El dolor era desconcertante.
Exactamente eso, me sentía desconcertada. No podía entender, no le encontraba sentido a lo que estaba ocurriendo.
Mi cuerpo intentaba rechazar el suplicio, y me absorbía una y otra vez una oscuridad que me evitaba segundos o incluso minutos enteros de agonía, haciendo que fuera aún más difícil mantenerse en contacto con la realidad.
Intenté hacer que se separaran, el dolor y la realidad.
La irrealidad era negra y en ella no me dolía tanto.
La realidad era roja y me hacía sentir como si me aserraran por la mitad, me atropellara un autobús, me golpeara un boxeador, me pisotearan unos toros y me sumergieran en ácido, todo a la vez.
La realidad era sentir que mi cuerpo se retorcía y enloquecía aunque yo no podía moverme, posiblemente debido al mismo dolor.
La realidad era saber que había algo mucho más importante que toda esta tortura, pero ser incapaz de recordar qué era. La realidad había llegado demasiado rápido.
En un momento, todo era como debía ser, rodeada por la gente que amaba, y sus sonrisas. De alguna manera era como si, aunque me resultara inverosímil, hubiera conseguido todo por lo que había luchado.
Y sin embargo, sólo una pequeña cosa, insustancial, había ido mal.
Observé sin ver la inclinación de la copa, que vertió la sangre oscura hasta manchar la blancura inmaculada del sofá. Me tambaleé hacia el desastre en un acto reflejo, aunque ya había visto las otras manos, más rápidas, pero mi cuerpo había continuado estirándose, intentando alcanzarlo…
Pero dentro de mí, algo tiraba en la dirección opuesta. Desgarrándome. Quebrándome. Una agonía.
La negrura se había enseñoreado de todo y me había arrastrado en una ola de tortura. No podía respirar, ya había estado a punto de ahogarme antes, pero esto era diferente, porque me ardía la garganta.
Me estaba haciendo pedazos, partiéndome, cortándome…
Más oscuridad.
Las voces, esta vez, gritaban cuando regresó el dolor.
—¡La placenta se ha desprendido!
Algo más agudo que un cuchillo me rasgó: aquellas palabras adquiriendo sentido, algo peor que todas las otras torturas. Sabía lo que significaba la expresión «placenta desprendida». Eso quería decir que mi bebé se estaba muriendo en mi interior.
—¡SÁCALO! —le chillé a Edward, ¿por qué no lo había hecho ya?—. ¡No puede respirar! ¡Hazlo YA!
—La morfina…
¿Él quería esperar para darme analgésicos mientras se moría nuestro bebé?
—No, no… ¡AHORA! —bramé casi ahogándome, incapaz de terminar la frase.
La luz de la habitación se cubrió de puntos negros cuando una fría punzada de un nuevo ataque de dolor me atravesó el estómago, parecía una cuchillada helada. Todo iba mal… Luché de forma automática para proteger mi útero, mi bebé, a mi pequeño Edward Jacob, pero estaba muy débil. Me dolían los pulmones, porque ya había quemado todo el oxígeno.
El dolor se desvaneció de nuevo aunque esta vez yo intenté aferrarme a él. Mi bebé, mi bebé se estaba muriendo…
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Segundos o minutos? El dolor se había ido, y me había dejado aturdida, sin sentir nada. Tampoco podía ver nada, aunque sí escuchar. Había recuperado el aire en mis pulmones otra vez, que entraba y salía en forma de gruesas burbujas raspándome la garganta.
—¡Quédate conmigo, Bella! ¿Me oyes? ¡Aguanta! ¡Quédate, no me dejes! Haz que ese corazón tuyo siga latiendo.
¿Jacob? Jacob seguía aún aquí, intentando salvarme.
Claro, me hubiera gustado decirle. Claro que haría que mi corazón siguiera latiendo. ¿Acaso no se lo había prometido a los dos?
Intenté sentir mi corazón, encontrarlo, pero me hallaba completamente perdida dentro de mi propio cuerpo. No podía percibir las cosas como antes, ya que nada parecía estar en su sitio habitual. Pestañeé y supe dónde tenía los ojos, podía ver la luz. No era lo que estaba buscando, pero era mejor que nada.
Mientras mis ojos luchaban para adaptarse, Edward susurró:
—Renesmee.
¿Renesmee?
¿No era el niño pálido y perfecto de mi imaginación? Sentí un momento de pánico y después un flujo cálido.
Renesmee.
Quería poner mis labios en movimiento, quería que las burbujas de aire se convirtieran en murmullos en mi lengua. Forcé mis manos entumecidas a alzarse.
—Déjamela… Dámela…
La luz se movió, destrozando las manos cristalinas de Edward. Las chispas estaban teñidas de púrpura por la sangre que cubría su piel. Y había aún más rojo sobre sus manos. Algo pequeño, que se debatía, lo manchaba de sangre. Rozó el cuerpecito cálido con mis débiles brazos, casi como si yo misma la sostuviera. La piel húmeda ardía, estaba tan caliente como la de Jacob.
Mis ojos se enfocaron, de pronto, todo me pareció perfectamente claro.
Renesmee no lloraba, pero respiraba con rápidos y sorprendidos jadeos. Tenía los ojos abiertos, con una expresión tan sorprendida que parecía casi divertida. Su pequeño rostro de una redondez perfecta estaba cubierto de una espesa capa de rizos ensangrentados, enmarañados y apelmazados. Sus pupilas me resultaban familiares, aunque de un sorprendente color marrón chocolate. Bajo toda aquella sangre, su piel parecía pálida, de un cremoso color marfil, toda menos sus mejillas, que llameaban coloradas.
Aquel rostro diminuto era tan absolutamente perfecto que me dejó aturdida. Era incluso más hermosa que su padre. Algo increíble, imposible.
—Renes… mee —susurré—. Qué… bonita… eres.
Ese rostro tan imposible se iluminó repentinamente con una sonrisa ancha y deliberada. Detrás de sus labios como conchas rosadas había un juego completo de dientes de leche de color nieve.
Inclinó la cabeza hacia delante, contra mi pecho, hurgando para acurrucarse contra el calor de mi cuerpo. Tenía la piel cálida y sedosa, pero distinta de la mía.
Y entonces el dolor volvió de pronto, una sola cuchillada nueva y jadeé.
Se la llevaron. Mi bebé con cara de ángel ya no estaba en ningún sitio. No podía verla ni sentirla. ¡No!, quise gritar, ¡devolvédmela!
Pero era presa de una enorme debilidad. Sentí los brazos durante un momento como si fueran mangueras de goma vacías y después como si nada fueran. No podía percibirlos en absoluto.
No podía ni sentirme a mí misma.
La oscuridad se extendió sobre mis ojos con más solidez que antes hasta velármelos del todo, como una gruesa venda, firme y apretada; pero no sólo me cubría los ojos, sino todo mi ser, con un peso aplastante. Intentar apartarla era un esfuerzo agotador. Sabía que me sería mucho más fácil rendirme, dejar que la oscuridad me aplastara hacia abajo, abajo, abajo, hasta un lugar donde no hubiera dolor, ni cansancio, ni preocupación, ni miedo.
Si hubiera sido únicamente por mí, no habría sido capaz de luchar durante mucho más tiempo.
Era sólo una humana, con nada más que fuerzas humanas. Había intentado convivir con lo sobrenatural durante demasiado tiempo, tal y como había dicho Jacob.
Pero esto no sólo tenía que ver conmigo.
Porque si hubiera escogido ponérmelo fácil, dejar que aquella nada oscura me tragara, les hubiera hecho daño.
Edward, Edward, su vida y la mía estaban ahora retorcidas la una en torno a la otra hasta formar un único hilo. Si uno se cortaba, quedarían cortados los dos. Si él se marchaba, yo no podría sobrevivir. Si la que se iba era yo, él tampoco podría con ello. Y un mundo sin Edward parecía algo absolutamente sin sentido. Edward debía existir.
Jacob, aquel que siempre me decía adiós, una y otra vez, pero que seguía acudiendo cuando le necesitaba. Jacob, a quien había herido tantas veces que debería juzgárseme por criminal. ¿Es que iba a considerar siquiera el hacerle daño de nuevo, de la peor manera posible? Él se había quedado conmigo a pesar de todo. Y lo único que me había pedido es que yo hiciera lo mismo.
Pero estaba tan oscuro que ni siquiera podía ver sus rostros. Nada parecía real, y eso dificultaba mucho seguir en la brecha.
Seguí empujando contra la oscuridad aunque era ya casi un acto reflejo. Ya no intentaba apartarla, sino simplemente aguantarla, para no dejar que me aplastara por completo. Yo no era el gigante Atlas y la oscuridad parecía tan pesada como la bóveda celeste. No era capaz de echármela a los hombros. Todo cuanto podía hacer era impedir que acabara conmigo por completo.
Éste era un tipo de patrón que se había aplicado a toda mi vida: nunca había sido lo bastante fuerte para enfrentar las cosas que estaban fuera de mi control, como atacar a mis enemigos o superarlos. O evitar el dolor. Siempre débil y humana. La única cosa que había conseguido era mantenerme en marcha. Soportarlo todo. Sobrevivir.
Hasta ahora había sido suficiente. Hoy también lo sería. Lo soportaría todo hasta que llegara la ayuda.
Sabía que Edward haría todo lo posible y no se rendiría. Pues yo tampoco. Mantuve a raya la oscuridad de la inexistencia por unos centímetros.
Pero no era suficiente, no bastaba con mi determinación. Conforme el tiempo avanzaba, la oscuridad ganaba por décimas y centésimas a esos cuantos centímetros míos. Necesitaba algo de donde extraer más fuerza.
Ni siquiera podía situar el rostro de Edward ante mi vista. Ni el de Jacob, Alice, Rosalie, Charlie, Renée, Carlisle o Esme… Nada. Esto me aterrorizaba y me pregunté si no sería ya demasiado tarde.
Sentí cómo me deslizaba, como si no hubiera nada a lo que pudiera agarrarme.
¡No!, tenía que sobrevivir a esto. Edward dependía de mí. Y Jacob. Charlie Alice Rosalie Carlisle Renée Esme…
Renesmee.
Y entonces, aunque no podía ver nada, repentinamente pude sentir algo. Imaginé que podía percibir de nuevo mis brazos, como unos miembros fantasmales. Y en ellos, algo pequeño, duro, y muy, muy cálido.
Mi bebé. Mi pequeña pateadora.
Lo había conseguido. Contra todo pronóstico, había sido lo suficientemente fuerte para sobrevivir a Renesmee, y quería mantenerme a su lado hasta que fuera lo bastante fuerte para vivir sin mí.
Ese punto de calor en mis brazos espectrales parecía tan real. Me apreté contra él un poco más. Era justo donde debía de estar mi corazón. Sujetándome fuerte al cálido recuerdo de mi hija, supe que sería capaz de luchar contra la oscuridad tanto como fuera necesario.
Aquella tibieza al lado de mi corazón se hizo cada vez más real, más y más cálida. Más caliente. Era un calor tan real que resultaba difícil creer que se trataba sólo de mi imaginación.
Más caliente.
Ahora me sentía incómoda a causa del calor excesivo. Uf, demasiado calor.
Como si estuviera sujetando el extremo equivocado de unas tenacillas para rizar el pelo, mi respuesta automática fue dejar caer aquello que me abrasaba los brazos, pero no había nada en ellos. Mis brazos no estaban acurrucados contra mi pecho. Eran cosas muertas que yacían en alguna parte a mis costados. El ardor estaba en mi interior.
La sensación de quemazón aumentó, se intensificó, alcanzó el tope y volvió a incrementarse otra vez hasta que sobrepasó cuanto había sentido alguna vez en mi vida.
Sentí el pulso latir detrás del fuego que arreciaba ahora en mi pecho y comprendí que había encontrado mi corazón de nuevo, justo cuando hubiera preferido no hacerlo. Porque en ese momento deseaba haber abrazado la oscuridad mientras tuve la oportunidad. Deseaba alzar los brazos y desgarrarme el pecho hasta abrirlo para poder arrancarme el corazón, cualquier cosa con tal de desprenderme de esa tortura, pero no sabía dónde tenía las extremidades y no era capaz de mover ni uno de mis dedos desaparecidos.
James rompiéndome una pierna con su pie. Aquello no había sido nada en comparación, como un lugar mullido, como descansar en una cama de plumas. Lo habría preferido cientos de veces. Cien roturas de pierna. Las habría preferido y me habría sentido agradecida incluso.
La sensación experimentada cuando el bebé me astilló las costillas y se abrió paso hacia la superficie, destrozándome por el camino, tampoco había sido nada en comparación con esto.
Era como flotar en una piscina de agua fría. Lo habría preferido mil veces, oh, sí, y habría estado agradecida.
El fuego despidió más calor y quise gritar, suplicar que alguien me matara antes de vivir ni un segundo más con aquel dolor, pero no podía mover los labios, porque el peso estaba aún allí, aplastándome.
Me di cuenta de que no era la oscuridad la que me presionaba hacia abajo, sino mi cuerpo, que se había vuelto tan pesado… Me enterraba en las llamas que se abrían camino desde mi corazón, expandiéndose con un dolor imposible a través de mis hombros y mi estómago, escaldando su trayecto hasta mi garganta y lamiendo mi rostro.
¿Por qué no me podía mover? ¿Por qué no podía gritar? Esto no formaba parte de ninguna leyenda.
Mi mente estaba insoportablemente lúcida, aguzada por aquel fiero dolor, y vi la respuesta casi tan pronto como pude formular la pregunta.
La morfina.
Parecía que hacía ya millones de muertes atrás cuando lo habíamos discutido, Edward, Carlisle y yo. Edward y Carlisle habían tenido la esperanza de que, con suficientes analgésicos, fuera posible luchar contra el dolor que producía la ponzoña. Carlisle lo había intentado con Emmett, pero el veneno había quemado la medicina, achicharrándole las venas. No había habido tiempo suficiente para que se extendiera.
Mantuve mi rostro relajado y asentí y agradecí a mis escasas estrellas de la suerte que Edward no pudiera leerme la mente.
Porque ya antes habían convivido la morfina y la ponzoña en mi sistema y por ello sabía la verdad. Sabía que el aturdimiento de la medicina era completamente irrelevante mientras la ponzoña ardiera en mis venas, pero por supuesto, nunca se me ocurrió mencionar siquiera este hecho, como ningún otro que le indujera a echarse atrás y no transformarme.
Lo que nunca imaginé fue ese posible efecto de la morfina: inmovilizarme y amordazarme. Mantenerme paralizada mientras me quemaba.
Conocía todas las historias. Sabía que Carlisle se había mantenido lo más quieto posible mientras ardía para evitar que le descubrieran. Sabía que no era nada bueno gritar, como me había contado Rosalie. Y yo había esperado que quizá podría comportarme como Carlisle y que creería las palabras de Rosalie y mantendría la boca cerrada. Porque sabía que cada grito que se escapara de entre mis labios sería un tormento para Edward.
Y ahora parecía un espantoso chiste que se hubieran cumplido mis deseos. Pero si no podía gritar, ¿cómo iba a poder pedirles que me mataran? Únicamente deseaba morir. O mejor, no haber nacido nunca. Toda mi existencia no podía compensar este dolor. No merecía la pena vivir todo esto sólo a cambio de un latido más de mi corazón.
Dejadme morir, dejadme morir, dejadme morir.
Y durante un espacio que parecía no acabarse nunca, esto fue todo lo que sucedió. Sólo una tortura ardiente y mis gritos insonoros, suplicando que me llegara la muerte. Nada más, ni siquiera sentía pasar el tiempo, que de este modo se hizo infinito, sin principio ni final. Un inacabable momento de dolor.
El único cambio sobrevino cuando el dolor se redobló de forma repentina y casi imposible. La mitad inferior de mi cuerpo, más insensibilizada por la morfina, de pronto se prendió también en llamas. Alguna conexión rota debía de haberse curado entretejiéndose en ese momento con los dedos abrasadores del fuego. Aquella quemazón infinita me abrasó con saña.
Puede que pasaran segundos o días, semanas o años pero en algún momento el tiempo volvió a adquirir significado de nuevo.
Ocurrieron tres cosas a la vez, que surgieron de tal modo que no tenía idea de cuál había sido la primera: el tiempo reemprendió su marcha, el peso causado por la morfina desapareció, y me sentí más fuerte.
Podía sentir cómo recuperaba el control de mi cuerpo poco a poco, y esos pequeños logros fueron mis primeros indicadores del paso del tiempo. Lo supe cuando noté que era capaz de retorcer los dedos de mis pies y los de las manos, para convertirlos en puños. Lo supe, pero no hice nada.
Aunque el incendio no disminuyó ni un solo grado. De hecho, más bien comencé a desarrollar una nueva capacidad de experimentarlo, una nueva sensibilidad para poder apreciarlo, para percibir por separado cada una de aquellas abrasadoras lenguas de fuego que lamían mis venas, pero a pesar de ello, pude pensar.
Recordé por qué no debía gritar. Recordé el motivo por el cual me había obligado a soportar esta agonía indescriptible. Y también recordé que había algo por lo que merecería la pena soportar semejante suplicio aunque ahora pudiera parecer casi imposible.
Esto sucedió justo a tiempo, para ayudarme a resistir cuando los pesos abandonaron mi cuerpo. Nadie que me estuviera observando habría apreciado cambio alguno. Pero a mí, que luchaba por mantener los gritos a raya y aquella paliza encerrada en los límites de mi cuerpo, donde no pudiera hacer daño a nadie más, me hizo sentir como si en vez de estar atada a la estaca donde ardía, me estuviera aferrando a ella para mantenerme pegada al fuego. Sólo me quedaba la fuerza justa para sostenerme allí, inmóvil, mientras me achicharraba viva.
El sentido del oído se aguzó más y más, y pude contar los latidos retumbantes y frenéticos de mi corazón marcando el tiempo.
Pude contar también la respiración superficial que jadeaba entre los dientes. Pude contar también las sordas respiraciones regulares que procedían de alguien que estaba muy cerca, a mi lado. Éstas se movían con más lentitud, de modo que me concentré en ellas para calcular el tiempo con más facilidad. Más regulares aún que el péndulo de un reloj, aquellas respiraciones me empujaron a través de los segundos achicharrantes hacia el final.
Continué sintiéndome más fuerte, y mis pensamientos se aclararon. Cuando percibí nuevos ruidos, pude escuchar. Eran pasos ligeros, y el susurro del aire agitado por una puerta abierta. Los pasos se acercaron más y sentí una presión sobre la parte interior de mi muñeca. No pude percibir la frialdad de sus dedos. La quemazón había arrasado cualquier recuerdo que pudiera tener de lo que era el frescor.
—¿Todavía no hay ningún cambio?
—Ninguno.
Sentí una ligera presión, un aliento contra mi piel abrasada.
—No queda ningún resto de olor a morfina.
—Ya lo sé.
—Bella, ¿puedes oírme?
Supe, más allá de toda duda, que si destrababa los dientes perdería y comenzaría a chillar, chirriar, y retorcerme y sacudirme. Si abría los ojos, si incluso sólo torcía un dedo de una mano, cualquier cambio fuera el que fuera, sería el final de mi autocontrol.
—¿Bella? ¿Bella, amor? ¿Puedes abrir los ojos? ¿Puedes apretarme la mano?
Una nueva presión sobre mis dedos. Se me hacía aún más duro no responder a esta voz, pero permanecí paralizada. Sabía que el dolor que se percibía en su voz no era nada comparado al que sería si él se daba cuenta, porque ahora sólo se temía que pudiera estar sufriendo.
—Quizá, Carlisle, quizá haya llegado demasiado tarde.
Su voz sonaba amortiguada y se quebró al llegar a la palabra «tarde». Mi resolución flaqueó durante un segundo.
—Escucha su corazón, Edward. Late con más fuerza que el de Emmett en su momento. Nunca había escuchado nada tan lleno de vida. Ella va a estar perfecta.
Sí, había tenido razón permaneciendo quieta. Carlisle le devolvería la seguridad en sí mismo. No necesitaba sufrir conmigo.
—¿Y la… la columna?
—Sus heridas no eran peores que las de Esme, así que la ponzoña la curará igual que a ella.
—Pero está tan quieta. Debo haber hecho algo mal.
—O quizás algo bien, Edward. Hijo, has hecho lo mismo que hubiera hecho yo y más. No estoy seguro de que yo hubiera tenido la persistencia, la fe que ha sido necesaria para salvarla. Deja ya de reprocharte nada a ti mismo. Bella va a estar bien.
Se oyó un susurro quebrado.
—Debe de estar pasando un verdadero calvario.
—No lo sabemos. Ha tenido una gran cantidad de morfina en su sistema y no conocemos qué efecto habrá causado en su experiencia de la transformación.
Sentí una ligera presión en el pliegue del codo y otro susurro.
—Bella, te amo. Bella, lo siento.
Deseaba tanto poder contestarle, pero no quería hacerle sentir más dolor. No mientras me quedaran fuerzas para mantenerme inmóvil.
Mientras sucedía esto, el fuego incontrolable continuó abrasándome. Pero ahora había más espacio en mi cabeza. Espacio para reflexionar sobre su conversación, para recordar lo que había ocurrido, para mirar hacia el futuro… Un espacio infinito también para sufrir.
Y también para preocuparme.
¿Dónde estaba mi bebé? ¿Por qué no se encontraba aquí? ¿Por qué no hablaban de ella?
—No, yo me voy a quedar aquí —susurró Edward, contestando a una pregunta que no se había formulado—. Ya se las apañarán como puedan.
—Una situación muy interesante —replicó Carlisle—. Y yo que pensaba que lo había visto ya todo.
—Me ocuparé de eso más tarde. Nos ocuparemos —algo presionó suavemente mi palma abrasada.
—Estoy seguro de que entre los cinco podemos evitar que esto desemboque en un derramamiento de sangre.
Edward suspiró.
—No sé de qué lado ponerme. Me dan ganas de azotarlos a los dos. Bueno, más tarde.
—Me pregunto qué pensará Bella de esto… de qué lado se pondrá —musitó Carlisle.
Se oyó una risita sorda, contenida.
—Estoy seguro de que va a sorprenderme. Siempre lo hace.
Los pasos de Carlisle se alejaron de nuevo y me sentí frustrada de que no se hubiera explicado más. ¿Acaso estaban hablando de forma tan misteriosa sólo para molestarme?
Volví a contar las respiraciones de Edward para marcar el paso del tiempo. Diez mil novecientas cuarenta y tres respiraciones más tarde, unos pasos que sonaban distintos se deslizaron con un susurro en la habitación. Más ligeros. Más… rítmicos.
Era extraño que pudiera distinguir aquellas sutiles diferencias entre pasos que nunca había sido capaz de escuchar en toda mi vida.
—¿Cuánto tiempo más queda? —preguntó Edward.
—No debe de ser mucho ya —le contestó Alice—. ¿Ves cómo se le aclara la piel? La veo mucho mejor —suspiró.
—¿Todavía sientes un poco de amargura?
—Sí, y gracias por recordármelo —gruñó ella—. Tú también deberías sentirte humillado, si te dieras cuenta de que estás maniatado por tu propia naturaleza. Veo mejor a los vampiros, porque yo soy una, también veo bien a los humanos, porque fui una. Pero no puedo con esas razas mestizas porque no son nada que yo haya experimentado. ¡Bah!
—Céntrate, Alice.
—Vale. Bella se ve ahora casi bien.
Se hizo un largo silencio y después Edward suspiró. Era un sonido nuevo, más feliz.
—Parece verdad que ella va a recuperarse —dijo tras respirar hondo.
—Claro que sí.
—No eras tan optimista hace dos días.
—No podía ver bien hace dos días. Pero ahora que ella está libre de todos los puntos ciegos se distingue muy bien.
—¿Podrías concentrarte un poco por mí? Sobre el tiempo… Dame una estimación.
Alice suspiró.
—Qué impaciente. Vale. Dame un segundo…
Una respiración silenciosa.
—Gracias, Alice —su voz sonó más alegre.
¿Cuánto tiempo quedaba? ¿Es que no podían decirlo en voz alta para que pudiera enterarme? ¿Es que era eso demasiado pedir? ¿Cuántos segundos más seguiría ardiendo? ¿Diez mil? ¿Veinte? ¿Otro día más, ochenta y seis mil cuatrocientos? ¿Más aún?
—Se va a convertir en una belleza deslumbrante.
Edward gruñó quedamente.
—Siempre lo ha sido.
Alice resopló.
—Ya sabes lo que quiero decir. Mírala.
Edward no contestó, pero las palabras de Alice me concedieron la esperanza de que quizá no tuviera el aspecto de un ladrillo de carbón al que creía parecerme. A estas alturas yo no debería ser más que una pila de huesos socarrados. Cada célula de mi cuerpo se había visto reducida a cenizas.
Escuché el aire agitarse debido a la marcha de Alice. Distinguí claramente el siseo de la tela cuando se movió, al rozarse. Oía también con nitidez el silencioso zumbido de la luz que colgaba del techo. Escuché la ligera brisa que soplaba en el exterior de la casa. Podía percibirlo todo.
En el piso inferior alguien estaba viendo un partido de béisbol. Los Mariners ganaban por dos carreras.
—Es mi turno —oí que le decía Rosalie con voz brusca a alguien y recibió un bajo gruñido en respuesta.
—Oye, tú —advirtió Emmett.
Alguien siseó.
Escuché a ver si podía distinguir algo más, pero no se percibía nada más que el partido. El béisbol no era lo suficientemente interesante para distraerme del dolor, así que volví a quedarme pendiente de las respiraciones de Edward, contando los segundos.
El dolor cambió veintiún mil novecientos diecisiete segundos y medio más tarde.
Mirando el lado bueno de las cosas, pareció disminuir en las puntas de los dedos de los pies y de las manos. Lentamente, pero al menos suponía una novedad. A lo mejor es que esto era lo que tenía que ocurrir, que el dolor estuviera ya desvaneciéndose…
Pero después llegaron las malas noticias. El fuego de mi garganta tampoco era igual que antes, porque ahora también me hacía estar muerta de sed y seca como un hueso. Tan sedienta… Ardiendo por culpa del fuego y también ahora por la sed…
Y otra mala noticia: el fuego de mi corazón ardió con más virulencia.
Pero ¿cómo era eso posible?
Los latidos de mi corazón, ya demasiado rápidos, incrementaron el ritmo: el fuego los impulsaba a una marcha casi frenética.
—Carlisle —llamó Edward.
Su voz sonaba baja, pero muy clara. Supe que Carlisle podría oírla y que estaría en la casa o en sus inmediaciones.
El fuego se retiró de las palmas de mis manos, dejándolas dichosamente libres de dolor y frescas, pero se instaló en mi corazón, que ardía con tanta fuerza como el sol y latía a una furiosa y nueva velocidad.
Carlisle entró en la habitación con Alice a su lado. Sus pasos sonaban tan distintos, que incluso podía decir que el que iba a la derecha era Carlisle, y un paso por delante de Alice.
—Escuchad —les indicó Edward.
El sonido más fuerte que se oía en la habitación era el de mi corazón desenfrenado, que latía al ritmo del fuego.
—Ah —dijo Carlisle—, ya casi ha terminado.
El alivio que sentí ante sus palabras fue superado por el dolor insoportable de mi corazón. Tenía las muñecas libres, y también los tobillos. El fuego se había extinguido allí por completo.
—Muy pronto —convino Alice con impaciencia—. Traeré a los otros. ¿Debo hacer que Rosalie…?
—Sí… Es preferible que mantenga al bebé alejado.
¿Qué? No. ¡No! ¿Qué querían decir con eso de mantener al bebé apartado? ¿En qué estaban pensando?
Se me retorcieron los dedos, porque la irritación irrumpió a través de mi fachada perfecta. La habitación quedó en completo silencio mientras todos dejaban de respirar un segundo en respuesta.
Una mano apretó mis dedos díscolos.
—¿Bella? ¿Bella, amor?
¿Podría contestarle sin gritar? Lo consideré durante un momento y entonces el fuego rasgó mi pecho inundándolo de más calor, extrayéndolo de mis codos y mis rodillas. Mejor no intentarlo siquiera.
—Haré que suban ya —dijo Alice, con un punto de urgencia en su tono y escuché el siseo del aire cuando se precipitó afuera.
Y entonces…, ¡oh!
Mi corazón despegó batiendo como las palas de un helicóptero, con el sonido de una sola nota sostenida; parecía que se abriría camino a través de mis costillas. El incendio llameó en el centro de mi pecho, absorbiendo los restos de llamas del resto de mi cuerpo para alimentar el más abrasador de los rescoldos. El suplicio fue lo bastante intenso como para aturdirme y romper el fuerte asidero de la estaca. La espalda se me arqueó, doblándome como si el fuego me estuviera alzando desde el corazón.
No dejé que ninguna otra parte de mi cuerpo rompiera filas hasta que mi torso se derrumbó contra la mesa.
Se inició una batalla en mi interior: mi corazón que se aceleraba contra el fuego que lo atacaba y ambos iban perdiendo. El fuego fue domado, habiendo consumido ya todo lo que era combustible y mi corazón galopaba hacia su último latido.
El fuego se encogió, concentrándose en aquel órgano que era lo último humano que quedaba en mí, con una oleada final insoportable. Esa llamarada fue contestada por un profundo golpe sordo, que sonó como a hueco. Mi corazón tartamudeó un par de veces y después latió sólo una vez más.
Y ya no hubo ningún otro sonido. Ni una respiración, ni siquiera la mía. Durante un momento, lo único que pude comprender fue la ausencia de dolor.
Y entonces abrí los ojos y miré maravillada hacia arriba.