El gran día

Los párpados se me abrieron solos de sopetón.

Me quedé temblorosa y jadeante en mi cálida cama durante unos minutos, intentando liberarme del sueño. El cielo fuera de mi ventana se volvió gris y después pasó al rosa pálido mientras esperaba a que se calmara mi corazón.

Me sentí un poco enfadada conmigo misma cuando regresé por completo a la realidad de mi desordenada habitación. ¡Vaya sueño para tener la noche antes de mi boda! Eso era lo que había conseguido obsesionándome con historias perturbadoras en mitad de la noche.

Deseosa de sacudirme de encima la pesadilla, me vestí y me dirigí hacia la cocina mucho antes de lo necesario. Primero limpié las habitaciones que ya había ordenado y luego, cuando Charlie se levantó, le hice crepes. Estaba demasiado nerviosa para comer, así que me senté en el borde del asiento mientras él desayunaba.

—Debes recoger al señor Weber a las tres en punto —le recordé.

—Pues no es que tenga muchas más cosas que hacer además de traer al sacerdote, Bells. No es probable que se me olvide esa única tarea —Charlie se había tomado todo el día libre por la boda, y se sentía ocioso. De vez en cuando sus ojos fluctuaban furtivamente hacia el armario que había debajo de las escaleras, donde guardaba el equipo de pesca.

—Ése no es tu único trabajo. También debes estar vestido de manera correcta y presentable.

Él miró con cara de pocos amigos su cuenco de cereales y masculló las palabras «traje de etiqueta».

Se oyeron unos golpes impacientes en la puerta principal.

—Y tú crees que lo llevas mal —repuse yo, haciendo una mueca mientras me levantaba—. Alice no me va a dejar ni respirar en todo el día.

Charlie asintió pensativo, concediéndome que no le había tocado la peor parte en toda esta traumática experiencia. Me incliné para besarle en la parte superior de la cabeza mientras pasaba por su lado, él se ruborizó y refunfuñó, y luego continué hasta llegar a la puerta donde estaba mi mejor amiga y futura cuñada.

El pelo corto de Alice no tenía su habitual aspecto erizado: mostraba una apariencia suave debido a los pulcros tirabuzones alrededor de su rostro de duende, que sin embargo, por contraste, mostraba una expresión de mujer muy atareada. Me arrastró fuera de la casa con apenas un «Qué hay, Charlie» exclamado por encima del hombro.

Alice me evaluó mientras se metía en su Porsche.

—¡Oh, demonios! ¡Mírate los ojos! —chasqueó la lengua en reproche—. ¿Qué es lo que has hecho? ¿Has estado levantada toda la noche?

—Casi toda.

Me miró con cara de pocos amigos.

—No es que tenga mucho tiempo para dejarte asombrosa, Bella, la verdad es que podrías haber cuidado un poco mejor la materia prima.

—Nadie espera que esté asombrosa. Creo que el peor problema de todos será más bien que me quede dormida durante la ceremonia, no sea capaz de decir «sí, quiero» en el momento oportuno, y entonces Edward aproveche para huir de mí.

Ella se echó a reír.

—Te tiraré mi ramo de flores cuando se acerque el momento.

—Gracias.

—Al menos, mañana tendrás un montón de tiempo para dormir en el avión.

Alcé una ceja. «Mañana», musité para mí. Si nos íbamos esa noche después de la recepción, y todavía estaríamos en un avión al día siguiente… bueno, entonces no viajaríamos a Boise, Idaho. A Edward no se le había escapado ni una sola pista. Yo no me sentía demasiado emocionada por el misterio, pero resultaba extraño no saber dónde dormiría la noche siguiente. O era de esperar que no estuviera durmiendo…

Alice se dio cuenta de que me había dado en qué pensar y frunció el ceño.

—Bueno, ya estás lista y tu maleta preparada —me dijo, con intención de distraerme.

Y funcionó.

—¡Alice, me hubiera gustado que me dejaras empaquetar mis propias cosas!

—Eso te hubiera proporcionado demasiada información.

—Y tú hubieras perdido una oportunidad para ir de compras.

—Serás mi hermana oficialmente dentro de diez cortas horas… Va siendo hora de que abandones tu aversión a la ropa nueva.

Fulminé con la mirada el parabrisas, aunque un tanto grogui, hasta que llegamos cerca de la casa.

—¿Ha regresado ya? —le pregunté.

—No te preocupes, estará aquí antes de que empiece la música, pero tú no debes verle, no importa cuándo regrese. Vamos a hacer todo esto a la manera tradicional.

Yo resoplé.

—¡Tradicional!

—Vale, tradicional si dejamos a un lado a los novios.

—Ya sabes que él seguramente habrá echado una ojeada a hurtadillas.

—¡Oh, no! Yo he sido la única que te ha visto con el vestido. He tenido mucho cuidado de no pensar en él cuando Edward andaba cerca.

—Bueno —comenté mientras ella giraba hacia el sendero de la entrada—. Ya veo que has reutilizado la decoración de tu graduación —los cuatro kilómetros y medio que llevaban hasta la casa habían sido decorados con miles de luces titilantes, a las que había añadido esta vez lazos blancos de satén.

—Lo que desperdicias es porque no lo sabes apreciar. Disfruta de esto, porque no te voy a dejar ver nada de la decoración del interior hasta que llegue la hora.

Entró en el cavernoso garaje situado al norte de la casa principal. El enorme Jeep de Emmett aún no estaba allí.

—¿Y desde cuándo no se le permite ver la decoración a la novia? —protesté yo.

—Desde que yo me he quedado a cargo de la boda al completo. Quiero que percibas todo el impacto cuando bajes las escaleras.

Me colocó las manos sobre los ojos antes de dejarme entrar en la cocina e inmediatamente me asaltó el aroma.

—¿Qué es eso? —le pregunté mientras me guiaba por la casa.

—¿Crees que me he pasado? —la voz de Alice sonó repentinamente preocupada—. Eres el primer humano que entra. Espero haberlo hecho bien.

—¡Pero si huele de maravilla! —le aseguré. Era casi embriagador, pero no del todo abrumador, y el equilibrio de las diferentes fragancias resultaba sutil e impecable—. Azahar… lilas… y algo más, ¿estoy en lo cierto?

—Muy bien, Bella. Sólo has olvidado las fresias y las rosas.

No me descubrió los ojos hasta que llegamos a su gigantesco baño. Me quedé mirando la enorme encimera cubierta con toda la parafernalia de un salón de belleza y comencé a sentir los efectos de mi noche sin sueño.

—¿Realmente hace falta todo esto? En cualquier caso voy a parecer insignificante a su lado, no importa lo que hagas.

Ella me empujó hasta que me senté en una silla baja de color rosa.

—Nadie osará considerarte insignificante cuando haya acabado contigo.

—Sí claro, pero eso será sólo porque les dará miedo que les chupes la sangre —mascullé. Me incliné hacia atrás en la silla y cerré los ojos, esperando poder echar un sueñecito mientras tanto.

Me adormilé un poco y me desperté a ratos mientras ella ponía mascarillas, pulía y sacaba brillo a cada una de las superficies de mi cuerpo.

No fue hasta después del almuerzo cuando Rosalie se deslizó a través de la puerta del cuarto de baño con una relumbrante bata plateada y el pelo dorado apilado en una suave corona en la parte superior de la cabeza. Estaba tan hermosa que me dieron ganas de llorar. ¿Qué sentido tenía arreglarse tanto teniendo por allí a Rosalie?

—Ya han regresado —comentó ella, e inmediatamente se me pasó mi pequeño e infantil arranque de desesperación. Edward estaba en casa.

—¡Mantenlo fuera de aquí!

—No creo que se cruce hoy contigo —le aseguró Rosalie—. Le da mucho valor a su vida. Esme les ha puesto a terminar algunas cosas en la parte de atrás. ¿Necesitas ayuda? Puedo arreglarle el pelo.

Se me descolgó la mandíbula y allí se quedó, tambaleándose, mientras yo intentaba recordar cómo se cerraba.

Nunca había sido la persona más querida del mundo para Rosalie. Además, lo que hacía la situación aún más tensa entre nosotras era que ella se sentía personalmente ofendida por la decisión que yo había tomado. A pesar de tener su belleza casi imposible, una familia que la quería, y un compañero del alma en Emmett, ella lo hubiera cambiado todo con tal de ser humana. Y allí estaba yo, arrojando por la borda todo lo que Rosalie deseaba en la vida sin ningún remordimiento, como si fuera basura. Esto no hacía que le cayera demasiado bien.

—Claro —respondió Alice con soltura—. Puedes empezar con las trenzas, quiero que estén muy bien entretejidas. El velo va aquí, justo debajo —sus manos comenzaron a deslizarse por mi cabello, sopesándolo, retorciéndolo e ilustrando con detalles lo que pretendía conseguir. Cuando terminó, las manos de Rosalie la reemplazaron, dándole forma a mi cabello con el tacto ligero de una pluma. Alice volvió a concentrarse en mi rostro.

Una vez que Rosalie recibió los elogios de Alice por mi peinado, la envió a traer mi vestido y después a buscar a Jasper, al que habían encomendado recoger a mi madre y su marido, Phil, en su hotel. En el piso de abajo escuchaba el ruido leve que producía la puerta al abrirse y cerrarse una y otra vez. Las voces comenzaron a elevarse hasta donde estábamos nosotras.

Alice me puso en pie de modo que pudiera colocarme el vestido sobre el peinado y el maquillaje. Me temblaban tanto las rodillas que cuando abrochó la línea de botones de perlas a mi espalda, el satén bailaba haciendo pequeñas ondas hasta llegar al suelo.

—Respira hondo, Bella —me recomendó Alice— e intenta controlar tu pulso. Se te va a correr todo el maquillaje con el sudor.

Le dediqué la expresión más sarcástica que pude improvisar.

—Lo intentaré.

—Yo tengo que vestirme ahora. ¿Puedes apañártelas sola un par de minutos?

—Mmm… ¿a lo mejor sí?

Puso los ojos en blanco y salió disparada por la puerta.

Me concentré en la respiración, contando cada uno de los movimientos de mis pulmones y me quedé mirando fijamente los diseños que la luz del baño dibujaba en la tela brillante de mi falda. Me daba miedo mirarme al espejo, miedo de ver mi imagen vestida de novia porque ello podría provocarme un ataque de pánico a gran escala.

Alice regresó antes de que contara doscientas respiraciones con un vestido que flotaba alrededor de su cuerpo esbelto como una cascada plateada.

—Alice… ¡guau!

—Nada de nada. Nadie se me va a quedar mirando hoy, al menos no mientras tú estés en la habitación.

—Ja, ja.

—Y ahora dime, ¿estás bajo control o tengo que llamar a Jasper?

—¿Ya han vuelto? ¿Ha llegado mi madre?

—Acaba de entrar por la puerta y viene de camino hacia aquí.

Renée había realizado el vuelo hacía dos días y yo había pasado todos y cada uno de los minutos que había podido con ella, claro, cada minuto que pude escatimarle a Esme y la decoración. Creo que se lo estaba pasando tan bien como un chaval que se hubiera quedado encerrado en Disneylandia toda una noche. De algún modo, yo también me sentía igual de decepcionada que Charlie. Había pasado tanto miedo esperando su reacción…

—¡Oh, Bella! —chilló, demasiado efusiva incluso antes de haber entrado en la habitación—, ¡oh, cariño, qué hermosa estás! ¡Creo que me voy a echar a llorar! ¡Alice, eres increíble! Tanto Esme como tú deberíais montar un negocio para organizar bodas. ¿Dónde has encontrado ese vestido? ¡Es divino! Tan gracioso, tan elegante. Bella, parece como si acabaras de salir de una película de Austen —la voz de mi madre sonaba ahora algo lejana y todo en la habitación se volvió ligeramente borroso—. Qué idea tan original, diseñar todo el tema de la decoración a partir del anillo de Bella, ¡es tan romántico! ¡Y pensar que ha pertenecido a la familia de Edward desde el siglo XVIII!

Alice y yo intercambiamos una mirada conspirativa. Mi madre había metido la pata respecto al estilo de mi vestido en más de cien años. La boda realmente no se había centrado en el anillo, sino en el mismo Edward.

Hubo un alto y brusco aclararse de una garganta en la entrada.

—Renée, Esme dice que es hora de que te instales allí abajo —comentó Charlie.

—Bueno, Charlie, ¡pero qué aspecto tan gallardo! —replicó Renée en un tono que sonaba algo sorprendido. Eso quizás explicó el malhumor de la respuesta de Charlie.

—Es cosa de Alice.

—Pero ¿ya es la hora? —dijo Renée como para sí misma, sonando casi tan nerviosa como yo—. Ha ido todo tan rápido. Me siento un poco mareada.

Ya éramos dos.

—Dame un abrazo antes de que baje —insistió Renée—, con mucho cuidado, a ver si voy a estropear algo.

Mi madre me apretó cariñosamente la cintura y después se precipitó hacia la puerta, dándose allí una vuelta para mirarme de nuevo.

—¡Oh, cielos, casi se me olvida! Charlie, ¿dónde está la caja?

Mi padre rebuscó en sus bolsillos un minuto y después sacó de allí una pequeña caja blanca que ofreció a Renée, quien abrió la tapa y me la alargó.

—Algo azul —comentó.

—Y algo viejo también. Pertenecieron a tu abuela Swan —añadió Charlie—, hemos hecho que un joyero reemplazara los esmaltes con zafiros.

Dentro de la caja había dos pesadas peinetas de plata. Sobre los dientes, iban empotrados entre los intrincados diseños florales unos oscuros zafiros azules.

Se me hizo un nudo en la garganta.

—Mamá, papá… No deberíais…

—Alice no nos ha dejado hacer nada más —replicó Renée—, cada vez que lo intentábamos estaba a punto de cortarnos el gaznate.

Se me escapó de entre los dientes una risita histérica.

Alice apareció de pronto e insertó con rapidez las peinetas en el pelo sobre el borde de mis gruesas trenzas.

—Ya tenemos algo viejo y algo azul —reflexionó Alice, dando unos pasos hacia atrás para admirarme—, y tu vestido es nuevo. De modo que aquí…

Me lanzó algo y yo alcé las manos de forma automática para cogerlo; así es como aterrizó en mis palmas una vaporosa liga blanca.

—Es mía y la quiero de vuelta —me comentó Alice. Yo me ruboricé.

—Ah, qué bien —afirmó Alice satisfecha—. Un poco de color… justo lo que necesitabas. Ya estás oficialmente perfecta —se volvió hacia mis padres con una pequeña sonrisa orgullosa—. Renée, tienes que bajar ya.

—Sí, señora —Renée me envió un beso y se apresuró a salir.

—Charlie, ¿te importaría ir en busca de las flores, por favor?

Mientras Charlie se ausentaba, Alice me quitó la liga de las manos y entonces se inclinó bajo mi falda. Yo jadeé y me estremecí cuando su mano fría me cogió el tobillo para poner la liga en su sitio.

Ya estaba de nuevo en pie antes de que Charlie regresara con dos espumosos ramos de flores blancas. El aroma de las rosas, el azahar y las fresias me envolvió en una suave neblina.

Rosalie, la mejor música de la familia después de Edward, comenzó a tocar el piano en el piso de abajo. El canon de Pachelbel. Empecé a hiperventilar.

—Cálmate, Bells —dijo Charlie. Se volvió a Alice con nerviosismo—. Parece un poco mareada, ¿crees que será capaz de hacerlo?

Su voz me sonó muy lejana y apenas sentía las piernas.

Se pondrá mejor.

—Alice se colocó de pie delante de mí, irguiéndose sobre las puntas de los pies para mirarme mejor a los ojos y me cogió las muñecas con sus manos duras.

—Concéntrate, Bella. Edward te espera allí abajo.

Inhalé un gran trago de aire, deseando recuperar pronto la compostura.

La música se transformó lentamente en una nueva canción. Charlie me dio un codazo.

—Venga, Bells, es nuestro turno para batear.

—¿Bella? —inquirió Alice, aún pendiente de mi mirada.

—Sí —chillé—. Edward, vale —y dejé que me sacara de la habitación con Charlie pegado a mi codo.

La música sonaba muy fuerte y subía flotando por las escaleras junto con la fragancia de un millón de flores. Me concentré en la idea de Edward esperando abajo para conseguir poner los pies en movimiento.

La música me resultaba familiar, la marcha tradicional de Wagner rodeada de un flujo de florituras.

—Es mi turno —replicó Alice—. Cuenta hasta cinco y sígueme.

Ella comenzó una lenta danza llena de gracia mientras bajaba la escalera. Debería haberme dado cuenta de que tener a Alice como mi única dama de honor era un error. Sin duda, iba a parecer mucho más descoordinada andando detrás de ella.

Una repentina fanfarria vibró a través de la música que sobrevolaba el lugar y reconocí mi entrada.

—No dejes que me caiga, papá —susurré y Charlie me colocó la mano sobre su brazo y la sujetó allí con firmeza.

Un paso por vez, me dije a mí misma cuando comencé a descender al ritmo lento de la marcha. No levanté los ojos hasta que vi mis pies a salvo en el piso de abajo, aunque pude escuchar los murmullos y el susurro de la audiencia cuando aparecí a la vista de todos. La sangre se me subió a las mejillas con el sonido; claro que todo el mundo cuenta siempre con la ruborosa novia.

Tan pronto como mis pies pasaron las traicioneras escaleras le busqué con la mirada. Durante un segundo escaso, me distrajo la profusión de flores blancas que colgaban en guirnaldas desde cualquier cosa que hubiera en la habitación que no estuviera viva, pendiendo en largas líneas de vaporosos lazos, pero arranqué los ojos del dosel en forma de enramada y busqué a través de las filas de sillas envueltas en raso, ruborizándome más profundamente mientras caía en la cuenta de aquella multitud de rostros, todos pendientes de mí. Hasta que le encontré al final del todo, de pie, delante de un arco rebosante de más flores y más lazos.

Apenas era consciente de que estuviera Carlisle a su lado y el padre de Angela detrás de los dos. No veía a mi madre donde debía de estar sentada, en la fila delantera, ni a mi nueva familia ni a ninguno de los invitados. Todos ellos tendrían que esperar.

Ahora sólo podía distinguir el rostro de Edward, que llenó mi visión e inundó mi mente. Sus ojos brillaban como la mantequilla derretida, en todo su esplendor dorado, y su rostro perfecto parecía casi severo con la profundidad de la emoción. Y entonces, cuando su mirada se encontró con la mía, turbada, rompió en una sonrisa de júbilo que quitaba el aliento.

De repente, fue sólo la presión de la mano de Charlie en la mía la que me impidió echar a correr hacia delante atravesando todo el pasillo.

La marcha era tan lenta que luché para acompasar los pasos a su ritmo. Menos mal que el pasillo era muy corto. Hasta que por último, al fin, llegué allí. Edward extendió su mano y Charlie tomó la mía y en un símbolo tan antiguo como el mundo, la colocó sobre la de Edward. Yo rocé el frío milagro de su piel y me sentí en casa.

Hicimos los votos sencillos con las palabras tradicionales que se habían dicho millones de veces, aunque jamás por una pareja como nosotros. Sólo le habíamos pedido al señor Weber que hiciera un cambio pequeño y él amablemente sustituyó la frase «hasta que la muerte nos separe» por una más apropiada que rezaba: «tanto como duren nuestras vidas».

En ese momento, cuando el sacerdote recitó esta parte, mi mundo, que había estado boca abajo durante tanto tiempo, pareció estabilizarse en la posición correcta. Comprendí qué tonta había sido temiendo este momento, como si fuera un regalo de cumpleaños que no deseaba o una exhibición embarazosa como la del baile de promoción. Miré a los ojos brillantes, triunfantes de Edward y supe que yo también había ganado, porque nada importaba salvo que me quedaría con él.

No me di cuenta de que estaba llorando hasta que llegó el momento de las palabras que nos unirían para siempre.

—Sí, quiero —me las arreglé para pronunciar con voz ahogada, en un susurro casi ininteligible, pestañeando para aclararme los ojos de modo que pudiera verle el semblante.

Cuando llegó su turno las palabras sonaron claras y victoriosas.

—Sí, quiero —juró.

El señor Weber nos declaró marido y mujer, y entonces las manos de Edward se alzaron para acunar mi rostro cuidadosamente, como si fuera tan delicada como los pétalos blancos que se balanceaban sobre nuestras cabezas. Intenté comprender, a través de la película de lágrimas que me cegaba, el hecho surrealista de que esa persona asombrosa fuera mía. Sus ojos dorados también parecían llenos de lágrimas, a pesar de que eso era imposible. Inclinó su cabeza hacia la mía y yo me alcé sobre las puntas de los pies arrojando mis brazos, con el ramo y todo, alrededor de su cuello.

Me besó con ternura, con adoración y yo olvidé a la gente, el lugar, el momento y la razón… recordando sólo que él me amaba, que me quería y que yo era suya.

Él comenzó el beso y él mismo tuvo que terminarlo, porque yo me colgué de él, ignorando las risitas disimuladas y las gargantas que se aclaraban ruidosamente entre la audiencia. Al final, apartó mi cara con sus manos y se retiró, demasiado pronto, para mirarme. En la superficie su fugaz sonrisa parecía divertida, casi una sonrisita de suficiencia, pero debajo de su momentánea diversión por mi exhibición pública de afecto había una profunda alegría que era un eco de la mía.

El gentío estalló en un aplauso y él movió nuestros cuerpos para ponernos de cara a nuestros amigos y familiares, pero yo no pude apartar el rostro del suyo para mirarlos a ellos.

Los brazos de mi madre fueron los primeros que me encontraron con la cara surcada de lágrimas, cuando al fin retiré con desgana los ojos de Edward. Y entonces me pasaron de mano en mano por toda la multitud, de abrazo en abrazo, y apenas fui consciente de a quién pertenecían los brazos de cada uno de ellos, con la atención prendida de la mano de Edward que aferraba firmemente la mía. Reconocí con claridad la diferencia entre los blandos y cálidos abrazos de mis amigos humanos y los cariñosos y fríos de mi nueva familia.

Pero un abrazo abrasador destacó entre todos los demás, el de Seth Clearwater, que había afrontado una muchedumbre de vampiros para estar allí ocupando el lugar de mi amigo licántropo perdido.