Prefacio

La vida es un asco y encima te mata. Sí, vale, no tendré esa suerte. A la espera de que empiece de una vez la maldita pelea

Caray, Paul, ¿no te mola tu casa?

El tío se limitó a sonreírme sin hacer amago de moverse. Siguió tirado en mi sofá, mientras contemplaba un estúpido partido de béisbol en mi destartalada tele. Luego, con deliberada lentitud, extrajo una patata de la bolsa que tenía encima de la tripa y se la metió en la boca.

—Podrías traerte las cosas para picar, ¿no?

Crunch, crunch.

—No —contestó sin dejar de masticar—. Tu hermana me dio luz verde para que me sirviera cuanto me apeteciera.

Hice un esfuerzo para que la voz no delatara las muchas ganas que tenía de atizarle un buen mamporro.

—Pero ahora Rachel no anda por aquí, ¿verdad?

No funcionó. Él se percató de mis intenciones e introdujo detrás de la nuca la bolsa, que crujió cuando la apretujó contra el cojín. Las patatas fritas se rompieron en pedacitos con gran estrépito. Paul cerró las manos hasta convertirlas en puños y los alzó cerca del rostro, imitando el gesto de un púgil.

—Venga, atrévete, chaval. No necesito la protección de Rachel.

Le bufé.

—Ya, como si no te pegaras a ella a la menor oportunidad.

Paul soltó una carcajada, bajó los puños y se recostó en el sofá.

—No voy a lloriquearle a ninguna chica. Si tienes la potra de atizarme, eso queda entre nosotros, aunque tendría que ser recíproco, ¿vale?

Semejante invitación era todo un detalle. Simulé venirme abajo, como si hubiera cambiado de idea.

—Vale.

Él fijó los ojos en la pantalla de la tele… y yo arremetí.

Me supo a gloria el crujido de su nariz cuando le metí el puñetazo. Intentó agarrarme, pero me zafé antes de que pudiera atraparme, llevándome la bolsa de patatas con la mano izquierda.

—Me has roto las napias, ¡idiota!

—Esto queda entre nosotros, ¿no, Paul?

Puse lejos la bolsa de patatas y me di la vuelta. El agredido estaba recolocando el tabique de su nariz para que no se le quedara torcido y la hemorragia se había detenido. No daba la impresión de haber sangrado después de limpiarse los labios y el mentón. Profirió un taco y soltó un respingo cuando empujó el cartílago.

—Eres un suplicio, Jacob, te lo juro, debería pasar más tiempo con Leah.

—¡Uy, caramba! Apuesto a que Leah se sentirá feliz de saber que vas a pasar más de tu valioso tiempo con ella. Se pondrá más contenta que unas castañuelas.

—Olvida que he dicho eso.

—Pues claro, hombre, no me chivaré.

—Uf —gruñó; luego, se reclinó sobre el sofá y frotó los restos de sangre del cuello de la camisa—. Eres rápido, chico. Eso he de concedértelo.

A continuación, centró su atención en el estúpido partido. Me quedé allí de pie como un pasmarote y luego salí pitando hacia mi habitación, murmurando tonterías sobre abducciones alienígenas.

En los viejos tiempos, podías contar con Paul para armar una bronca de campeonato en cualquier momento, ni siquiera necesitabas pegarle, bastaba una palabrita más fuerte de la cuenta. No hacía falta mucho para sacarle de sus casillas. El muy tarugo tenía que volverse un blandengue ahora que me moría de ganas por disfrutar de una pelea como Dios manda, de esas en las que lo rompes casi todo y pones el resto patas arriba.

Como si no fuera bastante malo que se hubiera producido otra imprimación en la manada, porque, en realidad, eso dejaba las cosas en cuatro a diez. ¿Cuándo iba a detenerse esa locura? ¡Por el amor de Dios, según los mitos, las imprimaciones eran casos esporádicos! Tanto amor predestinado y a primera vista me daba asco. ¿Tenía que ser mi hermana? ¿Debía ser Paul?

Mi principal preocupación cuando Rachel regresó del estado de Washington, al final del semestre de verano —la muy sabelotodo se había graduado antes de tiempo— consistía en lo duro que me iba a resultar guardar el secreto con ella cerca. No estaba habituado a andarme con tapujos en mi propia casa. Eso me hizo sentir una corriente de verdadera simpatía hacia tíos como Embry y Collin, cuyos padres no tenían ni idea de su condición de licántropos. La madre de Embry pensaba que el pobre estaba pasando por la clásica etapa rebelde de la pubertad. A la mínima se tiraba al suelo y se ponía a olisquear, pero claro, él no podía evitarlo. Ella acudía a su cuarto todas las madrugadas, y siempre lo encontraba vacío; luego, le montaba un pollo de cuidado y él no decía ni mu, y así hasta el día siguiente. Quisimos hablar con Sam para que la madre estuviera en el ajo y Embry tuviera un respiro, pero él aseguró que no le importaba. El secreto era demasiado importante.

Claro, por eso me estaba preparando yo, para proteger el secreto; y mira por dónde, Paul se encuentra con Rachel en la playa a los dos días de que ella haya vuelto a casa, y ¡zaca! ¡Otro amor verdadero al canto! No guardas secretos cuando encuentras a tu media naranja y puedes soltarle toda esa información sobre hombres lobo.

Rachel se enteró de la historia completa y yo de que Paul iba a ser mi cuñado algún día. La perspectiva no le hacía demasiado tilín a mi padre, aunque lo sobrellevaba lo mejor posible. Por supuesto, ahora se escapaba a casa de los Clearwater más de lo habitual. La verdad, yo no tenía muy claro que saliera ganando en el cambio. Se libraba de Paul, sí, pero tenía Leah para hartarse.

¿Si me alcanzara un balazo en la sien me mataría o sólo dejaría un revoltijo que luego habría que limpiar?

Me tiré sobre la cama. Estaba reventado, pues no había pegado ojo desde mi última patrulla, pero sabía que no iba a conciliar el sueño. Tenía un embrollo demasiado grande en la sesera. Los pensamientos revoloteaban dentro de mi cabeza como enjambres de abejas desorientadas, que además zumbaban como tales. De vez en cuando incluso me provocaban punzadas. Y esos pensamientos no dejaban de acosarme ni un momento Esta espera iba a volverme loco. Habían transcurrido ya cuatro semanas. Esperaba haber tenido noticias de uno u otro modo. Me tiraba las noches en vela, imaginando qué forma adoptarían.

Fantaseaba con la llamada del sollozante Charlie mientras nos decía que Bella y su esposo habían muerto en un accidente. ¿Un avión estrellado?… Eso era demasiado difícil de amañar, a menos que las sanguijuelas no tuvieran escrúpulos en sacrificar a un montón de testigos inocentes para darle autenticidad a la farsa; pero ¿por qué iban a tenerlos? Quizás utilizaran una avioneta, lo más probable era que tuviesen una de la que pudieran prescindir. ¿O acaso el asesino volvería solo a casa tras fracasar en su intento de convertirla en uno de ellos? Quizá ni siquiera hubieran llegado muy lejos. Tal vez la había hecho cachitos tan pequeños como las patatas de la bolsa de Doritos, con esa conducción suya tan alocada, mientras la llevaba a cualquier sitio. Porque a él la vida de ella le importaba menos que su propio placer…

La historia iba a ser dramática. Bella moriría de alguna forma terrible, víctima de un asaltante que se había equivocado, asfixiada durante la cena o a consecuencia de un accidente de tráfico, como mi madre. Era tan habitual. Sucedía todos los días. ¿La traería a casa? ¿La enterraría aquí como muestra de deferencia hacia Charlie? Se trataría de una ceremonia con el féretro cerrado, por supuesto. El ataúd de mamá estaba muy bien claveteado.

Mi única esperanza era que él regresara a Forks, que se me pusiera a tiro.

También podía ocurrir que no se supiera nada. Quizá Charlie telefoneara a mi padre para preguntarle si sabía algo del doctor Cullen, pues un día había dejado de presentarse en el trabajo. La casa estaría abandonada y nadie contestaría cuando llamaran a los teléfonos. Algunos programas de chichinabo incluirían ese misterio en la parrilla de noticias y especularían con la posibilidad de un crimen abyecto.

Era posible que la enorme casa blanca acabara quemada hasta los cimientos, quedando atrapados todos los miembros de la familia, aunque para realizar esa jugada iban a necesitar ocho cuerpos que a grandes rasgos tuvieran las dimensiones adecuadas. El incendio tendría que carbonizarlos hasta dejarlos irreconocibles e imposibilitar incluso el recurso a los registros dentales para una posible identificación.

No iba a dejarme engañar por ninguna de esas tretas, pero resultaría difícil encontrarlos si ellos no querían. Yo disponía de todo el espacio del mundo para buscar, por descontado, y cuando tienes tiempo a espuertas, puedes ir mirando todas las pajitas del pajar hasta descubrir cuál es la aguja.

En ese preciso momento no me hubiera importado deshacer un almiar entero, pues de ese modo tendría, al menos, algo que hacer. Me reventaba saber que tal vez estuviera desperdiciando mi ocasión y que mi pasividad podría dar tiempo a los chupasangres para escapar, si es que era ése su plan.

Podíamos ir esa misma noche y matar a todos cuantos encontráramos. Me encantaba ese plan. Estaba seguro de que si yo me cargaba a algún miembro del aquelarre, Edward lo sabría y vendría a por mí en busca de venganza, y de ese modo yo tendría una oportunidad de acabar con él. No iba a permitir que mis hermanos le derrotaran en manada, sería algo entre él y yo, y que ganara el mejor.

Pero Sam no querría ni oír el plan. «Nosotros vamos a respetar el tratado, que sean ellos quienes lo violen», me diría. Y total, eso sólo porque no teníamos prueba alguna de que los Cullen hubieran hecho algo malo. Por ahora. Todos sabíamos que era inevitable que lo hicieran, y Bella estaba a punto de regresar convertida en uno de ellos o de no regresar. Fuera como fuera, habrían tomado una vida humana y eso marcaría el comienzo del juego.

Paul se puso a rebuznar como un borrico en la otra habitación. Debía de haber puesto una comedia o tal vez echaran algún anuncio divertido. Lo que fuera. Me sacaba de mis casillas. Pensé en romperle otra vez la nariz, pero no quería pelearme con él. En realidad, no. Intenté escuchar otra cosa: el susurro del viento en los árboles, cuya sonoridad guardaba poca relación con la apreciada por los oídos humanos. Había un millón de voces en el viento que yo era incapaz de oír en mi forma de hombre.

Pero tenía un sentido del oído muy aguzado. Podía escuchar los motores de los coches cuando doblaban la última curva, más allá de los árboles, desde la cual era posible ver la playa y la silueta de las islas, las rocas y el inmenso océano azul que se prolongaba hasta el horizonte. A los polis de La Push les encantaba emboscarse por allí e hincharse a poner multas, ya que, por lo general, los turistas no reparaban en las señales indicadoras de velocidad de los arcenes, y era obligatorio circular muy despacio.

Escuché las voces procedentes de la playa en las inmediaciones de la tienda de recuerdos, el cascabeleo de la campanilla cada vez que se abría y se cerraba la puerta y el repiqueteo de la caja registradora al imprimir cada tique de compra.

También percibí el arrullo de la marea mientras barría las rocas de la playa, y los gritos de los niños cuando el agua helada de las olas se les echaba encima demasiado deprisa para poder retirarse, y las quejas de las madres sobre las ropas empapadas. Entonces, reparé en una voz familiar…

Aguzaba el oído con gran intensidad cuando la repentina carcajada del jumento de Paul hizo que me incorporara en la cama casi del todo.

—Pírate de mi casa —rezongué.

Sabedor de que no me prestaba la menor atención, me apliqué yo el cuento. Abrí la ventana con un golpe seco y me encaramé al alféizar para marcharme sin tener que volver a ver a Paul. La tentación iba a ser demasiado grande. Si le echaba la vista encima, iba a atizarle de nuevo, y Rachel ya se iba a enfadar bastante. Vería la sangre de su camisa y me echaría las culpas sin necesidad de más pruebas, y estaría en lo cierto, claro, pero tendría que aguantarse.

Bajé a la playa dando un paseíllo con las manos hundidas en los bolsillos. Nadie se molestó en dedicarme una segunda mirada cuando crucé el sucio garaje de First Beach. Eso era una de las cosas más chulas del verano: a nadie le importaba si sólo vestías unos pantalones cortos.

Seguí el sonido de la voz conocida y no tardé en toparme con Quil. Se hallaba en el extremo sur de la medialuna de la playa a fin de evitar lo más grueso del mogollón de turistas. Ahí lo tenías, borbotando un torrente de advertencias:

—Fuera del agua, Claire. Vamos, no, no. Eh. Muy bonito, señorita. ¿De veras quieres oír cómo me grita Emily? No voy a traerte a la playa nunca más si no… ¿Ah, sí? No… Uf. Esto te parece divertido, ¿a que sí? ¡Ja, ja! ¿Y quién se ríe ahora? ¿Eh, eh?

Cuando llegué hasta él, Quil aferraba por el tobillo a la niña de la risa tonta. La pequeña sostenía un cubo en una mano; tenía los pantalones hechos una sopa y una colosal mojadura en el frontal de la camiseta.

—Cinco pavos a favor de la chica —dije.

—Hola, Jake.

Claire pegó un alarido y arrojó el cubo a los pies de Quil.

—Abajo, abajo.

Él la depositó con sumo cuidado en la arena. La pequeña vino a gatas hasta mí y se aferró a mi pierna.

—Tito Yei.

—¿Cómo te lo estás pasando, Claire?

—Quil está mojado.

—Ya lo veo. ¿Dónde está tu mamá?

—Ido, ido, sa ido —canturreó Claire—. Claire con Quil tooodo el día. No quiero volver a casa nunca.

Me dejó y se marchó corriendo hacia Quil. Éste la alzó en vilo y se la puso sobre los hombros.

—Tiene toda la pinta de que alguien acaba de cumplir la temible cifra de los dos años…

—Tres —me corrigió Quil—. Te perdiste la fiesta temática. Tocó de princesas. La cría me hizo llevar una corona y Emily tuvo la ocurrencia de que podían probar su nueva caja de maquillaje conmigo.

—Vaya, de veras lamento no haber estado para verlo.

—No te preocupes. Emily ha hecho fotos. De hecho, he salido de lo más favorecido.

—Menudo primo estás hecho.

—Claire se lo ha pasado en grande —repuso él con un encogimiento de hombros—, y de eso se trataba.

Puse los ojos en blanco. Resulta duro estar cerca de gente con la imprimación, con independencia del estado de la relación, ya estuviera a punto de culminar el enlace, como Sam, o ya fuera una niñera vejada como Quil. Irradiaban una paz y una serenidad que daban verdadera vomitera.

Claire chilló sobre los hombros de Quil y señaló al suelo.

—Quiero una piedra bonita, piedra bonita, para mí, para mí.

—¿Cuál, pequeña? ¿La roja?

—No, roja no.

Quil se dejó caer de rodillas. La niña pegó un chillido y le tiró de los cabellos como si fueran las riendas de los caballos.

—¿La azul?

—No, no, no —cantó la niña, encantada con el nuevo juego.

Lo más raro de todo es que Quil se lo estaba pasando pipa, tanto o mejor que ella. Él no tenía esa cara de tantos padres turistas que llevan escrito en el rostro la pregunta: «¿cuándo es la hora de siesta?». En la vida había estado delante de un padre de verdad tan encantado de jugar a cualquier tontería. Yo había visto a Quil jugar al cucú durante una hora entera sin aburrirse.

Y ni siquiera podía cachondearme de él por eso. Le envidiaba demasiado.

Aunque también pensaba que iba a tener que chuparse sus buenos catorce años de celibato hasta que Claire le igualara en edad, ya que lo bueno de ser hombre lobo es que no envejeces.

Pero todo aquel tiempo de espera no parecía molestarle ni una pizca.

—¿Ni siquiera se te pasa por la cabeza tener citas, Quil?

—¿Eh…?

—No, no, tú no —cacareó Claire.

—Ya sabes, salir con chicas reales, quiero decir, sólo por ahora, ¿vale? Sólo para las noches libres de tus obligaciones de niñera.

Quil se quedó boquiabierto y me miró fijamente.

—¡Piedra bonita, piedra bonita! —se puso a gritar Claire en cuanto él dejó de ofrecerle alternativas, y empezó a golpearle en la cabeza con los puñitos.

—Perdona, Claire, ¿y qué te parece esa preciosidad purpúrea?

—No —dijo entre risas.

—Por favor te lo pido, dame una pista, niña.

La pequeña se lo pensó un segundo.

—Verde —dijo al fin.

Quil repasó las rocas con la mirada, estudiándolas. Eligió cuatro piedras con diferentes tonalidades de verde y se las ofreció.

—¿La cojo?

—Sí.

—¿Cuál?

—Todas, todas.

La chiquilla ahuecó las palmas y él dejó caer las piedrecillas en el cuenco de las manos. Ella soltó una carcajada y de inmediato le golpeó con las chinas en la cabeza. Él hizo una exagerada mueca de dolor, se puso en pie y echó a andar de vuelta al aparcamiento. Debía de preocuparle que ella cogiera frío con las ropas mojadas. Era peor que cualquier madre paranoica y sobre protectora.

—Perdona si antes he estado un poco agresivo con lo de las tías, colega —me disculpé a su regreso.

—Nada, nada, está bien —repuso él—. Me ha pillado desprevenido, eso es todo. No había pensado en ello.

—Apuesto a que ella entendería que tú, ya sabes, mientras ella crece… No iba a picarse porque tengas una vida mientras ella lleve pañales.

—Ya, lo sé, lo sé, estoy seguro de que lo comprendería. No dijo nada más.

—Pero tú no vas a hacerlo, ¿a que no? —aventuré.

—No se me pasa por la chaveta, ni lo imagino —contestó con un hilo de voz—. Es sólo que… no veo a nadie más de ese modo, ya sabes, no veo a las chicas, ya no, no veo sus rostros.

—Pues si a eso le unes lo de la coronita y el maquillaje… no sé, no sé, quizá Claire vaya a tener que preocuparse de otro género de competidores.

Quil soltó una carcajada y emitió un sonido de besitos en mi dirección.

—¿Estás libre el viernes, Jacob?

—Qué más quisieras tú —repliqué, y le puse mala cara—. Sí, supongo que sí.

Vaciló un segundo antes de preguntar.

—¿Se te ha ocurrido salir con chicas? —suspiré. Bueno, al fin y al cabo, yo había abierto esa puerta—. Ya sabes, Jake, quizá deberías pensar en tener una vida.

Lo decía en serio y con tono compasivo, lo cual empeoraba todo un poco más.

—Tampoco yo veo las caras de las chicas, Quil, no las veo.

Él exhaló también.

En ese instante se alzó un aullido en el corazón del bosque, demasiado lejos y demasiado bajo para que ningún oído humano lo percibiera por encima del sonido de las olas.

—Maldición, ahí está Sam —murmuró Quil al tiempo que extendía las manos para tocar a Claire, como si quisiera asegurarse de que seguía allí—. ¡Y no sé dónde está su madre!

—Voy a ver de qué se trata. Sitenecesitamos, teloharésaber —farfullé las palabras muy deprisa, articulándolas todas mal—. Oye, ¿por qué no la llevas a casa de los Clearwater? Sue y Billy pueden hacerse cargo de ella en caso de apuro, y tal vez ellos conozcan el paradero de la madre.

—Vale. Venga, Jake, vete ya.

Salí pitando en línea recta hacia el bosque en lugar de seguir el sucio sendero cubierto de malezas. Aparté violentamente la línea de madera flotante acumulada por la marea y me abrí paso a través de las matas de brezo sin dejar de correr. Noté los desgarrones en la piel conforme las espinas se clavaban en ella, pero los ignoré. Los rasguños se habrían curado antes de que llegara a los árboles.

Atajé por detrás de la tienda y me lancé como una bala hacia la autovía, donde un conductor me avisó haciendo sonar la bocina. Una vez estuve a salvo entre los árboles, alargué la zancada a fin de correr todavía más deprisa. La gente no me hubiera quitado la vista de encima si yo hubiera estado en campo abierto, pues una persona normal era incapaz de correr a tanta velocidad. A veces especulaba con lo divertido que sería participar en una carrera, en una de las pruebas de clasificación de los juegos olímpicos o algo por el estilo. Estaría guay ver las caras de pasmarotes de las estrellas del atletismo cuando los batiera a todos, salvo que estaba convencido de que en los análisis antidopaje acabarían encontrando algo realmente chungo en mi sangre.

Derrapé para frenar en cuanto llegué al bosque cerrado, libre de carreteras y de casas, para quitarme los pantalones. Los lié con movimientos rápidos y prácticos y los até a mi tobillo con un cordel de cuero. Comencé a transformarme incluso mientras terminaba los nudos. Una oleada de fuego me recorrió la columna, provocándome espasmos en brazos y piernas. La metamorfosis sucedió en un instante. La quemazón fluyó por todo mi cuerpo y yo sentí esa llama que hacía de mí algo más.

Puse más fuerza en cada una de mis pesadas patas al pisar el suelo cubierto por la tupida vegetación y enderecé el lomo todo lo posible.

El cambio de fase estaba chupado cuando me hallaba tan centrado como en ese momento. El mal genio ya no me daba problemas y nada me sacaba de quicio, a menos que a alguien se le ocurriera mentarlo, claro.

Recordé la broma de mal gusto de la boda durante medio segundo. La furia me dominó de tal modo que el cuerpo se me descontroló. La rabia hizo mella en mí y sufrí convulsiones y fiebre alta. Pero no logré transformarme y matar al monstruo que se hallaba a pocos metros de mí.

Había resultado de lo más confuso. Me moría de ganas de matarle, pero temía herirle a ella, y ya puestos, también a mis amigos. Luego, cuando al fin fui capaz de transformarme, llegó orden del jefe de la manada. El edicto del líder. Habría matado allí mismo al asesino si aquella noche no hubiera estado Sam, si únicamente hubieran aparecido Quil y Embry… Me fastidió cuando Sam hizo prevalecer la ley de ese modo. Odiaba la sensación de no tener elección, de estar obligado a obedecer.

En ese momento, fui consciente de que ya tenía audiencia. No estaba solo en mis pensamientos.

Siempre a tu bola, pensó Leah.

Sí, pero no hay doblez en ello, Leah, repliqué.

Dejadlo, niños, nos ordenó Sam.

Permanecimos en silencio. Noté la reacción molesta de Leah ante la palabra «niños». Andaba tan quisquillosa como de costumbre.

Sam optó por fingir que no se daba cuenta.

¿Dónde están Quil y Jared?

Quil tiene a Claire. La va a llevar a casa de los Clearwater.

Bien. Sue se hará cargo de ella.

Jared iba de camino a la de Kim, informó Embry. Existen muchas posibilidades de que no te haya oído.

Un sordo gruñido de queja recorrió la manada. También yo me quejé. Cuando al fin Jared se dignase a aparecer, seguiría todavía con la mente puesta en Kim, y a ninguno nos apetecía una repetición de todo lo que habían hecho hasta ese momento.

Sam se sentó sobre los cuartos traseros y soltó otro alarido que rasgó el aire. Era una señal, y también una orden. La manada se había reunido a escasos kilómetros de mi posición. Corrí a grandes zancadas por el tupido bosque en dirección hacia ella. Leah, Embry y Paul también se esforzaban por llegar cuanto antes. Leah estaba tan cerca que iba a oír sus pasos de un momento a otro. Continuamos nuestro avance en paralelo, pero evitamos correr juntos.

Bueno, no vamos a estar esperándole todo el día. Deberá darnos alcance luego.

¿Qué pasa?, quiso saber Paul.

Hemos de hablar. Ha ocurrido algo.

Sentí una vacilación en los pensamientos de Sam respecto a mí, y no sólo en él, también en los de Seth, los de Collin y también en los de Brady. Los chavales nuevos, Collin y Brady, habían ido de patrulla con Sam ese mismo día, por lo que debían de estar al tanto de cuanto él supiera.

No sabía por qué Seth ya se encontraba ahí, y estaba en el ajo. No era su turno.

Diles lo que has oído, Seth.

Apreté el paso, deseando estar ahí presente. Escuché cómo Leah aceleraba su carrera. A ella le reventaba que la dejaran atrás, pues no reivindicaba otro mérito que el de ser el miembro más rápido de la manada.

Iguala esto, tarado, siseó; y entonces echó a correr de verdad. Hundí las uñas en la arcilla y me propulsé hacia delante.

Sam no parecía estar de humor para soportar nuestras majaderías de costumbre.

Jake, Leah, eh, parad un poquito.

Ninguno de los dos aminoramos el paso.

Sam gruñó, pero lo dejó correr.

¿Seth?

Charlie ha estado telefoneando a casa hasta que ha encontrado a Billy.

Sí, yo hablé con él, añadió Paul.

El júbilo corrió por mis venas cuando escuché mencionar el nombre de Charlie. Ya estaba. La espera había terminado. Corrí todavía más deprisa, obligándome a respirar, a pesar de que me noté súbitamente sin resuello.

¿Cuál de las posibles historias iba a ser?

El jefe de policía estaba fuera de sus cabales. Supongo que Edward y Bella llegaron a casa la semana pasada, y…

El movimiento de mi pecho se ralentizó.

Ella estaba viva, o al menos no estaba muerta-muerta.

Hasta ahora no me había dado cuenta de la diferencia que aquello podía significar para mí.

Comprendí que, durante todo aquel tiempo, la había dado por muerta. Vi que nunca había creído que Edward la trajera de vuelta con vida, pero eso no debería haberme importado, porque sabía qué iba a suceder a continuación.

Sí, tío, y ahora vienen las malas noticias. Charlie habló con ella y tenía muy mala voz. Bella le dijo que se encontraba muy enferma; luego se puso Carlisle y le explicó que la joven había contraído en Sudamérica una enfermedad de lo más extraño, y que se hallaba en cuarentena. Charlie se puso como un energúmeno cuando le advirtió que ni siquiera él podía verla. Insistió en que quería verla sin importarle la posibilidad de contagiarse, pero Carlisle no dio su brazo a torcer: nada de visitas. Le explicó a Charlie que el caso era grave, pero que estaba haciendo cuanto estaba en su mano. Charlie se lo ha estado guardando durante días, y sólo al final ha llamado a Billy. Le ha dicho que hoy tenía peor voz.

Se hizo un profundo silencio en nuestras mentes cuando Seth hubo concluido. Todos comprendimos.

Así que Bella iba a morir a causa de esa enfermedad, al menos hasta donde sabía Charlie. ¿Le dejarían ver el cadáver de tez nívea, perfectamente inmóvil y sin respirar? No le permitirían tocar el cadáver a fin de que no pudiera apreciar la dureza de los músculos. Los vampiros iban a tener que esperar hasta que ella fuera capaz de refrenarse y no matar ni a Charlie ni a los demás asistentes al funeral. ¿Cuánto tiempo podía ser necesario?

¿La enterrarían? ¿Saldría ella por sus propios medios o la sacarían del ataúd los propios chupasangres?

El resto de los lobos respondieron con un silencio sepulcral a mis especulaciones. Yo era capaz de ahondar en este tema mucho más que cualquier otro.

Leah y yo entramos en el calvero prácticamente a la vez, aunque ella estaba segura de haberme ganado por medio hocico. La loba se sentó sobre los cuartos traseros junto a su hermano mientras que yo me dirigía a ocupar mi lugar a la derecha de Sam. Paul se giró a fin de hacerme espacio en mi sitio.

He vuelto a ganar, pensó Leah, pero apenas la oí… pues me preguntaba por qué era el único que estaba preparado sobre las cuatro patas. Tenía erizada la pelambrera de los hombros a causa de la impaciencia.

Bueno, ¿y a qué estamos esperando?, inquirí.

Nadie dijo nada, pero noté el zumbido de su vacilación.

Oh, vamos, venga, ¡han roto el tratado!

No tenemos prueba alguna, quizás esté enferma de verdad…

¡POR FAVOR!

Vale, de acuerdo, la evidencia es circunstancial, y muy probable, pero aun así…

Jacob… El pensamiento de Sam se ralentizó y vaciló. ¿Estás seguro de que es éste tu deseo? ¿Es lo correcto de veras? Todos sabemos que ése era el empeño de Bella.

El tratado no hacía mención alguna a las preferencias de la víctima, Sam.

¿Es una víctima de verdad? ¿Tú la consideras como tal?

¡Sí!

No son nuestros enemigos, Jake, terció Seth.

¡Cierra la boca, niño! Que sientas una adoración enfermiza por esa sanguijuela, como si fuera un héroe, no cambia la ley. Son nuestros adversarios. Están en nuestro territorio. Acabemos con ellos. Me toca un pie si hace tiempo te lo pasaste bien luchando junto a él.

Bueno, ¿y qué vas a hacer cuando Bella luche a su lado, Jacob? ¿Eh…?, inquirió Seth.

Ya no será Bella.

¿Y vas a ser tú quien acabe con ella?

Di un respingo. Fui incapaz de evitarlo.

No, no vas a ser tú, ¿a que no? ¿Y entonces, qué? ¿Vas a guardarle rencor eterno a quienquiera que lo haga?

Yo no voy a…

Claro, seguro que no… No estás preparado para esta lucha, Jacob.

El instinto me superó y me agazapé, listo para dar un brinco sin dejar de gruñir al lobo de carnes magras y pelaje color arena que me aguardaba al otro lado del círculo.

¡Jacob!, me conminó Sam. Seth, anda, cierra la boquita un rato.

El interpelado asintió con su enorme cabeza lobuna.

Maldita sea, ¿qué me he perdido?, pensó Quil, que venía corriendo a toda prisa al lugar de la reunión. He oído algo del telefonazo de Charlie

Estábamos a punto de marcharnos, le contesté. ¿Por qué no te pasas por la casa de Kim y traes a Jared del cuello? Vamos a necesitar el concurso de todos.

Ven aquí sin desviarte, Quil, ordenó Sam. Todavía no hemos decidido nada.

Gruñí.

Jacob, he de pensar qué conviene más a la manada. Debo elegir el mejor curso posible para la protección de todos. Los tiempos han cambiado desde que los ancestros sellaron el acuerdo, y la verdad, no creo que los Cullen vayan a hacernos daño alguno. Además, también estamos seguros de que no van a quedarse por aquí mucho tiempo. Lo más probable es que se larguen una vez que hayan contado su historia, y entonces, nuestras vidas volverán a la normalidad.

¿Normalidad?

Ellos se defenderán si los atacamos, Jacob.

¿Tienes miedo?

¿Estás preparado para perder a un hermano? Hizo una pausa. ¿Y a una hermana?, añadió como un pensamiento que acababa de ocurrírsele.

No temo a la muerte.

Me consta, Jacob. Lo único que pongo en tela de juicio es la validez de tu criterio en este asunto.

Miré fijamente los ojos negros de Sam.

¿Pretendes honrar el tratado de nuestros padres o no?

Honro a la manada. Hago lo mejor para ella.

Cobarde.

Se le tensaron los músculos del hocico y me enseñó los dientes.

Ya basta, Jacob. Esto te sobrepasa. El tono de la voz mental de Sam cambio para adoptar un extraño timbre conminatorio imposible de desobedecer. La voz del Alfa, el cabecilla de la manada. Buscó con la mirada a todos y cada uno de los lobos dispuestos en círculo. La manada no va a atacar a los Cullen sin provocación previa. El espíritu del tratado persiste, ya que no suponen daño alguno para nuestro pueblo ni para la gente de Forks. Bella Swan ha efectuado una elección consciente y estaba informada. No vamos a castigar a nuestros antiguos aliados por culpa de esa preferencia.

Escucha, escucha eso, pensó Seth con entusiasmo.

Creo haberte dicho que te calles, Seth.

Oh. Perdona, Sam.

¿Adónde te crees que vas, Jacob?

Abandoné el círculo en dirección levante a fin de poder darle la espalda.

Voy a despedirme de mi padre. Al parecer, no tiene sentido que siga pudriéndome aquí por más tiempo.

Ay, Jake… ¡No lo hagas otra vez!

Cállate, Seth, pensaron varias voces al unísono.

No queremos que te marches, me dijo Sam, dulcificando el tono anterior.

Doblega mi voluntad para evitar mi marcha, Sam. Conviérteme en un esclavo.

Sabes que no voy a hacerlo.

En tal caso, no queda nada más que decir.

Me alejé de ellos a la carrera, intentando con todas mis fuerzas no pensar en mi siguiente movimiento. En vez de eso, me concentré en los recuerdos de mis meses lobunos, cuando abandoné tanto el lado humano que fui más lobo que hombre: vivir el momento, comer en caso de tener apetito, dormir cuando estaba fatigado, beber cuando me azuzaba la sed, y correr, correr por correr. Deseos simples y respuestas sencillas a estímulos simples. El dolor se administra mejor cuando uno habita en formas elementales. El calvario del hambre. El suplicio de pisar el hielo con las patas. El daño infligido por unas garras cuando la presa conserva las fuerzas intactas. Cada dolor tenía una respuesta simple, una acción clara para poner fin al sufrimiento.

Nada que ver con la forma humana.

Necesitaba mantener en privado mis pensamientos, por lo cual adopté la forma de hombre en cuanto estuve lo bastante cerca de mi casa como para llegar a ella de una carrera.

Desanudé los pantalones y me los enfundé. Luego, eché a correr hacia el edificio. Lo había logrado. Había ocultado mis pensamientos y ahora era demasiado tarde para que Sam pudiera detenerme, pues ya no le resultaba posible escucharme.

Sam había formulado una regla muy clara: la manada no iba a atacar a los Cullen. De acuerdo. Sin embargo, no había dicho nada en contra de una actuación en solitario. No, la manada no iba a realizar ataque alguno ese día. Pero yo sí.