La guardia permanecía en el lado norte del claro a la espera de que su líder volviera a sus filas, pero en vez de eso, Aro les ordenó adelantarse con un ademán de la mano.
Edward inició una retirada inmediata, empujándonos a Emmett y a mí. Retrocedimos a toda prisa sin apartar la mirada de la amenaza en ciernes. Jacob fue el más lento de todos a la hora de emprender el repliegue. Tenía erizada la pelambrera de los hombros y se erguía mientras le enseñaba las fauces a Aro. Renesmee le agarró del rabo al tiempo que retrocedía y le fue dando tirones para obligarle a caminar con nosotros. Nos reunimos con nuestra familia al mismo tiempo que las capas oscuras rodeaban de nuevo a Aro.
La distancia entre ellos y nosotros se había reducido a cincuenta metros, un espacio que cualquiera podía salvar con un buen salto en menos de un segundo.
Cayo comenzó a discutir con Aro de inmediato.
—¿Cómo soportas semejante infamia? —se puso con los brazos en jarras y los dedos curvados en forma de garras—. ¿Por qué permanecemos aquí mano sobre mano ante un crimen tan espantoso, burlados por una engañifa tan ridícula?
Especulé acerca del motivo por el cual no tocaba físicamente a Aro para compartir su opinión.
¿Acaso éramos testigos de una división en las filas de los Vulturis? ¿Podíamos tener tanta suerte?
—Porque es la verdad hasta la última palabra —respondió el interpelado con calma—. Observa el número de testigos. Todos ellos están en condiciones de dar testimonio: han visto a esa niña crecer y madurar en el breve tiempo que la han conocido. Todos ellos —prosiguió mientras hacía un gesto lo bastante amplio para abarcar desde Amun, situado en un extremo, hasta Siobhan, ubicada en el opuesto— se han percatado del calor de la sangre que corre por sus venas.
Cayo reaccionó de un modo extraño en cuanto su compañero pronunció la palabra «testigos» y su semblante, dominado por la ira, se serenó hasta convertirse en una máscara fría y calculadora. Lanzó una mirada a los apoyos de los Vulturis con una expresión un tanto nerviosa.
Le imité y contemplé a la enojada masa para percatarme de que ya no podía aplicársele ese adjetivo. El deseo alocado de acción se había convertido en confusión y una oleada de cuchicheos recorría las filas enemigas, pues intentaban buscar una explicación a lo sucedido.
Cayo seguía con mala cara, sumido en sus pensamientos. Lo aplomado de su expresión atizó los rescoldos de mi antiguo enojo y acabó por avivar las llamaradas de la preocupación. ¿Y qué ocurría si la guardia avanzaba de nuevo a una señal invisible, como las que utilizaban mientras marchaban? Estudié mi escudo con ansiedad. Lo noté tan impenetrable como antes. Lo curvé hacia abajo en un domo ancho y bajo para proteger a todo nuestro grupo. Percibía a mis amigos y a los miembros de mi familia como finas columnas de luz, cada una con una tonalidad propia.
Pensé que sería capaz de identificarlos con un poco de práctica, y de hecho, ya conocía la de Edward, porque era la más brillante de todas. Pero me preocuparon los huecos que existían alrededor de los puntos refulgentes. La cobertura únicamente me protegería a mí si los habilidosos Vulturis lograban meterse por debajo. La frente se me llenó de arrugas a causa del esfuerzo mientras intentaba acercar con sumo cuidado la armadura elástica a mi gente. Carlisle ocupaba la posición más alejada. Retraje el escudo centímetro a centímetro en un intento de envolverle el cuerpo con la mayor precisión posible.
El blindaje parecía predispuesto a cooperar. Aumenté su contorno, y cuando Carlisle cambió de posición para formar más cerca de Tanya, la protección se estiró con él y se ciñó a su chispa.
Lancé más hilos de la tela protectora y los fui situando alrededor de cada silueta iluminada que correspondía a un amigo o a un aliado.
Sólo había transcurrido un segundo y Cayo continuaba con las deliberaciones.
—Los hombres lobo —murmuró al fin.
Me invadió un pánico repentino cuando comprendí que casi todos los licántropos estaban desprotegidos. Me disponía a alcanzarles con mi escudo cuando me di cuenta de que, en realidad, sí que podía sentir su chisporroteo luminoso. Curioso. Retiré la capa protectora de Amun y Kebi, los dos miembros más alejados del grupo en ese momento, que se hallaban en compañía de los lobos. Las luces de ambos se extinguieron, pero no ocurrió lo mismo con los lobos: continuaban siendo columnas luminosas… o casi, por lo menos la mitad de ellos brillaban. Mmm. Extendí de nuevo el escudo y en cuanto Sam quedó cubierto, todos volvieron a brillar.
La interconexión entre ellos debía de ser mayor de lo imaginado. Si el macho Alfa se hallaba bajo cobertura, las mentes de los otros miembros de la manada estaban tan protegidas como la del líder.
—Ah, hermano —contestó Aro con aspecto apenado ante la afirmación de Cayo.
—¿También vas a defender esa alianza, Aro? —Inquirió Cayo—. Los Hijos de la Luna han sido nuestros más acérrimos enemigos desde el alba de los tiempos. Les hemos dado caza hasta prácticamente extinguirlos en Europa y Asia; y a pesar de ello, Carlisle dispensa un trato de familiaridad a esa inmensa plaga, sin duda en un intento de derrocarnos más adelante, lo que sea para proteger su corrupto estilo de vida.
Edward carraspeó de forma tan audible que el cabecilla le miró. Aro se cubrió el semblante con una de esas manos suyas: finas y delicadas. Daba la impresión de estar avergonzado por el comportamiento del otro anciano.
—Estamos en pleno mediodía, Cayo —comentó Edward mientras señalaba hacia Jacob—, resulta claro que no son Hijos de la Luna. No guardan relación alguna con tus enemigos de allende los mares.
—Aquí criáis mutantes —le replicó el anciano de forma abrupta.
—Ni siquiera son hombres lobo —contestó Edward con voz invariable tras abrir y cerrar las mandíbulas—. Aro puede explicártelo todo si no me crees.
¿Que no eran hombres lobo? Miré a Jacob con desconcierto. Él alzó los lomos y los dejó caer, como si se encogiera de hombros. Tampoco él sabía de qué estaba hablando mi esposo.
—Mi querido Cayo, te hubiera avisado de que no tocaras ese punto si me hubieras hecho partícipe de tus pensamientos —murmuró Aro—. Aunque esas criaturas se consideren licántropos, en realidad, no lo son. «Metamorfos» les encaja mejor. La elección de la figura lupina es pura casualidad. Podría haber sido la de un oso, un halcón o una pantera cuando se realizó la primera metamorfosis. En verdad te aseguro que estas criaturas no guardan relación alguna con los Hijos de la Luna. Únicamente han heredado esa habilidad de sus ancestros. La continuidad de la especie no se basa en la infección de otras especies, como ocurre en el caso de los hombres lobo.
Cayo fulminó con la mirada a Aro. Estaba irritado y flotaba en el ambiente algo más, una posible acusación de traición.
—Conocen el secreto de nuestra existencia —espetó el otro sin rodeos.
Edward parecía a punto de responder a esta acusación, pero Aro se le anticipó.
—También ellos son criaturas del mundo sobrenatural, hermano, y tal vez ellos dependan del secreto más que nosotros. Además, es difícil que nos expongan. Ve con cuidado, Cayo. Los alegatos capciosos no nos conducen a ninguna parte.
Cayo respiró hondo y asintió; luego, ambos ancianos intercambiaron una larga y significativa mirada.
Creí comprender la instrucción que se escondía detrás de la advertencia de Aro. Los cargos falsos no les iban a ayudar en nada a lograr que sus propios testigos se pusieran de su parte. Aro avisaba a su compañero de que pasaran a la siguiente estrategia. Me pregunté si la razón oculta tras esa aparente tensión entre los dos ancianos —representada en la negativa a tocar a su compañero y compartir sus pensamientos— no sería que a Aro le interesaban las apariencias mucho más que a Cayo, a quien la próxima matanza le parecía de mayor importancia que mantener una reputación intachable.
—Deseo hablar con la delatora —anunció de pronto Cayo, y se volvió para mirar a Irina.
La vampira no prestaba atención a la conversación de los líderes de los Vulturis. No apartaba la vista de sus hermanas y tenía un semblante agónico y crispado por el sufrimiento. El rostro de Irina dejaba bien a las claras que ella sabía ahora lo infundado de su acusación.
—Irina —bramó Cayo, descontento de tener que dirigirse a ella.
Ella alzó la vista, sorprendida en un primer momento y luego asustada. Cayo chasqueó los dedos.
La vampira avanzó con paso vacilante desde el límite de la formación Vulturis para presentarse de nuevo ante el anciano caudillo.
—Has cometido un grave error en tus acusaciones, o eso parece —comenzó Cayo.
Tanya y Kate se adelantaron, presas de la ansiedad.
—Lo siento —respondió la interpelada en voz baja—. Quizá debería haberme asegurado de lo que vi, pero no tenía ni idea… —hizo un gesto de indefensión hacia nosotros.
—Mi querido Cayo —terció Aro—, ¿cómo puedes esperar que ella adivinara en un instante algo tan extraño e improbable? Cualquiera de nosotros habría supuesto lo mismo.
Cayo removió los dedos para silenciar a su homólogo.
—Todos estamos al tanto de tu error —continuó con brusquedad—. Yo me refiero a tus motivos.
Irina estaba hecha un manojo de nervios; esperó a que continuara, pero al final repitió:
—¿Mis motivos?
—Sí, para empezar, ¿por qué viniste a espiarlos?
La vampira respingó al oír el verbo «espiar».
—Estabas molesta con los Cullen. ¿Me equivoco?
—No, estaba enojada —admitió.
—¿Y por qué…? —la urgió Cayo.
—Porque los licántropos mataron a mi amigo y los Cullen no se hicieron a un lado y no me dejaron vengarle.
—Licántropos, no, metamorfos —le corrigió Aro.
—Así pues, los Cullen se pusieron de parte de los metamorfos en contra de nuestra propia especie, incluso cuando se trataba del amigo de un amigo —resumió Cayo.
Edward profirió por lo bajinis un refunfuño de disgusto mientras el Vulturis iba repasando una por una las entradas de su lista en busca de una acusación que encajara.
—Yo lo veo así —replicó Irina, muy envarada.
Cayo se tomó su tiempo.
—Si deseas formular alguna queja contra los metamorfos y los Cullen por apoyar ese comportamiento, ahora es el momento.
El anciano esbozó una sonrisa apenas perceptible llena de crueldad, a la espera de que Irina le facilitara la siguiente excusa. Con ello demostraba que no entendía a las familias de verdad, cuyas relaciones se basaban en el amor y no en el amor al poder. Tal vez había sobreestimado la fuerza de la venganza.
Irina apretó los dientes, alzó el mentón y cuadró los hombros.
—No deseo formular queja alguna contra los lobos ni los Cullen. Habéis venido aquí para destruir al niño inmortal y no existe ninguno. Mío es el error y asumo por completo la responsabilidad. Los Cullen son inocentes y vosotros no tenéis motivo alguno para permanecer aquí. Lo lamento mucho —nos dijo, volviéndose hacia nosotros, y luego se encaró con los testigos Vulturis—. No se ha cometido ningún delito, ya no hay razón válida para que continuéis aquí.
Aún no había terminado de hablar la vampira y Cayo ya había alzado una mano, sostenía en ella un extraño objeto metálico tallado y ornamentado.
Se trataba de una señal, y la reacción llegó tan deprisa que todos nos quedamos atónitos y sin dar crédito a nuestros ojos mientras sucedía. Todo terminó antes de que tuviéramos tiempo para reaccionar.
Tres soldados Vulturis se adelantaron de un salto y cayeron sobre Irina, cuya figura quedó oculta por las capas grises. En ese mismo instante, un horrísono chirrido metálico rasgó el velo de quietud del claro. Cayo serpenteó sobre la nieve hasta llegar al centro de la melé grisácea. El estridente sonido se convirtió en un geiser de centellas y lenguas de fuego. Los soldados se apartaron de aquel repentino infierno de llamaradas y regresaron a sus posiciones en la línea perfectamente formada.
El anciano líder se quedó solo junto a los restos en llamas de Irina. El objeto metálico de su mano todavía chorreaba lenguas de fuego sobre la pira. Se oyó un débil chasquido y el surtidor de fuego dejó de vomitar fogonazos. Un jadeo de horror recorrió la masa de testigos congregada detrás de los Vulturis.
Nosotros estábamos demasiado consternados para proferir algún sonido. Una cosa era saber que la muerte se avecinaba a feroz e imparable velocidad y otra muy diferente ver cómo tenía lugar.
—Ahora sí ha asumido por completo la responsabilidad de sus acciones —aseguró Cayo con una fría sonrisa.
Lanzó una mirada a nuestra primera línea, deteniéndose brevemente sobre las formas heladas de Tanya y Kate.
Adiviné en ese instante que el Vulturis jamás había minusvalorado los lazos de una verdadera familia. Ésa era la táctica. Nunca tuvo interés en las reclamaciones de Irina, buscaba su desafío, un pretexto para poder destruirla y prender fuego al inflamable vaho de violencia que se condensaba en el ambiente. Había arrojado una cerilla.
Aquella tensa conferencia de paz se tambaleaba ahora con más vaivenes que un elefante en la cuerda floja. Nadie iba a ser capaz de detener el combate una vez que se desatara. La espiral de violencia no dejaría de crecer hasta que un bando resultara totalmente aniquilado. El nuestro.
Cayo lo sabía.
Y también Edward.
Por eso, estaba atento y gritó:
—¡Detenedlas!
Por eso, saltó de la fila a tiempo de agarrar por el brazo a Tanya, que se lanzaba vociferando como una posesa hacia el sonriente Cayo. No fue capaz de zafarse de la presa de Edward antes de que Carlisle la sujetara por la cintura.
—Es demasiado tarde para ayudarla —intentó razonar Carlisle a toda prisa mientras forcejeaba con ella—. ¡No le des lo que quiere!
Fue más difícil contener a Kate. Lanzó un aullido inarticulado similar al de Tanya y dio la primera zancada de una acometida que iba a saldarse con la muerte de todos. La más próxima a ella era Rosalie, pero ésta recibió semejante porrazo que cayó al suelo antes de tener tiempo de hacerle una llave de cabeza. Por suerte, Emmett la aferró por el brazo y le impidió continuar; luego, la devolvió a la fila a codazo limpio, pero Kate se escabulló y rodó sobre sí misma.
Parecía imparable.
Garrett se abalanzó sobre Kate y volvió a tirarla al suelo; luego, le rodeó el tórax y los brazos en un abrazo y engarfió los dedos alrededor de sus propias muñecas a fin de completar la presa de inmovilización. El cuerpo de Garrett se estremeció cuando la vampira empezó a lanzarle descargas. Puso los ojos en blanco, pero se mantuvo firme y no la soltó.
—Zafrina —gritó Edward.
Kate puso los ojos en blanco y sus gritos se convirtieron en gemidos. Tanya dejó de forcejear.
—Devuélveme la vista —siseó Tanya.
De modo desesperado, pero con toda la delicadeza de la que fui capaz, estiré el escudo hasta cubrir las llamas de mis amigos. Intenté retirarlo de Kate al mismo tiempo que envolvía a Garrett a fin de que, al menos, hubiera una fina capa entre ellos.
Para cuando terminé, Garrett había recuperado el control de sí mismo y la retenía en el suelo cubierto de nieve.
—¿Vas a tumbarme otra vez si dejo que te levantes, Katie? —susurró él.
Ella soltó un refunfuño por toda respuesta y no cesó de repartir golpes a diestro y siniestro.
—Escuchadme, Tanya, Kate —pidió Carlisle en voz baja pero con vehemencia—. La venganza ya no va a ayudarla. Irina no habría deseado que despilfarrarais la vida de esa manera. Meditad las consecuencias de vuestros actos. Si atacáis ahora, moriremos todos.
Los hombros de Tanya se encorvaron bajo el peso del sufrimiento y se echó hacia atrás, sobre Carlisle, en busca de apoyo. Kate dejó de debatirse al fin. Garrett y Carlisle continuaron consolando a las hermanas con palabras demasiado precipitadas para reconfortarlas de verdad.
Centré otra vez mi atención en la fuerza de las miradas cuya intensidad había menguado durante aquellos momentos de caos. Por el rabillo del ojo comprobé que Edward y todos los demás, incluidos Carlisle y Garrett, se habían puesto en guardia de nuevo.
La mirada más penetrante era la de Cayo, que contemplaba a Kate y Garrett en el suelo nevado con rabia e incredulidad. También Aro, sabedor de las habilidades y el potencial de Kate tras haber visto los recuerdos de Edward, observaba a la pareja con el desconcierto grabado en sus facciones.
¿Comprendía lo sucedido? ¿Se daba cuenta de que mi escudo había crecido en resistencia y sutileza más allá de lo que Edward me sabía capaz? ¿O pensaba acaso que Garrett había aprendido a generar una fuerza de inmunidad por su cuenta?
La guardia Vulturis había dejado a un lado la contención marcial y todos se inclinaban hacia delante, prestos para saltar y lanzar un contraataque en cuanto nosotros iniciáramos la ofensiva.
Los cuarenta y tres testigos permanecían detrás de ellos con una expresión diferente a la del comienzo, pues se había pasado de la confusión a la sospecha. La destrucción fulminante de Irina los había conmovido a todos. Se preguntaban cuál había sido el crimen de la vampira y cuál sería el curso de los acontecimientos ahora que no iba a producirse el ataque inmediato previsto por Cayo para distraer la atención de la brutal ejecución. Aro miró a sus espaldas.
Comprobé cómo las facciones le delataban y dejaban entrever durante unos instantes su exasperación. Le gustaba tener público, y ahora le había salido el tiro por la culata. Stefan y Vladimir hablaban sin cesar y con alegría, para descontento de Aro.
Era evidente el interés del anciano líder por no desprenderse de la aureola de integridad de la que se habían investido los Vulturis hasta ahora, aunque no se me ocurría pensar que fueran a dejarnos en paz únicamente para salvar la reputación. Lo más probable es que, con ese fin, aniquilaran al público después de haber terminado con todos nosotros. Noté una repentina punzada de piedad por esa masa de desconocidos reunida por los vampiros italianos para presenciar nuestra muerte. Demetri les daría caza hasta acabar también con todos ellos.
Demetri debía morir. Por Jacob y Renesmee, por Alice y Jasper, por Alistair, y también por todos esos desconocidos, ignorantes del precio que habrían de pagar por este día.
Aro rozó el hombro de su compañero.
—Irina ha sido castigada por levantar falsos testimonios contra esa niña —de acuerdo, ésa era su excusa; luego, prosiguió—: ¿No deberíamos volver al asunto principal, Cayo?
El interpelado se envaró y endureció la expresión hasta resultar inescrutable. Miró hacia delante con la vista puesta en el infinito. Era extraño, pero su semblante me recordaba al de una persona que acabara de tomar conciencia de haber sido degradado.
Aro se adelantó. Renata, Felix y Demetri le siguieron de inmediato.
—Me gustaría hablar con unos cuantos testigos, por simple perfeccionismo —anunció—. Ya sabes, puro trámite —agregó mientras le restaba importancia al asunto con un ademán de la mano.
Acaecieron a la vez dos hechos. Cayo recuperó ese punto cruel del rictus y Edward siseó y cerró los puños con tantísima fuerza que se le marcaron los nudillos en esa piel suya dura como el diamante.
Me moría de ganas de preguntarle qué iba a pasar, pero Aro se hallaba lo bastante cerca como para escuchar la más leve voz. Carlisle lanzó una mirada cargada de ansiedad al rostro de Edward antes de endurecer el semblante.
Mientras Cayo había ido dando traspiés con acusaciones injustificadas e imprudentes intentos de provocar una lucha, Aro parecía haber urdido una estrategia de mayor eficacia. Cruzó el claro nevado con el sigilo de un espectro hasta llegar al extremo oeste de nuestra línea, deteniéndose a unos diez metros de Amun y Kebi. Los lobos más cercanos erizaron la pelambrera, pero no abandonaron sus posiciones.
—Amun, mi vecino del sur… ¡Cuánto tiempo ha pasado desde tu última visita! —dijo Aro con voz cálida.
El egipcio se quedó inmóvil a causa de la ansiedad. Kebi permanecía hierática como una estatua a su lado.
—Poco significa el tiempo para mí. Apenas noto su tránsito —murmuró el aludido sin mover casi los labios.
—Muy cierto —convino el Vulturis—, pero ¿no hay tal vez otro motivo para ese alejamiento? —Amun no respondió, por lo que el anciano prosiguió—: Organizar a los advenedizos en un aquelarre consume muchísimo tiempo, bien que lo sé yo. Por suerte, cuento con otros para hacerse cargo de esa tarea tan tediosa. No sabes cuánto me congratula que tus nuevas incorporaciones hayan encajado tan bien. Me encantaría que me los presentaras. Estoy convencido de que tu propósito es visitarme pronto.
—Por descontado —contestó el egipcio con un tono de voz tan carente de emoción que resultaba imposible saber si había miedo o sarcasmo en la respuesta.
—Bueno, de todos modos, ahora estamos todos reunidos… ¿No es maravilloso? —el interrogado asintió con semblante inexpresivo—. Por desgracia, el motivo de vuestra presencia aquí no es grato. ¿Os ha llamado Carlisle para que oficiéis como testigos?
—Sí.
—¿Y qué vais a atestiguar a favor de él?
—He observado a la niña en cuestión —Amun no dejó de hablar con esa fría inexpresividad en todo momento—. Fue evidente casi desde un principio que no era una niña inmortal…
—Quizá convendría redefinir nuestra terminología —le interrumpió el anciano—, ahora que parece haber nuevas clasificaciones. Por supuesto, con «niña inmortal» te refieres a una chiquilla humana transformada en vampiro tras ser mordida.
—Sí, a eso me refiero.
—¿Y qué más has observado en ella?
—Las mismas cosas que seguramente habrás apreciado tú en la mente de Edward. La pequeña es hija biológica suya. Crece. Aprende.
—Sí, sí —repuso Aro con una nota de impaciencia en la voz por otra parte amistosa—, pero en las pocas semanas de estancia aquí, ¿qué has visto?
—Crece muy… deprisa —replicó Amun con el ceño fruncido.
Aro sonrió.
—¿Crees que debería permitírsele vivir?
Se me escapó un siseo, y no fui la única. La mitad de los vampiros de nuestro grupo se hizo eco de la protesta y los testigos Vulturis hicieron otro tanto al otro lado del prado. El rumor flotó en el aire como un tenue chisporroteo. Edward echó un paso atrás y me rodeó la cintura con una mano a fin de contenerme.
El runrún no hizo darse la vuelta al Vulturis, pero Amun miró a su alrededor con manifiesta incomodidad.
—No he acudido para emitir juicios —arguyó, saliéndose por la tangente.
Aro soltó una risilla.
—Dame sólo una opinión.
El testigo alzó el mentón.
—No veo peligro alguno en la niña. Aprende más deprisa de lo que crece.
El líder Vulturis asintió, como si sopesara la cuestión, y echó a andar, pero el vampiro egipcio le llamó.
—¿Aro?
—Dime, amigo mío.
—He dado mi testimonio y nada más me retiene aquí. A mi compañera y a mí nos gustaría marcharnos ahora mismo.
Aro le dedicó la más amable de las sonrisas.
—Por supuesto. Me alegra haber tenido la ocasión de conversar contigo, aunque sea sólo un poco, y estoy seguro de que volveremos a vernos pronto.
Amun frunció los labios con fuerza hasta formar una línea mientras digería la amenaza apenas disimulada de esas palabras. Tocó el brazo de Kebi y luego ambos echaron a correr por el confín meridional de la pradera y desaparecieron entre los árboles. Estaba segura de que no iban a dejar de correr durante mucho, mucho tiempo.
Aro se deslizó a lo largo de nuestra línea en dirección este, rodeado por unos guardaespaldas muy nerviosos. Se detuvo a la altura de la enorme silueta de Siobhan.
—Hola, Siobhan, estás tan hermosa como de costumbre —la vampira hizo una inclinación de cabeza y permaneció a la espera—. Dime, ¿respondes a mis preguntas en el mismo sentido que Amun?
—Sí, pero tal vez añadiría algo —replicó ella—. Renesmee comprende los límites y no pone en peligro a los humanos. Es una mezcla de más calidad que nosotros, y no supone amenaza alguna para nuestra cobertura.
—¿No se te ocurre ninguna? —inquirió Aro, sombríamente.
Edward gruñó, un bajo y desgarrado sonido que surgió de lo más hondo de su garganta.
Los velados ojos carmesíes de Cayo refulgieron.
Renata tendió los brazos hacia su señor en ademán protector.
Garrett soltó a Kate para dar un paso hacia delante, ignorando la mano de ésta, que ahora pretendía refrenarle a él.
—Creo que no te sigo —contestó Siobhan con lentitud.
Aro se deslizó hacia atrás como si tal cosa, pero acabó más cerca de la guardia y con Renata, Felix y Demetri pegados a su sombra.
—No se ha quebrantado ley alguna —dijo Aro con tono conciliador, pero todos los asistentes intuimos que la salvedad estaba al caer. Necesité hacer un gran esfuerzo para contener la rabia que estaba a punto de subir por mi garganta y salir para gritar un desafío. Apliqué esa ira a mi escudo, haciéndolo más grueso, y me aseguré de que todos estuvieran protegidos—. No se ha quebrantado ley alguna —repitió—. Ahora bien, ¿podemos deducir de eso la ausencia de peligro? No —sacudió la cabeza con suavidad—. Son asuntos diferentes.
No hubo más reacción que una mayor tirantez en unos nervios ya tensos de por sí. Maggie, ubicada en los límites de nuestro grupo de luchadores, meneó la cabeza para sacarse la rabia de encima.
Aro anduvo con ademanes pensativos. Parecía levitar sobre la nieve más que pisarla. Cada paso le acercaba más y más a su guardia, bien que me di cuenta.
—La niña es única, singularmente única. Sería un despilfarro acabar con una criatura tan adorable, sobre todo cuando podríamos aprender tanto de ella… —suspiró, simulando una gran renuencia a continuar—. Pero existe un peligro imposible de ignorar, así de simple.
Nadie respondió a esta afirmación. Reinó un silencio sepulcral hasta que decidió retomar el monólogo. Daba la impresión de estar hablando para sí mismo.
—Resulta irónico que cuanto mayores son los logros técnicos del ser humano y más afianzan su dominio del planeta, más lejos estamos de ser descubiertos. Nos hemos convertido en criaturas más desinhibidas gracias a su incredulidad ante lo sobrenatural, pero la tecnología ha reforzado a los hombres hasta el punto de que serían capaces de amenazarnos y destruir a algunos de nosotros en caso de proponérselo.
»El secreto ha sido durante miles y miles de años una cuestión de conveniencia y comodidad más que de verdadera seguridad. Este último siglo tan belicoso ha alumbrado armas de tal potencia que ponen en peligro incluso a los inmortales. Ahora, nuestra condición de simples mitos nos protege de verdad de las criaturas que cazamos.
»Intuimos el potencial de esta criatura tan… sorprendente —alzó la mano para luego bajar la palma como si la apoyara sobre el hombro de Renesmee, aunque él se hallaba a cuarenta metros en ese momento, casi en el seno de la formación Vulturis de nuevo—. Ella sabe con absoluta certeza que siempre va a poder permanecer oculta tras el velo de oscuridad que nos protege, pero nosotros nada sabemos sobre qué clase de criatura va a ser ella en su edad adulta. Hasta sus propios padres están llenos de dudas. No hay forma de conocer cuál será su naturaleza al crecer —hizo una pausa para mirar primero a nuestros testigos y luego, y de un modo muy elocuente, a los suyos. Imitaba muy bien el tono de voz de quien está desgarrado por el contenido de su discurso. Sin apartar los ojos de su auditorio, prosiguió—: Únicamente lo conocido es seguro y aceptable. Lo desconocido es… vulnerabilidad.
La sonrisa de Cayo se ensanchó de forma maliciosa.
—Ahora estás mostrando tu juego, Aro —dijo Carlisle con voz sombría.
—Haya paz, amigo. No nos precipitemos —una sonrisa cruzó el rostro de Aro, tan amable como siempre—. Contemplemos el problema desde todos los ángulos.
—¿Puedo sugerir uno a vuestra consideración? —solicitó Garrett en voz alta tras adelantarse un paso.
—Nómada… —dijo Aro, asintiendo en señal de autorización.
Garrett levantó la barbilla, miró de frente a los corrillos de testigos situados al final del prado y dirigió a ellos su alocución.
—He venido aquí a petición de Carlisle en calidad de testigo, al igual que los demás —empezó—, y en lo tocante a la niña eso ya resulta innecesario. Todos vemos qué es.
»Me he quedado para ver algo más, a vosotros —señaló con el dedo a los desconfiados vampiros—. Conozco a dos de vosotros, Makenna y Charles, y compruebo que muchos otros sois vagabundos y azotacalles, como yo. No respondéis ante nadie. Sopesad con cuidado mis palabras.
»Los antiguos no han venido aquí a impartir justicia como os han dicho. Muchos lo sospechábamos y ahora ha quedado probado. Acudieron aquí mal informados, cierto, pero se presentaron porque tenían un pretexto válido para desencadenar la ofensiva. Sed testigos ahora de la debilidad de sus excusas a la hora de continuar su misión. Reparad en sus esfuerzos para encontrar una justificación a su verdadera intención: destruir a esa familia de ahí.
Garrett abarcó con el gesto a Carlisle y Tanya.
—Los Vulturis están aquí con la intención de borrar del mapa a quienes perciben como unos competidores. Quizá vosotros, como yo, miréis a ese clan de los ojos dorados y os maravilléis. No es fácil comprenderlos, en verdad, pero los antiguos miran y ven algo más que esa extraña elección, ven poder.
»He presenciado los lazos de unión de esa familia, y digo familia, no aquelarre. Estos extraños de ojos dorados niegan su propia naturaleza, pero ¿acaso no han encontrado algo más valioso que la simple gratificación del deseo? Los he estudiado un poco a lo largo de mi estancia en esta zona y me parece que algo intrínseco a esos vínculos familiares tan intensos, los cuales hacen posible todo lo demás, es el carácter pacífico de esta vida de sacrificio. No hay entre ellos el menor atisbo de agresión, a diferencia de lo visto en los grandes clanes sureños, cuyo número aumentaba y disminuía enseguida durante el transcurso de sus salvajes venganzas. Nadie se molesta en pensar en la dominación, y Aro lo sabe mejor que yo.
Contemplé el semblante del aludido llena de tensión, esperaba su reacción mientras el errabundo le lanzaba aquella invectiva. Pero el dirigente Vulturis mostró en sus facciones esa expresión de amable burla propia de un adulto que confía en que al niño se le pase el berrinche cuando comprenda que nadie le presta atención.
—Cuando nos informó de lo que se avecinaba, Carlisle nos aseguró a todos que no nos llamaba para luchar. Esos testigos de ahí —dijo mientras señalaba a Siobhan y Liam— estuvieron de acuerdo en dar testimonio a fin de ralentizar el avance de los Vulturis con su presencia y que así Carlisle tuviera la ocasión de defender su causa.
»Pero algunos de nosotros nos preguntábamos —prosiguió al tiempo que sus ojos se posaban en el rostro de Eleazar— si a Carlisle le bastaría tener la razón de su parte para detener la así llamada justicia. ¿Qué han venido a proteger los Vulturis? ¿Nuestra seguridad o su propio poder? ¿Pretenden eliminar a una criatura ilegal o una forma de vida? ¿Se quedarían satisfechos cuando el peligro resultara ser un simple malentendido o echarían los restos sobre el tema sin contar con la coartada de la justicia?
»Ahora tenemos las respuestas a esas preguntas en las palabras falaces de Aro, alguien provisto del don de conocer la verdad de las cosas, y en la sonrisa ávida de Cayo. Su guardia es una simple herramienta sin inteligencia, un instrumento en manos de sus maestros para lograr su objetivo: la dominación.
»Por eso, ahora se plantean nuevas preguntas que debéis responder. ¿Quién os gobierna, nómadas? ¿Respondéis ante alguien que no seáis vosotros mismos? Decidme, ¿vais a ser libres de elegir vuestro camino o van a ser los Vulturis quienes decidan vuestra forma de vida?
»He venido a prestar testimonio y me quedo para luchar. A los Vulturis no les importa nada la muerte de la chica. Persiguen la muerte de nuestro libre albedrío —entonces, volvió la cara a los ancianos—. ¡Sea lo que sea, decidlo! No soltéis más mentiras elucubradas. Sed consecuentes con vuestras intenciones y los demás lo seremos con las nuestras. Elegid ahora, y dejad que estos testigos vean cuál es el verdadero tema del debate.
Garrett volvió a posar una mirada inquisitiva en los testigos de los Vulturis. Sus rostros reflejaban el efecto evidente de la alocución.
—Podríais considerar la posibilidad de uniros a nosotros. Si acaso pensáis que los Vulturis os van dejar con vida para que podáis contar esta historia, os equivocáis. Tal vez nos destruyan a todos, pero también es posible que no —se encogió de hombros—. Quizá tengamos una posición más segura de lo que creen. Es posible que los Vulturis hayan encontrado al fin la horma de su zapato. En todo caso, os aseguro una cosa: si nosotros caemos, vosotros nos acompañaréis.
Garrett retrocedió y se situó junto a Kate nada más terminar su acalorado discurso. Luego, se inclinó hacia delante, medio en cuclillas, dispuesto para lanzarse a la matanza.
Aro sonrió.
—Un gran discurso, mi revolucionario amigo.
—¿Revolucionario…? —gruñó Garrett, que se mantenía listo para atacar—. Si me permites la pregunta, ¿contra quién me sublevo? ¿Acaso eres tú mi rey? ¿Deseas que también yo te llame amo, como esa guardia tuya tan servil?
—Paz, Garrett —terció Aro con ánimo tolerante—. Me refería únicamente a tu época de nacimiento. Veo que sigues siendo un patriota.
El mencionado le devolvió una mirada fulminante.
—Preguntemos a nuestros testigos —sugirió Aro—. Adoptaremos una decisión tras conocer su opinión —nos dio la espalda con despreocupación y se desplazó unos metros en dirección a las lindes del bosque para estar más cerca de sus nerviosos espectadores—. Decidnos, amigos míos, ¿qué opináis de todo esto? No es la niña lo que tememos, os lo puedo asegurar. ¿Corremos el riesgo de dejarla con vida? ¿Ponemos en peligro nuestro mundo para preservar a su familia? ¿O acaso tiene razón el impetuoso Garrett y os vais a unir a ellos contra nuestra repentina búsqueda del poder?
Los testigos soportaron el escrutinio del líder Vulturis con la prevención escrita en las líneas de la cara. Una mujer menuda de pelo negro miró de soslayo a su compañero, un vampiro de pelo rubio oscuro situado junto a ella.
—¿No tenemos más alternativa? —le preguntó de pronto, devolviéndole la mirada a Aro—. ¿O estamos de acuerdo con vosotros o luchamos contra vosotros?
—No, por descontado, mi encantadora Makenna —repuso Aro, fingiendo estar horrorizado de que alguien hubiera podido llegar a esa conclusión—. Podéis ir en paz tal y como hizo Amun, por supuesto, incluso aunque discrepéis con la decisión de esta asamblea.
Makenna intercambió otra mirada con su compañero; éste asintió de forma casi imperceptible.
—No hemos venido aquí a luchar —hizo una pausa, suspiró y agregó—: Acudimos sólo para oficiar de testigos, y nuestra conclusión es que la familia acusada es inocente. Todo cuanto afirma Garrett parece cierto.
—Ah, cuánto lamento que lo veas de ese modo —repuso Aro con tristeza—. Sin embargo, ésa es la naturaleza de nuestro trabajo.
—No es lo que veo, pero sí lo que siento —intervino el compañero de Makenna, el vampiro de pelo color maíz, con voz aguda y nerviosa. Miró a Garrett—. Él mencionó que los Vulturis tenéis una forma de identificar las mentiras. También yo tengo modo de saber cuándo oigo la verdad y cuándo no.
Dicho esto, se acercó un poco más a su compañera con el miedo brillando en los ojos mientras aguardaba la reacción de Aro.
—No nos temas, amigo Charles. El patriota se cree su discurso, eso no lo pongo en duda —comentó Aro riéndose entre dientes.
Charles entornó los ojos.
—Hemos cumplido nuestro cometido y ahora nos vamos —anunció Makenna.
Ella y Charles echaron a andar hacia atrás con paso lento y no se atrevieron a dar la espalda al claro hasta estar entre los árboles, ocultos de cualquier mirada. Otro desconocido emprendió una retirada idéntica y tres más le siguieron, corriendo como balas.
Evalué a los treinta y siete vampiros restantes. Unos pocos parecían demasiado confusos para adoptar una decisión, pero la mayoría había tomado buena nota de los derroteros de la confrontación. Renunciaban a irse en ese mismo momento y tomar ventaja a fin de saber con exactitud quién iba a darles caza, o eso supuse.
Estaba convencida de que Aro lo veía como yo. Se alejó de los testigos y regresó con su paso mesurado de siempre junto a su guardia. Se detuvo y se dirigió a ellos con voz clara.
—Nos superan en número, queridos amigos —anunció— y no podemos esperar ayuda exterior.
¿Debemos dejar sin solucionar esta cuestión para salvar la piel?
—No, amo —susurraron al unísono.
—¿Es más importante la protección de nuestro mundo que algunas bajas en nuestras filas?
—Sí —contestaron en voz baja—. No tenemos miedo.
Aro sonrió y se volvió hacia sus compañeros de ropajes negros.
—Es mucho lo que debemos considerar, hermanos —afirmó con voz lúgubre.
—Deliberemos —pidió Cayo con avidez.
—Deliberemos —repitió Marco con voz de absoluta desidia.
Aro nos dio la espalda una vez más y se puso de cara a los otros dos ancianos. Los tres se tomaron de las manos hasta formar un triángulo velado de negro.
Otros dos testigos de los Vulturis desaparecieron de manera sigilosa por el bosque en cuanto Aro centró su atención en el silencioso conciliábulo. Deseé por su bien que fueran de pies rápidos.
Había llegado el momento. Con cuidado, solté los brazos de Renesmee de mi cuello.
—¿Recuerdas lo que te dije, cielo?
Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero asintió.
—Te quiero —me dijo.
Edward nos miraba con sus ojos de color topacio muy abiertos, y Jacob hacía lo propio por el rabillo de sus grandes ojos negros.
—Yo también te quiero —le aseguré. Le acaricié el medallón—. Más que a mi propia vida.
Jacob soltó un sonido quejumbroso mientras yo besaba la frente de mi hija.
Me puse de puntillas y susurré en la oreja del lobo:
—Espera a que estén distraídos para huir con ella. Vete lo más lejos posible. Cuando te hayas distanciado lo suficiente para poder caminar como hombre, Renesmee lleva todo lo necesario para poder manteneros y escapar.
Los rostros de Edward y Jacob eran el vivo retrato del horror a pesar de que uno de ellos era un animal.
Renesmee alzó las manos en busca de su padre. Él la tomó en brazos. Se abrazaron el uno al otro con fuerza.
—¿Era esto lo que me ocultabas? —me preguntó con un hilo de voz.
—A ti no, a Aro —susurré.
—¿Fue cosa de Alice?
Asentí.
El dolor y la comprensión le crisparon el semblante. ¿Había puesto yo la misma cara cuando uní todas las pistas de Alice?
El lobo gruñó por lo bajinis. Era un sonido áspero y sin altibajos, continuo como un ronroneo. Tenía de punta el pelaje del cuello y los colmillos al descubierto.
Edward besó a Renesmee en la frente y ambas mejillas; luego, la depositó sobre el lomo de Jacob. La pequeña gateó hábilmente encima del lomo hasta encontrar la hoyada situada entre las dos enormes paletillas. Allí se aferró con las manos al pelaje para no caerse.
Jacob se volvió hacia mí con el dolor refulgiendo en los ojos. El gruñido todavía retumbaba en su pecho.
—No podría confiarla al cuidado de nadie más —murmuré—. No podría soportar esto de no saber cuánto la quieres y tu capacidad para cuidar de ella, Jacob.
El lobo profirió otro aullido lastimero y agachó la cabeza para frotarme el hombro.
—Lo sé —musité—. Yo también te quiero, siempre serás mi mejor amigo.
Una lágrima del tamaño de una pelota de béisbol se deslizó por su pelaje bermejo.
Edward inclinó la cabeza junto al lomo donde había colocado a Renesmee.
—Adiós, Jacob, hermano mío…, hijo mío…
Los demás apenas fueron conscientes de la escena de despedida. Tenían los ojos fijos en el silente triángulo de brujos, pero habría jurado que algo sí oyeron.
—Entonces, ¿no hay esperanza? —susurró Carlisle. La voz no delataba miedo alguno, sólo resolución y resignación.
—Siempre hay esperanza —contesté en voz baja. Eso podría ser verdad, dije para mis adentros—. Sólo conozco mi propio destino.
Edward me tomó de la mano, sabedor de que estaba incluido en él. No hacía falta precisar que me refería a los dos cuando hablaba de «mi destino». Nosotros éramos dos partes de un todo.
La respiración de Esme sonaba entrecortada a mis espaldas. Se adelantó, acariciándonos los rostros al pasar, para situarse junto a Carlisle. Se tomaron de la mano.
De pronto, nos vimos rodeados por una sucesión de palabras de despedida y frases de cariño dichas a media voz.
—Te seguiré adonde quieras si sobrevivimos a esto, mujer —le aseguró Garrett a Kate con un susurro.
—A buenas horas me lo dices… —murmuró ella.
Rosalie y Emmett intercambiaron un beso rápido, pero cargado de pasión.
Tia acarició el semblante de Benjamin; éste le devolvió la sonrisa con alegría, le tomó la mano y la sostuvo junto a su mejilla.
No terminé de ver todas las manifestaciones de amor y dolor, pues el escudo percibió una repentina alteración en el aire que atrajo mi atención. No era capaz de determinar su procedencia, pero me percaté de que estaba dirigida a los extremos de nuestro grupo, en especial a Siobhan y Liam. La presión no causó daño alguno y luego desapareció.
No se manifestó ningún cambio en las formas calladas e inmóviles de los ancianos en conciliábulo, pero tal vez me había perdido alguna señal.
—Preparaos —susurré a los demás—. Está a punto de empezar.