al ciervo, que salió disparado hacia el bosque, mientras yo abordaba una nueva fragancia tan atractiva que no me dejaba ninguna otra elección. Me resultaba imposible de evitar.

El olor me dominó por completo. Cuando lo rastreé me volví totalmente decidida, consciente sólo de la sed y del aroma que prometía saciarla. La sed empeoró, tan dolorosa ahora que confundió todos mis pensamientos y comenzó a recordarme la quemazón de la ponzoña en mis venas.

Había sólo una cosa que pudiera tener alguna oportunidad de alterar mi concentración ahora, un instinto mucho más poderoso, más básico que la necesidad de saciar aquel fuego… el instinto de protegerme del peligro. La supervivencia.

Noté que me seguían, lo que me puso alerta de pronto. El empuje del aroma irresistible guerreó contra el impulso de volverme y defender mi caza. Me surgió una burbuja de sonido del pecho y se me retiraron los labios por sí mismos para exponer mis dientes. Mis pasos fueron perdiendo velocidad, la necesidad de protegerme la espalda luchando contra el deseo de saciar mi sed.

Entonces pude escuchar cómo ganaba ventaja mi perseguidor y el instinto de defensa venció. Cuando giré, el sonido que se iba alzando se abrió camino a través de mi garganta y salió hacia fuera.

El rugido salvaje que salió de mi propia boca fue tan inesperado que me dejó clavada en el suelo. Eso me desestabilizó, y me aclaró la cabeza durante un segundo. La niebla provocada por la sed cedió, aunque la sed continuó ardiendo.

El viento cambió, trayendo el aroma de tierra húmeda y de la lluvia a punto de caer y lo estampó contra mi rostro, liberándome además de la fiera sujeción del olor, un olor tan delicioso que sólo podía ser humano.

Edward dudó a unos cuantos pasos, con los brazos alzados como si fuera a abrazarme o sujetarme. Su rostro estaba atento y cauteloso cuando me quedé helada, horrorizada. Me di cuenta de que había estado a punto de atacarle. Con una fuerte sacudida, me enderecé, abandonando mi postura defensiva. Contuve el aliento cuando volví a concentrarme, temiendo el poder de la fragancia que giraba procedente del sur. Él pudo comprobar cómo regresaba la razón a mi rostro, y dio un paso hacia mí, bajando los brazos.

—He de irme de aquí —escupí entre dientes, usando el aliento que me quedaba.

El asombro le cruzó el rostro.

—Pero ¿acaso serías capaz de irte?

No tuve tiempo para preguntarle lo que quería decir con eso. Comprendí que la habilidad de razonar con claridad me duraría tanto como pudiera evitar el pensar en ello…

Rompí a correr de nuevo, una carrera acelerada y frenética justo hacia el norte, concentrándome solamente en la incómoda sensación de privación sensorial que parecía ser la única respuesta de mi cuerpo a la falta de aire. Mi objetivo era huir lo más lejos posible de aquel olor hasta que se perdiera por completo. Era imposible de encontrar, incluso aunque cambiara de opinión…

Una vez más, fui consciente de que alguien me seguía, pero ahora estaba cuerda. Luché contra el instinto de respirar para usar los ingredientes del aire y constatar que era Edward. No tuve que pelear mucho, aunque estaba corriendo como nunca, disparada como una cometa a través del camino más directo que pude encontrar entre los árboles. Edward me cogió al cabo de un minuto escaso. Se me ocurrió una nueva idea, y me quedé parada como una piedra, plantada sobre mis pies.

Estaba segura de que allí me hallaba a salvo, pero contuve el aliento sólo por si acaso. Edward pasó volando a mi lado, sorprendido por mi súbita detención. Revoloteó y regresó a mi lado en un segundo. Puso las manos sobre mis hombros y me miró fijo a los ojos, atónito ante la emoción que dominaba mi rostro.

—¿Cómo has hecho eso? —me preguntó con exigencia.

—Antes dejaste que te ganara, ¿a que sí? —le repliqué a mi vez, ignorando su pregunta. ¡Y yo que pensaba que lo estaba haciendo tan bien!

Cuando abrí la boca, probé el sabor del aire, que ahora no estaba contaminado por nada, sin traza alguna del perfume absorbente que atormentaba mi sed. Inhalé cuidadosamente.

Él se encogió de hombros y sacudió la cabeza, rehusando que le cambiara de tema.

—Bella, ¿cómo lo has hecho?

—¿Correr?

Contuve el aliento.

—Pero ¿por qué has dejado de cazar?

—Cuando viniste tras de mí… lo siento tanto.

—¿Por qué te disculpas conmigo? Soy el único que ha sido horriblemente descuidado. Yo he asumido que no habría nadie cerca de las sendas al uso, pero debería haberlo comprobado primero. ¡Qué error tan estúpido! No tienes nada por lo que disculparte.

—¡Pero te he gruñido! —estaba todavía horrorizada por haber sido capaz de tan horrible blasfemia.

—Claro que lo hiciste. Eso es lo único natural, pero no puedo entender por qué has huido.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —le pregunté. Su actitud me confundía. ¿Qué quería él que hubiera ocurrido?—. ¡Podía haber sido alguien que conociera!

Él me sorprendió, al explotar de repente en un ataque de fuertes risotadas, echando la cabeza hacia atrás y dejando que el sonido hiciera eco en los árboles.

—¿Por qué te ríes de mí?

Se detuvo de pronto, y pude ver que recuperaba la expresión cautelosa. ¡Mantén el control!, pensé para mí. Tenía que vigilar mi temperamento. Me comportaba más como un joven hombre lobo que como un vampiro.

—No me estoy riendo de ti, Bella. Me rio porque estoy en estado de shock…, asombrado de verdad.

—¿Por qué?

—No deberías ser capaz de hacer nada de eso. No deberías ser… tan racional. No deberías estar aquí discutiendo conmigo con toda calma y frialdad. Y por encima de todo lo demás, no deberías ser capaz de interrumpirte en mitad de una caza porque has percibido el olor a sangre humana en el aire. Incluso los vampiros maduros tienen dificultades en estos casos, por eso tenemos siempre mucho cuidado de que en los lugares donde cazamos no haya nada capaz de convertirse en una tentación para nosotros. Bella, te estás comportando como si tuvieras décadas en vez de días.

—Oh… sabía que todo iba a ser muy difícil, y por eso estaba tan en guardia. Ya esperaba que fuera así de duro.

Puso sus manos otra vez en mi rostro, y sus ojos estaban llenos de maravilla.

—No sé lo que daría por poder mirar dentro de tu mente justo en este momento.

Qué emociones tan poderosas. Estaba preparada para la parte de la sed, pero no para esto. Estaba tan segura de que no sería igual cuando él me tocara… Bueno, siendo sincera, no era lo mismo.

Era mucho más fuerte.

Alcé los dedos para trazar los planos de su rostro y mis dedos se detuvieron en sus labios.

—Pensé que no me sentiría así durante mucho tiempo —y mi inseguridad hizo que esas palabras parecieran una pregunta—. Pero todavía te quiero.

Él parpadeó asombrado.

—¿Y cómo es que puedes concentrarte en eso? ¿No sientes una sed insoportable?

¡Claro que lo sentía ahora, una vez que él había traído el tema a colación! Intenté tragar y luego suspiré, cerrando los ojos como había hecho antes para ayudarme a concentrarme. Dejé que mis sentidos se extendieran a mi alrededor, tensa esta vez ante la posibilidad de un nuevo ataque de aquel delicioso aroma prohibido.

Edward dejó caer los brazos, sin respirar siquiera, mientras yo escuchaba más y más lejos, extendiéndome por la red verde de vida, buscando a través de todos los olores para identificar algo que no fuera del todo repelente para mi sed. Había el ligero trazo de algo diferente, un tenue rastro que se dirigía hacia el este…

Se me abrieron los ojos de golpe, pero mi interés estaba aún centrado en mis sentidos más desarrollados cuando me volví y me lancé quedamente hacia el este. El terreno se alzó de forma acusada casi de pronto, y corrí agachada en postura de caza, cercana al suelo, acercándome a los árboles donde eso resultaba más fácil. Sentí más que oí a Edward detrás de mí, fluyendo de modo silencioso a través de los bosques, dejándome a mí la guía.

La vegetación fue raleando a medida que ascendíamos; el olor de la brea y la resina se volvió cada vez más fuerte, como la pista que seguía, un olor cálido, más intenso que el del alce y mucho más atractivo. Unos cuantos segundos más tarde pude escuchar el golpeteo sordo de unas patas inmensas, mucho más sutiles que el crujido de los cascos. El sonido se percibía arriba, en las ramas, más que en el suelo. De forma automática me lancé hacia las ramas, ganando una posición más estratégica, a mitad de camino de un imponente abeto plateado.

El golpeteo sordo de las patas continuó escuchándose furtivo, ahora a mis pies. El suculento efluvio se percibía ya muy cerca. Mis ojos localizaron el movimiento que había provocado el sonido, vi la piel leonada de un gran felino deslizándose por la amplia rama de un abeto justo debajo de mí y hacia la derecha de donde yo me encontraba. Era grande, fácilmente cuatro veces mi tamaño. Tenía los ojos clavados en algo que había en el suelo debajo de nosotros, sin duda, estaba cazando, como yo. Capté el aroma de algo más pequeño, insulso comparado con el olor de mi presa, encogido en un arbusto a los pies del árbol. La cola del puma se retorcía de modo espasmódico, preparándose para saltar.

Con un pequeño impulso, volé por el aire y aterricé al lado del puma. Él sintió temblar la rama y se giró, chillando de sorpresa y desafío. Cerró el espacio que había entre nosotros, con los ojos brillantes de furia. Yo, que estaba ya medio enloquecida por la sed, ignoré sus colmillos expuestos y las garras engarfiadas y salté sobre él, derribándolo hasta caer al suelo del bosque.

No fue una gran lucha.

Sus garras afiladas lo mismo hubieran sido dedos cariñosos si hubiéramos tenido en cuenta el impacto que tuvieron sobre mi piel. Tampoco sus dientes tuvieron mucho que hacer contra mi hombro o mi garganta y su peso no era nada para mí. Mis dientes buscaron certeros su garganta y su resistencia instintiva fue lamentablemente débil contra mi fuerza. Encontré con facilidad el punto preciso donde el flujo de calor se concentraba.

Me costó menos esfuerzo que si hubiera estado mordiendo un trozo de mantequilla. Mis dientes eran como cuchillas de acero. Cortaron a través de la piel, la grasa y los tendones como si no estuvieran allí.

El sabor no era muy bueno, pero la sangre era caliente y húmeda, y suavizó la sed mordiente y desesperada mientras bebía con apresurada impaciencia. Los intentos del puma por luchar se hicieron cada vez más débiles y sus gritos se ahogaron con un gorgoteo. La calidez de su sangre irradió por todo mi cuerpo, calentándome hasta las puntas de los dedos de los pies y las manos.

El puma murió antes de que yo terminara. La sed ardió de nuevo cuando se quedó seco, y yo aparté lejos de mi cuerpo su carcasa vacía, disgustada. ¿Cómo podía sentirme sedienta después de todo esto?

Me erguí completamente derecha en un solo movimiento rápido. Una vez de pie, me di cuenta de que estaba hecha un desastre. Me limpié la cara con el dorso del brazo e intenté arreglarme la ropa. Las garras que tan ineficaces habían sido contra mi piel, habían tenido bastante éxito con el fino satén.

—Mmm —ronroneó Edward. Alcé la mirada y lo encontré reclinado con aire casual contra el tronco de un árbol, observándome con un gesto pensativo en el rostro.

—Creo que debería haberlo hecho mejor —estaba cubierta de polvo, con el pelo enredado, el vestido manchado de sangre y colgando en harapos. Edward no regresaba de sus expediciones de caza con este aspecto.

—Lo has hecho estupendamente —me aseguró—. Es sólo que… ha sido mucho más difícil para mí observar de lo que debería haber sido.

Alcé las cejas, confusa.

—Va en contra de mis principios —me explicó—, lo de dejarte luchar con pumas. No sabes el ataque de ansiedad que he sufrido durante todo el rato.

—Qué tonto.

—Ya lo sé, pero no es fácil desprenderse de los viejos hábitos. De todas formas, me gustan los nuevos arreglos de tu vestido.

Si hubiera podido ruborizarme lo habría hecho, así que cambié de tema.

—¿Por qué tengo sed todavía?

—Porque aún eres muy joven.

Suspiré.

—Y supongo que no hay ningún otro puma por aquí.

—Hay ciervos por todas partes, de todos modos.

Puse cara rara.

—No huelen ni la mitad de bien.

—Son herbívoros. Los carnívoros huelen más parecido a los humanos —volvió a explicarme.

—No se le acercan ni de lejos a los humanos —le discutí, intentando no recordarlo.

—Podemos regresar —comentó de forma solemne, aunque había una chispa divertida en sus ojos—. Fueran quienes fueran los que estaban allí, si son hombres, lo más probable es que no les hubiera importado que los matasen si fueses tú quien lo hiciera —su mirada vagó de nuevo por mi vestido destrozado—. De hecho, probablemente pensarían que estaban ya muertos y en el cielo en el momento en que te vieran.

Puse los ojos en blanco y resoplé.

—Anda, vamos a cazar algunos de esos malolientes herbívoros.

Encontramos un gran rebaño de ciervos mulo mientras corríamos de regreso a casa. En aquella ocasión, él cazó conmigo, ahora que yo ya le había cogido el tranquillo. Me cargué un macho enorme, montando un desastre casi tan grande como el del puma. Él acabó con dos antes de que yo hubiera terminado con el primero, sin que se le moviera un pelo de su sitio, y sin que le cayera ni una mancha en su camiseta blanca. Perseguimos la manada aterrorizada y dispersa, pero en vez de alimentarme de nuevo, esta vez yo observé con cuidado cómo se las apañaba para hacerlo de un modo tan pulcro.

Todas las veces que había deseado que Edward no me dejara atrás mientras cazaba, secretamente, me había sentido un poco aliviada. La verdad es que estaba segura de que verle sería aterrador, espantoso. En definitiva, que verle cazar le mostraría ante mis ojos como el vampiro que era en realidad.

Pero claro, resultaba muy distinto desde esta perspectiva, siendo vampira yo también. Aun así, dudaba de que incluso a mis ojos humanos, la belleza de todo esto me hubiera pasado desapercibida.

Era una experiencia sorprendentemente sensual observar cazar a Edward. Su salto suave era como el ataque sinuoso de una serpiente. Sus manos eran tan seguras, tan fuertes, tan por completo ineludibles… Sus labios llenos lucían perfectos cuando se separaban gráciles para mostrar sus dientes relumbrantes. Era glorioso. Sentí un estremecimiento tanto de deseo como de orgullo. Era mío. Nada lo separaría de mí a partir de ahora. Era demasiado fuerte para que nadie pudiera arrancarme de su lado.

Fue muy rápido. Se volvió hacia mí y observó con curiosidad mi mirada de deleite.

—¿Ya no tienes más sed? —me preguntó.

Yo me encogí de hombros.

—Me has distraído. Eres mucho mejor en esto que yo.

—Siglos de práctica —me sonrió.

Sus ojos mostraban un encantador y desconcertante matiz dorado en ese momento.

—Sólo uno —le corregí.

Él se echó a reír.

—¿Has terminado por hoy o quieres continuar?

—He terminado, creo —me sentía muy llena, incluso a punto de reventar.

No estaba segura de cuánto líquido más me cabría en el cuerpo, aunque la quemazón de mi garganta sólo había sido aplacada. Otra vez comprendí que la sed era una parte inevitable de esta vida.

Y merecía la pena.

Me sentía bajo control. Quizás esa seguridad era falsa, pero me sentía realmente capaz de no matar a nadie por ese día. Si podía resistirme a unos humanos que me eran del todo extraños, ¿no iba a ser capaz de apañármelas con el licántropo y el bebé medio vampiro que amaba?

—Quiero ver a Renesmee —le dije.

Ahora que mi sed parecía algo domesticada (casi cerca de haber sido erradicada), podía olvidar mis antiguas preocupaciones. Quería unir a esa extraña que era mi hija con la criatura que había amado hasta hacía unos tres días. Era tan extraño, algo tan malo, no tenerla aún dentro de mi cuerpo. De pronto, me sentí vacía e incómoda.

Me tendió la mano y la cogí, sintiéndola más cálida que antes. Su mejilla parecía ligeramente ruborizada, y ya no había sombras debajo de los ojos.

Fui incapaz de resistir el acariciar su rostro una vez más. Y otra. Casi se me olvidó que estaba esperando una respuesta a mi petición cuando me hundí en sus relumbrantes ojos dorados.

Era casi tan difícil como resistirse al olor de la sangre humana, pero de algún modo mantuve clara en mi mente la necesidad de tener cuidado cuando me alcé sobre las puntas de los pies y le envolví con mis brazos. Con cuidado.

Pero él no fue tan vacilante en sus movimientos. Sus brazos se cerraron en torno a mi cintura y me apretó con fuerza contra su cuerpo. Sus labios aplastaron los míos, pero los sentí suaves. Los míos ya no buscaron su lugar en los suyos, sino que siguieron también su propio camino.

Como antes, fue como si el tacto de su piel, sus labios y sus manos se hundieran a través de mi suave y dura piel hasta llegar a mis nuevos huesos y al mismo centro de mi cuerpo. No me había imaginado que pudiera amarlo más de lo que lo había hecho hasta ahora.

Mi vieja mente no hubiera sido capaz de soportar un amor tan excesivo. Tampoco mi corazón hubiera sido lo bastante fuerte para haberlo aguantado. Tal vez ésta era la parte de mí que se intensificaría en mi nueva vida. Como la compasión de Carlisle o la devoción de Esme. Probablemente, nunca sería capaz de hacer nada interesante ni especial como Edward, Alice o Jasper. Quizá mi único mérito sería amar a Edward más de lo que nadie hubiera amado a otro en toda la historia del mundo.

Podía vivir con eso.

Recordaba algunas cosas que antes había experimentado, como entrelazar mis dedos en su pelo o trazar los planos de su pecho, pero algunas otras eran nuevas. Él era nuevo, para mí. Era una experiencia completamente distinta que me besara sin miedo y con tanta fuerza. Respondí a su intensidad, y de pronto, nos caímos al suelo.

—Ops —exclamé y él se echó a reír debajo de mí—. No quería placarte de este modo. ¿Estás bien?

Él acarició mi cara.

—Algo mejor que bien —y poco después una expresión perpleja cruzó su rostro—. ¿Renesmee? —preguntó con inseguridad, intentando discernir qué era lo que más deseaba en esos momentos. Una cuestión difícil de resolver, porque quería demasiadas cosas a la vez.

No sabría decir si él hubiera preferido posponer nuestra vuelta a casa, y me resultaba muy duro pensar en nada que no fuera su piel contra la mía, teniendo en cuenta que del vestido ya no quedaba mucho, pero mi recuerdo de Renesmee, antes y después de su nacimiento, se iba convirtiendo cada vez más en una especie de sueño para mí. Más inverosímil. Todos mis recuerdos de ella eran recuerdos humanos y los rodeaba un aura de artificialidad. Lo que no había visto con estos ojos ni tocado con estas manos me parecía irreal.

A cada minuto, la realidad de aquella pequeña extraña se me iba perdiendo más y más.

—Renesmee —reconocí, compungida, y me puse de nuevo en pie, tirando de él.