Nadie te está mirando, me convencí a mí misma. Nadie te está mirando. Nadie te está mirando.
Mientras esperaba a que uno de los tres semáforos de la ciudad se pusiera en verde, eché un vistazo hacia la izquierda y allí estaba el monovolumen de la señora Weber, que tenía el torso totalmente torcido en mi dirección. Sus ojos me perforaban, así que me encogí, preguntándome por qué no bajaba la vista o al menos se cortaba un poco. Que yo supiera, todavía se consideraba grosero que alguien te clavara la mirada, ¿no? ¿Acaso eso no se me aplicaba a mí también?
Entonces recordé que mis cristales eran tintados y de un color tan oscuro que probablemente no tenía ni idea de la identidad del conductor, ni siquiera de que la había pillado en pleno cotilleo. Intenté extraer algo de consuelo del hecho de que ella realmente no me estaba mirando a mí, sino al coche.
Mi coche. Suspiré.
Dirigí la vista hacia la izquierda y gemí. Dos peatones se habían quedado pasmados en la acera, perdiendo la oportunidad de cruzar por quedarse a mirar. Detrás de ellos, el señor Marshall parecía observar embobado a través de los vidrios del escaparate de su pequeña tienda de regalos. Aunque no había apretado la nariz contra los cristales. Al menos, todavía no.
Pisé a fondo el acelerador en cuanto la luz se puso en verde, pero lo hice sin pensar, con la fuerza habitual para poner en marcha mi viejo Chevy.
El motor rugió como una pantera en plena caza y el vehículo dio un salto hacia delante tan rápido que mi cuerpo se quedó aplastado contra el asiento de cuero negro y el estómago se me apretujó contra la columna vertebral.
—¡Agg! —di un grito ahogado mientras tanteaba con el pie a la búsqueda del freno. No perdí la calma y me limité a rozar el pedal, pero de todas formas el coche se quedó clavado en el suelo, totalmente inmóvil.
No pude evitar el echar una ojeada alrededor para ver la reacción de la gente. Si antes habían tenido alguna duda de quién conducía este coche, ya se había disipado. Con la punta del zapato presioné cuidadosamente el acelerador, apenas medio milímetro, y el vehículo salió disparado de nuevo.
Me las apañé de mala manera para llegar hasta mi objetivo, la gasolinera. Si no hubiera tenido la cabeza en otra cosa, no se me habría ocurrido aparecer por la ciudad en absoluto. Había pasado todos los días de atrás sin un montón de cosas, como pan de molde o cordones para los zapatos, con el fin de no mostrarme en público.
A la hora de echar gasolina me moví tan deprisa como si estuviera en una carrera de coches: abrí la portilla, desenrosqué el tapón, pasé la tarjeta e introduje la manguera del surtidor en la boca del depósito en cuestión de segundos. Ahora bien, nada podía hacer para que los números del indicador se marcaran con mayor rapidez. Avanzaban con lentitud, como si lo hicieran aposta para fastidiarme.
No había mucha luz al aire libre, porque era uno de esos días típicos en Forks, Washington, pero me sentía como si tuviera un reflector enfocado en mí, centrado sobre todo en el delicado anillo de mi mano izquierda. En momentos así, cuando notaba ojos ajenos clavados en mi espalda, me parecía que el anillo latía como si fuera un anuncio de neón que dijera: «Mírame, mírame».
Era estúpido estar tan pendiente de uno mismo, y yo lo sabía. Aparte de mi madre y mi padre, ¿realmente importaba lo que la gente dijera sobre mi compromiso? ¿O sobre mi coche nuevo? ¿O respecto a que me hubieran aceptado tan misteriosamente en una universidad tan reputada? ¿O incluso sobre la pequeña y brillante tarjeta de crédito negra que sentía arder al rojo vivo en el bolsillo trasero de mis vaqueros?
—Eso es, a nadie le importa lo que piensen —mascullé.
—Eh, señorita… —me interrumpió una voz masculina.
Me volví, y entonces deseé no haberlo hecho.
Dos hombres permanecían de pie al lado de un lujoso todoterreno que portaba dos kayaks de última moda en lo alto del techo. Ninguno de los dos me miraba, sino que tenían los ojos clavados en el vehículo.
Personalmente, lo cierto es que no lo entiendo. Más bien soy de la clase de personas que se enorgullecen con ser capaces de distinguir entre los símbolos de Toyota, Ford y Chevy. El automóvil era de un reluciente color negro, esbelto, y en verdad bonito, pero para mí, no era nada más que un auto.
—Siento molestarla, pero ¿podría decirme qué clase de coche es el que conduce? —me dijo el hombre alto.
—Bueno, es un Mercedes, ¿no?
—Sí —repuso el hombre educadamente, mientras su amigo de menor altura ponía los ojos en blanco como reacción a mi respuesta—. Eso ya lo sé, pero me preguntaba si no estaría usted conduciendo… un Mercedes Guardian —pronunció el nombre con un respeto casi reverencial. Tuve la sensación de que ese tipo se llevaría bien con Edward Cullen, mi… mi novio, ya que no tenía sentido eludir la palabra teniendo en cuenta los pocos días que quedaban para la boda—. Se supone que ni siquiera están aún disponibles en Europa —continuó el hombre—, sino sólo aquí.
Entretanto, el desconocido recorría lentamente los contornos de mi coche con los ojos, unas líneas que a mí, la verdad, no me parecían tan diferentes a las de otros Mercedes tipo Sedan. Pero claro, en realidad, yo tampoco tenía mucha idea, porque mi mente ya tenía bastante con cavilar sobre palabras como «novio», «boda», «marido» y demás.
Simplemente es que no las podía meter todas juntas en mi cabeza.
Por un lado, me habían educado para que me estremeciera ante la mención de vestidos blancos voluminosos y ramos de flores; pero más aún, me costaba mucho trabajo reconciliar un concepto soso, formal y respetable como «marido», con mi idea de Edward. Era como comparar un contable con un arcángel. No podía visualizarle en ningún papel tan normal y cotidiano.
Como siempre, cada vez que empezaba a pensar en Edward me veía atrapada en una espiral vertiginosa de fantasías. El extraño tuvo que aclararse la garganta para captar mi atención, ya que estaba esperando todavía una respuesta en lo referente al modelo y al fabricante del coche.
—No lo sé —le contesté con toda honradez.
—¿Le importa que me haga una foto con él?
Me llevó al menos un segundo procesar eso.
—¿De verdad…? ¿De veras quiere sacarse una foto con el coche?
—Por supuesto, nadie va a creerme, salvo que lleve una prueba.
—Mmm, bueno, vale.
Retiré rápidamente la manguera y me deslicé en el asiento delantero para esconderme mientras aquel fan sacaba de la mochila una enorme cámara de fotos de aspecto profesional. Él y su amigo se turnaron para posar al lado del capó y después tomaron fotos de la parte trasera.
Echo de menos mi coche, me lamenté para mis adentros.
Fue muy, pero que muy inconveniente, que mi viejo trasto exhalara su último aliento unas cuantas semanas después de que Edward y yo acordáramos nuestro extraño compromiso, tan desigual, uno de cuyos detalles consistía en que podría reemplazar mi coche cuando dejara de funcionar de modo definitivo. Edward juraba que simplemente había pasado lo que tenía que pasar, que mi vehículo había gozado una vida larga, plena y que después había muerto por causas naturales. Eso al menos era lo que decía él. Y claro, yo no tenía forma de verificar esa historia ni de resucitar mi coche de entre los muertos contando sólo con mis fuerzas, porque mi mecánico favorito…
Detuve en seco el pensamiento, impidiendo que llegara a su conclusión natural. En vez de eso, escuché las voces de los hombres en el exterior, amortiguadas por las paredes del automóvil.
—… pues en el vídeo de Internet iban hacia él con un lanzallamas y ni siquiera se chamuscaba la pintura.
—Claro que no. Puedes pasarle un tanque por encima a esta preciosidad. Éste no ha pasado por el mercado, porque lo han diseñado sobre todo para diplomáticos de Oriente Medio, traficantes de armas y narcos.
—Oye ¿y tú crees que ésa es alguien? —preguntó el bajito en voz casi inaudible. Yo agaché la cabeza con las mejillas encendidas.
—¿Qué? —replicó el alto—. Quizá. Porque ya me contarás para qué quiere alguien de por aquí cristales a prueba de misiles y dos mil kilos de carrocería acorazada. Parece propio de sitios más peligrosos.
Carrocería acorazada. «Dos mil kilos» de carrocería acorazada. ¿Y cristales «a prueba de misiles»? Estupendo. ¿Qué tenían de malo los viejos cristales antibalas de toda la vida?
Bueno, al menos esto tenía algún sentido… si es que gozas de un sentido del humor lo bastante retorcido.
Y no es que yo no hubiera esperado que Edward sacara ventaja de nuestro trato, para que pudiera dar más, mucho más de lo que iba a recibir. Yo estuve de acuerdo en dejarle reemplazar mi coche cuando fuera necesario, aunque desde luego no esperaba que ese momento llegara tan pronto. Cuando me vi forzada a admitir que el vehículo no se había convertido más que en un tributo a los Chevys clásicos en forma de bodegón automovilístico pegado a mi bordillo, me di cuenta de que el cambio me iba a avergonzar a base de bien, convirtiéndome en el foco de miradas y susurros. Pero ni en mis más oscuras premoniciones hubiera concebido que fuera a buscarme dos coches.
Me puse hecha una fiera cuando me explicó lo del coche «de antes» y el de «después».
Éste no era más que el «de antes». Me contó que sólo lo tenía en préstamo y me prometió que lo devolvería después de la boda, lo cual carecía de todo sentido para mí. Al menos hasta ese momento.
Ja, ja. Aparentemente, necesitaba un coche con la resistencia de un tanque para mantenerme a salvo debido a mi fragilidad, pues era humana y propensa a los accidentes, a la vez que una víctima muy frecuente de mi propia y peligrosa mala suerte.
Qué risa. Estaba segura de que tanto él como sus hermanos habían disfrutado bien de la broma a mis espaldas.
O quizás, solo quizás, susurró una voz bajita en mi cabeza, no es ninguna broma, tonta. Tal vez es que realmente está muy preocupado por ti. No es ésta la primera vez que se pasa lo suyo sobreprotegiéndote.
Suspiré.
Aún no había visto el coche de «después». Permanecía escondido bajo una lona en la esquina más lejana del garaje de los Cullen. Sabía que la mayor parte de las personas ya le habrían echado una buena ojeada, pero la verdad es que yo no quería saber nada.
Lo más probable era que no tuviera una carrocería acorazada, puesto que no iba a necesitarla después de la luna de miel. Uno de los extras que me hacían más ilusión de mi transformación era precisamente la casi completa indestructibilidad. La parte más interesante de convertirse en un Cullen no eran los coches caros ni las impresionantes tarjetas de crédito.
—¡Eh! —me llamó la atención el hombre alto, curvando las manos y asomándose por ellas en un intento de ver algo a través de los cristales—. Ya hemos terminado. ¡Muchas gracias!
—De nada —respondí y después me puse en tensión cuando encendí el motor y pisé el pedal con la mayor suavidad posible…
Daba igual cuántas veces condujera hacia mi casa por aquella calle tan familiar; no podía hacer que los carteles deslucidos por la lluvia se fundieran con el fondo. Estaban sujetos con abrazaderas a los postes telefónicos y pegados con celo a las señales de tráfico, y cada uno era como una bofetada. Y una muy merecida, además, en plena cara. Mi mente se centró de nuevo en el pensamiento que acababa de interrumpir poco antes, porque no podía evitarlo cuando pasaba por esta calle. No al menos con las imágenes de mi mecánico favorito pasando a mi lado a intervalos regulares. Mi mejor amigo. Mi Jacob.
Los carteles rezaban: «¿Han visto a este chico?». La idea no era del padre de Jacob, sino una iniciativa del mío, Charlie, que había hecho imprimir los anuncios y los había desplegado por toda la ciudad; y no sólo por Forks, sino también en Port Ángeles, Sequim, Aberdeen y cualquier otra ciudad de la península Olympic. Se había asegurado de que todas las comisarías del estado de Washington tuvieran también uno de esos carteles colgado en la pared. Su propia comisaría contaba con todo un panel de corcho dedicado a la búsqueda de Jacob. Generalmente solía estar casi vacío, para su disgusto y frustración.
Aunque mi padre se sentía disgustado por algo más que la ausencia de noticias. Estaba enfadado con Billy, el padre de Jacob y el mejor amigo de Charlie.
Porque Billy no había querido implicarse en la búsqueda de su «fugitivo» de dieciséis años, ni había colaborado poniendo carteles en La Push, la reserva de la costa donde había vivido Jacob. Y por su aparente resignación ante la desaparición, como si no hubiera nada que pudiera hacer, y su cantinela: «Jacob ya está crecidito. Regresará a casa cuando quiera».
También estaba frustrado conmigo por haberme puesto de parte de Billy.
Yo tampoco era partidaria de los anuncios, ya que tanto Billy como yo conocíamos, por así decirlo, el paradero de Jacob; y también sabíamos que nadie iba a ver a ese «chico».
Me alegraba que Edward se hubiera marchado de caza ese sábado, porque ante la visión de esos carteles se me formaba un nudo enorme en la garganta y los ojos me escocían, llenos de lágrimas punzantes, y también él se sentía fatal al verme reaccionar de ese modo.
Ahora bien, el sábado también tenía ciertos inconvenientes y vi uno de ellos nada más girar lenta y cuidadosamente hacia mi calle. El coche patrulla de mi padre estaba aparcado a la entrada de nuestra casa. Hoy había pasado de ir de pesca. Todavía andaría enfurruñado con lo de la boda.
Así que no podía usar el teléfono allí dentro, pero tenía que llamar…
Aparqué junto al bordillo, detrás de la «escultura» del Chevy, y saqué de la guantera el móvil que me había dado Edward para las emergencias. Marqué, manteniendo el dedo en el botón de «colgar» mientras el teléfono sonaba. Sólo por si acaso.
—¿Hola? —contestó Seth Clearwater y yo suspiré aliviada, porque era demasiado gallina para hablar con su hermana mayor, Leah. La frase «te voy a arrancar la cabeza» no era una simple metáfora cuando la pronunciaba ella.
—Hola, Seth, soy Bella.
—¡Ah, hola, Bella! ¿Cómo estás?
Medio asfixiada. Desesperada por sentirme más segura.
—Bien.
—¿Llamas para saber las últimas noticias?
—Pareces un psíquico…
—Qué va, yo no soy Alice… Es que tú eres bastante predecible —se burló él. Entre los miembros de la manada de los quileute en La Push, sólo Seth se sentía cómodo al mencionar a los Cullen por sus nombres, y era el único también que hacía bromas con cosas como mi futura cuñada, casi omnisciente.
—Sé que lo soy —dudé durante un segundo—. ¿Qué tal está?
Seth suspiró.
—Igual que siempre. Se niega a hablar, aunque sabemos que nos oye. Procura no pensar de forma humana, ya sabes, y se limita a seguir sus instintos.
—¿Conocéis su paradero actual?
—Anda en algún lugar del norte de Canadá, no sabría decirte la provincia. No presta mucha atención a las fronteras entre los estados.
—¿Alguna pista de si…?
—No va a volver a casa, Bella. Lo siento.
Tragué saliva.
—Vale, Seth. Lo sabía antes de preguntar, pero es que no puedo evitar el desearlo.
—Ya, claro. Todos nos sentimos igual.
—Gracias por no perder el contacto conmigo, Seth. Ya sé que los otros se van a poner pesados contigo.
—No es que sean tus mayores fans, no —acordó conmigo entre risas—. Una tontería, creo. Jacob hizo sus elecciones y tú las tuyas; además, a él no le gusta la actitud que tienen al respecto. Ahora, que tampoco es que le emocione mucho que quieras saber de él, claro.
Yo tragué aire precipitadamente.
—Pero ¿no has dicho que no habíais hablado?
—Es que no nos puede esconder todo, por mucho que lo intente.
Así que Jacob era consciente de mi preocupación. Dudaba sobre qué debía sentir al respecto. Bueno, al menos él sabía que yo no había saltado hacia el crepúsculo olvidándole por completo. Probablemente, me habría creído capaz de eso.
—Espero verte el día… de la boda —le comenté, forzando la palabra entre mis dientes.
—Ah, claro, mamá y yo iremos. Ha sido muy guay por tu parte pedírnoslo.
El entusiasmo de su voz me hizo sonreír. Aunque invitar a los Clearwater había sido idea de Edward, me alegraba mucho de que se le hubiera ocurrido. Sería estupendo tener allí a Seth, una conexión, aunque fuera muy tenue, con el hombre ausente que debía haber sido mi padrino. No será lo mismo sin ti, pensé.
—Saluda a Edward de mi parte, ¿vale?
—Seguro.
Sacudí la cabeza. La amistad que había surgido entre Seth y Edward era algo que todavía me dejaba con la boca abierta, sin embargo era la prueba de que las cosas no tenían por qué ser como eran. Los vampiros y los licántropos podrían convivir sin problemas si se lo propusieran de verdad.
Pero esta idea no le gustaba a nadie.
—Ah —dijo Seth, con la voz una octava más alta—, esto, Leah acaba de llegar.
—¡Oh! ¡Adiós!
La línea se cortó. Dejé el teléfono en el asiento y me preparé mentalmente para entrar en la casa, donde Charlie me estaría esperando.
Mi pobre padre tenía mucho con lo que bregar en esos momentos. Jacob «el fugitivo» no era nada más que una de las gotas que casi colmaban su vaso. También estaba preocupado por mí, su hija, apenas mayor de edad y dispuesta a convertirse en una señora casada en apenas unos días.
Caminé con paso lento bajo la llovizna, recordando la noche en que se lo dije…
Cuando el sonido del coche patrulla de Charlie anunció su regreso, el anillo empezó a pesar de repente unos cincuenta kilos en mi dedo. Habría deseado ocultar la mano izquierda en un bolsillo, o quizá sentarme encima de ella, pero la mano fría de Edward mantenía firmemente cogida la mía justo por delante de los dos.
—Deja ya de retorcer los dedos, Bella. Por favor, intenta recordar que no vas a confesar un asesinato.
—Qué fácil es decirlo para ti.
Atendí a los sonidos ominosos de las botas de mi padre pisando con fuerza en la entrada de la casa. La llave repiqueteó en la puerta que ya estaba abierta. El sonido me recordó aquella parte de las películas de miedo en la que la víctima se acuerda de pronto de que ha olvidado echar el cerrojo.
—Tranquilízate, Bella —susurró Edward, escuchando cómo se me aceleraba el corazón.
La puerta golpeó contra el batiente, y me encogí como si me hubieran dado una descarga eléctrica.
—Hola, Charlie —saludó Edward, completamente relajado.
—¡No! —protesté en voz baja.
—¿Qué? —replicó Edward con un hilo de voz.
—¡Espera hasta que cuelgue la pistola!
Edward se echó a reír y se pasó la mano libre entre los alborotados cabellos del color del bronce.
Mi padre dio la vuelta a la esquina, todavía con el uniforme puesto, aún armado, e intentó no poner mala cara cuando nos vio sentados juntos en el sofá. Últimamente estaba haciendo grandes esfuerzos para que Edward le gustara más. Claro, la revelación que estábamos a punto de hacerle seguro que iba a acabar con esos esfuerzos de forma inmediata.
—Hola, chicos. ¿Qué hay?
—Queríamos hablar contigo —comenzó Edward, muy sereno—. Tenemos buenas noticias.
La expresión de Charlie cambió en un segundo desde la amabilidad forzada a la negra sospecha.
—¿Buenas noticias? —gruñó Charlie, mirándome a mí directamente.
—Más vale que te sientes, papá.
Él alzó una ceja y me observó con fijeza durante cinco segundos. Después se sentó haciendo ruido justo al borde del asiento abatible, con la espalda tiesa como una escoba.
—No te agobies, papá —le dije después de un momento de tenso silencio—. Todo va bien.
Edward hizo una mueca, y supe que tenía algunas objeciones a la palabra «bien». Él probablemente habría usado algo más parecido a «maravilloso», «perfecto» o «glorioso».
—Seguro que sí, Bella, seguro que sí. Pero si todo es tan estupendo, entonces, ¿por qué estás sudando la gota gorda?
—No estoy sudando —le mentí.
Me eché hacia atrás ante aquel fiero ceño fruncido, pegándome a Edward, y de forma instintiva me pasé el dorso de la mano derecha por la frente para eliminar la evidencia.
—¡Estás embarazada! —explotó Charlie—. Estás embarazada, ¿a que sí?
Aunque la afirmación iba claramente dirigida a mí, ahora miraba con verdadera hostilidad a Edward, y habría jurado que vi su mano deslizarse hacia la pistola.
—¡No! ¡Claro que no!
Me entraron ganas de darle un codazo a Edward en las costillas, pero sabía que eso tan sólo me serviría para hacerme un cardenal. ¡Ya le había dicho que la gente llegaría de manera inmediata a esa conclusión! ¿Qué otra razón podría tener una persona cuerda para casarse a los dieciocho? Su respuesta de entonces me había hecho poner los ojos en blanco. «Amor». Qué bien.
La cara de pocos amigos de Charlie se relajó un poco. Siempre había quedado bien claro en mi cara cuándo decía la verdad y cuándo no, por lo que en ese momento me creyó.
—Ah, vale.
—Acepto tus disculpas.
Se hizo una pausa larga. Después de un momento, me di cuenta de que todos esperaban que yo dijera algo. Alcé la mirada hacia Edward, paralizada por el pánico, pues no había forma de que me salieran las palabras.
Él me sonrió, después cuadró los hombros y se volvió hacia mi padre.
—Charlie, me doy cuenta de que no he hecho esto de la manera apropiada. Según la tradición, tendría que haber hablado antes contigo. No deseo que esto sea una falta de respeto, pero cuando Bella me dijo que sí, no quise disminuir el valor de su elección; así que en vez de pedirte su mano, te solicito tu bendición. Nos vamos a casar, Charlie. La amo más que a nada en el mundo, más que a mi propia vida, y, por algún extraño milagro, ella también me ama a mí del mismo modo. ¿Nos darás tu bendición?
Sonaba tan seguro, tan tranquilo. Durante sólo un instante, al escuchar la absoluta confianza que destilaba su voz, experimenté una extraña intuición. Pude ver, aunque fuera de forma muy fugaz, el modo en que él comprendía el mundo. Durante el tiempo que dura un latido, todo encajó y adquirió sentido por completo.
Y entonces capté la expresión en el rostro de Charlie, cuyos ojos estaban ahora clavados en el anillo.
Aguanté el aliento mientras su piel cambiaba de color, de su tono pálido natural al rojo, del rojo al púrpura, y del púrpura al azul. Comencé a levantarme, aunque no estaba segura de lo que planeaba hacer, quizá hacer uso de la maniobra de Heimlich para asegurarme de que no se ahogara, pero Edward me apretó la mano y murmuró «dale un minuto», en voz tan baja que sólo yo pude oírle.
El silencio se hizo mucho más largo esta vez. Entonces, de forma gradual, poco a poco, el color del rostro de Charlie volvió a la normalidad. Frunció los labios, y el ceño y reconocí esa expresión que ponía cuando se «hundía en sus pensamientos». Nos estudió a los dos durante un buen rato, y sentí que Edward se relajaba a mi lado.
—Diría que no me he sorprendido en absoluto —gruñó Charlie—. Sabía que me las tendría que ver con algo como esto antes de lo que pensaba.
Exhalé el aire que había contenido.
—¿Y tú estás segura? —me preguntó de forma exigente, mirándome con cara de pocos amigos.
—Estoy segura de Edward al cien por cien —le contesté sin dejar pasar ni un segundo.
—Entonces, ¿queréis casaros? ¿Por qué tanta prisa? —me miró, nuevamente con ojos suspicaces.
La prisa se debía al hecho de que yo me acercaba más a los diecinueve cada asqueroso día que pasaba, mientras que Edward se había quedado congelado en toda la perfección de sus diecisiete primaveras, y había permanecido así durante unos noventa años. Aunque éste no era el motivo por el que yo necesitaba anotar la palabra «matrimonio» en mi diario, porque la boda se debía al delicado y enrevesado compromiso al que Edward y yo habíamos llegado para poder alcanzar el siguiente punto, el salto de mi transformación de mortal a inmortal.
Pero había cosas que no le podía explicar a Charlie.
—Nos vamos a ir juntos a Dartmouth en otoño, Charlie —le recordó Edward—. Me gustaría hacer bien las cosas, bueno, hacerlas como es debido. Así es como me educaron —Edward se encogió de hombros.
No estaba exagerando, ya que había crecido con esa moral, ya pasada de moda, durante la Primera Guerra Mundial.
Charlie torció la boca hacia un lado, buscando un modo de abordar la discusión. Pero ¿qué era lo que podía decir? ¿«Prefiero que vivas en pecado primero»? Era un padre y en ese punto estaba atado de pies y manos.
—Sabía que esto iba a pasar —masculló para sus adentros, frunciendo el ceño. Entonces, de repente, su rostro se transformó en una expresión perfectamente inexpresiva e indiferente.
—¿Papá? —pregunté con ansiedad. Le eché una ojeada a Edward, pero no le pude leer el rostro mientras él miraba a mi progenitor.
—¡Ja! —explotó Charlie y yo pegué un salto en mi asiento—, ¡ja, ja, ja!
Observé con incredulidad cómo mi padre se doblaba de risa, con el cuerpo sacudido por las carcajadas.
Miré a Edward para que me tradujera lo que pasaba, pero él tenía los labios apretados con firmeza, como si también estuviera conteniendo la risa.
—Vale, estupendo —replicó Charlie casi ahogado—, casaos —le dio otro ataque de carcajadas—. Sí, sí, pero…
—Pero ¿qué?
—Pues que se lo tendrás que contar tú a tu madre, y yo ¡no le pienso decir ni una palabra a Renée! ¡Es toda tuya!
Y volvió a estallar en estruendosas risotadas.
Hice una pausa con la mano en el tirador de la puerta, sonriendo. Seguro que en aquel momento las palabras de Charlie me hicieron poner los pies en el suelo. La última maldición: contárselo a Renée. El matrimonio en la juventud ocupaba una posición muy alta en la lista negra de mi madre, figuraba antes incluso que el hervir cachorros vivos.
¿Quién podría haber previsto su respuesta? Yo no, y desde luego, Charlie tampoco. Quizás Alice, pero no se me había ocurrido preguntárselo.
—Bueno, Bella… —había dicho Renée después de que yo escupiera y tartamudeara las palabras imposibles: «Mamá, me caso con Edward»—. Estoy un poco molesta por lo que has tardado en contármelo. Los billetes de avión van a salirme mucho más caros. Oh —comenzó a preocuparse—. ¿Crees que le habrán quitado ya la escayola a Phil para ese momento? Va a quedar fatal en las fotos si no lleva esmoquin…
—Espera un segundo, mamá —repuse en un jadeo—. ¿Qué quieres decir con «haber tardado tanto»? Pero si nos hemos com… —era incapaz de echar fuera la palabra «comprometido»—, si hemos arreglado las cosas, ya sabes, hoy mismo.
—¿Hoy? ¿De verdad? Qué sorpresa. Yo pensaba…
—¿Qué es lo que habías pensado? ¿Cuándo lo pensaste?
—Bueno, ya parecía que estaba todo muy hecho y asentado cuando vinisteis a visitarme en abril, no sé si sabes a qué me refiero. No es que seas especialmente difícil de leer, corazón. No te había dicho ni una palabra porque sabía que no iba a servir para nada. Eres igualita que Charlie —ella suspiró, resignada—. Una vez que has tomado la decisión, no hay manera de razonar contigo, te apegas a ella.
Y entonces dijo la última cosa que jamás hubiera esperado escuchar de mi madre:
—No estás cometiendo un error, Bella. Da la impresión de que estás asustada tontamente, y adivino que es porque me tienes miedo a mí —soltó unas risitas—. O a lo que yo pueda pensar. Ya sé que te he dicho un montón de cosas sobre el matrimonio y la estupidez, y no es que las vaya a retirar, pero necesitas darte cuenta de que estas cosas se aplican específicamente a mí. Tú eres una persona muy diferente. Tú cometes tus propios errores y estoy segura de que tendrás tu propia ración de cosas que lamentar en la vida, pero la irresponsabilidad nunca ha sido tu problema, corazón. Tienes una gran oportunidad para hacer este trabajo mejor que la mayoría de las cuarentonas que conozco —Renée se echó a reír de nuevo—. Mi niñita de mentalidad tan madura. Afortunadamente, pareces haber encontrado un alma madura como la tuya.
—¿No te has vuelto… loca? ¿No piensas que cometo una equivocación monumental?
—Bueno, vale, habría preferido que esperaras unos años más. Quiero decir, ¿acaso te parezco tan mayor como para comportarme como una suegra? No me contestes a eso. Porque todo este asunto no tiene que ver conmigo, sino contigo. ¿Eres feliz?
—No lo sé. Me siento ahora mismo como si esto fuera una especie de experiencia extracorporal. Renée volvió a soltar unas risitas.
—¿Él te hace feliz, Bella?
—Sí, pero…
—¿Acaso piensas que podrías querer a algún otro?
—No, pero…
—Pero ¿qué?
—¿Es que no me vas a decir que sueno exactamente como cualquier otro adolescente caprichoso tal como ha sucedido desde el comienzo de los tiempos?
—Tú nunca has sido una adolescente, cielo. Sabes lo que te conviene.
Durante las últimas semanas, Renée se había sumergido de forma totalmente inesperada en los planes de boda. Se pasaba todos los días unas cuantas horas al teléfono con la madre de Edward, Esme, así que no hubo preocupación alguna respecto a cómo se llevarían las consuegras. Renée adoraba a Esme, pero claro, dudaba que alguien pudiera evitar sentirse de otro modo con respecto a mi encantadora futura suegra.
Eso consiguió librarme del asunto. La familia de Edward y la mía se habían hecho cargo de los preparativos nupciales sin que yo tuviera que hacer, saber o pensar en ninguna cosa.
Charlie, claro, se había enfadado, pero lo mejor del tema era que no estaba furioso conmigo. La traidora había sido Renée, ya que había contado con ella como el peor oponente a mis planes. ¿Qué era lo que iba a hacer ahora, cuando la última amenaza, contárselo a mi madre, se había vuelto totalmente en su contra? No tenía nada a que agarrarse y lo sabía. Así que se pasaba todo el día de un lado para otro por la casa, mascullando cosas como que no se podía confiar en nadie de este mundo…
—¿Papá? —llamé mientras abría la puerta principal—. Estoy en casa.
—Espera un momento, Bells, espera ahí un momento.
—¿Eh? —pregunté deteniéndome de forma inmediata.
—Dame un segundo. Au, me has pinchado, Alice.
¿Alice?
—Lo siento, Charlie —respondió la voz vibrante de Alice—. ¿Qué te parece?
—Lo estoy manchando todo de sangre.
—Estás bien. No ha traspasado la piel, confía en mí.
—¿Qué está pasando? —exigí saber, vacilando en la entrada.
—Treinta segundos, por favor, Bella —me pidió Alice—. Tu paciencia te será recompensada.
—¡Ja! —añadió Charlie.
Golpeteé el suelo con un pie, contabilizando cada latido y antes de que llegara a treinta, Alice gritó:
—¡Venga, Bella, entra!
Avanzando con precaución, di la vuelta a la esquina que daba al salón de estar.
—Oh —me enfurruñé—, ¡oh, papá! Pareces…
—¿Estúpido? —me interrumpió Charlie.
—Estaba pensando más bien en «muy elegante».
Él se ruborizó y Alice le cogió del codo y lo empujó con ligereza para que diera una vuelta lenta y luciera un poco el esmoquin de color gris claro.
—Vamos a dejar esto ya, Alice. Parezco un idiota.
—Nadie que yo haya vestido ha parecido jamás un idiota.
—Tiene razón, papá, ¡tienes un aspecto fabuloso! ¿Y para qué es todo esto?
Alice puso los ojos en blanco.
—Es la última prueba para ver cómo queda. Para los dos.
Aparté por primera vez la mirada de un Charlie tan poco acostumbrado a ir elegante y vi el pavoroso traje blanco extendido cuidadosamente sobre el sofá.
—Aaahh.
—Vete a ese sitio feliz tuyo, Bella. No tardaré mucho.
Inhalé una gran bocanada de aire y cerré los ojos. Los mantuve así y subí tropezando las escaleras hasta mi habitación. Me despojé de la ropa hasta quedarme sólo con las prendas interiores y extendí los brazos.
—Parece como si te fuera a clavar palos de bambú debajo de las uñas —masculló Alice en voz baja mientras me seguía.
No le presté atención, porque me había escabullido a mi lugar feliz…
… un sitio en donde todo el rollo de la boda había pasado ya, lo había dejado a mis espaldas. Estaba reprimido entre mis recuerdos y olvidado.
En él, Edward y yo nos encontrábamos solos. El escenario era borroso y las imágenes fluían de modo constante, se transformaban desde un bosque neblinoso a una ciudad cubierta de nubes o a la noche ártica, porque Edward mantenía en secreto el lugar de nuestra luna de miel para darme una sorpresa, aunque la verdad es que no me interesaba especialmente dónde fuera.
Edward y yo estábamos juntos por fin, y yo había cumplido por completo mi parte del compromiso. Me había casado con él, que era lo más importante, pero también había aceptado todos sus extravagantes regalos y me había matriculado, aunque no sirviera de nada, para asistir a la facultad de Dartmouth en el otoño. Ahora era su turno.
Antes de que me transformara en un vampiro, su principal compromiso, tenía otra estipulación que hacer realidad.
Edward tenía una especie de interés obsesivo por las cosas humanas que tendría que abandonar, las experiencias que no quería que me perdiera. La mayoría de ellas, como el baile de promoción, por ejemplo, me parecían estupideces. Sólo había una experiencia humana a la que no quería renunciar. Y era la única que él hubiera deseado que olvidara por completo.
Y aquí estaba la cosa, claro. Sabía muy poco sobre cómo iba a ser cuando ya no fuera humana. Había visto de primera mano cómo era un vampiro recién convertido y había oído toda clase de historias a mi futura familia sobre esos primeros días salvajes. Durante varios años, el principal rasgo de mi personalidad iba a ser la «sed». Me llevaría cierto tiempo poder volver a ser yo misma. E incluso cuando recuperara el control, no volvería a sentirme exactamente igual que antes.
Humana… y apasionadamente enamorada.
Quería tener la experiencia completa antes de que cambiara mi cálido, vulnerable cuerpo dominado por las hormonas, por algo hermoso, fuerte… y desconocido. Deseaba disfrutar de una auténtica luna de miel con Edward, y él había accedido a intentarlo a pesar del peligro que, a su juicio, esto suponía para mí.
Apenas fui consciente de Alice y del modo en que se deslizó el satén sobre mi piel. No me importaba, en ese momento, que toda la ciudad estuviera hablando de mí. No pensaba tampoco en el espectáculo que tendría que protagonizar dentro de tan poco tiempo. No me preocupaba tropezar con la cola del vestido ni echarme a reír en el momento equivocado ni ser demasiado joven ni la audiencia sorprendida ni el asiento vacío donde debería haber estado mi mejor amigo.
Yo estaba con Edward en mi lugar feliz.