Esto no tiene nombre

Rosalie sostuvo en brazos el cuerpo de Bella. Ésta chorreaba sangre y se estremecía, presa de sacudidas tan bruscas que daba la impresión de estar siendo electrocutada. Tenía cara de ida, pues había perdido la conciencia. Era la furibunda agitación del usurpador que llevaba en su vientre la que zarandeaba el cuerpo inerte.

Los dos hermanos Cullen se quedaron helados durante una milésima de segundo, y luego entraron en acción como torbellinos. Rosalie aseguró el cuerpo de la embarazada entre sus brazos y, gritando tan deprisa que resultaba imposible entender cada palabra por separado, ella y su hermano subieron disparados las escaleras hasta llegar al segundo piso.

Salí a la carrera detrás de ellos.

—¡Morfina! —le gritó Edward a Rosalie.

—Ponte al habla con Carlisle, Alice —chilló la Barbie.

Los seguí hasta la biblioteca, cuyo espacio central se parecía un montón al área de emergencia de un hospital. Las luces de un blanco cegador iluminaban a la parturienta, tendida encima de una mesa; bajo los focos, la piel le brillaba de un modo fantasmagórico. La pobre se agitaba como un pez en la arena. Rosalie la fijó a la mesa y de un brusco tirón le rasgó la ropa mientras Edward le inyectaba algo con una jeringuilla.

¿Cuántas veces me la había imaginado desnuda? Yo qué sé. Y sin embargo, ahora, no podía mirarla, pues temía no ser capaz de sacarme esas imágenes de la sesera.

—¿Qué ocurre, Edward?

—¡El feto se está asfixiando!

—¡La placenta se ha desprendido!

Bella recuperó el sentido en algún momento de ese proceso y reaccionó a esas palabras con un chillido que me perforó los tímpanos.

—¡SÁCALO! —bramó—. ¡No puede respirar! ¡Hazlo YA!

Mientras hablaba a grito pelado, vi estallar las venas oculares que, ya rotas, se extendieron como arañas rojas por el blanco de los ojos.

—La morfina… —gruñó Edward.

—No, no… ¡AHORA!

Otro borbotón de sangre sofocó los alaridos de la parturienta. Su esposo le alzó la cabeza mientras le limpiaba la boca a la desesperada con el fin de que ella pudiera respirar de nuevo.

Alice entró en la habitación como una flecha y colocó un pequeño auricular azul bajo el pelo de Rosalie. Luego reculó un paso, con esos ojos dorados suyos abiertos hasta la desmesura, ardientes y ávidos de sangre. Rosalie siseaba al teléfono como una posesa. La piel de Bella parecía más purpúrea y amoratada que blanca bajo el chorro de luz de los focos, y líquidos de un rojo intenso fluían debajo de la epidermis del abultado vientre. Rosalie apareció con un escalpelo en la mano.

—Espera a que le haga efecto la morfina —le pidió Edward a voz en grito.

—No hay tiempo —le replicó Rosalie—. El bebé se muere.

Bajó la mano hasta situarla sobre el estómago de Bella y con la lanceta practicó en la piel una incisión, por donde brotó un chorro de sangre negruzca. Era como si alguien hubiera volcado un cubo lleno hasta los bordes o hubiera abierto un grifo. Bella se retorció, pero no gritó, pues seguía sin poder respirar.

Entonces, a Rosalie se le fue la pelota y le cambió la expresión del semblante mientras echaba hacia atrás los labios para dejar vía libre a los colmillos. Los ojos le relumbraron de pura sed.

—¡No, Rose! —chilló Edward.

Él no podía hacer nada: tenía los brazos ocupados en mantener a su esposa incorporada para que pudiera respirar.

Me lancé contra Rosalie de un brinco, sin molestarme en entrar en fase. El escalpelo se me hundió bien hondo en el brazo izquierdo cuando le caí encima y choqué contra su cuerpo de piedra, empujándola hacia la puerta. Le puse la mano derecha en el careto, bloqueándole los dientes y tapándole las napias.

Aproveché la presa de mi mano en torno a sus morros para darle la vuelta al cuerpo de la rubia y poderle patear a gusto las tripas; pero, caray, las tenía tan duras que era como dar puntapiés al hormigón. Acabó golpeando el marco de la puerta, uno de cuyos lados se dobló. El pinganillo del móvil reventó en tropecientos mil cachitos. Alice apareció en ese momento y la aferró por el pescuezo para arrastrarla hacia el vestíbulo.

Algo sí tuve que reconocerle a la Barbie. No se empleó a fondo en la pelea. Quería que ganásemos, y por eso me dejó que la zarandease de esa manera, para que salváramos a Bella: bueno, mejor dicho, para que salvásemos a la cosa.

Extraje la hoja de un tirón.

—¡Sácala de aquí, Alice! —gritó Edward—. Entrégasela a Jasper y mantenla fuera… ¡Jacob! ¡Te necesito!

No vi cómo Alice terminaba el trabajo, pues me di la vuelta para regresar junto a la mesa de operaciones, donde Bella se estaba poniendo azul y nos miraba con ojos redondos como platos.

—¡Masaje cardiaco! —me refunfuñó Edward, con tono urgente y perentorio—. ¡Va!

Estudié las facciones del vampiro en busca de algún indicio de que fuera a darle un ataque como a Rosalie, pero no había en él más que una determinación feroz.

—¡Haz que siga respirando! He de sacar al bebé antes de…

Dentro del cuerpo de la agonizante se oyó otro chasquido, de esos que suenan cuando se produce un buen destrozo. Pero fue más estruendoso que los anteriores, tanto que Edward y yo nos quedamos como dos pasmarotes a la espera de que ella reaccionara y soltara un alarido.

Nada. Antes había flexionado las piernas como reacción ante el dolor, pero ahora estaba despatarrada de un modo muy poco natural, y las extremidades descansaban flácidas sobre la mesa de operaciones.

—¡Su columna vertebral! —exclamó con voz ahogada.

—¡Sácaselo, ahora ya no va a sentir nada! —le refunfuñé al tiempo que le lanzaba el escalpelo.

Me incliné sobre Bella para estudiar sus vías respiratorias sin apreciar obstrucción alguna. Le tapé la nariz con los dedos, le abrí bien la boca y la cubrí con la mía antes de soplar con fuerza para insuflarle aire a sus pulmones. Su cuerpo se agitó; así supe que no había obstrucción alguna en la garganta.

Sus labios sabían a sangre.

Percibí el latido desacompasado de su corazón. Aguanta, Bella, le pedí con fiereza mientras le insuflaba otro soplo de aire a su cuerpo. Lo prometiste. Que tu corazón no se detenga.

Escuché un chapoteo delator, el del escalpelo al deslizarse por el vientre, y el goteo incesante de la sangre sobre el suelo. El siguiente sonido me estremeció por lo inesperado y aterrador del mismo. Sonaba igual que cuando se abría una grieta en una superficie metálica.

Al oírlo, mi memoria voló atrás en el tiempo, a la pelea mantenida meses ha con los neófitos; su carne chasqueaba del mismo modo cuando los desgarrabas. Me aventuré a lanzar una miradita.

Vi el rostro de Edward pegado al bulto. Los dientes de vampiro eran un remedio infalible para destrozar la piel de vampiro.

Me estremecí cuando insuflé más aire a la parturienta. Ella reaccionó tosiéndome a la cara. Parpadeó y movió los ojos sin ver nada.

—¡Quédate conmigo, Bella! —le grité—. ¿Me oyes? ¡Aguanta! ¡Quédate, no me dejes! Haz que ese corazón tuyo siga latiendo.

Sus ojos se movieron, buscándome o buscándole, pero sin ver nada. Pese a todo, yo sí le devolví la mirada y la mantuve allí, clavada en sus ojos. En ese momento, de pronto, su cuerpo debajo de mis brazos se quedó quieto; la respiración había retomado una cadencia más o menos normal y el corazón le seguía latiendo. Entonces comprendí el significado de aquella calma. Había terminado, el zarandeo interior había acabado. La criatura debía de estar fuera.

Y así era.

—Renesmee —susurró Edward.

Bella se había colado. No era el niño con el que había fantaseado, lo cual no me sorprendía lo más mínimo. ¿En qué no se había equivocado la pobre?

No dejé de mirar aquellos ojos salpicados de puntos rojos, aunque noté cómo levantaba débilmente las manos.

—Déjamela… —pidió con voz rasposa—. Dámela.

Debería haber sabido que él iba a concederle cualquier petición, sin importar lo estúpida que fuera, pero ni en sueños habría pensado que le iba a prestar oídos en ese momento. No pensé en detenerle sólo por ese motivo.

Algo tibio me rozó el brazo, lo cual debería haber llamado mi atención, pues no parecía haber nada capaz de calentarme. No aparté la mirada del rostro de Bella. Ella parpadeó y al final mantuvo la mirada fija, viendo algo. Entonó un extraño y débil canturreo.

—Renes… mee. Qué… bonita… eres.

Entonces, jadeó, jadeó de dolor.

Cuando quise mirar, ya era demasiado tarde. Edward había tomado a la cosa caliente y ensangrentada de los débiles brazos de Bella. Recorrí con la mirada la piel de Bella, bañada en sangre: la de su propio vómito, la de la criatura, que había salido embadurnada, y la procedente de dos puntitos situados encima del pecho derecho; parecían mordiscos con forma de medialuna.

—No, Renesmee —murmuró Edward con un tono de voz que sonaba como si estuviera enseñando modales al monstruito.

No malgasté una mirada en ninguno de los dos. Sólo observaba a la madre cuando se le quedó la mirada extraviada y el corazón, tras una última sístole sin apenas fuerza, falló y se sumió en el silencio.

El corazón de Bella debió de detenerse menos de medio latido, pues enseguida me puse a hacerle un masaje cardiaco. Fui llevando la cuenta de cabeza, intentando mantener constante el ritmo de compresión y relajación.

Uno. Dos. Tres. Cuatro.

Lo dejé durante un segundo y le practiqué otra insuflación boca a boca. Fui incapaz de ver nada más, pues tenía la mirada borrosa por culpa de las lágrimas, pero estaba muy al loro de los sonidos de la habitación: el gorgoteo de su corazón bajo mis compresiones, el latido de mi propio corazón y otro más, vibrante, ligero, rápido, que fui incapaz de situar. Me obligué a introducir más aire en la garganta de Bella.

—¿A qué estás esperando? —le grité mientras, ya sin aliento, reanudaba el masaje cardiaco.

Uno. Dos. Tres. Cuatro.

—Vigila a la niña —oí decir a Edward con tono apremiante.

—Tírala por la ventana.

Uno. Dos. Tres. Cuatro.

Alguien se unió a la conversación y dijo con boca pequeña:

—Dádmela a mí.

Edward y yo le gruñimos al mismo tiempo.

Uno. Dos. Tres. Cuatro.

—Me he serenado —prometió Rosalie—. Dame a la niña, Edward. Me encargaré de ella hasta que Bella…

Le hice el boca a boca a la madre mientras los hermanos se pasaban a la hija. El aleteo del corazón se fue apagando: tump, tump, tump.

—Quita de ahí esas zarpas, Jacob.

Levanté la vista de los ojos en blanco de Bella sin dejar de masajear su corazón y me encontré a Edward sosteniendo una jeringuilla enorme, toda de plata, como si estuviera hecha de metal.

—¿Qué es eso?

Su mano de hierro apartó las mías. Se produjo un ligero chasquido cuando el manotazo me partió el meñique. Acto seguido, hundió la aguja en el corazón.

—Mi ponzoña —respondió mientras impulsaba hacia abajo el émbolo de la jeringa.

El corazón de Bella dio un brinco, lo oí, como si le hubiera dado una descarga con las palas de reanimación.

—Sigue con el masaje —ordenó con voz helada y huera. Hablaba con fiereza y de forma impersonal, como si fuera una máquina.

Ignoré el dolor del dedo roto y continué masajeándole el corazón. Resultaba cada vez más difícil, como si el plasma sanguíneo se le parara en las venas, se le congelara y se espesara.

Observé el comportamiento de Edward mientras yo me afanaba en que esa sangre, ahora viscosa, siguiera circulándole por las arterias. Parecía estar besándola. Le rozó con los labios la garganta, las muñecas y el pliegue interior del codo.

Escuché una y otra vez las obscenas perforaciones de los colmillos en la piel de Bella. Su marido estaba inoculándole veneno en el cuerpo por el mayor número posible de puntos. Acerté a ver cómo le lamía los cortes sangrantes. Antes de que me dieran arcadas o me cabreara, comprendí su propósito: sellar las heridas con saliva a fin de impedir la salida de la sangre o la ponzoña.

Le practiqué el boca a boca, pero ya no había vida en ese cuerpo. El pecho reaccionaba subiendo tras cada insuflación. Seguí con el masaje mientras él trabajaba como un maníaco sobre ella en su desesperado intento de traerla de vuelta. Ni con toda la ayuda…

Allí no había nadie más, sólo él y yo.

Nos afanábamos encima de un cadáver.

No quedaba más de la chica que ambos habíamos amado, salvo esos restos quebrantados, ensangrentados y desfigurados. No íbamos a lograr traerla a la vida otra vez.

Supe que era demasiado tarde y que había expirado cuando tomé conciencia de que la atracción había desaparecido. No encontré razón para seguir junto al cuerpo ahora que ella ya no lo habitaba, pues esa carne ya no podía atraerme. La disparatada necesidad de estar cerca de Bella había desaparecido.

Tal vez desaparecido no era la palabra exacta. El tirón, la atracción, se había desplazado, pero ahora me empujaba en la dirección opuesta. Me instaba a bajar las escaleras y salir por la puerta. Sentí el anhelo de marchar de allí para siempre jamás, para no volver.

—Vete, pues —me espetó Edward.

Volvió a apartarme las manos de un golpe para sustituirme. Genial. Ahora tenía rotos tres dedos.

Los estiré con una cierta torpeza sin importarme las punzadas de dolor. El vampiro masajeaba su corazón parado más deprisa que yo.

—No está muerta —gruñó—. Se va a recobrar.

No estaba muy seguro de que me estuviera hablando a mí. Me di la vuelta y me marché por la puerta con paso lento, muy lento, pues no era capaz de arrastrar los pies más deprisa.

Entonces, ése era el océano de dolor y ésta, la orilla al otro lado de las aguas agitadas, tan lejana que no había sido capaz de ver ni de imaginar.

Me sentí vacío ahora que había perdido todo objetivo en la vida. Salvar a Bella había sido mi cometido durante mucho tiempo y ya no podía ser salvada. Ella se había inmolado de forma voluntaria para que esa bestezuela la rasgara en dos. Había perdido la batalla y la guerra había acabado.

Durante el descenso de la escalera, sufría una tiritona cada vez que oía el sonido procedente de detrás, el de un corazón quieto al que se le quería obligar a funcionar a golpes.

Qué no habría dado yo por poder verter lejía en mi cerebro hasta consumir todas las neuronas y quemar con ellas los minutos finales de Bella. Daría por buenas las lesiones cerebrales si conseguía librarme de esos recuerdos: los gritos, las hemorragias, los crujidos y los chasqueos mientras el monstruo recién nacido la desgarraba desde dentro para salir al exterior.

Mi deseo habría sido salir pitando, bajar los escalones de diez en diez y cruzar el umbral de esa casa como una bala, pero los pies me pesaban como si fueran de plomo y nunca había estado tan hecho polvo. Bajé la escalera arrastrando los pies, como un viejo tullido.

Me tomé un respiro en el último escalón, haciendo acopio de las últimas fuerzas para atravesar la puerta.

Rosalie estaba de espaldas a mí, sentada en la esquina limpia del sofá blanco. Sostenía en brazos a la criatura, envuelta en una manta, al tiempo que la arrullaba y le hacía cucamonas. Debía haber oído cómo me paraba al pie de la escalera, pero optó por ignorarme, entregada a los gozos de una maternidad robada. Tal vez fuera feliz ahora que tenía lo que quería y Bella jamás iba a acudir para quitarle a la niña. Me pregunté si no sería eso lo que había estado esperando esa arpía rubia durante todo este tiempo.

Sostenía algo oscuro en las manos además de la pequeña asesina, que profería unos sorbos ávidos.

Olisqueé el olor dulzón de sangre en el ambiente. Sangre humana. Rosalie la estaba alimentando. El engendro ese deseaba sangre, ¿con qué otra cosa puede alimentarse a un monstruo capaz de mutilar brutalmente a su madre? Era como si estuviera bebiendo sangre de Bella. Tal vez incluso lo era.

Me volvieron las fuerzas cuando oí las succiones de la pequeña ejecutora mientras se alimentaba.

Una oleada de fuerza, odio y calor, un calor rojo, cruzó mi mente, quemándolo todo y sin borrar ni un recuerdo. Las imágenes de la sesera seguían, calentándose al fuego vivo de aquel infierno, pero sin consumirse. Los temblores me hicieron estremecer de la cabeza a los pies, y no hice esfuerzo alguno para detenerlos.

Rosalie seguía ensimismada con el aborto ese, y sin prestarme atención. No iba a ser lo bastante rápida como para detenerme con lo distraída que estaba.

Sam tenía razón. Esa cosa era una abominación y su existencia, un hecho antinatural. Era un demonio maligno y desalmado, un ser sin derecho a existir.

Algo que debía ser destruido.

Después de todo, parecía que esa pulsión, esa atracción, no me había conducido hasta la puerta, pues ahora podía sentirla en mi interior, animándome, empujándome a avanzar. Me compelía a acabar con aquello y depurar el mundo de aquella aberración.

La Barbie intentaría matarme cuando la cosa hubiera muerto y yo me defendería. No estaba muy seguro de que tuviera tiempo de aniquilarla antes de que los demás acudieran en su ayuda. Tal vez sí, tal vez no. Me traía al pairo.

En cualquier caso, me daba igual si los lobos me vengaban o si consideraban la reacción de los Cullen como una reacción justificada. Ahora, todo daba igual. Sólo me importaba mi propia justicia. Mi venganza. No iba a dejar vivir ni un minuto más a la responsable de la desaparición de Bella.

Ella me habría odiado por eso, es más, habría querido matarme personalmente si hubiera sobrevivido.

No me afectaba. Ella me había hecho mucho daño al dejarse degollar como un animal, ¿y acaso le había importado? Así que, ¿por qué iba a tener en cuenta ahora sus sentimientos?

Y luego estaba Edward, demasiado ocupado en ese momento para leerme la mente mientras se ofuscaba como un loco y se negaba a aceptar esa muerte, intentando revivir a un cadáver.

No iba a tener ocasión de cumplir mi promesa de matarle, tal y como pintaba la cosa, a menos que me las arreglase para ganar una lucha contra Rosalie, Jasper y Alice, tres contra uno, y ni yo apostaría a mi favor. Pero, en realidad, no le hubiera matado aunque hubiera tenido la ocasión.

Me faltaba compasión para eso. No quería liberarle del peso de sus actos. ¿No sería mucho más justo y satisfactorio dejarle vivir sin absolutamente nada?

Estaba tan lleno de odio que la simple posibilidad me hizo sonreír. No tendría a Bella ni a su progenie asesina ni a algunos miembros de su familia, a todos lo que me pudiera llevar por delante. Por supuesto, y a diferencia de Bella, que no podía revivir, Edward siempre podía recomponerlos, ya que no se me pasaba por la imaginación quedarme para incinerar los pedazos.

Me pregunté si podría recomponer a la criatura cuando hubiera acabado con ella. Albergaba serias dudas. Había una parte de Bella en el engendro, por lo que debía haber heredado algo de su vulnerabilidad. Podía escuchar el redoble de su corazoncito.

El corazón del engendro latía y el de la madre, no.

Adopté todas estas decisiones en apenas un segundo.

Las sacudidas aumentaban en intensidad y rapidez. Tensé los tobillos y me encogí para saltar mejor sobre la vampira rubia y servirme de los dientes para arrebatarle de los brazos esa criatura asesina.

Rosalie volvió a hacerle arrullos al engendro tras dejar a un lado una botella de metal. La alzó en vilo para acariciarle la nariz con la mejilla.

Ni a pedir de boca. La nueva posición era perfecta para mi golpe. Me incliné hacia delante. Noté cómo el fuego empezaba a cambiarme en el preciso momento en que la pulsión hacia la asesina crecía. Nunca había sentido la atracción con tanta fuerza, hasta el punto que me recordó al efecto de una orden impartida por un Alfa, como si fuera a aplastarme si no obedecía el mandato.

En esta ocasión quería hacerlo.

La asesina miró por encima del hombro de Rosalie y clavó en mí la vista. No había conocido a ningún recién nacido concentrar la mirada de esa forma.

Tenía unos ojos castaños, del color del chocolate con leche. Eran iguales a los de Bella.

De pronto, se calmaron los temblores que sacudían mi cuerpo. Me inundó una nueva oleada de calor, más intenso que el de antes, pero era una nueva clase de fuego, uno que no quemaba.

Un destello.

Todo se vino al traste en mi interior cuando contemplé fijamente al bebé semihumano y semivampiro con rostro de porcelana. Vi cortadas de un único y veloz tajo todas las cuerdas que me ataban a mi existencia, y con la misma facilidad que si fueran los cordeles de un manojo de globos. Todo lo que me había hecho ser como era —mi amor por la chica muerta escaleras arriba, mi amor por mi padre, mi lealtad hacia mi nueva manada, el amor hacia mis hermanos, el odio hacia mis enemigos, mi casa, mi vida, mi cuerpo, desconectado en ese instante de mí mismo—, clac, clac, clac… se cortó y salió volando hacia el espacio.

Pero yo no flotaba a la deriva. Un nuevo cordel me ataba a mi posición. Y no uno solo, sino un millón, y no eran cordeles, sino cables de acero. Sí, un millón de cables de acero me fijaban al mismísimo centro del universo.

Y podía ver perfectamente cómo el mundo entero giraba en torno a ese punto. Hasta el momento, nunca jamás había visto la simetría del cosmos, pero ahora me parecía evidente. La gravedad de la Tierra ya no me ataba al suelo que pisaba. Lo que ahora hacía que tuviera los pies en el suelo era la niñita que estaba en brazos de la vampira rubia. Renesmee.

Un sonido nuevo llegó procedente del segundo piso, el único capaz de llegarme al alma en ese momento interminable.

Un golpeteo frenético, un latido alocado.

Un corazón en proceso de cambio.