Llegaron con gran pompa y aureolados por una belleza singular.
Aparecieron alineados en una formación rígida y formal, pero no se trataba de una marcha a pesar de lo conjuntado de su avance. Pasaban entre los árboles en perfecta sincronía, como una procesión de sombras negras suspendidas a pocos centímetros del suelo cubierto de nieve, de ahí ese desplazamiento suyo tan desenvuelto.
Los posiciones en las zonas exteriores del destacamento estaban ocupadas por miembros equipados con ropajes grises, pero la tonalidad se iba oscureciendo hasta llegar al más intenso de los negros en el centro de la formación. Era imposible verles los rostros, ensombrecidos y ocultos por las capuchas. El tenue roce de las pisadas parecía música debido a la regularidad de la cadencia, era un latido de ritmo intrincado que no mostraba ninguna vacilación.
No logré ver la señal a cuya orden se desplegó la formación, tal vez porque no hubo indicación alguna, sino milenios de práctica. Realizaron el movimiento con elegancia, pero fue demasiado rígido y agarrotado como para recordar la apertura de los pétalos de una flor, a pesar de que el colorido sugería tal semejanza. Se parecía más al despliegue de un abanico, grácil, pero muy angulado. Las grises figuras encapotadas se replegaron a los flancos mientras las de vestiduras más oscuras avanzaron por el centro con movimientos muy precisos y esmerados.
Progresaron con deliberada lentitud, sin prisa ni tensión ni ansiedad. Era el paso de los invencibles.
La escena me recordaba demasiado a la vieja pesadilla, salvo ese deseo mío de verles las caras y descubrir en ellos las sonrisas de la venganza. Los Vulturis se habían mostrado demasiado disciplinados hasta aquel momento, como si quisieran no evidenciar emoción alguna. No demostraron asombro ni consternación ante el variopinto grupo de vampiros que los esperaba, una camarilla que de pronto, y en comparación, parecía desorganizada y falta de preparación.
Tampoco se sorprendieron al ver al lobo gigante situado en el centro de nuestra formación.
Hice un recuento de efectivos, no pude evitarlo. Eran treinta y dos, y eso sin contar a las dos figuras de capas negras y aspecto frágil que merodeaban en la retaguardia. Parecían las esposas. Lo protegido de su posición sugería que no iban a participar en el ataque. Aun así, nos sobrepasaban en número. Seguíamos siendo diecinueve combatientes y siete testigos que iban a presenciar cómo nos hacían puré. Nos tenían en sus manos incluso contando con el concurso de los diez lobos.
—Se acercan los casacas rojas, se acercan los casacas rojas —musitó Garrett para el cuello de su camisa antes de soltar una risa entre dientes y acercarse un paso a Kate.
—Así que han venido —comentó Vladimir a Stefan con un hilo de voz.
—Ahí están las damas, y toda la guardia —contestó Stefan, siseante—. Míralos, todos juntitos. Hicimos bien en no intentarlo en Volterra.
Y entonces, mientras los Vulturis avanzaban con paso lento y mayestático, como si esos efectivos no bastasen, otro grupo comenzó a ocupar las posiciones de retaguardia en el claro.
Aquella oleada de vampiros parecía no tener fin y una miríada de emociones les alteraba los semblantes, la viva antítesis de los rostros disciplinados e inexpresivos de la guardia de los Vulturis. Al principio, reinó entre los recién llegados la sorpresa y una cierta ansiedad al descubrir una inesperada fuerza de combate a la espera, pero esa preocupación pasó enseguida y se sintieron seguros gracias a la superioridad numérica y a su posición en retaguardia, detrás de la imbatible tropa de los Vulturis. Las facciones de los vampiros recuperaron la compostura y el gesto que tenían antes de habernos visto.
Los rostros eran tan transparentes que resultaba fácil comprender su disposición de ánimo. Ese gentío airado era presa del frenesí y todos reclamaban justicia. No había comprendido que el tema de los niños inmortales levantaba ampollas entre los hijos de la noche hasta que estudié aquellos semblantes.
Esa horda abigarrada y caótica de cuarenta y tantos vampiros eran los testigos de los Vulturis, los encargados de extender la buena nueva de que se había erradicado el crimen una vez que estuviéramos muertos y también de atestiguar que los cabecillas italianos se habían limitado a actuar con imparcialidad. La mayoría parecía albergar cierta esperanza no sólo de presenciar la masacre, sino también de participar a la hora de desmembrarnos y quemarnos.
No íbamos a durar ni un padrenuestro. Incluso aunque nos las ingeniáramos para neutralizar las ventajas de los Vulturis, ellos nos podrían aplastar por el simple empuje físico de sus cuerpos. Incluso aunque matáramos a Demetri, Jacob no iba a ser capaz de dejar atrás a todos ellos.
Mis compañeros más próximos lo percibían del mismo modo que yo, lo noté con claridad. La desesperación flotaba en el ambiente más que nunca y me dejó totalmente abatida.
Un vampiro de la fuerza enemiga parecía no pertenecer a ninguno de los bandos. Identifiqué a Irina mientras ella dudaba entre las dos compañías con una expresión diferente a la de todos los demás. No apartaba la mirada horrorizada de la posición de Tanya, situada en primera línea.
Edward profirió un gruñido bajo pero elocuente.
—Alistair estaba en lo cierto —avisó a Carlisle.
Vi cómo el aludido interrogaba a mi marido con la vista.
—¿Que Alistair tenía razón…? —inquirió Tanya en voz baja.
—Cayo y Aro vienen a destruir y aniquilar —contestó Edward con voz sofocada. Habló tan bajo que sólo fue posible oírle en nuestro bando—. Han puesto en juego múltiples estrategias. Si la acusación de Irina resultara ser falsa, llegan dispuestos a encontrar cualquier otra razón por la que cobrarse venganza, pero son de lo más optimistas ahora que han visto a Renesmee. Todavía podríamos hacer el intento de defendernos de los cargos amañados, y ellos deberían detenerse para saber la verdad de la niña —luego, en voz todavía más baja, agregó—: Pero no tienen intención de hacerlo.
Jacob jadeó, malhumorado.
La procesión se detuvo de sopetón al cabo de dos segundos y dejó de sonar la suave música producida por el roce de los movimientos sincronizados. La disciplina sin mácula se mantuvo inalterable y los Vulturis permanecieron firmes y completamente inmóviles a unos cien metros de nuestra posición.
Oí el latido de muchos corazones enormes, más cerca que antes, en la retaguardia y a los lados. Me arriesgué a mirar por el rabillo del ojo a derecha e izquierda para averiguar qué había detenido el avance de los Vulturis.
Los licántropos se habían unido a nosotros.
Los lobos adoptaron posiciones a cada extremo de nuestra desigual línea, adoptando sendas formaciones alargadas en los flancos. Me percaté en un instante de que había más de diez lobos.
Identifiqué a los ya conocidos y supe que había otros a los que no había visto nunca. Dieciséis licántropos distribuidos de forma equitativa en los lados, diecisiete si contábamos a Jacob. La altura y el grosor de las garras hablaban bien a las claras de la juventud de los recién llegados; eran muy, muy jóvenes. Debería haberlo imaginado, pensé para mis adentros. La explosión demográfica de los hombres lobo era inevitable con tanto vampiro suelto pululando por los alrededores.
Iban a morir más niños con aquella decisión. Me pregunté por qué Sam había permitido aquello y luego comprendí que no le quedaba otro remedio. Si un solo licántropo luchaba a nuestro favor, los Vulturis se asegurarían de rastrearlos y perseguirlos a todos. Se jugaban el futuro de su especie en este envite.
E íbamos a perder.
De pronto, me enfadé, y más que eso, se apoderó de mí un instinto homicida que disipó por completo mi absoluta desesperación. Un tenue fulgor rojizo realzaba el perfil de las sombrías siluetas que tenía delante de mí. En ese momento, únicamente deseaba contar con la oportunidad de hundir los dientes en ellas, desmembrarlas y apilar las extremidades para prenderles fuego. Estaba tan enloquecida que no habría vacilado en bailar alrededor de la pira mientras se tostaban vivos y habría reído de buena gana conforme se convertían en cenizas.
Curvé hacia atrás los labios en un gesto automático y proferí por la garganta un feroz gruñido que nacía en el fondo de mi estómago. Comprendí que las comisuras de mis labios se habían curvado en una sonrisa.
Junto a mí, Zafrina y Senna corearon mi rugido ahogado. Edward y yo seguíamos tomados de la mano, y él me la estrechó, conminándome a ser cauta.
Casi todos los rostros de los Vulturis continuaban impasibles. Sólo dos pares de ojos traicionaban esa aparente indiferencia. Aro y Cayo, en el centro del grupo y cogidos de la mano, se habían detenido para evaluar la situación. La guardia al completo los había imitado y se habían detenido a la espera de que dieran la orden de matar. Los cabecillas no se miraban entre sí, pero era obvio que se hallaban en permanente contacto. Marco tocaba la otra mano de Aro, pero no parecía tomar parte en la conversación. No tenía una expresión de autómata, como la de los guardias, pero se mostraba casi inexpresivo. Al parecer se encontraba completamente hastiado, como la vez anterior que le vi.
Los testigos de los Vulturis inclinaron el cuerpo hacia delante, con las miradas clavadas en Renesmee y en mí, pero continuaron en las lindes del bosque, dejando un amplio espacio de maniobra entre ellos y los soldados. Irina asomó la cabeza por encima de los Vulturis, a escasos metros de las dos ancianas de cabellos canos, piel pulverulenta y ojos vidriados, y de los dos ciclópeos guardaespaldas.
Una mujer envuelta en una de las capas de un tono de gris más oscuro se había situado detrás de Aro. No podía estar segura del todo, pero daba la impresión de que le estaba tocando la espalda. ¿Era ése el otro escudo, Renata? Me pregunté si ella sería capaz de rechazarme.
No obstante, no iba a desperdiciar mi vida intentando tumbar a Cayo y Aro. Había otros objetivos más importantes.
Peiné la línea rival con la vista y no tuve dificultad alguna en localizar la posición de dos pequeñas figuras envueltas en capas grises, no muy lejos de donde se cocían las decisiones. Alec y Jane, probablemente los miembros más menudos de la guardia, permanecían junto a Marco, flanqueados al otro lado por Demetri. Sus adorables rostros no delataban emoción alguna. Lucían las capas más oscuras, en sintonía con el negro puro de las de los antiguos. Los gemelos brujos, como los llamaba Vladimir, eran la piedra angular de la ofensiva de los Vulturis. Las piezas selectas de la colección de Aro.
Flexioné los músculos mientras la boca se me llenaba de veneno.
Cayo y Aro recorrían nuestra fila con esos ojos como ascuas ensombrecidas por las capas. Vi escrito el desencanto en las facciones de Aro mientras su mirada iba y venía sin cesar, en busca de una persona a la que echaba en falta. Frunció los labios con disgusto.
En ese instante, me sentí más que agradecida por la deserción de Alice.
La respiración de Edward aumentó de cadencia conforme la pausa se prolongaba.
—¿Qué opinas, Edward? —inquirió Carlisle con un hilo de voz. Estaba ansioso.
—No están muy seguros de cómo proceder. Sopesan las opciones y eligen los objetivos clave: Eleazar, Tanya, tú, por descontado, y yo mismo. Marco está valorando la fuerza de nuestras ataduras. Les preocupan sobremanera los rostros que no identifican, Zafrina y Senna sobre todo, y los lobos, eso por supuesto. Nunca antes se habían visto sobrepasados en número. Eso es lo que les detiene.
—¿Sobrepasados…? —cuchicheó Tanya con incredulidad.
—No cuentan con la participación de los espectadores —contestó Edward—. Son un cero a la izquierda en un combate. Están ahí porque Aro gusta de tener público.
—¿Debería hablarles? —preguntó Carlisle.
Edward vaciló durante unos segundos, pero luego asintió.
—No vas a tener otra ocasión.
Carlisle cuadró los hombros y se alejó varios pasos de nuestra línea defensiva. Qué poca gracia me hacía verle ahí solo y desprotegido. Extendió los brazos y puso las palmas hacia arriba a modo de bienvenida.
—Aro, mi viejo amigo, han pasado siglos…
Durante un buen rato, reinó un silencio sepulcral en el claro nevado. Pude percibir cómo iba creciendo la tensión en mi marido cuando Aro evaluó las palabras de Carlisle. La tirantez iba a más conforme transcurrían los segundos.
Entonces, Aro avanzó desde el centro de la formación enemiga. El escudo del cabecilla, Renata, le acompañó como si las yemas de sus dedos estuvieran pegadas a la túnica de su amo. Las líneas Vulturis reaccionaron por vez primera. Un gruñido apagado cruzó sus filas, pusieron rostro de combate y crisparon los labios para exhibir los colmillos. Unos pocos guardias se acuclillaron, prestos para correr.
Aro alzó una mano a fin de contenerlos.
—Paz.
Anduvo unos pocos pasos más y luego ladeó la cabeza. La curiosidad centelleó en sus ojos blanquecinos.
—Hermosas palabras, Carlisle —resopló con esa vocecilla suya tan etérea—. Parecen fuera de lugar si consideramos el ejército que has reclutado para matarnos a mí y mis allegados.
Carlisle sacudió la cabeza para negar la acusación y le tendió la mano derecha como si no mediaran cien metros entre ambos.
—Basta con que toques mi palma para saber que jamás fue ésa mi intención.
Aro entornó sus ojos legañosos.
—¿Qué puede importar el propósito, mi querido amigo, a la vista de cuanto has hecho?
A continuación, torció el gesto y una sombra de tristeza le nubló el semblante. No fui capaz de dilucidar si Aro fingía o no.
—No he cometido el crimen por el que me vas a sentenciar.
—Hazte a un lado en tal caso y déjanos castigar a los responsables. De veras, Carlisle, nada me complacería más que respetar tu vida en el día de hoy.
—Nadie ha roto la ley, Aro, deja que te lo explique —insistió Carlisle, que ofreció otra vez su mano.
Cayo llegó en silencio junto a Aro antes de que éste pudiera responder.
—Has creado y te has impuesto muchas reglas absurdas y leyes innecesarias —siseó el anciano de pelo blanco—. ¿Cómo es posible que defiendas el quebrantamiento de la única importante?
—Nadie ha vulnerado la ley. Si me escucharais…
—Vemos a la cría, Carlisle —refunfuñó Cayo—. No nos tomes por idiotas.
—Ella no es inmortal, ni tampoco vampiro. Puedo demostrarlo en cuestión de segundos.
—Si ella no es una de las prohibidas —le atajó Cayo—, entonces, dime, ¿por qué has reclutado un batallón para defenderla?
—Son testigos como los que tú has traído, Cayo —Carlisle hizo un gesto hacia la linde del bosque, donde estaba la horda enojada; algunos integrantes de la misma reaccionaron con gruñidos—. Cualquiera de esos amigos puede declarar la verdad acerca de esa niña, y también puedes verlo por ti mismo, Cayo. Observa el flujo de la sangre por sus mejillas.
—¡Eso es un subterfugio! —Le espetó Cayo—. ¿Dónde está la denunciante? ¡Que se adelante! —estiró el cuello y miró a su alrededor hasta localizar a la rezagada Irina detrás de las ancianas—. ¡Tú, ven aquí!
La interpelada le miró con fijeza y desconcierto. Su rostro parecía el de quien no se ha recuperado de la pesadilla de la que se ha despertado. Cayo chasqueó los dedos con impaciencia. Uno de los guardaespaldas de las brujas se colocó junto a Irina y le propinó un empellón. Ella parpadeó dos veces y luego echó a andar en dirección a Cayo ofuscada por completo. Se detuvo a unos metros del cabecilla, todavía sin apartar los ojos de sus hermanas.
Cayo salvó la distancia existente y le cruzó la cara de una bofetada. El tortazo no debió de hacerle mucho daño, pero resultó de lo más humillante. La escena recordaba a alguien pateando a un perro. Tanya y Kate sisearon a la vez.
Irina se envaró y al final miró a Cayo; éste señaló a Renesmee con uno de sus dedos engarfiados. La niña seguía colgada a mi espalda, con los dedos hundidos en el pelaje de Jacob.
Cayo se puso púrpura al verme tan furiosa. Un gruñido retumbó en el pecho de Jacob.
—¿Es ésa la cría que viste? —Inquirió Cayo—. La que era manifiestamente más que humana…
Irina nos miró con ojos de miope, estudiando a mi hija por vez primera desde que pisó el claro. Ladeó la cabeza con la confusión escrita en las facciones.
—¿Y bien…? —rezongó el líder de los Vulturis.
—No… no estoy segura —admitió ella con tono perplejo.
La mano del anciano se tensó, como si fuera a abofetearla de nuevo.
—¿Qué quieres decir con eso? —quiso saber Cayo en un susurro acerado.
—No es igual, aunque creo que podría ser ella, es decir, me parece que lo es, pero ha cambiado. La que vi no era tan grande como ésa…
Su interlocutor soltó un jadeo entrecortado entre los dientes, de pronto perfectamente visibles.
La vampira enmudeció antes de terminar. Aro revoloteó hasta la altura de Cayo y le puso una mano en el hombro a fin de calmarle.
—Sosiégate, hermano. Disponemos de tiempo para dilucidar esto. No hay necesidad de apresurarse.
Cayo le volvió la espalda a Irina con expresión malhumorada.
—Ahora, dulzura —empezó Aro con voz melosa y aterciopelada mientras extendía la mano hacia la confusa vampira—, muéstrame qué intentas decir.
Irina tomó la mano del Vulturis con algunos reparos. Él retuvo la suya por un lapso no superior a cinco segundos.
—¿Lo ves, Cayo? —murmuró—. Obtener lo que deseamos es muy fácil.
El interpelado no le respondió.
Aro miró por el rabillo del ojo a su público y a sus tropas, luego se volvió hacia Carlisle.
—Al parecer, tenemos un misterio entre manos. Da la impresión de que la niña ha crecido a pesar de que el primer recuerdo de Irina correspondía de forma indiscutible al de una inmortal. ¡Qué curioso!
—Esto es justo lo que intentaba explicar —repuso Carlisle.
Hubo un cambio en el tono de su voz, supuse que a causa del alivio. Ésa era la pausa en la que habíamos depositado nuestras dubitativas esperanzas. Yo no experimenté alivio alguno. Me limité a esperar, insensible de pura rabia, al desarrollo de la estrategia que me había anunciado Edward.
Carlisle tendió la mano una vez más.
Aro vaciló durante un momento.
—Preferiría la versión de algún protagonista de la historia, amigo mío. ¿Me equivoco al aventurar que esta violación de la ley no es cosa tuya?
—Nadie ha quebrantado la ley.
—Sea como sea, he de obtener todas las caras de la verdad —la voz sedosa de Aro se endureció—. El mejor medio para conseguirlo es ese prodigio de hijo tuyo —ladeó la cabeza en dirección a Edward—. Asumo cierta participación por su parte a juzgar por cómo se aferra la niña a la compañera neófita de Edward.
Naturalmente que deseaba a mi marido. Se enteraría de los pensamientos de todos una vez que pudiera ver los pensamientos de Edward; los de todos, salvo los míos.
Mi esposo se volvió para depositar un beso apresurado en mi frente y en la de la niña. Luego, echó a andar con grandes zancadas por el campo nevado. Palmeó la espalda de Carlisle al pasar. Percibí un lloriqueo apenas audible a mis espaldas. El miedo de Esme se dejaba notar.
Observé un aumento de intensidad en el brillo de la neblina que envolvía a los Vulturis. No podía soportar la visión de Edward cruzando el blanco campo a solas, pero todavía se me hacía más difícil la idea de acompañarlo y poner a nuestra hija un paso más cerca de nuestros adversarios. Me debatí, presa de sentimientos encontrados. Me había quedado tan helada que un simple golpe habría hecho saltar mis extremidades en mil esquirlas de hielo.
Detecté una mueca de mofa en la sonrisa de Jane cuando Edward rebasó la mitad de la distancia de separación entre ambas fuerzas y quedó más cerca de ellos que de nosotros.
El desdén de ese mohín me sacó de mis casillas. Mi rabia aumentó, alcanzando incluso niveles superiores al ansia de sangre que había sentido cuando vi lo mucho que arriesgaban los lobos en aquella batalla condenada al fracaso. Paladeé el sabor de la locura. La demencia me cubrió con una oleada de puro poder. Tenía los músculos en tensión y actué sin pensármelo dos veces.
Arrojé el escudo con todas mis fuerzas. Voló sobre el campo como una jabalina y alcanzó una distancia imposible, multiplicando por diez mi mejor lanzamiento. El esfuerzo me hizo resoplar con furia.
El escudo se había convertido en un estallido de pura energía, en una suerte de nube atómica hecha de acero líquido. Latía como un ser vivo. Lo notaba desde el centro rematado en punta hasta los bordes.
No podía permitir que aquello volviera a su posición inicial como si se tratara de una tela elástica… Y en ese momento de fuerza en estado puro vi con absoluta lucidez que la resistencia y ese retroceso al estado anterior habían sido cosa de mi propia invención. Me había aferrado a esa parte de mí como autodefensa y de forma inconsciente no la había dejado ir. Ahora lo había hecho, había enviado mi escudo a cincuenta metros largos de nuestra posición sin esfuerzo alguno y sin que hubiera necesitado demasiada concentración. Lo noté tan sumiso a mi voluntad como cualquier otro músculo. Lo impulsé hacia delante y le di una forma larga y ovalada. De pronto, pasó a formar parte de mí todo cuanto estaba debajo de aquel escudo flexible de acero. La fuerza vital de ese interior se presentaba ante mis sentidos como puntos incandescentes, y me vi rodeada por un cegador chisporroteo de luz. Impulsé el escudo hacia el vasto claro y suspiré de alivio cuando la figura iluminada de Edward quedó bajo mi amparo.
Sostuve allí la protección ovalada y contraje ese nuevo músculo a fin de rodear a Edward e interponer entre él y nuestros adversarios una lámina fina pero irrompible.
Todo había cambiado en apenas un segundo, pero nadie se había percatado todavía de esa brusca alteración, salvo yo. Mi esposo seguía caminando hacia el cabecilla de los Vulturis. Se me escapó una carcajada. Los demás me miraron, lo noté, y Jacob movió esos ojazos negros suyos y me los clavó como si me hubiera vuelto loca.
Edward se detuvo a escasos metros de Aro. Comprendí, no sin cierto pesar, que podía pero no debía evitar el intercambio de imágenes mentales, pues el objetivo de todos nuestros preparativos era conseguir que los Vulturis prestaran atención a nuestra versión de la historia.
La idea me causaba verdadero malestar físico, pero al final, a regañadientes, retiré la protección y dejé expuesto a Edward. Se me habían pasado las ganas de reír y me concentré por completo en mi marido, lista para defenderle de inmediato si algo salía mal.
Él alzó el mentón con aire orgulloso y le ofreció una mano al líder de los Vulturis como si le concediera un gran honor. El anciano parecía lisa y llanamente encantado, pero nunca llueve a gusto de todos. Renata revoloteaba nerviosa a la sombra de su señor. El ceño de Cayo era tan hondo y permanente que daba la impresión de que esa piel traslúcida y fina como el papel iba a quedarse arrugada para siempre. La pequeña Jane exhibía los dientes mientras, a su lado, Alec entornaba los ojos para concentrarse mejor. Intuí que estaba listo para actuar en cuanto ella le avisara.
Aro se acercó sin pausa alguna. En realidad, ¿qué debía temer? Las grandes sombras proyectadas por los luchadores de ropajes gris claro, tipos fornidos como Felix, se hallaban a escasos metros. Gracias a su don abrasador, Jane podía tumbar a Edward contra el suelo y hacer que se retorciera de dolor. Alec le cegaría y le atontaría antes de que pudiera dar un paso hacia él. Nadie sabía que yo tenía el poder de detenerlos, ni siquiera mi marido, cuya mano tomó Aro con una sonrisa de despreocupación; de inmediato, cerró los ojos con fuerza y encorvó los hombros bajo el ímpetu de la primera oleada de información.
El Vulturis se hallaba ahora al corriente de todas las estrategias, todas las ideas y todos los pensamientos ocultos que Edward hubiera leído en las mentes de quienes había tenido a su alrededor en el último mes. Y aún más, también iba a enterarse de las visiones de Alice, de cada momento de silencio en nuestra familia, cada imagen reproducida por la mente de Renesmee, cada beso, cada roce entre Edward y yo… De eso, también.
Siseé con frustración. El escudo se agitó como reflejo de mi irritación, cambiando de forma y encogiéndose a nuestro alrededor.
—Cálmate, Bella —me susurró Zafrina.
Apreté los dientes.
Aro continuó concentrado en los recuerdos de Edward, que, con los músculos del cuello agarrotados, también había agachado la cabeza mientras leía la información que su interrogador iba obteniendo de él, así como la reacción del anciano a todo aquello. Esta desigual ida y vuelta se prolongó durante tanto tiempo que empezó a cundir el nerviosismo entre los miembros de la guardia. Los murmullos crecieron hasta que Cayo ordenó guardar silencio con un brusco ademán. Jane se inclinaba hacia delante, como si no pudiera evitarlo, y el rostro de Renata estaba rígido a causa de la tensión. Estudié a esa protectora tan poderosa que ahora parecía asustada y débil. Ella era de gran utilidad para Aro, sin duda, pero seguro que no como guerrero. Su trabajo no era luchar, sino proteger. No había ansia de sangre en ella. A pesar de que yo era novata, supe que si la cosa hubiera estado entre ella y yo, la habría borrado del mapa.
Redirigí mi atención a Aro cuando se enderezó. Abrió los ojos enseguida con expresión sobrecogida y gesto precavido. No soltó la mano de Edward. Éste tenía los músculos algo más relajados.
—¿Lo ves? —preguntó Edward con la voz sedosa que empleaba cuando estaba calmado.
—Sí, ya veo, ya —admitió Aro. Curiosamente, parecía divertido—. Dudo que nunca se hayan visto las cosas con tanta claridad entre dos dioses o dos mortales.
Los rostros de los disciplinados miembros de la guardia mostraron la misma incredulidad que yo.
—Me has dado mucho en lo que pensar, joven amigo, no esperaba tanto —prosiguió el anciano sin soltar la mano de Edward, cuya posición rígida era la propia de quien escucha. Pero no le contestó—. ¿Puedo conocerla? —pidió Aro, casi lo imploró, con repentino interés—. En todos mis siglos de vida jamás había concebido la existencia de una criatura semejante. Menudo apéndice a nuestras historias…
—¿De qué va esto, Aro? —espetó Cayo antes de que Edward tuviera ocasión de responder.
La simple formulación de la pregunta hizo que atrajera a la niña contra mi pecho y la acunara con gesto protector.
—De algo con lo que tú ni siquiera has soñado, mi pragmático amigo. Tómate un momento para cavilar, porque la justicia que pretendíamos aplicar no alcanza a este caso.
Cayo soltó un siseo de sorpresa al oír semejantes palabras.
—Paz, hermano —le advirtió Aro en tono conciliador.
Todo aquello eran buenas noticias, en teoría. Se habían pronunciado las palabras que esperábamos y parecía estar próximo el indulto que ninguno creíamos posible. Aro se había abierto a la verdad y había admitido que no se había quebrantado la ley.
Pero yo mantenía los ojos fijos en Edward, que seguía rígido y envarado. Luego, revisé mentalmente la instrucción de Aro a Cayo, invitándole a «cavilar», y percibí el doble sentido del verbo.
—¿Vas a presentarme a tu hija? —volvió a preguntar Aro.
Cayo no fue el único en sisear ante esa nueva revelación. Edward asintió a regañadientes. No obstante, Renesmee se había ganado a muchos otros. Y el anciano siempre había dado la impresión de llevar la voz cantante entre los Vulturis. ¿Actuarían los demás contra nosotros si él se ponía de nuestro lado?
El veterano líder seguía sin soltar la mano de mi esposo, pero al menos contestó ahora a la pregunta que el resto no había oído.
—Dadas las circunstancias, considero aceptable un compromiso en este punto. Nos reuniremos a mitad de camino entre los dos grupos.
Dicho esto, liberó al fin a Edward, que se volvió hacia nosotros. El líder Vulturis se unió a él y le pasó un brazo por el hombro de modo casual, como si fueran grandes amigos. Todo para mantener el contacto con la piel de Edward.
Comenzaron a cruzar el campo de batalla en nuestra dirección. La guardia entera hizo ademán de echar a andar detrás de ellos, pero Aro alzó una mano con desinterés y los detuvo sin dirigirles siquiera una mirada.
—Deteneos, mis queridos amigos. En verdad os digo que no albergan intención de hacernos daño alguno si nos mostramos pacíficos.
El descontento de la tropa se expresó con gruñidos y siseos de protesta, y la reacción fue más ostensible que en la ocasión anterior.
—Amo —susurró con ansiedad Renata, siempre cerca de su maestro.
—No temas, querida —repuso él—. Todo está en orden.
—Quizá deberían acompañarte algunos miembros de tu guardia —sugirió Edward—. Eso haría que el resto se sintiera más cómodo.
El líder Vulturis asintió como si esa sabia observación debiera habérsele ocurrido a él. Chasqueó los dedos un par de veces.
—Felix, Demetri.
Los dos vampiros se situaron a su lado en un abrir y cerrar de ojos. No habían cambiado nada desde nuestro último encuentro. Ambos eran altos y de pelo oscuro. Demetri era duro y afilado como la hoja de una espada; Felix, corpulento y amenazador como una garrota con púas de acero.
Los cinco se detuvieron a mitad de camino.
—Bella, ven con Renesmee —me pidió Edward—, y algunos amigos…
Respiré hondo. Se me agarrotó el cuerpo como síntoma de mi oposición a la perspectiva de llevar a la niña al centro del conflicto, pero confiaba en Edward. Él sabría si Aro planeaba alguna traición sobre ese punto.
El cabecilla Vulturis había llevado tres protectores a esa conferencia al más alto nivel, por lo que decidí hacerme acompañar por otros dos. Los elegí en menos de un segundo.
—¿Jacob? ¿Emmett? —pregunté en voz baja.
Emmett se moría de ganas de venir y Jacob no iba a ser capaz de quedarse atrás.
Ambos asintieron, y Emmett lo hizo con una sonrisa de oreja a oreja.
Me flanquearon mientras cruzaba el campo. Se levantó otro runrún de descontento entre las filas de la guardia en cuanto vieron mis elecciones. Era obvio que no confiaban en el hombre lobo. Aro alzó una mano para acallar de nuevo las protestas.
—Tienes unas compañías de lo más interesantes —le comentó Demetri a Edward en un cuchicheo.
El interpelado no le respondió, pero Jacob dejó escapar entre los dientes un sordo gruñido. Nos detuvimos a unos pocos metros de Aro. Edward se deshizo del brazo de Aro y se unió a nosotros con rapidez, tomando mi mano. Se produjo un momento de silencio cuando nos encontramos unos frente a otros. Felix hizo una leve venia a modo de saludo.
—Hola otra vez, Bella.
El guardia esbozó una ancha sonrisa llena de arrogancia mientras vigilaba el movimiento del rabo de Jacob con su visión periférica.
—Hola, Felix —contesté mientras dedicaba una seca sonrisa al ciclópeo vampiro.
—Tienes buen aspecto —rió entre dientes—. Te sienta bien la inmortalidad.
—Muchas gracias.
—Bienvenida, es una pena…
Interrumpió su comentario a la mitad y quedó en silencio, pero no necesitaba las facultades telepáticas de Edward para imaginar la frase completa: «Es una pena que vayamos a matarte dentro de poco».
—Sí, qué pena, ¿verdad…? —murmuré.
Felix pestañeó.
Aro no prestó atención alguna a nuestro intercambio dialéctico. Ladeó la cabeza con expresión fascinada.
—Oigo el latido de su extraño corazón —murmuró con una nota musical en la voz—. Huelo su extraño efluvio —luego, volvió hacia mí sus ojos brumosos—. En verdad, joven Bella, la inmortalidad te ha convertido en una criatura de lo más extraordinario. Parece que hubieras estado predestinada a esta vida.
Asentí con la cabeza en señal de reconocimiento por el piropo.
—¿Te gustó mi regalo? —inquirió cuando fijó la mirada en mi collar.
—Es hermoso y muy, muy generoso de tu parte. Gracias. Tal vez debí enviarte una nota de agradecimiento.
Aro se echó a reír, encantado.
—Sólo era una chuchería que tenía por ahí. Me pareció un adorno adecuado para tu nuevo rostro, como de hecho lo es.
Se produjo un siseo en el centro de la línea de los Vulturis. Alcé la cabeza para mirar por encima del hombro de Aro. Mmm. Al parecer, Jane no estaba muy contenta con la idea de que su señor me hubiera enviado un presente.
Aro carraspeó para atraer mi atención.
—¿Puedo saludar a tu hija, adorable Bella? —preguntó con dulzura.
Me obligué a recordar que esto era lo que habíamos estado esperando. Hice frente a la urgencia de dar media vuelta y huir con Renesmee. En vez de eso, me adelanté dos pasos. Mi escudo quedó atrás, como una capa que protegía al resto de mi familia y dejaba expuesta a mi niña. La sensación era espantosa.
El anciano se reunió con nosotras, radiante.
—Pero si es… maravillosa —murmuró—. Como tú y Edward —luego, con voz más alta, saludó—: Hola, Renesmee.
La niña me miró de inmediato. Asentí.
—Hola, Aro —contestó con tono muy formal con esa voz suya, aguda y armoniosa.
El anciano abrió los ojos, sorprendido.
—¿Qué es la cría? —masculló Cayo desde su posición en retaguardia, claramente molesto por tener que formular una pregunta.
—Mitad mortal, mitad inmortal —le anunció Aro a su compañero y al resto de la guardia sin apartar la mirada de Renesmee, pues seguía fascinado—. Esta neófita la concibió y la llevó en su vientre mientras todavía era humana.
—Imposible —se burló Cayo.
—¿Acaso los crees capaces de engañarme, hermano? —a juzgar por la expresión, Aro se lo estaba pasando en grande. Cayo dio un respingo—. ¿También es una treta el latido de su corazón?
Cayo torció el gesto y se sintió tan mortificado como si las amables preguntas de Aro hubieran sido bofetadas.
—Obremos con calma y cuidado, hermano —le advirtió Aro, todavía sonriendo a Renesmee—. Conozco bien tu amor por la justicia, pero no es preciso aplicarla contra esta pequeña por razón de su origen, y en cambio es mucho lo que queda por aprender de ella. No compartes mi entusiasmo por la recopilación de historias, bien que lo sé, hermano, pero muéstrate tolerante conmigo cuando añada un capítulo que me sorprende por lo imposible del mismo. Hemos venido esperando sólo justicia y la tristeza de una amistad traicionada, y ¡mira lo que hemos ganado a cambio! Un nuevo y deslumbrante conocimiento sobre nosotros mismos y nuestras posibilidades.
El vampiro le tendió la mano a la niña, pero no era lo que ella deseaba. Se inclinó hacia delante y se estiró hasta tocar el rostro de Aro con las yemas de los dedos.
La reacción del Vulturis no fue de sorpresa como solía ocurrir cuando Renesmee realizaba su actuación. Él estaba acostumbrado al flujo de pensamientos y de recuerdos con otras mentes, al igual que Edward. La sonrisa de Aro se ensanchó y suspiró de satisfacción.
—Brillante —musitó.
Renesmee volvió a mis brazos y se relajó. Su carita estaba muy seria.
—Por favor —le pidió ella.
—Naturalmente que no tengo intención de herir a tus seres queridos, mi preciosa Renesmee —respondió Aro, cuya sonrisa se tornó muy amable.
El tono afectuoso y confortante de su voz me engañó durante un segundo, hasta que oí el rechinar de dientes de Edward y lejos, detrás de nuestras posiciones, el siseo ultrajado de Maggie ante semejante embuste.
—Me pregunto si… —comentó Aro con gesto pensativo. No parecía haber tomado conciencia de la reacción suscitada por su anterior afirmación. El anciano dirigió la vista hacia Jacob de forma inesperada. Sus ojos no reflejaron el disgusto con que los demás Vulturis contemplaban al gran lobo, antes bien, reflejaban una añoranza incomprensible para mí.
—No funciona de ese modo —contestó Edward con tono desabrido, abandonando la cuidadosa neutralidad de que había hecho gala hasta ese momento.
—Sólo era una idea peregrina —repuso el anciano líder mientras valoraba el potencial de Jacob sin tapujo alguno.
Luego, recorrió con la mirada las dos líneas de licántropos situados detrás de nosotros. Fuera lo que fuera que Renesmee le hubiera mostrado, de pronto, los lobos habían despertado en él un gran interés.
—No nos pertenecen, Aro. No acatan nuestras órdenes como tú crees. Están aquí por voluntad propia.
Jacob gruñó de forma amenazadora.
—Sin embargo, parecen estar muy vinculados a vosotros —repuso Aro—, y leales a tu joven compañera y a tu… familia. Leales… —su voz acarició el vocablo con suavidad.
—Ellos se han comprometido a la protección de la vida humana. Eso hace posible la coexistencia pacífica con nosotros, pero no con vosotros, a menos que os replanteéis vuestro estilo de vida.
Aro rió con júbilo.
—Sólo era una idea peregrina —repitió—. Tú mejor que nadie conoces cómo va esto. Ninguno de nosotros es capaz de controlar por completo los deseos del subconsciente.
Edward hizo una mueca.
—Sí, conozco de qué va la historia, y también la diferencia existente entre esa clase de pensamiento y el de otro con segundas intenciones. Nunca podría funcionar, Aro.
Jacob movió su gigantesca cabeza hacia Edward y soltó un débil gañido.
—Está intrigando con la idea de tener… perros guardianes —contestó Edward con un hilo de voz.
Se hizo un silencio sepulcral y al cabo de un segundo un coro de furibundos aullidos procedentes de toda la manada llenó el enorme claro.
Alguien impartió una seca orden, supuse que sería cosa de Sam, aunque no me di la vuelta para comprobarlo con la vista, y la protesta se cortó de raíz, dejando que reinara un silencio ominoso.
—Supongo que eso responde a la pregunta —admitió Aro con otra risa—. Esta manada ha elegido bando.
Edward siseó y se inclinó hacia delante. Le tomé del brazo para retenerle al tiempo que me preguntaba cuál podía haber sido la ocurrencia de Aro para provocar semejante reacción en mi marido. Felix y Demetri se deslizaron al unísono para adoptar posiciones ofensivas. Aro los contuvo con otro gesto de la mano. Todos volvieron a su postura anterior, Edward incluido.
—Queda mucho por discutir —concluyó Aro con el tono pragmático de un hombre de negocios— y más por decidir. Si vosotros y vuestro peludo protector me excusáis, mis queridos Cullen, he de deliberar con mis hermanos.