—Chelsea intenta romper nuestras ligaduras, pero no logra encontrarlas —me susurró Edward—. No nos siente aquí —me traspasó con la mirada—. ¿Es cosa tuya?
Le dediqué una sonrisa fiera.
—He terminado con todo eso.
De pronto, se apartó de mi lado y tendió la mano hacia Carlisle. Al mismo tiempo, yo sentí una punzada muy aguda en el escudo a la altura donde protegía la luz de Carlisle. No era dolorosa, pero tampoco agradable.
—¿Estás bien, Carlisle? —inquirió Edward, fuera de sí.
—Sí, ¿por qué…?
—Por Jane —respondió mi esposo.
Una docena de ataques punzantes chocaron contra la superficie del escudo en cuanto pronunció su nombre. Doce brillos marcaron las diferentes zonas del impacto. Al parecer, la menuda vampira no había sido capaz de atravesar mi blindaje. Miré a mi alrededor de inmediato: todos estaban bien.
—Increíble —comentó Edward.
—¿Por qué no han esperado a la decisión? —siseó Tanya.
—Es el procedimiento habitual —respondió Edward con brusquedad—. Suelen incapacitar a los acusados en el juicio a fin de impedirles la escapatoria.
Miré al otro lado del claro. Jane contemplaba nuestras líneas con incredulidad e ira. Yo estaba muy segura de que nadie había aguantado de pie ni uno de sus feroces asaltos, a excepción de mí.
Nadie lo había deducido todavía, pero sabía que Aro iba a tardar medio segundo en suponer, si es que no lo había hecho ya, que mi escudo era mucho más poderoso de lo que él conocía a través de Edward. Era absurdo creer que podía mantenerlo en secreto cuando ya me habían dibujado una diana en la frente, por lo que le dediqué a Jane una enorme sonrisa de presunción.
Ella entornó los ojos y sentí la presión de otra punzada, ésta lanzada directamente contra mí.
Retiré los labios para enseñarle los dientes.
Jane profirió un grito penetrante, sobresaltando a todos, incluso a los componentes de la disciplinada guardia; a todos, menos a los tres ancianos, quienes siguieron centrados en su conferencia. Su gemelo la aferró por el brazo para retenerla cuando se agachaba para tomar impulso y saltar.
Los rumanos comenzaron a reír entre dientes como muestra de su sombría expectación.
—Te dije que era nuestro turno —le recordó Vladimir a Stefan.
—Tú sólo mira la cara de la bruja —le contestó el otro entre risas.
Alec palmeó con suavidad el hombro de su hermana antes de ampararla bajo el brazo. Volvió hacia nosotros su angelical rostro y nos miró con gran serenidad.
Esperé alguna presión o indicio de su ataque, pero no noté nada. Él continuó con la vista clavada en nosotros sin descomponer las agraciadas facciones. ¿Nos estaba atacando? ¿Sería capaz de atravesar el escudo? ¿Era la única que aún podía verle? Apreté la mano de Edward.
—¿Te encuentras bien? —inquirí con voz ahogada.
—Sí —me contestó él.
—¿Lo está intentando Alec?
Edward asintió.
—Su don opera más despacio que el de Jane. Se desliza… Va a tardar en llegar todavía unos segundos.
Entonces, en cuanto tuve una pista de lo que debía buscar, conseguí localizarlo.
Una extraña neblina relumbrante iba cruzando por encima del prado. Apenas era visible por culpa del blanco de la nieve. Me recordó a un espejismo: una leve distorsión de la vista, la insinuación de un resplandor débil. Alejé un poco la barrera de protección de Carlisle y el resto de la primera línea, temerosa de mantenerla cerca de ellos cuando se produjera el impacto de la calima deslizante. ¿Qué ocurriría si atravesaba mi blindaje intangible? ¿Debíamos echar a correr?
Un murmullo sordo recorrió el suelo que pisábamos y un golpe de aire alborotó la nieve del espacio intermedio existente entre nuestras fuerzas y las del enemigo. Benjamin también había visto la amenaza reptante y ahora intentaba alejar la niebla de nuestra posición. La nieve permitía ver con más facilidad cómo lanzaba un soplo de brisa tras otro contra la nube de vaho, pero ésta no se resentía en modo alguno del embate de los mismos. Parecía airecillo pasando de forma inofensiva por encima de una sombra, y la sombra era inmune a los efectos del vientecillo.
Los ancianos se separaron al fin, deshaciendo esa formación en triángulo, cuando en medio de un quejido desgarrador, se abrió una brecha honda y estrecha en la mitad del claro. La tierra tembló bajo mis pies durante unos instantes. Parte de la nieve acumulada cayó en picado al interior de la abertura, pero la niebla saltó limpiamente el obstáculo, del que salió tan incólume como del viento.
Aro y Cayo contemplaron la fisura abierta en la tierra con ojos como platos. Marco miró en la misma dirección, pero sin emoción alguna en su expresión.
No despegaron los labios y se pusieron a esperar también mientras la lengua de niebla se acercaba hasta nosotros. Jane había recobrado la sonrisa.
Entonces la calima se topó con un muro.
La noté en cuanto rozó mi escudo. Tenía un sabor denso y muy dulce, hasta resultar empalagosa. Me recordó en cierto modo ese embotamiento de la lengua tan característico de la novocaína.
La lengua de vaho culebreó arriba y abajo en busca de una brecha, de una debilidad en mi dique defensivo, y no lo logró. Los zarcillos fuliginosos rasparon de un lado para otro en su intento de hallar una vía, un acceso, y en el proceso dejaron entrever el sorprendente tamaño de la pantalla protectora.
Se levantó una oleada de gritos sofocados y exclamaciones a ambos lados de la fisura abierta por Benjamin.
—¡Bien hecho, Bella! —me felicitó éste en voz baja.
Volví a sonreír.
Llegué a ver los ojos entrecerrados de Alec, y cuando su neblina se arremolinó cerca de los límites de mi escudo, totalmente inofensiva, leí la duda en las facciones de su cara por vez primera.
Supe entonces que podía con esto y también que me había convertido en el objetivo prioritario del enemigo, la primera que debía morir, pues nosotros podríamos resistir en una posición de superioridad con respecto a los Vulturis siempre que yo permaneciera en pie. Además de mi persona, seguíamos contando con el concurso de Benjamin y Zafrina, mientras que ellos ya no tenían ningún otro sostén sobrenatural. Y así iba a ser mientras no me aniquilaran.
—Debo mantener la concentración —le confié a Edward con un hilo de voz—. Va a ser más difícil escudar a la gente adecuada cuando llegue el mano a mano.
—Yo los apartaré de ti.
—No, tú has de encargarte de Demetri. Zafrina los mantendrá alejados de mí.
Ella asintió con gesto solemne.
—Nadie tocará a esta joven —le prometió a Edward—. Tenía pensado ir a por Jane y Alec yo misma, pero aquí voy a hacer mejor papel.
—Jane es cosa mía —masculló Kate—. Necesita probar un poco de su propia medicina.
—Y Alec me debe demasiadas vidas, así que voy a ajustarle las cuentas —refunfuñó Vladimir en el otro costado—. Déjalo de mi mano.
—Yo sólo quiero a Cayo —dijo Tanya sin vida alguna en la voz.
El resto de los nuestros empezaron también a repartirse los adversarios, pero enseguida se vieron interrumpidos por Aro que al fin habló con calma, sin parecer muy afectado por la ineficacia de la neblina.
—Antes de votar… —empezó. Sacudí la cabeza con rabia. Estaba harta de aquella charada. El ansia de sangre me impelía de nuevo y me fastidiaba mucho que mi mejor forma de ayudar me exigiera mantenerme en la retaguardia. Quería luchar—. No tiene por qué haber violencia sea cual sea la decisión del concilio, os lo recuerdo.
Edward soltó una sombría carcajada.
Aro le miró con tristeza.
—La muerte de cualquiera de vosotros sería una pérdida lamentable para nuestra raza, pero sobre todo en tu caso, joven Edward, y en el de tu compañera neófita. Los Vulturis acogeríamos de buen grado a muchos de vosotros en nuestras filas. Bella, Benjamin, Zafrina, Kate. Se os ofrecen muchas alternativas. Consideradlas.
Chelsea intentó predisponer favorablemente nuestros ánimos, pero se estrelló impotente contra la barrera de mi blindaje. Aro recorrió nuestras filas en busca del menor indicio de vacilación, mas, a juzgar por su expresión, sólo encontró resolución en nuestros ojos.
Yo sabía lo mucho que deseaba retenernos a Edward y a mí, para recluirnos, tal y como había esperado hacer con Alice, pero aquella lucha era demasiado grande. No podía ganar mientras yo viviera. Estaba muy contenta de tener tanto poder que no le quedara más remedio que matarme.
—En tal caso, votemos —concluyó con aparente renuencia.
—La cría es una incógnita y no existe razón para tolerar la existencia de semejante riesgo —se apresuró a contestar Cayo—. Debemos destruirla a ella y a todos cuantos la protejan.
Se puso a la expectativa y sonrió.
Marco alzó sus ojos colmados de desinterés y pareció taladrarnos con la mirada mientras emitía su voto.
—No veo un peligro tan inmediato. La chica es bastante segura por ahora. Siempre podemos evaluarla otra vez más adelante. Dejémosles ir en paz.
Su voz era incluso más débil que los suspiros etéreos de sus hermanos.
Ningún miembro de la guardia relajó el ademán a pesar de esa discrepancia. La sonrisa de anticipación de Cayo no se alteró lo más mínimo. Era como si Marco no hubiera dicho absolutamente nada.
—Mío es el voto decisivo, o eso parece —musitó Aro.
De pronto, Edward se irguió a mi lado.
—¡Sí! —siseó.
Me arriesgué a mirarle de refilón. Su rostro refulgía con una expresión de triunfo que no alcanzaba a comprender. Se asemejaba a la que podría tener el Ángel de la Destrucción el día que el fuego redujera el mundo a cenizas. Hermoso y aterrador.
La guardia reaccionó al fin y entre sus miembros se oyó un murmullo incómodo.
—¿Aro? —le llamó Edward a voz en grito y con una nota casi triunfal en la voz.
El interpelado vaciló y antes de responder se tomó unos momentos para evaluar con precaución este nuevo estado de ánimo.
—¿Sí, Edward? ¿Tienes algo más…?
—Tal vez —repuso mi esposo, controlando aquel entusiasmo inexplicable—, pero antes, ¿te importa si clarifico un punto?
—En absoluto —contestó el líder de los Vulturis, que enarcó una ceja y habló con un tono de voz que sólo dejaba entrever un interés cordial.
Apreté los dientes. Cuanto más amable se mostraba, más peligroso era ese Vulturis.
—Según tú, el peligro potencial de mi hija radica en nuestra imposibilidad para determinar en qué va a convertirse cuando haya terminado su desarrollo. ¿Es ése el quid de la cuestión?
—Exacto, amigo mío —convino Aro—. Si pudiéramos estar completamente seguros de que cuando crezca va a ser capaz de mantenerse a salvo del mundo humano y no poner en peligro la seguridad de nuestra reserva… —dejó la frase en suspenso y se encogió de hombros.
—Bueno, pero si pudiéramos conocer con certeza cómo va a ser de mayor, ¿habría necesidad de un concilio y todo lo demás? —sugirió Edward.
—Si hubiera alguna forma de tener una certeza absoluta —admitió Aro con una voz tan suave que daba escalofríos. No veía adonde quería llevarle Edward, y la verdad, yo tampoco—, entonces, sí, no habría nada que debatir.
—Y entonces nos marcharíamos todos en paz y tan amigos como siempre, ¿no? —inquirió Edward con una nota de ironía en la voz.
Más escalofríos.
—Por supuesto, mi joven amigo. Nada me complacería más.
Edward soltó entre dientes una risita exultante.
—En tal caso, tengo algo que ofrecerte.
Aro entornó los ojos y replicó:
—Ella es única. Sólo podemos aventurar en qué se va a convertir.
—No tan única —discrepó mi marido—, poco común, sin duda, pero no es la única de su especie.
Reprimí la sorpresa. De pronto, la esperanza cobraba vida y eso suponía una peligrosa distracción, pues aquella neblina de apariencia mórbida seguía enroscándose cerca de mi escudo, en cuya superficie noté una punzante presión mientras me esforzaba por recuperar la concentración.
—Esto…, Aro, ¿tendrías la bondad de pedirle a Jane que dejara de atacar a mi esposa? Todavía estamos discutiendo las pruebas.
El cabecilla alzó una mano.
—Paz, queridos míos. Oigámosle.
La presión desapareció. Jane me enseñó los colmillos y yo no fui capaz de contenerme, así que le devolví la más ancha de las sonrisas.
—¿Por qué no te unes a nosotros, Alice? —pidió Edward en voz alta.
—Alice —susurró Esme, asombrada.
¡Alice!
¡Alice, Alice, Alice!
—¡Alice, Alice! —murmuraron otras voces a mi alrededor.
—Alice —exhaló el líder Vulturis.
Me embargaron el alivio y una alegría descomunal. Necesité toda mi fuerza de voluntad para mantener en alto el escudo. Los zarcillos fuliginosos seguían probando suerte en su búsqueda de puntos débiles y Jane lo vería en el acto si llegaba a encontrar algún hueco.
Entonces, los escuché atravesar el bosque a la carrera. Acortaban la distancia en silencio y lo más deprisa posible.
Ambos bandos permanecieron inmóviles y expectantes. Los testigos de los Vulturis torcieron el gesto y se mostraron confusos.
Alice apareció en el claro desde el sureste con esos elegantes movimientos suyos de bailarina. El éxtasis de ver su rostro de nuevo estuvo a punto de derribarme. Jasper, cuyos ojos destellaban con fiereza, le pisaba los talones. Junto a ellos corrían tres desconocidos.
El primero era una mujer de cabellos negros, alta y musculosa. Obviamente, se trataba de Kachiri. Tenía esas extremidades largas tan características de las amazonas, más pronunciadas incluso.
La siguiente era una vampira de tez olivácea con una larga coleta de pelo negro agitándose sin cesar a su espalda. Sus ojos de intenso color borgoña iban de un lado para otro, recorriendo con un pestañeo nervioso los preparativos bélicos.
El último era un joven de piel morena y brillante. Sus movimientos al correr no eran tan rápidos ni tan elegantes como los de sus acompañantes. Examinó el gentío congregado con unos ojos de color muy semejante a la madera de teca. Tenía el pelo negro y lo llevaba recogido en una coleta, al igual que la mujer, pero no tan larga. Era muy guapo.
Las ondas sonoras de un nuevo eco se extendieron entre los miembros de la expectante multitud, era el sonido de otro corazón palpitando más deprisa a causa del ejercicio.
Alice esquivó de un brinco los zarcillos de la neblina, que ya estaba disipándose, y se ladeó para atravesar mi escudo y culebrear hasta detenerse al lado de Edward. Estiré una mano para tocarle el brazo, y lo propio hicieron Edward, Esme y Carlisle. No había tiempo para mayores bienvenidas. Jasper y los demás la siguieron a través de mi escudo.
Los guardias observaron con gesto pensativo cómo los recién llegados cruzaban la invisible barrera sin dificultad alguna. Los de tez morena, Felix y los que eran como él, se concentraron en mi blindaje con esperanzas renovadas. No estaban seguros de lo que podía repeler mi escudo, pero ahora tenían claro que no frenaba un ataque físico, por lo cual me convertirían en el único blanco de su ataque relámpago en cuanto Aro diera la orden de arremeter. Me pregunté a cuántos podría cegar Zafrina y si eso iba a ralentizarlos lo suficiente para que Kate y Vladimir borraran del tablero a Jane y Alec. Eso era cuanto podía pedir.
Edward se envaró, furioso al leer los pensamientos del enemigo, a pesar de lo muy concentrado que estaba en el golpe de mano. Se controló antes de hablar.
—Mi hermana ha buscado sus propios testigos durante semanas —le dijo al anciano líder— y no ha regresado con las manos vacías. ¿Por qué no nos los presentas, Alice?
—El momento de los testimonios ha pasado —refunfuñó Cayó—. Dinos tu voto, Aro.
El aludido alzó un dedo para acallar a su hermano y clavó los ojos en el rostro de Alice, que se adelantó un poco y presentó a los desconocidos.
—Ésta es Huilen y él, su sobrino Nahuel.
Me sentí como si nunca se hubiera marchado al oír su voz.
Cayo entornó los ojos cuando Alice hizo mención del parentesco existente entre los recién llegados y los testigos de los Vulturis susurraron entre ellos. Todos percibían el cambio operado en el mundo de los vampiros.
—Testifica, Huilen —ordenó Aro—. Di lo que debas decir.
La menuda mujer contempló a Alice con algo de nerviosismo y ésta le dedicó un asentimiento para infundirle coraje. Kachiri apoyó su enorme mano sobre el hombro de la pequeña vampira.
—Me llamo Huilen —anunció la mujer con una dicción clara aunque marcada por un acento extranjero. Conforme continuó, se hizo evidente que se había preparado a fondo, había practicado para contar aquella historia que fluía con el ritmo propio de una canción infantil—. Hace siglo y medio, yo vivía con mi tribu, los mapuches. Mi hermana tenía una piel blanca como la nieve de las montañas y por ese motivo mis padres la llamaron Pire[9]. Era muy hermosa, tal vez demasiado. Un día me contó que se le había aparecido un ángel en el bosque y que acudía a visitarla por las noches. Yo la previne, por si los cardenales de todo el cuerpo no fueran suficiente aviso —Huilen sacudió la cabeza con melancolía—. Se lo advertí, era el libishomen de nuestras leyendas, pero ella no me hizo caso. Estaba como hechizada.
«Cuando estuvo segura de que la semilla del ángel oscuro crecía en su interior, me lo dijo. No intenté desanimarla de su plan de escapar, pues sabía que nuestros padres iban a estar más que predispuestos a destruir al fruto de su vientre, y a Pire con él. La acompañé a lo más profundo del bosque, donde buscó en vano a su ángel demoníaco. La cuidé y cacé para ella cuando le fallaron las fuerzas. Pire comía la carne cruda y se bebía la sangre de las piezas. No necesité de más confirmación para saber qué clase de criatura crecía en su vientre. Yo albergaba la esperanza de salvarle la vida antes de matar al monstruo.
»Pero ella sentía verdadera adoración por su hijo. Le llamaba Nahuel[10] en honor al gran felino de la selva. La criatura se hizo fuerte al crecer y le rompió los huesos, y aun así, ella le adoraba.
»No logré salvar a Pire. El niño se abrió paso desde el vientre para salir. Ella murió desangrada enseguida y no dejó de pedirme todo el tiempo que me hiciera cargo de Nahuel. Fue su último deseo, y accedí, aunque él me mordió mientras intentaba sacarle del cuerpo de su madre. Me alejé dando tumbos para esconderme a morir en la selva. No llegué demasiado lejos, pues el dolor era insoportable. El niño recién nacido gateó entre el sotobosque, me encontró y me esperó. Desperté cuando el dolor había cesado y me lo encontré aovillado junto a mí, dormido.
»Cuidé de él hasta que fue capaz de cazar por su cuenta. Cobrábamos nuestras piezas en las villas próximas al bosque donde habíamos instalado nuestra morada. Nunca nos hemos alejado de nuestro hogar hasta ahora, pero Nahuel deseaba conocer a la niña.
Huilen inclinó la cabeza a modo de reverencia y retrocedió hasta quedar casi oculta detrás de Kachiri.
Aro frunció los labios y miró al joven de tez bronceada.
—¿Tienes ciento cincuenta años, Nahuel? —inquirió.
—Década más o menos, sí —respondió con voz cálida e increíblemente hermosa. Hablaba sin apenas acento—. No llevamos registros.
—¿A qué edad alcanzaste la madurez?
—Fui adulto a los siete años, más o menos.
—¿Y no has cambiado desde entonces?
—No que yo haya notado —Nahuel se encogió de hombros.
Noté el repentino temblor de Jacob. No quería pensar en eso, aún no. Iba a esperar a que pasara el peligro y pudiera concentrarme.
—¿Y qué me dices de tu dieta? —quiso saber Aro, que se mostró interesado incluso a su pesar.
—Me nutro de sangre casi siempre, pero también tomo comida humana y puedo sobrevivir sólo con eso.
—¿Eres capaz de crear a otro inmortal? —inquirió el Vulturis con voz de repente muy intensa al tiempo que hacía una señal hacia Huilen. Me concentré en el escudo, temerosa de que únicamente estuviera buscando otra excusa.
—Yo, sí, pero no es el caso de las demás.
Un murmullo de asombro recorrió los tres grupos y Aro enarcó las cejas de inmediato.
—¿Las demás…?
—Me refiero a mis hermanas —explicó con un nuevo encogimiento de hombros.
Aro le miró como un poseso antes de lograr recobrar la calma.
—Quizá fuera mejor que nos contaras el resto de tu historia, pues me da la impresión de que hay más por saber.
Nahuel puso cara de pocos amigos.
—Mi padre vino a buscarme unos años después de la muerte de mi madre —el desagrado le desdibujó un tanto las facciones—. Estuvo encantado de localizarme —el tono del narrador dejó claro que la satisfacción no era mutua—. Tenía dos hijas, pero ningún hijo, y esperaba que me fuera a vivir con él, tal y como habían hecho mis hermanas.
»Le sorprendió que no estuviera solo, ya que el mordisco de mis hermanas no era venenoso, pero quién puede saber si eso es cuestión de sexo o de puro azar… Yo ya había formado una familia con Huilen y no estaba interesado —deformó la palabra al pronunciarla— en efectuar cambio alguno. Le veo de vez en cuando. Ahora, tengo otra hermana. Alcanzó la madurez hará cosa de diez años.
—¿Cómo se llama tu padre? —masculló Cayo.
—Joham —contestó Nahuel—. El tipo se considera una especie de científico y se cree que está creando una nueva raza de seres superiores.
No intentó ocultar el disgusto de su voz.
Cayo me miró.
—¿Es venenosa tu hija? —inquirió con voz ronca.
—No —respondí.
Nahuel alzó bruscamente la cabeza al oír la pregunta del líder Vulturis. Sus ojos de teca buscaron mi rostro.
Cayo miró a Aro en busca de una confirmación, pero el anciano se hallaba absorto en sus pensamientos. Frunció los labios y su mirada se posó en Carlisle, en Edward y por último en mí.
—Encarguémonos de esta aberración y vayamos luego al sur, a por el otro —urgió a Aro con un gruñido.
Aro clavó sus ojos en los míos durante un momento interminable y de gran tensión. No tenía ni idea de qué andaba buscando ni de lo que había encontrado, pues algo había cambiado en su rostro. La sonrisa de sus labios se había alterado, y también el brillo de sus ojos. Había adoptado una decisión, lo supe en ese instante.
—Hermano —contestó Aro con voz suave—, no parece haber peligro alguno. Estamos ante un desarrollo inusual, pero no veo la amenaza. Da la impresión de que estos niños semivampiros se parecen bastante a nosotros.
—¿Es ése el sentido de tu voto? —inquirió Cayo.
—Lo es.
—¿Y qué me dices del tal Joham, ese inmortal tan aficionado a la experimentación?
—Quizá deberíamos hacerle una visita —convino Aro.
—Detened a Joham si os place, pero dejad en paz a mis hermanas —intervino Nahuel, que no se andaba por las ramas—. Son inocentes.
Aro asintió con expresión solemne y luego se volvió hacia la guardia con una cálida sonrisa.
—Hoy no vamos a luchar, queridos míos —anunció.
Los integrantes de la guardia asintieron al unísono y abandonaron sus posiciones de ataque mientras la neblina se disipaba enseguida. Yo mantuve preparado el escudo por si acaso. Tal vez sólo fuera una treta.
Estudié sus expresiones antes de que Aro nos diera la espalda. Su rostro era tan benigno como de costumbre, pero a diferencia de antes, yo percibía un vacío extraño detrás de la fachada, como si sus triquiñuelas se hubieran terminado. Cayo echaba chispas por los ojos, eso resultaba obvio, pero ahora su rabia ardía por dentro. Marco parecía… aburrido, sí, aburrido, en realidad, no había otra palabra para describirlo. La guardia volvía a mostrarse impasible y actuaba con disciplina, sus miembros ya no eran individuos, sino parte de un todo. Formaron y se dispusieron a emprender la marcha. Los testigos reunidos por los Vulturis seguían mostrándose de lo más precavidos. Uno tras otro se fueron retirando hasta perderse por los bosques. Cuando su número fue demasiado pequeño, quienes se habían rezagado se dejaron de sutilezas y echaron a correr. Pronto no quedó nadie.
Aro nos tendió las manos en un gesto de disculpa, o casi. A sus espaldas, la mayor parte de la guardia, junto con Cayo, Marco y las misteriosas y silenciosas consortes, empezó a marcharse a toda prisa y en precisa formación. Sólo remolonearon por allí los tres componentes de lo que parecía ser su guardia personal.
—Me alegra que esto haya podido resolverse sin necesidad de apelar a la violencia —aseguró con dulzura—. Carlisle, amigo mío, ¡cuánto me alegra poderte llamar amigo otra vez! Espero que no haya resentimiento. Sé que tú comprendes la pesada carga del deber que hay sobre nuestros hombros.
—Ve en paz, Aro —contestó Carlisle con frialdad—. Haz el favor de recordar que nosotros debemos mantener el anonimato y la reserva en estas tierras, de modo que no dejes que tu guardia cace en esta región.
—Por descontado, Carlisle —le aseguró Aro—. Lamento haberme granjeado tu desaprobación, mi querido amigo. Tal vez llegues a perdonarme con el tiempo.
—Tal vez, con el tiempo, y si demuestras que vuelves a ser nuestro amigo.
Aro era la viva imagen del remordimiento cuando inclinó la cabeza y se deslizó hacia atrás antes de darse la vuelta. Contemplamos en silencio cómo el último de los Vulturis desaparecía entre los árboles.
Imperó el silencio, pero no bajé la guardia.
—¿De verdad ha terminado? —le pregunté a Edward en voz baja.
—Sí —respondió él con una ancha sonrisa—, sí. Se han rendido y ahora escapan como matones apaleados: con el rabo entre las piernas.
Soltó una risilla entre los dientes y Alice se unió a él.
—Es de verdad, no van a volver. Podemos relajarnos todos.
Se hizo el silencio durante otro segundo.
—Así se pudran —musitó Stefan.
Y entonces, todo estalló.
Se produjo una explosión de júbilo. Aullidos de desafío y gritos de alegría llenaron el claro.
Maggie se puso a pegar golpes en la espalda de Siobhan. Rosalie y Emmett se dieron otro beso, esta vez más prolongado y ardiente que el anterior. Benjamin y Tia se abrazaron, al igual que Carmen y Eleazar. Esme mantuvo sujetos a Alice y a Jasper entre sus brazos. Carlisle se puso a agradecer efusivamente a los recién llegados de Sudamérica que nos hubieran salvado la vida.
Kachiri permaneció cerca de Zafrina y Senna, cuyos dedos estaban entrelazados. Garrett alzó en vilo a Kate y se puso a darle vueltas en círculo.
Stefan lanzó un salivazo a la nieve y Vladimir apretó los dientes con expresión de amargura.
Me encaramé al gigantesco lobo de pelaje rojizo para retirar a mi hija de sus lomos y estrecharla contra mi pecho. Edward nos rodeó con los brazos al cabo de un instante.
—Nessie, Nessie, Nessie —canturreé.
Jacob se carcajeó con esos ladridos suyos y me frotó la nuca con el hocico.
—Cállate —mascullé.
—¿Voy a quedarme contigo? —inquirió mi hija.
—Para siempre —le prometí.
El futuro nos pertenecía, y Nessie iba a estar bien, rebosante de fuerza y salud. Al igual que el semihumano Nahuel, seguiría siendo joven dentro de ciento cincuenta años, y estaríamos juntos.
La felicidad se expandió en mi interior como la onda expansiva de una explosión, tan virulenta y fuerte que no estuve segura de sobrevivir a sus efectos.
—Para siempre —me dijo Edward al oído, repitiendo mi promesa.
No fui capaz de articular más palabras. Alcé la cabeza y le besé con una pasión capaz de prenderle fuego al bosque. Y yo ni lo habría notado.