La fila de hábitos negros avanzó hacia mí a través de la niebla como un sudario. Percibía sus oscuros ojos relucir como rubíes de puro deseo, anhelantes de sangre. Sus labios se retraían sobre sus húmedos dientes agudos, mitad rugido, mitad sonrisa.
Escuché cómo gimoteaba el niño a mis espaldas, pero no me podía girar para mirarle. Aunque estaba desesperada por comprobar que se encontraba a salvo, no podía permitirme ningún fallo de concentración en esos momentos.
Se aproximaron de forma fantasmal con las ropas negras agitándose ligeramente por el movimiento. Vi cómo curvaban sus manos como garras del color de los huesos. Comenzaron a dispersarse para acercarse a nosotros desde todos los ángulos. Estábamos rodeados e íbamos a morir.
Y entonces, tras la explosión de luz de un rayo, toda la escena se transformó, aunque no había cambiado nada, porque los Vulturis aún nos amenazaban, en posición de ataque. Lo que realmente cambió fue el modo en que yo contemplaba la imagen, porque de repente sentí un deseo incontrolable de que lo hicieran, quería que cargaran. El pánico se transformó en un ansia de sangre que me hizo encorvarme, con una sonrisa en el rostro, y un rugido enredado entre mis dientes desnudos.
Me incorporé de un salto, aún aturdida por el sueño.
La habitación estaba a oscuras y también hacía un calor bochornoso. Tenía el pelo empapado por el sudor de las sienes y el que me corría por el cuello.
Aparté de una patada las sábanas mojadas y encontré la cama vacía.
—¿Edward?
Justo en aquel momento, mis dedos tropezaron con algo de tacto suave, plano y rígido. Era una hoja de papel doblada por la mitad. Me llevé la nota conmigo y caminé hacia el interruptor de la luz.
En la parte exterior de la nota alguien había escrito a quién estaba dirigida: a la señora Cullen.
Espero que no te despiertes y notes mi ausencia, pero si fuera así, quiero decirte que volveré muy pronto. Me he ido al continente de caza. Vuelve a dormirte y estaré de vuelta cuando te despiertes. Te quiero.
Suspiré. Llevábamos allí unas dos semanas, así que debería haber contado ya con que se marchara, pero no había estado pensando en el tiempo, porque aquí parecíamos vivir al margen de él, yendo a la deriva en un estado de perfección.
Me limpié el sudor de la frente. Ahora estaba completamente despierta, aunque el reloj del tocador dijera que era más de la una. Sabía que no podría volverme a dormir tan acalorada y sudorosa como me sentía. Y eso sin mencionar el hecho de que si apagaba la luz y cerraba los ojos, estaba segura de ver aquellas figuras negras rondando en mi cabeza.
Me levanté y vagabundeé por la casa a oscuras sin destino definido. Fui encendiendo luces. Me parecía tan grande y desierta sin Edward allí. Tan diferente.
Terminé mi paseo en la cocina y decidí que, quizá, lo que necesitaba era comida para consolarme.
Rebusqué por el frigorífico hasta que encontré todos los ingredientes necesarios para hacer pollo frito. El chisporroteo y siseo del pollo en la sartén resultó un sonido hogareño y encantador, que al llenar el silencio me hizo sentir menos nerviosa.
Olía tan bien que comencé a comer directamente de la sartén, quemándome la lengua mientras tanto. Al quinto o sexto bocado, sin embargo, se había enfriado lo suficiente para disfrutarlo y mastiqué más lentamente. ¿Había algo raro en el sabor? Comprobé la carne, y estaba blanca por todas partes, pero me pregunté si estaba bien hecha. Tomé otro bocado de forma experimental y lo mastiqué dos veces. Ay, qué asco, de verdad. Me levanté de un salto para escupirlo en el fregadero. De repente el olor del pollo y el aceite frito me revolvió el estómago. Cogí todo el plato y lo tiré sacudiéndolo sobre la basura, y después abrí las ventanas para dispersar el olor. Una brisa fresca se había levantado en el exterior y era agradable sentirla contra la piel.
Me encontré repentinamente agotada, pero no quería volver a la calurosa habitación, así que abrí más ventanas en el cuarto de la televisión y me tumbé en el sofá que había justo delante. Puse otra vez la misma película que habíamos visto el otro día y, en cuanto empezó la alegre canción inicial, me quedé dormida.
Cuando abrí los ojos de nuevo, el sol estaba ya a medio camino del horizonte, pero no fue la luz lo que me despertó. Me sentía envuelta en la frescura de sus brazos, que me estrechaban contra él. Al mismo tiempo un dolor repentino me retorció el estómago, casi como una réplica de lo que se siente cuando encajas un golpe en las tripas.
—Lo siento —murmuraba Edward mientras frotaba su mano helada contra mi frente pegajosa—, tanta meticulosidad con todo y no había pensado en que tendrías tanto calor cuando yo me marchara. Haré que instalen un aparato de aire acondicionado antes de que me vaya.
No me podía concentrar en lo que me decía.
—¡Perdona! —jadeé, luchando por liberarme de sus brazos.
Él me soltó de forma casi automática.
—¿Bella?
Salí disparada hacia el cuarto de baño con la mano apretándome la boca. Me sentía tan mal que ni siquiera me preocupó, al principio, que estuviera conmigo cuando me agaché sobre el váter y vomité violentamente.
—¿Bella…? ¿Qué te pasa?
No podía responder todavía. Él me sostenía lleno de ansiedad, apartándome el pelo de la cara, esperando hasta que recuperé de nuevo la respiración.
—Maldito pollo rancio —gemí.
—¿Estás bien? —su voz sonaba muy tensa.
—Bien —repliqué con voz entrecortada—. Es sólo que me he intoxicado con la comida. No es necesario que veas esto, vete.
—Ni se te ocurra, Bella.
—Vete —gemí otra vez, luchando para levantarme y poder lavarme la boca. Él me ayudó cariñosamente, ignorando los débiles empujones que le propinaba.
Después de haberme limpiado, me llevó a la cama y me sentó allí con cuidado, sujetándome entre sus brazos.
—¿Te ha sentado mal alguna comida?
—Ah, sí —grazné—. Hice un poco de pollo anoche. Sabía raro así que lo tiré, pero antes me comí unos cuantos bocados.
Me puso una de sus manos frías en la frente, y era muy agradable.
—¿Qué tal te sientes ahora?
Lo pensé durante un momento. La náusea se me había pasado tan violentamente como había venido y me sentí como cualquier otra mañana.
—Estoy bastante bien. De hecho, incluso algo hambrienta.
Me hizo esperar una hora y beberme un gran vaso de agua antes de freírme unos cuantos huevos. Me encontraba perfectamente normal, aunque un poco cansada después de haberme levantado en mitad de la noche. Él puso la CNN, ya que habíamos perdido todo contacto con la realidad, tanto que podría haber estallado la Tercera Guerra Mundial sin que nos hubiéramos enterado, y me acurruqué soñolienta en su regazo.
Me aburría escuchando las noticias y me retorcí para besarle. Justo como por la mañana, un dolor agudo me atravesó el estómago cuando me moví. Me arrastré lejos de él, con la mano apretada con fuerza contra la boca. Me di cuenta de que no llegaría ahora hasta el cuarto de baño, así que me dirigí hacia el fregadero de la cocina.
Él me apartó el pelo de nuevo.
—Quizá deberíamos ir a Río, a que te vea un médico —sugirió lleno de ansiedad mientras me limpiaba los labios después.
Sacudí la cabeza y me dirigí hacia el vestíbulo. Los médicos significaban agujas.
—Me sentiré mucho mejor después de lavarme los dientes.
Cuando mejoró el sabor de mi boca, rebusqué entre mis cosas el maletín de primeros auxilios que Alice me había preparado, lleno de cosas humanas como vendas, analgésicos y mi objetivo ahora, Pepto-Bismol. Quizá de ese modo se me asentara el estómago y Edward se quedaría más tranquilo.
Pero antes de encontrar el Pepto, hallé algo más que Alice había metido en la maleta. Cogí la pequeña caja azul y me la quedé mirando allí en mi mano, olvidándome de todo lo demás.
Entonces comencé a contar en mi cabeza. Una vez. Dos. Y otra vez más.
Un golpe en la puerta me sobresaltó y la cajita se me cayó de nuevo dentro de la maleta.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó Edward a través de la puerta—. ¿Te has mareado otra vez?
—Sí y no —le dije, pero mi voz sonó estrangulada.
—¿Bella? ¿Puedo entrar, por favor? —inquirió ahora en tono preocupado.
—Va… le.
Llegó y evaluó mi postura, sentada con las piernas cruzadas al lado de la maleta, y mi expresión en blanco y ausente. Se sentó a mi lado y rápidamente me puso la mano en la frente.
—¿Qué es lo que va mal?
—¿Cuántos días han pasado desde la boda? —le susurré.
—Diecisiete —me contestó de forma automática—. Bella, ¿qué pasa?
Volví a contar de nuevo. Alcé un dedo para advertirle que esperara y articulé con los labios los números para mis adentros. Antes me había equivocado con los días, porque llevábamos allí más tiempo de lo que yo creía. Comencé de nuevo.
—¡Bella! —susurró en tono de urgencia—, me estás volviendo loco.
Intenté tragar, pero no funcionó. Así que volví a la maleta y rebusqué por todos lados hasta que apareció la cajita azul de nuevo y la levanté en silencio.
Se me quedó mirando lleno de confusión.
—¿Qué? ¿Estás intentado hacerme creer que esto que te pasa es un simple síndrome premenstrual?
—No —me las apañé para contestar sin sofocarme—, no, Edward. Estoy intentando decirte que se me ha retrasado el periodo cinco días.
La expresión de su rostro continuó impertérrita. Era como si no hubiera hablado.
—No creo que me haya intoxicado —añadí.
Él no contestó, se había convertido en una estatua.
—Las pesadillas —mascullé, para mí, con voz monótona—, el sueño que tenía, los lloros, toda esa hambre… Oh, oh. Oh.
La mirada de Edward se había vuelto vidriosa, como si fuera incapaz de verme.
La mano se me apoyó en el estómago de forma casi involuntaria, como si fuera un acto reflejo.
—¡Oh! —chillé de nuevo.
Me puse en pie tambaleándome para salir de entre las manos inmóviles de Edward. No me había quitado los pantaloncitos de seda azul y la camisola que me había puesto para dormir, así que alcé de un tirón la tela y me quedé mirándome fijamente la barriga.
—Imposible —susurré.
Aunque no tenía ninguna experiencia con embarazos, bebés o cualquier cosa relativa a ese mundo, no era ninguna idiota. Había visto suficientes películas y programas de televisión para saber que esto no funcionaba así. Sólo se me había retrasado cinco días. Si de verdad estaba embarazada, mi cuerpo no podría haber registrado aún ese hecho. No podía tener mareos matutinos, y desde luego, no habrían cambiado mis rutinas de alimentación y de sueño.
Y aún más claramente, no podía tener un pequeño, pero definido, bulto sobresaliendo entre las caderas.
Giré el torso hacia delante y detrás, examinándolo desde todos los puntos de vista, como si fuera a desaparecer debido al modo en que incidía la luz. Recorrí aquel pequeño bulto casi imperceptible con los dedos, sorprendida por lo duro que se sentía bajo la piel.
—Imposible —repetí otra vez, porque con bulto o sin él, con periodo o sin periodo (y desde luego no lo había, porque jamás se me había retrasado ni un solo día en toda mi vida), no había forma posible de que estuviera embarazada. La única persona con la que había practicado sexo en toda mi vida era con un vampiro, hablando alto y claro.
Un vampiro que aún estaba paralizado en el suelo sin dar signo alguno de volver a moverse jamás.
Así que tenía que haber alguna otra explicación, entonces. Tenía que haber algo que iba mal en mí. Alguna extraña enfermedad sudamericana con los síntomas del embarazo, sólo que acelerados…
Y entonces recordé algo, una mañana en la que hice una exploración en Internet que ahora parecía haber sucedido hace mucho tiempo. Sentada en el viejo escritorio en mi habitación en casa de Charlie con aquella luz gris mate brillando a través de la ventana y con la vista fija en mi viejísimo ordenador ronroneante, leí con avidez una página web llamada «Vampiros de la A a la Z». Habían pasado menos de veinticuatro horas desde que Jacob Black, intentando distraerme con aquellas leyendas quileute en las que ni siquiera él creía, me había dicho que Edward era un vampiro. Yo había buscado con ansiedad en las primeras entradas del sitio, dedicado al mito de los vampiros en todo el mundo. El Danag filipino, el Estrie hebreo, el rumano Varacolaci, los Stregoni benefici italianos, una leyenda que se basaba en realidad en las primeras hazañas de mi nuevo suegro con los Vulturis, aunque en aquel momento yo no sabía nada de eso… Cada vez prestaba menos atención a las historias conforme se volvían menos verosímiles. Apenas recordaba vagos detalles de las últimas entradas, que parecían principalmente excusas ideadas para explicar cosas como los índices de mortalidad infantil y la infidelidad. «No, cariño, ¡no tengo una aventura! Esa mujer tan sexy que viste salir con disimulo de la casa no era más que un perverso súcubo. ¡Tengo suerte de haber escapado con vida!». Desde luego, con lo que sabía ahora acerca de Tanya y sus hermanas, sospechaba que algunas de esas historietas no habían sido otra cosa más que hechos. Había también algo para las señoras: «¿Cómo me puedes acusar de haberte estado engañando, sólo porque acabas de regresar de un viaje de dos años y estoy embarazada? Fue un íncubo, que me hipnotizó con sus místicos poderes vampíricos…».
Esto formaba parte de la definición de un íncubo, su capacidad para tener hijos con su desafortunada presa.
Sacudí la cabeza, aturdida, pero…
Pensé en Esme y especialmente en Rosalie. Los vampiros no podían tener hijos. Si eso fuera posible, a estas alturas Rosalie hubiera encontrado la forma. El mito del íncubo no era más que una fábula.
Salvo que… bueno, había una diferencia. ¡Claro que Rosalie no podía concebir un hijo!, porque estaba paralizada en el estado en el cual había pasado de humana a inhumana y nada podía cambiar en ella. Y los cuerpos de las mujeres humanas tenían que cambiar para tener bebés. En primer lugar, estaba el cambio constante del ciclo mensual, y después las grandes transformaciones necesarias para acomodar un bebé en crecimiento. El cuerpo de Rosalie no podía cambiar.
Pero el mío podía, sí, y de hecho lo estaba haciendo. Toqué el bulto de mi barriga que no había estado allí el día anterior.
Y los hombres humanos… bueno, ellos continuaban en el mismo estado desde la pubertad hasta la muerte. Recordé al azar una trivialidad, que había sacado de sabe Dios dónde: Charlie Chaplin estaba en los setenta cuando tuvo a su hijo más pequeño. Los hombres no han de soportar dificultades como los años o los ciclos de fertilidad para poder tener hijos.
Claro, ¿cómo había nadie de saber si los hombres vampiro podían tener hijos, cuando sus compañeras no podían? ¿Qué vampiro en este mundo tendría el autocontrol necesario para probar esa teoría con una mujer humana? ¿O la inclinación a hacerlo?
Sólo se me ocurría el nombre de uno.
La mitad de mi cabeza estaba intentando organizar hechos, recuerdos y compaginarlos con las especulaciones, mientras que la otra mitad, la que controlaba la capacidad de mover mi cuerpo, estaba tan aturdida que no era capaz de desempeñar ni la operación más sencilla. No podía mover los labios para hablar, aunque quería pedirle a Edward que me explicara por favor lo que estaba pasando. Necesitaba regresar adonde él estaba sentado, tocarlo, pero mi cuerpo no seguía mis instrucciones. Sólo podía mirar a mis ojos atónitos en el espejo, mientras mis dedos apretaban con cuidado la pequeña hinchazón de mi vientre.
Y entonces, como había sucedido en la vivida pesadilla que había padecido la noche anterior, la escena se transformó de repente. Lo que veía en el espejo tenía un aspecto del todo diferente, aunque en realidad nada era diferente.
Lo que cambió todo fue sólo un suave y pequeño golpecito que chocó contra mi mano, desde dentro de mi cuerpo.
Al mismo tiempo, el móvil de Edward sonó con un tono agudo y exigente. Ninguno de los dos nos movimos. Sonó una y otra vez. Intenté dejar de escucharlo mientras presionaba los dedos contra mi barriga, esperando. En el espejo la expresión de mi rostro ya no era de perplejidad, sino expectante. Apenas noté las lágrimas silenciosas y extrañas que comenzaron a manar de mis ojos, y a correr por mis mejillas.
El teléfono siguió sonando. Deseaba que Edward contestara de una vez, porque yo estaba ensimismada en el momento que estaba viviendo, quizá el más importante de mi vida.
¡Ring! ¡Ring! ¡Ring!
Al final el fastidio pudo con todo lo demás. Me arrodillé al lado de Edward y noté que lo hacía con más cuidado, mil veces más consciente del modo en que percibía mis movimientos; rebusqué por sus bolsillos hasta que encontré el teléfono. Casi esperé que me lo arrancara de las manos para contestar él mismo, pero continuaba perfectamente inmóvil.
Reconocí el número y pude adivinar con facilidad por qué estaba llamando.
—Hola, Alice —le dije. Mi voz no había mejorado mucho, así que me aclaré la garganta.
—¿Bella? ¿Bella, te encuentras bien?
—Ah, sí. Mmm. ¿Está Carlisle ahí?
—Sí, aquí está. ¿Cuál es el problema?
—No, no estoy al cien por cien… segura…
—¿Está bien Edward? —me preguntó recelosa.
Oí cómo llamaba a Carlisle apartándose del teléfono y luego siguió inquiriendo de forma exigente, «¿por qué no ha cogido el teléfono?» aun antes de que pudiera contestar su primera pregunta.
—No estoy segura.
—¿Bella, qué está pasando? Sólo he visto…
—¿Qué es lo que has visto? —se hizo un silencio.
—Ya ha llegado Carlisle —repuso al fin.
Sentí como si me hubieran inyectado agua helada en las venas. Si Alice hubiera tenido una visión mía con un niño de ojos verdes y rostro de ángel en los brazos, me habría preguntado algo al respecto, ¿no?
Mientras esperaba, en el segundo que le llevó a Carlisle hablar, la visión que había imaginado para Alice bailoteó detrás de mis párpados. Un diminuto y bello bebé, incluso más bello aún que el niño de mis sueños, un diminuto Edward en mis brazos. Una cierta calidez me inundó las venas, alejando la frialdad.
—Bella, soy Carlisle. ¿Qué pasa?
—Yo… —no sabía qué contestarle. ¿Se reiría él de las conclusiones a las que había llegado, pensaría que estaba loca? ¿Era sólo que estaba teniendo otro de esos sueños en color?
—Estoy un poco preocupada por Edward… ¿Pueden entrar los vampiros en estado de shock?
—¿Está herido? —la voz de Carlisle sonó repentinamente urgente.
—No, no —le aseguré—. Sólo… es efecto de la sorpresa.
—No lo entiendo, Bella.
—Creo… bueno, creo que… quizás… es que yo podría estar… —inhalé profundamente—. Tal vez esté embarazada.
Como para reforzar mi afirmación, sentí otro golpecito en el abdomen. Mi mano voló hacia allí.
Después de una larga pausa, el entrenamiento médico de Carlisle entró en acción.
—¿Cuándo fue el primer día de tu último ciclo menstrual?
—Dieciséis días antes de la boda —había hecho los cálculos mentales matemáticos las veces suficientes para poder contestar con certeza.
—¿Cómo te sientes?
—Extraña —le conté, pero la voz se me quebró y otro hilo de lágrimas comenzó a descender por mis mejillas—. Esto te va a sonar como una locura… Mira, sé que es demasiado pronto para esto. Quizás es que me he vuelto loca. Pero tengo sueños muy raros y tengo hambre a todas horas, y no quiero más que llorar, y vomitar y… y… te juro que algo se me ha movido justo ahora en el interior del cuerpo.
La cabeza de Edward se alzó de repente.
Suspiré aliviada.
Edward extendió la mano para que le diera el teléfono, con el rostro pálido y endurecido.
—Mmm, creo que Edward quiere hablar contigo.
—Dile que se ponga —contestó Carlisle con voz contenida.
No estaba segura del todo de que Edward pudiera hablar, pero le entregué el móvil.
Lo apretó contra su oreja.
—¿Eso es posible? —susurró él.
Escuchó durante un largo rato, mirando de forma inexpresiva hacia la nada.
—¿Y Bella? —preguntó y me envolvió con su brazo mientras hablaba, apretándome contra su costado.
Escuchó durante lo que pareció un rato muy largo y después dijo:
—Sí, sí, lo haré.
Apartó el móvil de su oído y presionó el botón de apagado. Sin detenerse marcó un número nuevo.
—¿Qué ha dicho Carlisle? —le pregunté con impaciencia.
Edward respondió con voz inanimada.
—Cree que estás embarazada.
Las palabras enviaron un cálido estremecimiento a través de mi columna. Aquel pequeño «pateador» se removió en mi interior.
—¿A quién estás llamando ahora? —inquirí mientras volvía a ponerse el teléfono en el oído.
—Al aeropuerto, volvemos a casa.
Edward estuvo al teléfono durante más de una hora sin parar. Supuse que estaría arreglando nuestro vuelo de regreso, pero no podía estar segura porque no hablaba en inglés. Sonaba como si estuviera discutiendo, habló entre dientes durante un buen rato.
Mientras discutía, iba haciendo las maletas. Revoloteaba por la habitación como un tornado furioso, pero dejando orden en vez de destrucción a su paso. Arrojó un puñado de ropas mías sobre la cama sin mirarlas, así que supuse que era hora de vestirme. Él continuaba en plena controversia mientras yo me cambiaba, gesticulando con movimientos repentinos y agitados.
Cuando ya no pude soportar más la violenta energía que irradiaba, abandoné la habitación en silencio. Su concentración maníaca hacía que me estuviera mareando, no como con aquellas nauseas matutinas, sino de una forma más desagradable. Esperaría en cualquier lugar a que se le pasara ese humor. No podía hablar con ese concentrado y helado Edward que, la verdad me asustaba un poco.
Una vez más, terminé en la cocina. Había un paquete de galletitas saladas en el armario. Comencé a masticarlas de forma ausente, mirando por la ventana hacia la arena, las rocas, los árboles y el océano, que todavía relucían bajo el sol.
Alguien me dio una ligera patadita.
—Ya lo sé —comenté—, yo tampoco me quiero ir.
Me quedé mirando por la ventana durante un momento, pero el «pateador» no contestó.
—No lo entiendo —murmuré—. ¿Qué es lo que va mal?
Era del todo sorprendente, incluso hasta el punto de dejarme atónita. Pero ¿malo?
No.
¿Entonces por qué estaba Edward tan furioso? Él era quien en realidad había estado más que dispuesto a una boda de penalti. Intenté razonarlo.
Quizá no era tan raro que Edward quisiera que nos fuéramos a casa derechos. Seguramente deseaba que Carlisle comprobara y se asegurara de que mi suposición era cierta, aunque en realidad, a estas alturas a mí no me quedaba ninguna duda. Probablemente, lo que querrían estudiar también era por qué estaba ya tan embarazada, con el bulto, las pataditas y todo lo demás. Eso no era normal.
Una vez que me puse a pensar en ello, estuve segura de comprenderlo. Debía de estar inquieto por el bebé, aunque aún no le había dado ningún ataque de esos suyos de preocupación. Mi cerebro trabajaba de un modo más lento que el suyo, porque todavía estaba prendido en la maravilla de la imagen que había conjurado antes: el niño diminuto con los ojos de Edward, verdes como los había tenido cuando era humano, acurrucado feliz y hermoso en mis brazos. Esperaba que tuviera el mismo rostro de Edward, sin ninguna interferencia del mío.
Resultaba divertido ver lo decisiva y enteramente necesaria que se había vuelto esta visión. Ese primer toque ligero había cambiado todo mi mundo. Donde antes sólo había habido una cosa sin la que no podía vivir, ahora había dos. No era como si me hubiera dividido entre los dos, no era que hubiera repartido mi amor. Era más como si mi corazón hubiera crecido, se hubiera hinchado al doble de su tamaño, y hubiera llenado ya todo ese espacio extra. Un cambio vertiginoso.
Antes tampoco había comprendido el dolor y el resentimiento de Rosalie. Nunca me había imaginado a mí misma en el papel de madre y jamás lo había deseado. No había querido engatusar a Edward diciéndole que no me preocupaba el no poder tener hijos con él, la verdad era que ni siquiera me lo había planteado. Los niños, en abstracto, jamás me habían atraído. Me parecían criaturas chillonas, siempre chorreando alguna porquería, y además nunca había tenido mucho contacto con ellas. Cuando soñaba en que Renée me trajera algún hermanito, siempre me imaginaba un hermano mayor, alguien que me cuidara, y no al revés.
Pero este niño, el hijo de Edward, era una historia completamente distinta.
Le quería como quería aire para respirar. No como una elección, sino como una necesidad.
Quizá todo se debía a que siempre había tenido muy poca imaginación. Quizá también ése era el motivo por el que me había resultado imposible imaginar que me gustaría estar casada hasta que lo estuve, y quizá también por eso había sido incapaz de ver que quería un bebé hasta que estuvo en camino…
Mientras ponía la mano en mi barriga, esperando la siguiente patada, las lágrimas se deslizaron de nuevo por mis mejillas.
—¿Bella?
Me volví, algo recelosa debido al tono de su voz. Era demasiado frío, demasiado cauteloso y la expresión de su rostro acompañaba a la voz, vacía e inexpresiva.
Y fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba llorando.
—¡Bella! —cruzó la habitación como un rayo y puso sus manos alrededor de mi rostro—, ¿te duele algo?
—No, no…
Me estrechó contra su pecho.
—No tengas miedo, llegaremos a casa en dieciséis horas. Estarás bien. Carlisle estará preparado cuando lleguemos y nos haremos cargo de esto y tú estarás bien, muy bien.
—¿Hacernos cargo de esto? ¿A qué te refieres?
Se apartó y me miró directo a los ojos.
—Vamos a sacar a esa cosa de ahí antes de que pueda herirte. No te asustes. No dejaré que te haga daño.
—¿Esa «cosa»? —pregunté con un jadeo.
Apartó la mirada apresuradamente de mí, y la dirigió hacia la puerta principal.
—¡Maldita sea! Se me olvidó que Gustavo venía hoy. Me desharé de él y volveré —y salió disparado de la habitación.
Me agarré a la encimera en busca de apoyo porque tenía las rodillas temblonas. Edward había llamado «cosa» a mi pequeño «pateador». Y decía que Carlisle me lo sacaría.
—No —susurré.
Me había equivocado, a él no le preocupaba el bebé en absoluto, porque quería hacerle daño. Aquella hermosa imagen de mi mente cambió de pronto convirtiéndose en algo sombrío. Mi pequeño bebé lloraba y mis débiles brazos no bastaban para protegerle…
¿Qué podía hacer? ¿Cómo iba a ser capaz de razonar con ellos? ¿Y qué pasaría si no lo conseguía? ¿Explicaría esto el extraño silencio de Alice al teléfono? ¿Era eso lo que ella había visto, que Edward y Carlisle mataban a mi pálido y perfecto bebé antes de que pudiera vivir?
—No —susurré de nuevo, con la voz más firme.
Eso no podía ser. Yo no lo iba a permitir.
Escuché a Edward hablando de nuevo en portugués y discutiendo otra vez. Su voz se acercaba y le oí gruñir de pura desesperación. Entonces oí la otra voz, baja y tímida, la voz de una mujer.
Entró en la cocina delante de ella y se dirigió derecho hacia mí. Me limpió las lágrimas de las mejillas y murmuró en mi oído a través de la fina y tensa línea de sus labios.
—Insiste en dejarnos la comida que ha hecho, la cena —si hubiera estado menos tenso y menos furioso, habría puesto los ojos en blanco—. Es únicamente una excusa, lo que quiere es asegurarse de que aún no te he asesinado —su voz se volvió fría como el hielo al final.
Kaure dio la vuelta a la esquina nerviosa, con un plato cubierto en las manos. Hubiera deseado poder hablar un poco de portugués, o que mi español fuera menos rudimentario, para poder agradecerle a esta mujer que se hubiera atrevido a sufrir la ira de un vampiro sólo por comprobar que yo estuviera bien.
Sus ojos se movieron inquietos del uno al otro. Le vi medir el color de mi rostro, la humedad de mis ojos. Puso el plato en la encimera murmurando algo que no entendí.
Edward le replicó con brusquedad, y nunca antes le había visto comportarse con tan poca educación. Ella se volvió para marcharse, y el revoloteo de su falda larga empujó el olor de la comida hacia mi rostro. Era fuerte: cebollas y pescado. Me entraron náuseas y me giré hacia el fregadero. Sentí las manos de Edward sobre mi frente y escuché su murmullo tranquilizador a través del rugido de mis oídos. Sus manos desaparecieron durante un segundo y oí el golpe de la puerta del frigorífico. Gracias al cielo, el olor desapareció con el sonido y las manos de Edward me refrescaron de nuevo el rostro pegajoso. Todo se me pasó con rapidez.
Me limpié la boca en el grifo mientras él me acariciaba un lado de la cara.
Sentí un tímido golpecito en mi útero.
Todo va bien, estamos bien, pensé en dirección al bulto.
Edward me dio la vuelta, abrazándome hasta que reposé la cabeza sobre su hombro. Mis manos, de forma instintiva, se doblaron sobre mi barriga.
Escuché un ligero jadeo y levanté la mirada.
La mujer aún estaba allí, dudando en la entrada con las manos extendidas a medias como si estuviera buscando alguna manera de ayudarme. Sus ojos se habían quedado clavados en mis manos, abriéndose de pronto por la sorpresa, al igual que su boca.
Entonces Edward dio también un grito ahogado y, de repente, se volvió para enfrentarse a la mujer, empujándome ligeramente detrás de su cuerpo. Su brazo envolvió mi torso como si me estuviera sujetando a su espalda.
De súbito, Kaure le gritó, en voz muy alta, con furia, mientras sus palabras ininteligibles volaban por la habitación como cuchillos. Alzó su pequeño puño en alto y dio dos pasos hacia delante, sacudiéndolo en dirección a él. A pesar de su ferocidad, era fácil ver el terror retratado en sus ojos.
Edward dio también otro paso hacia ella, y yo me aferré a su brazo, asustada por la mujer. Pero cuando ella interrumpió su parrafada, la voz de él me cogió por sorpresa, en especial considerando lo desagradable que había estado con ella antes de que hubiera empezado a chillarle. Hablaba ahora en voz baja, como si estuviera suplicando. No sólo eso, sino que el sonido era diferente, más gutural, sin la misma cadencia. Pensé que, en ese momento, ya no estaba hablando portugués.
Durante un instante, la mujer se le quedó mirando maravillada y después entrecerró los ojos mientras ladraba una larga pregunta en la misma lengua extraña.
Observé cómo el rostro de Edward se volvía más triste y serio, y asentía una vez. Ella dio un rápido paso atrás y se santiguó.
Él se le acercó haciendo gestos en mi dirección y después descansó la mano en mi mejilla. Ella replicó enfadada, moviendo las manos de forma acusadora hacia él, y después gesticuló de nuevo. Cuando terminó, él le suplicó otra vez con la misma voz baja y llena de urgencia.
La expresión de ella cambió, y se le quedó mirando con la duda reflejada en el rostro mientras le replicaba; sus ojos a veces se dirigían rápidamente hacia mi cara confundida. Él dejó de hablar y ella pareció estar deliberando sobre algo. Nos miró al uno y al otro varias veces, y dio un paso hacia delante, creo que de modo inconsciente.
Hizo un movimiento con sus manos, realizando un gesto mímico como de un balón sobresaliendo de su estómago. Me la quedé mirando, porque parecía que sus leyendas sobre el predador bebedor de sangre incluían eso también. ¿Sabría ella algo sobre lo que estaba creciendo dentro de mí?
Caminó unos cuantos pasos hacia delante de forma deliberada ahora y preguntó con unas cuantas frases cortas, a las que él respondió muy tenso. Entonces fue él quien preguntó, una sola cuestión muy breve. Ella dudó y después sacudió pesadamente la cabeza. Cuando él habló de nuevo, su voz expresaba una agonía tal, que alcé la mirada hacia él, sorprendida y asustada. Su rostro se retorció congestionado por la pena.
En respuesta, ella caminó con lentitud hacia delante hasta que estuvo lo suficientemente cerca para poner su mano diminuta sobre la mía, sobre mi barriga. Sólo dijo una palabra en portugués.
—Morte —dijo, suspirando.
Entonces se volvió, con los hombros hundidos, como si la conversación la hubiera hecho envejecer y abandonó la habitación.
Sabía bastante español para extrapolar y comprender esa palabra.
Edward se quedó paralizado de nuevo, con la mirada fija en el lugar por donde ella había salido con una expresión torturada en el rostro. Unos cuantos minutos más tarde, escuché encenderse el motor de un bote y luego desvanecerse en la distancia.
Edward no se movió hasta que me dirigí al baño, y entonces puso una mano sobre mi hombro.
—¿Adónde vas? —su voz era un susurro lleno de dolor.
—A lavarme otra vez los dientes.
—No te preocupes por lo que ha dicho. No son nada más que leyendas, viejas mentiras para entretener a la gente.
—No he entendido nada —le repliqué, aunque eso no era del todo verdad. Como si yo pudiera descartar algo por el hecho de que fuera una leyenda. Mi vida estaba tan rodeada de leyendas por todas partes… y todas ellas eran ciertas.
—Ya he guardado tus cosas en la maleta, te lo traeré.
Caminó delante de mí en dirección al dormitorio.
—¿Nos marchamos pronto? —le pregunté a sus espaldas.
—En cuanto estés lista.
Esperó a que terminara para guardar de nuevo mi cepillo de dientes, caminando lentamente alrededor de la habitación, y se lo di en cuanto acabé.
—Llevaré el equipaje a la lancha.
—Edward…
Él se volvió.
—¿Sí?
Yo dudé, intentando encontrar alguna excusa para poder quedarme unos segundos a solas.
—¿Te importaría… que nos lleváramos algo de comida? Ya sabes, por si me entra hambre otra vez.
—Claro —replicó, con los ojos repentinamente dulces—. No te preocupes por nada. Llegaremos al lado de Carlisle en unas cuantas horas, la verdad, y pronto todo habrá terminado.
Yo asentí con la cabeza, porque no confiaba en mi voz.
Él se volvió y salió de la habitación, con una maleta enorme en cada mano.
Me giré y salí disparada hacia el teléfono que él se había dejado en la encimera. Era muy raro que a Edward se le olvidara algo, como que Gustavo estaba a punto de llegar, o el móvil que se había dejado allí. Estaba tan nervioso que apenas era él mismo.
Lo abrí y busqué entre los números de la agenda. Me alegró que tuviera los sonidos apagados porque temía que pudiera pillarme. ¿Estaría aún en la lancha o ya de vuelta? ¿Me escucharía desde la cocina si hablaba entre susurros?
Encontré el número que quería, uno que no había usado nunca antes en mi vida. Presioné el botón de llamada y crucé los dedos.
—¿Diga? —contestó la voz que sonaba como campanillas de viento doradas.
—¿Rosalie? —murmuré—. Soy Bella. Por favor, tienes que ayudarme.